Bucarest, 2 de octubre de 1914

Querido Andrés:

Me encuentro destinado en una ciudad que jamás pensé visitar. Esto me ha puesto a digerir cuanto veo con especial avidez.

—Aquí se divertirá usted mucho —me aseguró el embajador Multedo el mismo día de mi llegada—. Bucarest es una ciudad para un hombre joven. Las mujeres son deliciosas y resulta muy fácil enamorarse desde el primer día.

Y después, mientras salíamos de la Legación para cenar en Capsa, una especie de Lhardy de Valaquia, exclamó:

—Esto es el París de los Balcanes.

Multedo sabe de qué habla. Bucarest es una ciudad fascinante, algo así como una urbe de recreo edificada a imagen y semejanza del París del Segundo Imperio, con majestuosos edificios, elegantes carruajes, extravagantes mantenidas y jóvenes peripuestos que parecen trasplantados de los cuentos de Guy de Maupassant.

Seguramente, nuestros afrancesados nunca amaron tanto París como hoy la aman los rumanos cultivados. Créeme, Andrés, son más franceses que los propios franceses. Su obsesión por convertir París en madre nutricia es tal que, a menudo, tiene uno la sensación de vivir entre esos niños que, al aprender las primeras y más elementales nociones, están de buena fe persuadidos de que las han descubierto ellos por primera vez y, al volver del colegio a su casa, miran con cierto desdén compasivo a su padre, y le quieren adoctrinar y educar y poner al día.

No creas que exagero. Hace tres noches, durante una cena, el agregado militar de la embajada francesa tuvo la pésima ocurrencia de hablar de Rumanía como de un reino balcánico más.

—¡Por favor! —exclamó ofendida una señora—. ¡Cómo pueden confundirnos ustedes con griegos y eslavos semisalvajes!

Aunque difícil de entender, no se permite que nadie olvide jamás esto: Rumanía es una isla latina rodeada de mares eslavos.

—Roma es la arteria aorta de Rumanía —me han dicho—. Nosotros decimos «agro» al campo y «regina» a la reina, como Virgilio.

Cuando discutimos el asunto, el embajador Multedo me ofrece su análisis:

—Palabras, joven. Nada más que palabras. Todo eso de que Trajano es a Rumanía lo que Colón a América no deja de ser una prueba más de que en los Balcanes la historia no pasa de una novela mal escrita.

Historia o simple retórica, oyendo a este pueblo hablar en una lengua que evoca el latín ingenuo de nuestro bachillerato, más de una vez me ha venido a la cabeza la imagen de los veteranos instalados por el emperador Trajano en estas tierras: soldados de las legiones de Tarso, de los arrabales de Jerusalén, del sur de Alemania, fatigados guerreros acostumbrados al tumulto de las armas. Más de una vez, sentado en un café de la calle Victoria, he pensado en ellos, y también en los hombres que echan raíces en lugares inesperados, en esos milagros que les suceden a quienes están de paso y por alguna casualidad, fatal o providencial, terminan viviendo en una parte del mundo que jamás imaginaron.

Un tiernísimo abrazo muy prieto,

Ángel