Bucarest, 20 de abril de 1915

Querido Andrés:

Olga duerme aún, como un objeto en el fondo del océano. Muy pronto abrirá los ojos y encontrará los míos. Desayunaremos juntos. Y luego ella se pasará toda la mañana leyendo en voz alta, traduciéndome al francés sus pasajes preferidos de Eugenio Oneguin.

Siempre ha querido las palabras, los libros. Se ha criado con ellos. Anoche me dijo:

«Los libros son más bellos que las personas. Más esperanzados, más tristes y con más vida».

Después leyó un poema.

Fuera, la lluvia golpeaba los cristales de la ventana.

Ayer murió el rey de los ojos grises.

En la tarde otoñal, sofocante y púrpura,

mi marido regresó y dijo con calma:

«¿Sabes? Acaban de traerlo de la cacería.

Encontraron su cuerpo bajo un viejo roble.

Pobre reina… Con lo joven que es…

En una sola noche se le encaneció el cabello».

Luego agarró su pipa de encima de la chimenea

y salió a realizar su tarea nocturna.

Yo corrí a despertar a mi hija pequeña

y miré en el fondo de sus ojos grises.

Ahora, bajo mi ventana, susurran los álamos:

«Mujer, ya no pisa la tierra tu rey».

Ella había cerrado los ojos. Algo parecía estremecerse con languidez bajo sus párpados.

—Es de Anna Ajmátova —dijo al cabo de unos instantes, como si regresara de un sueño—, una amiga de San Petersburgo.

Luego acercó su boca a mi pecho.

—Para escuchar tu corazón con los labios —sonrió.

Sí, Andrés, ella me ha envenenado de por vida. Y si ella me ha reducido a eso, ¿a qué la he reducido yo, que me bebo su alma a sorbos? Y lo peor de todo es que no me he vuelto idiota. Conozco los peligros. Sé todo lo horrible que ha de tener para mí lo venidero.

Tienes que perdonarme. Debería comprender que, en los días que corren, estas confesiones a lo Musset resultan desproporcionadas. Silencio, pues. Te abraza fraternalmente,

Ángel