Bucarest, 28 de noviembre de 1916

Querido Andrés:

No son rumores. Los diarios que has leído en Madrid están en lo cierto. Mientras escribo estas líneas las tropas alemanas se acercan a Bucarest como una masa gris de termitas. Aterrorizadas, las gentes huyen a millares. Montadas en carretas, a pie, en tren. Todo el mundo que puede se va o habla de irse.

Hace poco más de dos años, en un día como hoy, yo llegaba a Bucarest y me encontraba una ciudad luminosa y alegre. ¡Qué cambios espantosos han tenido lugar desde entonces! Aquel día había nevado copiosamente y el sol brillaba con fuerza; refulgían las ventanas de las casas y de noche los escaparates de la calle Victoria se cuajaban de luces. Hoy, apenas hay gente en las calles. De día la ciudad está sucia, desquiciada, hambrienta. Por la noche, parece un panteón inmenso. Silencio absoluto y sepulcral. No hay una farola encendida. No se oye una pisada. No se mueve un vehículo. Bucarest entera sabe que su suerte se halla unida a la de los perdedores y su corazón está lleno de espanto. Se parece a una casa donde un moho enfermizo lo cubre todo. Se parece a los demonios de los cuentos infantiles, a la mantequilla echada a perder, a los improperios dichos por un borracho en la oscuridad.

Esta mañana leía la prensa cerca de la estación del Norte cuando he escuchado la siguiente conversación:

—No, si ahora esos mercachifles de Ionescu y Bratianu se están cagando en los pantalones. Hasta hace nada iban a echar a los austríacos de Transilvania. «¿Que vienen los alemanes? Pues que vengan», decían. Pero ahora que la cosa se ha puesto fea de verdad, ahora todos corren a refugiarse a Iasi.

—¿Y los franceses? ¿Y los ingleses? ¿Qué es lo que están haciendo? ¿Por qué no combaten a los alemanes? Miserables. Prometieron, prometieron…

Preguntarás: «Y en medio de todo esto, ¿qué haces tú?». Muy sencillo. Deambular. Esperar la invasión alemana… Anteayer Multedo siguió a la corte y a los funcionarios del Gobierno a Iasi, dejándome a cargo de la embajada. Ayer tarde, la princesa Kaftandzoglou y el conde Olsufief. Olga se ha ido esta misma noche.

—Quizá la situación mejore dentro de cinco o seis días —ha susurrado, apretando contra sí mi mejilla, santiguándome aprisa.

Cinco días…, seis…

—Así me lo dice el corazón y creo en su voz —ha añadido.

El tren no se paró en el andén, sino en el campo, en un apartadero. La estación estaba a oscuras por temor a los aeroplanos y los zepelines. Así son hoy las noches de Bucarest. Alarmantes, imponentes. Noches de guerra. Únicamente, en el interior de las casas, a cubierto de puertas, ventanas, cortinas y mantas, la gente se atreve a sentarse bajo la luz de la lámpara familiar. Como yo ahora.

Adiós, mi abrazo más cordial,

Ángel