Bucarest, 14 de diciembre de 1914

Querido Andrés:

Me parece que fue Balzac quien escribió: «El carnaval de Venecia ya no es nada. El verdadero carnaval está en París».

Pues bien, anoche Venecia entera estaba en el palacio de Helena Kaftandzoglou. Te escribo, claro está, con la memoria visual a flor de piel. Nunca antes había visto una fiesta de disfraces de gusto tan audaz. En la sala de baile, la princesa había ordenado instalar un estanque donde se deslizaban ocho o diez góndolas. Lo cruzaba un puente arqueado, engalanado con lámparas como hermosas naranjas luminosas. Las paredes del gran salón habían sido especialmente decoradas con telas de oro y en el techo se había bordado un enorme mapa con las grandes rutas del comercio veneciano: los Dardanelos y el mar de Azov, Siria, Alepo y Beirut, Alejandría, Persia, la India y China, España, Inglaterra y Flandes.

—Ah, ¡Venecia, Venecia! —Oí que decía un apuesto anciano disfrazado de gran Khan—. Nada más fácil en este palacio que presentarle sus respetos a la leona solitaria del Adriático.

Estaba allí todo el mundo; es decir, todas esas personas que componen «el mundo» y no se cansan de encontrarse, siempre los mismos, para festejar que existen todavía. Estaban, también, todos los siglos. Filósofos con togas dóricas, Nerones y Petronios, un Otelo de mirada decrépita, lansquenetes con picas que habían participado en el Saco de Roma, la duquesa de Urbino pintada por Piero della Francesca, dos o tres húsares engalanados con los dorados adornos de su dolmán rojo, Catalina II con el pecho cruzado por una gran banda azul celeste, estrellada, como un glaciar, con los diamantes del Ural…

Yo me había vestido de lord Byron. El embajador Multedo, de Quevedo.

Ante nosotros flotaban las bandejas de cócteles y el deslumbrante brillo de las joyas que decoraban los hombros de las mujeres, muchas de ellas disfrazadas de reinas. Parecía un río de diamantes, perlas, rubíes, zafiros, esmeraldas, topacios: un río de luz y de fuego.

—¿Qué le parece? —me preguntó Multedo risueño—. Una gran fiesta, ¿no cree? A la princesa Kaftandzoglou le encanta sorprender a sus invitados. ¿Le ha presentado usted sus respetos? Le diré un secreto que corre a voces: donde vea usted a una madame de Pompadour con una canasta llena de amapolas y fresas, seguida de un sirviente disfrazado de Boucher, la habrá usted encontrado. Aunque con la princesa nunca se sabe. A veces le da por desaparecer en mitad de la noche para ponerse otro disfraz. No me extrañaría nada que se haya transformado, por ejemplo, en una madame de Staël como la descrita por Chateaubriand.

La primera cena —después de medianoche habría otra— estaba siendo servida en uno de los salones contiguos, y Multedo me invitó a unirme a su grupo, que debatía las últimas noticias de la guerra.

—Ustedes, los españoles, los rumanos, son como los americanos —decía el conde Olsufief con ojos vivos y fulgurantes—. Asisten al drama europeo como si ocurriese en otro planeta. Son unos niños grandes.

Olsufief ni es conde ni se llama Olsufief. Es un aventurero de origen armenio que trabaja para los servicios secretos del zar Nicolás. Pero está en lo cierto. Yo creo que, al final, será la guerra total, aunque no quieran los norteamericanos. Las guerras son como la muerte, no dependen de uno; son, además, fenómenos paradójicos y profundamente irónicos que con frecuencia transforman aquello que se quería conservar, fomentan lo que se quería impedir, destruyen lo que se quería proteger.

—Algún día despertarán del sueño —profetizaba el conde, ataviado de viejo dux.

Mientras tanto, nevaba… Y por las escaleras del palacio de la princesa, cada vez que entraba o salía un invitado, se colaba un poco de nieve, añadiendo aún más irrealidad a las ilusiones de una fiesta que ya de por sí era puro artificio.

Todavía nevaba al amanecer cuando todos comenzaron a retirarse a sus casas. Nevaba sobre el puente de Mogosoaia. Nevaba sobre la calle Victoria. Caía la nieve, salvaje y antimunicipal, en cada zona de Bucarest. Nevaba sobre las cúpulas de las iglesias ortodoxas, sobre los trineos tirados por caballos, sobre los faroles que ardían todavía con un fulgor rojo en el aire lóbrego de la mañana.

Aún nieva ahora. A través de las ventanas veo caer los grandes copos, de algodón y de sombra, hacia las luces; caen espesos, al azar. Quisiera escribirte muchas otras cosas, pero la melancolía se ha apoderado de mí como una enfermedad. Así pues, dejo un cántaro de anécdotas para la próxima vez.

Felices fiestas para ti y los tuyos. Un abrazo de tu mejor amigo,

Ángel