Agustín de Foxá, conde de Foxá

La Habana, 8 de julio de 1951

¿Entonces ya ha hablado con Mauricio de Andrade? Un tipo poco recomendable, ¿no cree? ¿Más ron? Magnífico. Sí, resucita a los muertos. Igual que esta isla de azúcar, café y tabaco. Otra España, pero sin sus eminencias los cardenales y con mujeres que sostienen sin timidez la mirada de amor.

Bigas… El Turquesa… Para mí, como ya le dije, siempre fue Bigas a secas. No fue nuestra relación una amistad personal. No pudo serlo. Para ello me sobraba a mí reverencia y a él edad. Cuando se han cumplido los veintiséis, los cuarenta y tres son muchos años.

Le conocí en el otoño del año 32. Seamos un poco intimistas. En aquel tiempo, yo era un caso maravilloso de intoxicación literaria en un mundo miserable de taxis, tranvías y tenderos. Había asistido al último baile de la corte celebrado en palacio, escogido la carrera diplomática por impulso poético —pensaba entonces que los diplomáticos eran los inquilinos de los últimos palacios de las extinguidas aristocracias— y no me resignaba a abandonar a Dios en la sordidez de la Cacharrería del Ateneo, a la novia en los libros de Freud y a la patria en los debates parlamentarios de una república de alpargata y brasero. Por aquellos días estaba afiliado a la Juventud Monárquica. Pero más que a empresas de subversión política, a lo que realmente aspiraba era a forjarme un nombre en los periódicos aprovechando el tiempo libre que me brindaba el escaso trabajo de cancillería. A Juan Ignacio Luca de Tena le había confiado mis proyectos. Un día me presenté en su despacho con una carpeta de poemas y prosas, mi cosecha literaria de varios años, y le dije:

—Voy a Bucarest y quiero escribir.

Luca de Tena vio la carpeta con ojo de experto y me contestó:

—Bueno, bien. Como yo me suponía, es usted un fino escritor. Hagamos una cosa. Mande usted sus artículos: si son buenos, se publicarán.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que quiera. A su aire.

A mi regreso, Bigas entró dentro de aquel «lo que quiera». Yo había leído con envidia y fascinación sus dos novelas. Y su ensayo sobre las Memorias del tiempo viejo, de Zorrilla, publicado aquel año de fracasadas conjuras monárquicas, acumulaba tanta riqueza de imagen y aventura que había logrado interesarme lo suficiente como para intentar la peligrosa experiencia de una interviú con alguien que había caído en la maraña demagógica de Azaña.

Luca de Tena dio su visto bueno a esa interviú recomendándome dureza:

—Bueno, pero a ver si zarandea usted bien a ese pollo.

Ahora recuerdo que nos citamos para almorzar en el Lhardy. Como suele ocurrir, Bigas no se parecía en nada a lo que yo había imaginado. No tenía el menor aspecto de solemnidad ni ese aire chabacano del conspirador de café. Era un espécimen de clase, eso es lo que era: un hombre apuesto, petrificado en una especie de dura juventud.

El almuerzo fue muy agradable. Hablamos al principio un poco de todo. Teatro, poesía, novela… Su gran admiración era Stendhal, del que me habló con erudición y simpatía. La conversación se escapó entonces hacia el siglo XIX: el ocaso de los imperios, de los Bonaparte, nacidos a la historia cuando ya no se hacían dinastías, y del ruinoso sueño de Maximiliano de Habsburgo en Méjico, cuyo esplendor y ceniza evocaba en sus memorias Zorrilla.

—¿Qué guio a Napoleón III a fundar un imperio mejicano? —comenté—. ¿No buscaría Napoleón el Pequeño su revancha de parvenus de la sangre real, regalando una corona a un príncipe perteneciente a la más antigua casa de Europa?

—Aquello —recuerdo que dijo Bigas— fue una quimera propia del romanticismo de la época.

Hablamos entonces de las memorias de Zorrilla, excusa de aquella entrevista en el Lhardy, y de una parte de su vida apenas conocida. Sus años como director de los teatros imperiales de Méjico. De pronto, dos alusiones centraron la conversación en un tema que hoy recuerdo como singularmente profético: los pésimos versos que el joven Zorrilla recitó ante la tumba de Larra, en el cementerio de la puerta de Fuencarral, y el suicidio de éste en su piso de la calle de Santa Clara. El torrente desarticulado en que habíamos caído se ordenó entonces, por obra de Bigas, en un lento canal de aguas melancólicas.

—Moralmente, la vida bien pocas veces ha dejado de ser tan inclemente como cuando vivía Larra. Casi nadie, sin embargo, ha tenido, tras él, el valor de mirarse al espejo y confesarse la verdad.

—¿Instinto de supervivencia? —pregunté.

—Probablemente… Siempre he pensado que nuestra educación política debería pasar por una época en que todos nos mirásemos en aquel último espejo que repitió el rostro de Larra.

Llegó el café, la copa de whisky, el puro. Recuerdo que Bigas me preguntó por mis impresiones de Bucarest, ciudad que, curiosamente, también había sido su primer destino diplomático.

—Es una ciudad única —dije—. Yo, por lo menos, me he sentido en ella como sobre una isla flotante, empujada de París a Rusia, de Occidente a Oriente. Cuando llegué allí, a finales de agosto, era como una alegre ciudad francesa. Después, el invierno empujó la ciudad hacia las estepas rusas, como un banco de hielo sobre el Danubio.

Bigas asentía con aire ausente, como si mis comentarios arañaran en su interior esas nostalgias que uno guarda para sí mismo.

Recuerdo que hice alguna alusión a las redondas cúpulas de las iglesias ortodoxas y un comentario sobre la región petrolífera de Ploiesti.

—Acaso Rumanía necesite los pozos de petróleo —dije—. Pero a mí esos árboles industriales y grasientos me parecen un sacrilegio.

—Usted nació tarde, Agustín —dijo él, ocultando la mitad de su sonrisa tras la copa de whisky.

Cuando nos levantamos de la mesa y salimos a la calle, ya empezaban a encenderse las primeras farolas, iluminando a trechos la Carrera de San Jerónimo. Recuerdo una despedida cortés, más bien protocolaria. Al llegar a la Puerta del Sol, compré un periódico a un pobre muchacho adormilado. Traía la noticia del viaje de Azaña a Barcelona, donde los nacionalistas catalanes le habían recibido con una tremenda ovación.

Mediada la tarde del día siguiente, me acerqué a la redacción de Abc y le entregué la interviú a Luca de Tena. Él estuvo a punto de no publicarla.

—Casi le da usted coba.

—Coba no. Pero ¿cómo quiere usted que coloque a un hombre así en el mismo plano que Azaña y su corte de parásitos?

—¿Tan buena impresión le ha dado?

—Mucho mejor de lo que digo en el artículo, desde luego.

—Ya comprendo, joven. Ya comprendo. Usted, por mucho que quiera dárselas de cínico, es un sentimental. En fin, daremos la interviú.

Hay personas que tienen un algo que desconocemos, pero que despierta una viva curiosidad y espolea nuestra imaginación hasta forjar pequeñas novelas. Bigas era de esa clase de personas. A menudo coincidíamos en la tertulia del Regina, en torno a Valle-Inclán, o en alguno de los restaurantes selectos de Madrid. Algunos días en el bar del Ritz. Otros en la casa de Marichu de la Mora, la señora Chávarri, musa de un pequeño salón literario al que acudía también Rafael Sánchez Mazas.

—A Bigas le ha pasado lo que a mi hermana —diría más tarde Marichu de la Mora cuando todo hubo terminado—. Se pasó de rojerío.

Ella le había conocido en las tertulias de Eva Fromkes. Por supuesto, él no la dejó indiferente, ni ella a él. Bigas era un hombre de mundo en el mejor sentido de la palabra. Le gustaban la conversación, el whisky y las mujeres. Y procuraba paladear esos placeres a menudo.

No, en el salón de Marichu de la Mora no tenía muy buena fama. Muchos le censuraban su compromiso republicano. Y, ciertamente, la política ya había empezado a afilar la cuchilla que sajaría grupos, fragmentaría tertulias y hasta desgarraría hilos familiares. Algo de eso le había pasado ya a él con no pocos amigos del Lyon d’Or, según me comentó en una ocasión Sánchez Mazas. No obstante, en aquellos días, aún había relaciones y afinidades que contaban más que la filiación política. La guerra todavía no estaba dentro de nosotros.

Sí, como Larra. Hubo rumores de todas las especies, claro. Pero ninguno de ellos aportó alguna luz sobre las razones que lo habían llevado a matarse. Con el paso de los días, recordé nuestra charla en Lhardy, reconstruí frases y gestos suyos, y creí descubrir cuán firmemente había escogido el camino de la derrota y la vergüenza, porque en el fondo le daba igual. Supongo que ya tenía escogida su última carta.

¿Le parece que sigamos la conversación en el Floridita? Allí nos servirán un daiquiri granizado que es la delicia de La Habana. ¿Sí? Vayamos, pues.

Bien, volvamos a Bigas. Antes le decía que nuestros encuentros siempre se produjeron en sociedad. En una tertulia o en el salón de una dama, un hombre se siente obligado, aun si el ambiente es de confianza, a sostenerse en la superficie y dar a los demás lo que de él esperan. La máscara. La imagen brillante. Probablemente, de no ser por el azar, yo jamás habría tenido una imagen aproximada del otro Bigas, la imagen del alma, ni sentido los monstruos que arrastraba a su alrededor y dentro de él. El azar puso en marcha ruedecillas muy sutiles para que yo tropezara con esa imagen. Ese azar lo constituyó la carrera diplomática, a la que correspondió el papel de Parca acechante, enredando la trama de mis destinos con los jirones de su historia.

No hay daiquiri como éste: el secreto está en el ron de la isla. Pero hablábamos del azar, que hizo su primera jugada en Bucarest… A Bucarest llegué huyendo del infierno del Madrid rojo. Me salvé por los pelos, sí. A diferencia de otros pobres desgraciados, pude esconderme en el Ministerio de Estado. Y, más tarde, conseguí que el ministro Álvarez del Vayo me nombrara encargado de Negocios en Rumanía. ¡Imagínese! Por supuesto, una vez allí seguí las consignas de Burgos. Sí, actué como agente doble. El Gobierno republicano me ordenaba que tomara posesión de la Legación española, cuyos integrantes habían pasado en bloque a ser facciosos. Según, claro está, la terminología roja. Pero yo fingía obstáculos insalvables. Achacaba la falta de éxito al rey Carol y a su camarilla palaciega. Y en mis informes al señor Álvarez del Vayo empleaba el estilo de El Heraldo de Madrid, que sabía que tanto placía al ministro. Hablaba de hordas vaticanistas y de la embajada facciosa donde todavía ondeaba la bandera monárquica. Aquel lenguaje, claro está, desvanecía todas las sospechas.

Otoño de 1936. ¡Qué tiempos aquéllos! Entonces la vida era una novela. Ahora, en cambio, no pasa de una tercera en el Abc. Es lo que tiene ser diplomático de carrera. A veces nos parecemos a los jesuitas del XVII y XVIII, que regresaban a Europa enriquecidos con un tesoro de exóticas latitudes. Pero esa imagen sólo es un reflejo en el agua. En el fondo, nos quedamos en todo a mitad de camino. Nos desangramos lentamente, con los cambios de destino.

Sí, ¡qué tiempos! Aún me veo llegando a Rumanía, sin equipaje, con lo puesto y un cepillo de dientes envuelto en un ejemplar de El Heraldo. Bucarest seguía siendo Bucarest: la ciudad de la alegría, la voluptuosidad, el ocio y el adulterio. Durante el día, yo era un diplomático de la República. Restaurantes, recepciones, cócteles y la obligada tournée de presentación al cuerpo diplomático, empezando por los países amigos, Rusia y Méjico. Por la noche, un conspirador. Reuniones de tapadillo con el embajador de Franco en Rumanía, conversaciones con los italianos y alemanes… Debido al doble juego que tenía que realizar, recibía telegramas tan antitéticos como los del ministro de Estado en Valencia, Álvarez del Vayo, y los del jefe diplomático del Gobierno de Burgos, José de Yanguas Messía.

Una noche —creo que la víspera del día de Navidad— asistí a una cena que ofreció en su palacio la princesa Kaftandzoglou. Yo había sido invitado con una nota sorprendentemente ceremoniosa.

Sofía Kaftandzoglou era famosa por sus fiestas, durante las cuales despegaban los más altos vuelos sociales y políticos. Aquella noche el salón principal del palacio brillaba despreocupado y alegre bajo las gloriosas arañas compradas en París. Había muchos diplomáticos y muchas damas generosamente escotadas que iban y venían, semejantes a polillas, entre los susurros, el champán y una orquesta de música a la que la proximidad del Danubio llenaba con prestigios de vals. El whisky y el vodka, desde luego, eran excelentes. Era yo quien tropezaba con la atmósfera. Por la tarde había recibido malas noticias de España. Los republicanos, apoyados por los tanques soviéticos, habían ocupado tres pueblos. Me sentía tremendamente solo. Y estaba a punto de emborracharme como una cuba, de pura tristeza, cuando, de pronto, Tanzi Sorne me susurró al oído:

—Larguémonos. Esto es tan aburrido… En el palacio hay un fantasma. Uno de los presentes lo ha comentado. Es una mujer asesinada en 1840. Vamos a buscarla.

Me sobresalté al oírle decir tal cosa. Pero su voz resucitó el antiguo amor. Con el dorado brazo de Tanzi apoyado en el mío, salimos del gran salón y empezamos a pasear por una guirnalda de galerías y salones. De repente, nos encontramos en una estancia estilo Luis XV. Un cuadro en la pared atrajo de inmediato mi atención. Era el retrato de una mujer, una señora antigua de Centroeuropa, cuya belleza se ofrecía teñida de no sé qué matiz oriental de intensa sensualidad.

—Qué guapa es —susurró Tanzi—. Apuesto un beso a que por ella se suicidó algún joven poeta en las aguas del Danubio.

Perdimos, en la contemplación de tan admirable rostro, la noción del lugar y del tiempo. La inesperada voz de la princesa Kaftandzoglou nos hizo regresar a la realidad.

—Hermosa, ¿verdad?

—¿Qué? —pregunté confuso.

—Es la tía Helena —explicó mientras nos miraba con la naturalidad de quien ha asistido, ya muchas veces, a la misma escena.

Tanzi miró a la princesa con alegre vivacidad, sin decir palabra.

—Fue una mujer encantadora —continuó la princesa—. Con ella pereció el mundo de antaño. Y habría fallecido de una muerte plácida de no ser por la desgracia de mi primo Nae, ejecutado por los alemanes en el año 17.

La princesa se estremeció. Tanzi, también.

—Yo era casi una niña —recordó al cabo de unos instantes— cuando una tarde vino a nuestra residencia de Iasi un señor desconocido con el que mi padre y la tía Helena se encerraron en el salón más de una hora. Antes de irse, mi padre los dejó a solas un momento y entró en la alcoba de mi madre, para volver después y acompañar al inesperado visitante a su carruaje. Por la noche me enteré de que el primo Nae había muerto. «Demasiado valiente para sobrevivir a una guerra», me dijo mi padre, impresionado por semejante golpe.

No supe qué contestar. Me sentía como si hubiese violado un secreto de familia.

—Mi tía Helena tenía una admiración muy grande por España y por su pueblo, señor conde —dijo de pronto.

Descubrí entonces una mirada de complicidad entre Tanzi y la princesa. Sí, Tanzi y Sofía habían organizado aquel extraño encuentro. ¿Por qué? Lo ignoraba.

—Para ella los españoles eran los últimos caballeros de Europa. Especialmente su rey, Alfonso XIII, de quien hablaba con admiración. Y había también un diplomático —añadió la princesa—, un joven arrogante que movió cielo y tierra a fin de salvar a Nae de la horca.

La princesa cerró los ojos, identificando voces que únicamente ella podía oír. Después parpadeó, como si regresara de otro tiempo, y sus ojos buscaron los míos.

—Cuántas veces —dijo— me repitió… Si alguna vez encuentras a un diplomático español que se llama Bigas, abrázale.

Cuál no fue mi asombro cuando oí aquel apellido.

—Ahora tengo la ocasión de pagar esa deuda familiar con su país. —Sus ojos grises se volvieron de duro acero—. No se incomode. No tengo intención de abrazarle. Pero estoy segura de que sabrá apreciar cierta información.

—¿Qué información?

—Me temo que está en peligro. Es mejor que lo sepa. Los rusos han descubierto su juego.

Aunque Sofía Kaftandzoglou había dicho esto último en voz baja, como de confidencia, quedé aturdido por un gran estruendo.

—¿Está segura? —pregunté desconcertado.

La princesa me miró fijamente. Después levantó las cejas y sonrió enigmática.

—Ostroski lo sabe —dijo.

¡El embajador Ostroski! La tarde anterior había almorzado con él como si nada. Miré a la princesa, confuso. Tres años después, tras la caída de Barcelona, vería en el Ministerio de Estado mi expediente dirigido por los rusos a Álvarez del Vayo. Decía textualmente:

La actitud del señor Foxá con respecto al Gobierno de la República es la de un traidor.

—Me hago cargo —dije.

—Bucarest es una ciudad peligrosa —sonrió la princesa—. Temo, querido conde, que usted no estará a salvo hasta que no salga de ella. Ahora —añadió posando una de sus manos largas y blancas sobre el corazón— les ruego que me disculpen.

Era bien pasada la medianoche cuando abandoné con Tanzi el palacio de los Kaftandzoglou.

—A casa —me sonrió Tanzi después de dar su dirección al conductor de uno de los taxis que aguardaban estacionados a pocos pasos del puente de Mogosoaia.

Nos sentamos juntos en el estrecho asiento tapizado de cuero, y ella dejó descansar su cabeza en mi hombro.

—Dime —susurró— que no te has molestado. Fue idea de la princesa. Para serte sincera, me gusta bastante. Es muy refinada, y también inteligente. Aunque me da la impresión de que sólo conoce historias muy tristes. ¿Será verdad ésa de su primo Nae y el diplomático español?

La nieve seguía cayendo sobre la calle Victoria y los tejados de Bucarest. Copos suaves y perezosos que flotaban en la luz rubia de las farolas. Toda la ciudad estaba blanca, llena del silencio de los campos.

—Sabía que no eras un rojo —prosiguió Tanzi sin darme espacio a una palabra, abstraída quizá en los días felices de mi primera estancia en Bucarest, cuando ambos habíamos jugado a querernos y a hacernos daño—. Pero me juré que no diría nada. Siempre la política. En todas partes. Tal vez deberíamos escaparnos a una isla desierta.

—Iría contigo. Pero tendríamos que aprender el malayo —dije más perdido y melancólico que nunca.

Luego la abracé y la besé durante un largo rato, en busca de esperanza y calor, porque al menos no estábamos solos, y porque habría sido de mala educación no hacerlo.

Subimos a su casa cogidos del brazo.

—¿Me has extrañado? —preguntó—. ¿Has pensado en mí estos años?

—Sí. Muchas veces.

—Yo también —dijo ella con una sonrisa deliciosamente lasciva—. Te he querido mucho.

Todavía conservaba las cartas que yo le había escrito desde Madrid. Las guardaba en un ropero, junto a los retratos de los dos seres que más quería: el de su hija Pandelica y el mío, de uniforme diplomático con la banda de la nobleza de Cataluña. Debajo, mi dedicatoria:

A Tanzi Sorne,

que ha pasado por mi vida como el pájaro que vuela.

Agustín.

Naturalmente, volví a besarla, e hicimos el amor como si fuéramos los mismos amantes del pasado, antes de la revolución, de la guerra, antes de todo. Después me dormí con el presentimiento de que su cuerpo ya no era mío ni estaba en mi tiempo.

¿Otro daiquiri? ¿Sí? Me alegro de que no sea usted de la secta hache-dos-o… Bien, ¿por dónde íbamos? Bucarest, sí. Ya me acuerdo. Aquella noche en el palacio de Sofía Kaftandzoglou sólo fue mi primer tropiezo con el espectro de Bigas. Pero, de todos cuantos tuve, ninguno me acercó tanto al fondo de su trágica existencia como el ocurrido en Finlandia. De no haberse producido esa revelación, hoy no me acordaría de Ángel Bigas.

Era el año 42. Yo había ido a pasar la Pascua con Curzio Malaparte al frente de Leningrado, la antigua San Petersburgo. Recuerdo Viipuri, donde Malaparte me esperaba en compañía del capitán Leppo. Recuerdo el lago Ladoga, inmenso, brillante bajo el sol, como un Sahara de hielo. Recuerdo los trineos tirados por caballos rusos, y el cielo, del color de un viejo pergamino, y aquella imagen impensable que me dejó sin habla. Los blancos edificios y las relumbrantes cúpulas de las iglesias, los muelles de granito, los puentes italianos que cruzaban los canales… Leningrado, la ciudad que construyó Pedro el Grande para cumplir su delirio de autócrata genial. Mar, piedra, cielo… Todo se confundía en un fascinante espejo cubierto de nieve. «¡Qué idea para un ruso!, —pensé—. Fundar la capital del imperio de los eslavos en tierra finesa y frente a los suecos». Y al momento se removieron en mi memoria los versos de Pushkin. ¿Los conoce?

Sobre una orilla, junto a las olas desoladas

él se situó, con elevados pensamientos,

y contempló la lejanía…

Las chimeneas humeantes de las fábricas y una inmensa bandera roja, ondeando sobre la fachada del almirantazgo, me devolvieron a un presente sobrecogedor. Leningrado agonizaba bajo la artillería y la aviación del Tercer Reich. Su situación era desesperada. En ello coincidían los generales alemanes que no cesaban de bombardearla y las declaraciones de los prisioneros capturados. La más bella ciudad de Europa tenía el aspecto de una antigua fortaleza asediada, roída por el hambre, el tifus y la miseria. Una preciosa mortaja. Sí, un infinito cementerio de casas donde cada día dejaban de latir miles de corazones.

Malaparte, que en ese momento miraba por los prismáticos, comentó:

—Se calcula en diez mil a doce mil el número de personas que mueren diariamente. La mayoría de los muertos no son enterrados, y cuando venga el deshielo el olor será insoportable.

Su tono era áspero. Habían bastado los dorados destierros y unos cuantos años de guerra para convertir al enfant terrible del fascismo en un hombre angustiado, perseguido por visiones tan espeluznantes como las que se estremecen en las pinturas negras de Goya.

—Mira esa cúpula, es la de la catedral de San Isaac —dije después de un largo silencio, embebido en la contemplación de un milagro que estaba seguro nunca más volvería a ver—. El día que los marxistas sean capaces de construir una ciudad así, yo seré rojo.

De pronto se oyeron los disparos de los cañones alemanes y acto seguido el rumor de abeja de las ametralladoras.

—Por el amor de Dios, Agustín, esa ciudad es obra de un loco —dijo Malaparte con una súbita expresión de vergüenza y molestia casi física—. Aquí, Pedro, el gran Pedro, dio vida a las piedras a costa de arrebatársela a los hombres. Es una ciudad de muertos. Miles y miles de muertos. Igual que ahora. No hay salida para nadie. Fallamos como especie.

Hacía un frío de lobos. Dolía respirar. El aire, saturado de una especie de escarcha gris, cosquilleaba y pinchaba la piel de nuestros rostros.

—La historia —continuó Malaparte— es un cubo de mierda, una espiral ascendente de mierda y sangre.

—Oh, pero qué sería de la civilización sin estos actos de soberbia —repliqué—, sin el afán de soñar y de vivir locuras únicas. Piensa en Constantino y la antigua Bizancio, en Carlos V y el Sacro Imperio Romano Germánico, o en ese califa cordobés que bautizó la ciudad de quince mil puertas y cuatro mil trescientas columnas con el nombre de su concubina, que se llamaba Azahar. Así, decía un cronista, el viajero podía entrar en la ciudad como en una mujer desconocida y en el frescor de su sombra sentir la tentación de no abandonar nunca semejante recinto.

—Es curioso lo que dices —dijo Malaparte—. Una vez conocí a un español que hubiera bautizado Leningrado con el nombre de una mujer… Se llamaba Bigas.

Fue así como volví a tropezarme con su espectro, un encuentro tan irreal como la dorada y blanca anunciación de la capital de los últimos zares.

—¿Dónde? —pregunté sin dar crédito a las palabras de Curzio.

—¿Cómo?

—¿Dónde conociste a Bigas? —insistí.

—En Varsovia —respondió Malaparte.

Y entonces me habló de Varsovia, de los años que sucedieron inmediatamente a la Primera Guerra Mundial y los días lejanos en que un ejército bolchevique recorría Polonia con prisa de animal sediento. Me habló de las veladas musicales en el salón blanco de la Regia Legación de Italia; de las largas tardes de estío en la Nunciatura Apostólica, con el nuncio monseñor Achille Ratti, más tarde Pío XI; de las noches pasadas en el Club Mysliwski, hablando de política, mujeres, duelos y amores. Poco a poco, sobre la gélida silueta de Leningrado se sobrepusieron aquellas sombras amables que surgían del fondo de su memoria.

—A Bigas lo recuerdo muy bien —dijo Malaparte—. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses, y a menudo esa debilidad lo ponía en evidencia, pues olvidaba que los británicos habían sido los más acerbos enemigos de la libertad de Polonia.

Malaparte me contó que una noche Bigas le habló de una mujer rusa con la que había vivido un romance en Bucarest.

—Toda su obsesión era reunirse con ella.

—¿Cómo se llamaba? —pregunté.

Pero los ojos de Malaparte se habían apartado de la ciudad. Miraban a unos metros de nosotros, al otro lado de las trincheras de alambrada: clavado en la nieve, un palo, y sobre el palo un gorro soviético, indicando que allí había enterrado un espía rojo.

—¿Qué pruebas tenían contra ese pobre diablo? —dijo de pronto.

Volvimos a los trineos sobre nuestros pasos, despacio, mudos, cada cual hundido en sus pensamientos. Aquella noche dormí mal. Me desperté varias veces, y una de ellas tuve la impresión de que Bigas me observaba desde el umbral de la casa de madera donde nos habían alojado nuestros anfitriones. Parecía muy viejo y su ropa era la misma que los alemanes empleaban para andar por las trincheras. Entonces, a saber cómo, pensé que no estaba muerto y que podría preguntarle por aquella mujer rusa. Recuerdo que me desperté antes de que él llegara a contestarme. No había nadie; la puerta, desierta. Volví a dormirme. Y soñé con los cadáveres de los soldados de Napoleón en los caminos de Rusia. Olas y olas de soldados que se rendían para entregar al hielo sus cuerpos extenuados.

Sí. Olga Rykova. Así se llamaba. No. Malaparte y yo jamás reanudamos aquella conversación frente a Leningrado. De Bigas sí volvimos a hablar, en Helsinki. Y más de una vez, sin duda. Malaparte no sabía nada de su colaboración con los socialistas. Ni siquiera sabía que estaba muerto.

Fue años después, a mi regreso de Helsinki, cuando conocí la identidad de la rusa. Un día, hablando con Sánchez Mazas de literatura y política, surgió, por casualidad, el nombre de Bigas. Yo le pregunté entonces si alguna vez había oído algún rumor referente a una mujer rusa.

—¿Te refieres a la Rykova? —preguntó sombrío—. Una mujer hermosa. Tenía unos ojos grandes y rasgados, como de mosaico bizantino.

—¿Qué fue de ella? —pregunté.

—Murió en Roma. La asesinaron.

Eso es todo, sí. Lo ignoro… ¿Qué es esto? ¿Son las diez? Venga, le invito a cenar en el Miami.