Querido Andrés:
Hoy los alemanes han tomado Constanza y las noticias que llegan del frente no son nada halagüeñas. El viento de la derrota sopla sobre Rumanía, que ya empieza a añorar la confortable neutralidad. Al pánico de los bombardeos se suma ahora un nuevo motivo de preocupación: el miedo a los espías, que se ha contagiado a todo el mundo como si fuera una enfermedad infecciosa. La gente sospecha una de otra. A muchos les basta observar un atuendo inusual para lanzar los brazos al cielo. Anteayer, cerca del Ateneu, una ancianita se agarró a mí:
—¿Ha visto? ¡Un espía, seguro! —chilló señalando con los ojos a un hombre—. ¿No lo ha visto? Llevaba pantalones y abrigo de colores distintos.
No pude contenerme.
—Y un bigote de general prusiano —añadí.
Me clavó su mirada enfurecida.
—Disculpe —dijo, soltándome.
Después, me siguió unos pasos por la acera.
¡Los alemanes!… Los habitantes de Bucarest los perciben desde hace semanas, en torno a ellos, arruinando Rumanía, saqueando, matando, sembrando el hambre. Y una especie de terror supersticioso se suma al odio que destilan los periódicos contra el káiser.
—Mírelos —me decía Stelescu ayer—. Todos se mueven a tontas y a locas.
Estábamos sentados en un café de la calle Victoria.
—Son como bárbaros. En la antigua Roma, se marcaba a los esclavos en el rostro con la leyenda: Cave furem. Pero estos rostros no precisan de aclaraciones escritas. ¡Basta con mirarlos!
Más tarde, aprovechando que los aviones alemanes parecían haberse dado una tregua, me acompañó a la casa de la princesa Kaftandzoglou. Allí, desde hace una semana, está Nae, recuperándose de una herida en una pierna. Ha llegado del sur, donde las victorias de las potencias centrales se suceden como relámpagos en una noche de tormenta.
—Diríase que estábamos en una tumba —me contó—. La artillería alemana montó en cólera y era como si hubiera multiplicado el número de sus bocas de fuego. Nosotros no replicábamos porque no teníamos nada para replicar. Nuestras defensas son de broma. Una broma sin gracia.
Nae aún cultiva una pose de húsar. Pero sus ideas espirituales de la guerra se han aclarado. Su rostro estaba fatigado, arrugado por la falta de sueño y la ansiedad.
—Órdenes y contraórdenes. Un sinsentido descomunal. Miles de hombres arrojados aquí y allá. Si me parece estar oyendo las carcajadas de Julio César, Napoleón y Von Clausewitz. Todas a la vez.
De pronto, sus ojos adquirieron una fijeza de plomo, como si se detuvieran en un muro de proporciones colosales. Su labio inferior temblaba ligeramente.
—¿Cómo salvar nuestro país?
La llegada de los alemanes a Bucarest le atormenta.
Un fuerte abrazo,
Ángel