Las Arenas, 10 de octubre de 1951
Apreciado Agustín:
Ayer se me ocurrió visitar la antigua casa de los Bigas. Tenía curiosidad por ver aquel lugar con ojos más perspicaces y sensatos que los de otra época. Pero, como usted dijo, la casa que conocí ya no existe.
A falta de guardianes que velen por su adorno, el jardín se ha transformado en una selva de dimensiones tropicales. Nadie lo ha cuidado en años. Anárquica, tumultuosa, la vegetación ha borrado los caminos y se ha apoderado de las decapitadas estatuas de mármol, el pequeño teatro, el estanque… ¡Cuánta ruina! Asediado por la marea verde, el edificio ha adquirido el aspecto de un animal tuberculoso y peludo. En cuanto al interior, mejor no hablar. Todo está sucio, revuelto. Los espejos manchados y rotos; el parqué mugriento; las puertas sin picaportes; los muebles desaparecidos; los grandes ventanales sin cortinas; la baranda de la escalera herrumbrosa; el mármol de los escalones roído por un ejército de caries. Por todas partes, grietas, telarañas… Y el olor, el olor que anda como desatado, un olor que nada puede vencer, que persistirá aunque derriben los muros. Olor a rata, a basura, a orín de gatos, a cosa podrida y fea.
¿Es la misma casa? Ni siquiera el puerto, el mar, la entrada de la Ría, la antigua playa eran reconocibles. Aturdido, cansado, me alegré de no ver espejos que reflejaran la expresión de mi rostro.
Pero ciñámonos al verdadero motivo de estas líneas. Éste no es otro que hacerle entrega formal del puñado de cartas que Ángel me envió desde Rumanía en los años de la Primera Guerra Mundial. Estos días he releído y repasado con creciente interés su contenido, y más de una vez la antigua voz del amigo de la adolescencia ha levantado en mi memoria las mejores aspiraciones y los mejores sueños de la juventud. Pero el tiempo no pasa en vano. Los hombres envejecemos también por dentro, a medida que lo hace el corazón. Y está también el final, como si un viento frío pasase súbitamente sobre la tinta. Aquel disparo.
Sin más, lo abraza afectuosamente,
Andrés Hurtado