Esta noche Nae me ha pedido disculpas.
—Te ruego que me perdones. No sé lo que me pasa. Siempre he tenido horror a los sentimentalismos.
Después, ha vuelto el Nae de siempre, el Nae que conocí a mi llegada a Bucarest. Con cuánto candor y cuánto esfuerzo ha querido contagiar a Olga esa alegría juvenil, esa exuberancia que antes le seguían día y noche, donde estuviera y con quien estuviera. Cenábamos en un restaurante de ambiente zíngaro y se trataba de ver quién contaba la anécdota más divertida, quién inventaba el cotilleo más absurdo. ¿Habrá en esto un esfuerzo por recobrar una alegría en el fondo irremisiblemente perdida?
—Vamos a beber —ha propuesto— a la salud del general Boulanger, de quien se cuenta que prefirió vivir tranquilamente en Bruselas con su amante a convertirse en el dictador de la Tercera República.
Y, viendo la botella de champán y las tres copas que había pedido al camarero, añadió:
—Cuando la botella esté vacía pediremos otra y luego iremos al salón de la princesa y tú, querida Olga, nos cantarás alguna melodía popular del tipo ¡Adiós mi angustia, adiós mi ardor!
Con voz estentórea entonó:
¡Adiós mi sueño, adiós mi dolor!
Ya nunca nos encontraremos
en los senderos del jardín viejo…
Entre dos carcajadas, la mirada de Olga fue a posarse en mí. Son esas miradas, esas pequeñas caricias las que acallan momentáneamente una inquietud que no me abandona.
Un fortísimo abrazo y muy nostálgico, pues hace ya más de dos años que no hablamos cara a cara,
Ángel