Querido Andrés:
Ayer Olga recibió carta del frente ruso. De su primo Kyril. Varsovia ha caído. Al parecer, el ejército ruso ya no se retira, sino que huye en desbandada. El más pequeño rumor sobre el enemigo provoca el pánico.
Por la noche, las palabras de Kyril temblaban en la boca de Olga.
«Día y noche, riadas de humanidad doliente ruedan por los caminos interceptando el tráfico militar y desorganizando la retaguardia de nuestro ejército. Son inagotables, lentas. Ancianos, mujeres y niños escupidos de sus hogares como un cráter en erupción escupe la lava».
Mientras me traducía las tristes noticias, Olga trataba de mantenerse calma y aplomada, pero no conseguía quedarse quieta, se levantaba con cualquier pretexto, para encender alguna lámpara más o recoger la copa que acababa de olvidar en la mesilla.
¿Qué contaba Kyril?
«El zar dice ahora que la retirada continuará tan lejos como sea necesario y añade que el pueblo ruso tiene la misma unanimidad en la voluntad de vencer que tenía en 1812».
Más adelante, se preguntaba:
«¿Qué estamos haciendo en esta guerra? Por mi pelotón ya han pasado varios centenares de hombres y al menos dos tercios de ellos han terminado en los campos de batalla, muertos o heridos. ¿Qué sacará de la guerra el teniente Petrov, a quien una bomba le ha arrancado las piernas? ¿Una cruz de san Jorge? ¿A quién le importa esa antigualla? Les he preguntado a mis compañeros si les importa, y todos piensan lo mismo que yo. Pero éstas son cosas en las que no tenemos que pensar. Menos aún, en voz alta».
Antes de terminar la carta, con una voz que le flaqueaba y se quebraba, Olga estalló en sollozos. Sollozos ruidosos, convulsos, como si se asfixiara. De repente, me pareció una anciana. El recuerdo de la guerra la había vaciado de energía, como si en aquel momento se hubiera dado cuenta de que no merecía vivir en la diminuta y secreta isla que ambos hemos construido en los últimos días a orillas del mar Negro, como dos páginas de un libro cerrado.
Termino esta carta con el más cariñoso abrazo,
Ángel