Queridísimo Andrés:
Tus cartas son de queja, legítima. Las mías de excusa, no menos legítima. Es obligado que tanto las tuyas como las mías empiecen de esa manera, protocolaria ya.
A finales de octubre fui a Salónica. Los ejércitos austríaco, alemán y búlgaro acababan de invadir Serbia; los Gobiernos de la Entente habían decidido trasladar dos divisiones de infantería a Salónica para intentar abastecer a sus aliados por ferrocarril; y nuestro rey Alfonso, que se ha convertido en el caballero neutral más solicitado por las víctimas de la guerra, quiso a bien enviarme allí como una pieza más de su oficina de información y ayuda internacional.
Amanecía cuando llegué a Salónica. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena. Desde lo alto de los blancos minaretes, los muecines gritaban su eterna salmodia, como un puñado de semillas arrojado a la tierra: ¡Allahu Akbar!… ¡Allahu Akbar!…
En Salónica se sabía ya todo: la caída de Belgrado, la retirada del ejército serbio, el avance búlgaro…
—En Serbia todos los hombres están en el Ejército o están muertos —me dijo, mientras almorzábamos, un periodista americano que había conocido aquella misma mañana en el vestíbulo del hotel Roma.
Almuerzo un tanto lúgubre, pues ninguno de los dos veía fin a la guerra.
—Esta guerra parece ser la expresión suprema de la civilización europea —dijo él con sarcasmo, después de contarme sus aventuras de corresponsal en Francia, Rusia y los Balcanes.
Con el café, le pregunté si había alguna posibilidad de llegar a Monastir, primera población serbia después de la frontera con Grecia.
—Bueno —comentó—, para un periodista no es fácil. Los caminos están infestados de bandidos o bajo control búlgaro, y la línea del ferrocarril, único medio más o menos seguro que hay para llegar, es de exclusivo uso militar. En cambio, para un diplomático como usted será pan comido.
Pagamos la cuenta y dimos una vuelta por el barrio de los muelles y almacenes. Soplaba un viento cálido, que acentuaba el olor a pescado y a sal. A lo lejos, un barco de guerra inglés hendía lentamente la lisa superficie del mar; otro francés estaba amarrado en la dársena.
—Viene de los Dardanelos —me explicó el americano—. ¡Y después dicen que Salónica es un puerto neutral!
—Sobre los mapas, no cabe duda —comenté.
—Sí, los mapas… —repitió.
Y señaló la inmensa bahía, verde y azul.
Miré donde miraban sus ojos. Soldados, armas y ganado desembarcaban ante nosotros, entre los gritos de los mozos de cuerda árabes y los cantos de los marinos de las costas del Asia Menor y del mar Negro al izar las velas triangulares de sus embarcaciones. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo de los pequeños veleros, parecía estar saltando como un bailarín que danzara erráticamente encima de una red de mallas muy abiertas.
—A excepción de Venizelos, que quiere luchar, los griegos son tan sencillos, tan infantiles, que realmente creen poder eludir la guerra cediendo a los aliados las infraestructuras de Salónica. Pero usted y yo sabemos más. Los británicos vacilan, pero los franceses están decididos a quedarse.
Descendía ya el sol, rodando sobre las aguas de la bahía como una cabeza cortada, cuando nos dirigimos al cafetín que el americano había adoptado como oficina, un local griego, pequeño y sucio.
Recuerdo ahora un comentario que le escuché aquella misma noche, antes de regresar por pequeñas y oscuras callejuelas a nuestro hotel.
—Hace unos días, un corresponsal francés me aseguraba que la guerra podía ser para Oriente una varita mágica creadora de futuro, un poderoso agente de renovación. Resulta cómico, ¿no cree? Muchos aún no se han dado cuenta de que, cualquiera que sea el vencedor, esta guerra es el fin de Europa.
Nueve días después salí rumbo a Monastir. Por fortuna, obtuve el permiso para viajar en el único tren diario que circula por la línea Salónica-Karaferia-Vodena-Monastir, acaparada por las autoridades militares griegas y franco-inglesas. Me acompañaba un capitán británico que me aseguró que la situación era desesperada.
—No se puede imaginar el consuelo que supone, en estos parajes bárbaros, tropezar con un hombre de Europa —dijo a modo de presentación—. ¿Ve esto? —preguntó, señalándome un enorme sable que abandonó en un rincón del compartimento—. No sé qué hacer con ese maldito trasto. Ya no se lleva sable en el Ejército. Pero aquí sí. Aquí, si no tienes sable, los serbios no creen que eres un oficial. Aún no comprenden que las ametralladoras y la artillería han arrinconado el caballo y el sable.
Aquel capitán británico había combatido en el Marne y Galípoli. Debía de ser disciplinado, paciente y orgullosamente reprimido, pero al hablar de los serbios su voz arrastraba un tono que conozco bien desde mi experiencia en Marruecos: resignación, ausencia de ilusiones sobre el éxito o fracaso de la empresa, resolución fatigada, silenciosa, desprovista de interés salvo por los detalles técnicos, desconfianza en el Gobierno convertida casi en dolor físico.
Era medianoche cuando llegamos a Monastir. Hacía frío y los mudos copos de nieve se diluían en un silencioso torbellino de agujas finísimas.
Habías de ver la ciudad a plena luz del día. A lo largo de las calles pasaba una ininterrumpida procesión de fugitivos, gente hambrienta, enferma, exhausta. Aquí y allá rostros ateridos de espanto y frío. Te confieso, querido amigo, que ninguna, entre las escenas que he presenciado, me ha producido la patética conmoción que me causó aquella larga nube de campesinos sucios y harapientos, barridos de sus tierras como apestados.
El coronel al mando de la guarnición serbia de Monastir estaba ausente y nos recibió un oficial demacrado, con una mata de cabello lacio peinado hacia atrás y un rostro de niño partido por dos horribles cicatrices.
—Aquí ya no hay nada que hacer —me dijo apesadumbrado en francés—. Avanzan como fieras salvajes, quemando y saqueándolo todo.
Después de un rato, añadió:
—Mi deber es recordarle que si se queda aquí más de veinticuatro horas, al regresar a Salónica las autoridades griegas le detendrán en la frontera. Monastir es una ciudad asolada por el cólera y el tifus.
Salí a la calle con la decisión de no pasar en Monastir más tiempo del necesario.
—¡El tifus! —exclamó el capitán inglés en la cantina de oficiales—. Menuda sorpresa. Aquí se propaga a velocidad de vértigo porque los serbios se ríen de las medidas sanitarias que les hemos recomendado. ¿Ve esas cruces blancas pintadas en las puertas? Cada una significa un caso de tifus en la casa.
Salí de Monastir dos días más tarde. A Bucarest he llegado hará dos semanas, tras pasar por Constantinopla y Sofía.
Sí, has leído bien. Por fin, las mágicas palabras de la adolescencia que parecían cubiertas de encendidos diamantes —Bizancio, Bósforo, Cuerno de Oro— han dejado caer su telón irreal y se han transformado en esencias vivas. He estado en Constantinopla: la ciudad donde murió aquel condotiero genovés al que mi tío abuelo dedicó uno de sus poemas. ¿Recuerdas?:
Al primer claror de la mañana
una lluvia de flechas le anunció su fin…
Constantinopla, Constantinopla… Tengo que repetir la palabra para convencerme de ello, como si la ciudad que emergió frente a mí, hecha de piedras ásperas, roída por la podredumbre, no fuera una realidad, sino un pensamiento extraño y bello, algo así como una ilusión suspendida y trémula que enseguida, como el espejismo de los sueños, pudiera derrumbarse. Constantinopla… He visto el Bósforo, a lo largo del cual se alinean los palacios de las embajadas, últimos restos de la época en que cada una de ellas era una concesión imperial. He visto el Cuerno de Oro, estremecido de cruceros turcos y de varios acorazados alemanes. He visto el recinto tres veces santo de Hagia Sophia, la mezquita azul del sultán Ahmed, la mezquita de Solimán el Magnífico y la del sultán Bayaceto. He paseado por el Hipódromo, que decoran la serpiente de bronce traída de Delfos y el obelisco egipcio de Teodosio. He recorrido las ruinas de los palacios bizantinos. En cuántas ocasiones, paseando a través de pasajes abovedados, muros derruidos y patios de mezquitas, he querido poseer mil ojos, como Argos, para que nada se me perdiera…
Ahora mismo ha surgido el embajador Multedo, que viene con noticias asombrosas del frente oriental. Me cuenta que los aliados han trasladado a Salónica todas las tropas que quedaban en los Dardanelos y que el general francés Sarrail ha arrestado a los cónsules de las potencias centrales y encerrado a sus agentes y espías en las mazmorras de la fortaleza bizantina. El embajador me cuenta también que Sarrail se ha apoderado del fuerte que protege la entrada de la bahía. Yo le he dicho que esa acción es más propia de una fuerza colonial que de un huésped que ha entrado en una nación neutral sin ser invitado.
—Más bien —ha observado Multedo— parece una maniobra de asedio contra el rey Constantino, que no parece dispuesto a entrar en la guerra.
Sea como fuere, estas noticias me han cortado el curso de la carta. Escríbeme unas líneas y dime cómo estás. Un abrazo muy fuerte,
Ángel