Bucarest, 26 de enero de 1915

Querido Andrés:

¡Estoy perdido! Amo sus ojos. Amo su boca, el principio de su sonrisa. Amo su cabello, del color de la miel.

Se llama Olga… Olga Rykova Annenski. Está divorciada. Tiene una hija de cinco años que vive con su abuela en San Petersburgo. Su padre es el príncipe Pablo Sergio Boris Rykova, embajador ruso en Rumanía; su bisabuelo materno un almirante a quien ennobleció el zar Nicolás I por los servicios prestados a la Marina imperial.

—Pronuncia bien. Así, mira: Annenski… Apoyando la lengua bajo los dientes delanteros —suele comentar con sorna en un francés fluido y perfecto, como el de los personajes de Anna Karénina.

Su alma, sus gestos, su cara los ha heredado de su madre: cierta secreta armonía de sabor muy antiguo, como una pintura de Botticelli.

Podría recordarla ahora tal y como la vi por primera vez. Estaba resplandeciente y parecía saberlo. Sus pequeños y perfectos pechos abultados justo por encima del escote… Fue en el salón de la princesa Helena. ¿Cuántos días han pasado desde entonces? Una vida. Un siglo… La cena era más bien de sociedad, con algún componente de intriga política. Había varias señoras oficialmente guapas y Nae me presentó un sinfín de gente, pero yo sólo podía verla a ella. Atrapado en las conversaciones más aburridas del mundo, no la perdí de vista en toda la noche. Hubo un momento en que quise preguntarle a Nae. Sin duda, la persona más adecuada y la ocasión más inadecuada, porque Nae intentaba rendir a la mujer del agregado comercial inglés, que tiene fama de enamoradiza, y apenas me escuchó.

—Ah, sí. Se llama Olga no sé qué.

Después de aquella ocasión, estaba seguro de que no la volvería a ver. Y, de pronto, una semana, y la tenía al alcance de la mano en un baile organizado por la embajada francesa.

Nos presentó Nae.

—¿No se conocen? La señora Olga Rykova. Ángel Bigas, español.

Hablamos de viajes, de Rusia, de París, que ella conoce a la perfección.

Ya lo sé. Sé que el amor es frágil —estoy pensando en María, pobre María, cuánto daño le he causado—, que a veces sólo se salvan los pedazos. También me doy cuenta de que todo esto es muy parecido al razonamiento de un niño enamorado, de que lo que estoy poniendo por escrito sólo tiene importancia para mí y carece de sentido referirlo. Sin embargo, para mí, que sólo voy a vivir una vez en la historia del mundo, ella significa más que el descubrimiento de América, más que las guerras napoleónicas o la batalla de Salamina.

Termino esta carta con el más cariñoso, el más sincero abrazo. Tu amigo, que tiende a los cielos,

Ángel