Bucarest, 3 de marzo de 1915

Querido Andrés:

Dice La Rochefoucauld que, si no existiese la palabra «amor», la mayor parte de la gente no sabría que está enamorada. Añado que algunos, aunque no existiese esa palabra, la inventaríamos.

Anoche, cenando en Ciria, ella me habló de su infancia. De San Petersburgo y sus calles repletas de organilleros, traperos y hojalateros tártaros. De la claridad fantasmagórica de las noches blancas y los jardines de melancólica penumbra. De los parques nevados y los primeros paseos junto a su nianna, que es como llama a su niñera.

—Los días de invierno —me contaba mientras yo intentaba imaginar cómo debía de ser ella entonces— es un gran placer alquilar una troika y deslizarse a través del río helado hacia las islas.

También me habló de la casa en el canal Moika, toda columnas y ventanas, de un gusto francés que prevaleció en la época de Catalina.

—Supongo que mi bisabuelo la compró para satisfacer las ansias de lujo de su esposa, para organizar en ella fiestas. Todas las casas del siglo XVIII son así: parecen haber sido construidas para recibir a los invitados.

Después de Ciria, fuimos a Zissu. Bailamos y bailamos. Más tarde, de camino a mi hotel, ella dijo en voz baja:

—Quisiera ir a Roma contigo, con Stendhal; y al Cáucaso, el único lugar en Rusia donde me imagino a Stendhal.

Temblaba, no sé si de frío o de tristeza.

—También me gustaría ir contigo a Egipto, con lord Byron. No para ver momias ni pirámides, sino simplemente el Nilo. Dicen que el agua del Nilo es como cristal verde fundido. Y a Grecia. A Troya, con Pushkin.

El caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío.

—Dime, ¿por qué Troya?

No ha respondido enseguida.

—Troya no existe. Por eso.

Ah, ¡cuánta razón tenía Larra! El amor no debe escribirse nunca. Las palabras que cuentan el amor son como animales disecados.

Un abrazo muy fuerte,

Ángel