Querido Andrés:
Hoy te hablaré de Nae Kaftandzoglou y de su madre, la princesa Helena.
Nae es mi Virgilio en los descensos al infierno de fábula de Bucarest.
—Ahora, por tu bien, veo que debes seguirme —dice con cierta guasa, justo antes de que nos engulla la noche.
Todo, en su compañía, ocurre a la velocidad del sueño de una noche de verano. Unas veces somos doce, otras ocho, otras grupos de cuatro en distintos coches de caballos. Todo parece organizado al ritmo acelerado de los violines zíngaros. La gente se nos une como por arte de magia, nos acompaña un rato y luego desaparece y le sucede otra gente.
Aunque ronda los cuarenta, Nae parece un verdadero adolescente. Es un libertino incurable y sabe conquistar la simpatía y la adoración de cuantos le tratan. Las mujeres, claro está, se prendan de él.
—Ah, pero la princesa me considera un borrachín. Dice que me comporto como un pajecillo de la vieja corte. Es una discusión que siempre hemos tenido. Ella no cesa de decirme: «Algún día abrirás los ojos. Un hombre está hecho de segundos…, de minutos».
Nae aventura comentarios de este tipo en las contadas ocasiones que habla de su familia, pero creo que se equivoca. Su madre, la princesa Helena, lo adora. Esto es evidente. Y, en ningún caso, parece censurar sus costumbres. Ella, que perdió a su marido a finales de siglo, es la superviviente de un mundo más razonable que el nuestro, por ser precisamente más frívolo. Aunque su belleza no es más que un recuerdo —Nae me ha comentado que, en vez de espejos, en su habitación tiene los retratos de otros tiempos—, dicen que ha inspirado vivas pasiones y que también las ha sentido.
—Supongo —me dice el embajador Multedo, visiblemente interesado en todo lo concerniente a la familia Kaftandzoglou— que con esas pasiones le ha ocurrido igual que le ocurre con los trajes de noche. Sólo se los pone una vez, pero los guarda todos, así que tiene armarios de recuerdos.
La princesa Helena es la abeja reina en el panal pro-Entente de Bucarest. Yo voy raramente a su salón, pero siempre me recibe con afecto, como si fuera un amigo esperado y nada molesto. Fiel a sí misma, fiel después a su árbol genealógico y, por último, fiel al empleo de ese francés dulce y fluido del siglo de Versalles que da a las menores palabras la gracia anticuada de una lengua muerta, su conversación es de lo más amena: un río de erudición asombrosa, veloz y laberíntico, con referencias casuales a personajes literarios, acontecimientos históricos, mitología, citas filosóficas…
—París sobrevivió a Robespierre, al zar Alejandro, a Bismarck. Ellos creyeron construir sobre la roca; París tomó el partido de los poetas: construyó sobre las almas —le dijo hace unos días al embajador alemán cuando éste aventuró para la capital francesa la misma suerte sufrida por Bélgica.
—Querida amiga —repuso sorprendido el embajador—, en la guerra actual no hay poesía.
—Sí, la de los aeroplanos —murmuró inexpresiva.
La princesa vive entre libros recién llegados de Francia, intrigas más o menos políticas y fastuosas recepciones que reúnen lo más refinado y distinguido que encierra Bucarest. Pasado mañana estoy invitado a una de ellas. Prometo contarte los detalles.
Tu amigo,
Ángel