Querido Andrés:
He vivido días interesantísimos y tristes, con motivo de la muerte del rey Carol. Aquí también se habla mucho de la guerra. Fernando, el nuevo monarca, ha heredado las angustias de su antecesor en el trono. ¿Seguirá Rumanía fuera de la guerra? Y si no es así, ¿de qué lado luchará? Naturalmente, un nuevo rumor circula cada cinco minutos. Día y noche, efímeras opiniones inundan las calles y los innumerables cafés con títulos rimbombantes:
¡LA BARBARIE GERMANA HA INVADIDO BÉLGICA, DESTRUIDO UN PAÍS NEUTRAL, BOMBARDEADO CATEDRALES E IGLESIAS!
¡FRANCIA E INGLATERRA PRETENDEN LLEVARNOS A LA GUERRA POR LA ALCOBA!
INGLATERRA POSEE COLONIAS RIQUÍSIMAS; ALEMANIA, NO, QUE LAS CEDA.
¿PUEDEN LOS ALEMANES ARRASAR PARÍS? ¿PUEDE HABER UN EJÉRCITO CAPAZ DE TAL BARBARIE?
¿Y el pueblo?, me dirás. ¿Qué piensan los campesinos? Nada. La entrada o no en la guerra es una partida lucrativa que se juega muy por encima del pueblo. ¡Cuántos políticos sin escrúpulos cotizan, estos días, al alza! ¡Cuánto oscuro abogado se está enriqueciendo gracias a la guerra! La perfidia de los despachos, las intrigas de los salones, la traición de los pasillos parlamentarios, los chantajes a medias, el ruido de la clave de la caja fuerte que se abre para corromper a generales y ministros, los sobres de los periodistas; todos estos resortes de la maquinaria política funcionan a plena luz del día. Hoy, en Bucarest, no gira una rueda sin oro de por medio. Todo está en venta: diarios, cargos, licencias, pasaportes… Todo se vende: el honor, la patria, la verdad…
—Bratianu —me decía el otro día un diplomático francés— se comporta igual que un vendedor en un bazar oriental. Se le ha ofrecido Transilvania a cambio de entrar en la Entente. ¿Y cuál cree que ha sido su respuesta? Pedir Bucovina y el Banato.
En verdad, las aspiraciones nacionales de Rumanía son prácticamente ilimitadas.
Ayer tuve la ocasión de comentar este asunto con el poeta Alexandro Stelescu.
—¿Qué espera? Ya se sabe cómo son los asuntos en esta parte del mundo. Bucarest sigue siendo fiel a su viejo pasado de perdición. Estamos a las puertas de Oriente, joven.
Alexandro Stelescu es el más excéntrico de los intelectuales rumanos que he conocido. Tiene el físico de Mallarmé: el mismo perfil altivo, la misma barba puntiaguda. Formado en los semilleros intelectuales de la Haute École de París, se ha pasado la vida rompiendo y volviendo a escribir sus manuscritos. Me han contado que, recientemente, la reina viuda y también poeta Isabel de Rumanía le ha dicho:
—Escribir es poner negro sobre blanco.
Desde entonces, dicen que ya no ha escrito más.
Paseábamos a lo largo del parque Cismigiu, al atardecer.
—Oriente… —repitió la palabra como si le produjese una especial tristeza—, en el sentido otomano del término, como el pez que empieza a pudrirse por la cabeza.
Stelescu vive en el ayer. No puedes imaginar hasta qué punto aborrece cualquier manifestación de la realidad. Nunca lee los periódicos. No le importa la guerra. Para él, el asalto turco contra los muros de Constantinopla, la antigua Bizancio de los helenos, es el último hecho histórico en el que se siente envuelto.
—Ahí estuvo la última posibilidad. Después de 1453, comienza lo que estamos viviendo. Y no es que los emperadores bizantinos fueran unos santos.
Sus amados historiadores y poetas latinos, sus amadas bailarinas, son su mundo diurno y nocturno respectivamente. Por supuesto, evita por todos los medios las tertulias. Según dice, no soporta la pelea de gallos.
—Aquí nos separamos —suele decirme, señalando las puertas del Capsa—. Le dejo en compañía de los graves hombres de la patria.
Todos los personajes importantes de Bucarest, o quienes aspiran a serlo, se exhiben cotidianamente en los salones del Capsa, donde se arreglan los asuntos vitales de Rumanía. Yo, anoche, me había citado allí con Nae Kaftandzoglou. Al principio, mientras degustamos un delicioso foie, hablamos un poco de todo. Pero la guerra tiene a Nae muy preocupado. Naturalmente, sus simpatías están del lado de Francia.
—Si vencieran las potencias centrales —me dice—, sería todo mucho peor. Los alemanes son la apoteosis de la raza, el orgullo criminal… Atila, los bárbaros de Atila.
Pero de Nae ya te hablaré en otra ocasión. Temo haber perdido la noción del tiempo y llegar tarde a una cita.
Un abrazo de tu mejor amigo,
Ángel