Fernando Mauricio de Andrade

Lisboa, 28 de mayo de 1951

¿Quería hablar conmigo? Tiempo tengo bastante. Pero ¿de qué se trata? Mi pasado no le interesa a nadie. ¡La historia! ¿De verdad lo cree? ¿Sabe usted quién hace la historia? En París, los periodistas; en Lisboa y Madrid, los criados. ¡Vaya unos personajes!

¿Mi nombre en un sumario de la Segunda República española? Debe tratarse de una confusión. ¿Y usted ha leído ese sumario? Cuesta creer que alguien pueda interesarse hoy por ese asunto.

¡Yo! ¿Un espía, un agente secreto de Salazar? ¿Quién dice eso? ¿El conde de Foxá? Si ese cínico gordinflón dedicase a escribir el tiempo que malgasta en hablar. Típico de él. Sí, puede decirse que fuimos amigos.

¿Y qué más le ha dicho de mí, se puede saber? ¿Fanfarrón? ¿Arribista? ¿Embustero? ¿Confidente? ¿Tal vez asesino?… Foxá es un hombre intoxicado de literatura, pero en una cosa tiene razón. Aquélla fue una época curiosa. Hizo de mí un individuo poco recomendable. Pero no fui peor que cualquier otro. Tan sólo me dejé llevar por la corriente. Eso es todo.

Si mira los periódicos de marzo del año 37, podrá leer que el general Franco había lanzado una nueva ofensiva sobre Madrid. El 10 de ese mismo mes los diarios informaban de cómo había traspasado las defensas de la ciudad y al día siguiente O Século publicaba que el victorioso general se hallaba a veinte kilómetros de Guadalajara. Pocos días después, el mundo entero supo que no sólo Madrid resistía, sino que los legionarios italianos de Franco, el Corpo Truppe Volontarie, el orgullo del duce, totalmente motorizado y equipado con las armas más modernas, habían sido aplastados por un ejército republicano que cuatro meses antes ni siquiera existía.

Pues bien, fue por esas fechas, una o dos semanas después del ridículo italiano en Guadalajara, cuando hice mi segundo viaje a España. Regresaba a su país como agregado de prensa de la Misión Militar Portuguesa de Observación, siguiendo la estela del batallón Viriato, el contingente militar portugués que combatía en su cruzada. Mi primer destino fue Salamanca. Después, recibí la orden de trasladarme a Burgos.

Entonces conocí al conde de Foxá. Fue en Burgos, un día invernal, con tristísimos cielos blancos.

Recuerdo que se conmemoraba la muerte de José Antonio Primo de Rivera. Había retratos del fundador de Falange en cada esquina y colgaduras, con negro crespón, en los miradores de las casas. Recuerdo una cuadrilla de obreros raspando las piedras seculares de la catedral para grabar el nombre del Ausente, y al generalísimo entrando bajo palio en el templo gótico, entre un palmeral de brazos alzados. Vuelvo a ver aquella mañana lluviosa de noviembre. El gentío. Las aclamaciones. Los monjes de Silos cantando en la capilla del Corpus Christi. Recuerdo también el Cara al sol. Los brazos extendidos, unánimes y violentos. La guardia mora con guerrera azul, turbantes de lino y capas blancas. El embajador alemán, con la indumentaria nazi, con platas y puñal. Y vuelvo a oír el comentario que un señorito de Falange —camisa azul, corbata negra— lanzó en voz baja, al salir de la catedral:

—Todo esto recuerda los cartularios de la Edad Media…

Acierta usted. Era el conde de Foxá.

Recuerdo las cosas de vuestra cruzada como si hubieran ocurrido ayer mismo. Por eso, tengo todavía presente a ese cínico y mordaz gordinflón del conde de Foxá.

Mientras los soldados caídos, amontonados en los campos de batalla como escombros, se pudrían bajo la sangrienta luna, con los ojos abiertos, coagulados de pavor, mi vida en Burgos transcurría entre despachos oficiales, algunos restaurancitos de lechón y clarete y, con más frecuencia, la tertulia falangista del Condestable, que el conde de Foxá frecuentaba con otros escritores genialoides embriagados de fascismo.

Foxá había pasado los primeros meses de la guerra en el Madrid republicano, y en Burgos, en el Condestable, sentado en un cómodo sillón, con una copa de coñac en una mano y un habano en la otra, experimentaba de nuevo las delicias de la civilización. Allí, divagando en torno a las recias y saludables especialidades de la cocina castellana, el conde sentía la alegría de estar vivo y se horrorizaba al pensar que con unos minutos menos de audacia su cuerpo estaría criando malvas en una hondonada de la Casa de Campo.

—A lo que hemos venido a parar. A bocados, igual que fieras. Entre los tranvías, los autos y los edificios han vueltos los terrores de la selva.

Acostumbrado a la buena vida, al conde se le oscurecía la mirada cuando evocaba los meses de espanto y miseria pasados en Madrid.

—Mientras los requetés, entre las rocas de la altura, rezan al atardecer —decía dejándose llevar por los recuerdos—, los milicianos recorren las calles de Madrid erizados de fusiles. No se sabe a cuántos han fusilado ya. Todas las noches cogen a algunos pobres acusados de fascistas. Al amanecer aparecen los cadáveres en las tapias del cementerio, en los alrededores de la plaza de toros de Tetuán, en la Moncloa. Parece 1808.

La voz del conde atronaba en la tertulia del Condestable, sobre todo cuando se echaba a reír estruendosamente o cuando ponía en acción las páginas de la novela que escribía a ráfagas y a rachas. Sí. Así iba a titularla: Madrid, de corte a checa.

¡Cómo brillaba Madrid por la noche! Todo, según Foxá, a quien las palabras parecían romperle la comisura de la boca, era de los milicianos. No había autoridad. Madrid era una ciudad inhóspita, sitiada por el miedo y las delaciones.

—Madrid ya no es Madrid —exclamaba mientras se le caía la ceniza del puro en la solapa del traje y, en vez de sacudirla, la aplastaba de un manotazo, absorto en la noche que los milicianos se habían desparramado por su casa de Atocha—. A pesar de la geografía y de que aún quedan residuos del mundo antiguo, aquello ya no es España. Aquello es Rusia, con sus laboratorios, su plan quinquenal y sus tractores.

A juicio del conde, la ciudad se había quedado sin historia. Todo había sido pisoteado por los milicianos, que irrumpían con blasfemias y culatazos en las más recónditas alcobas.

—Hasta hoy —comentaba apurando una copa de coñac— la revolución se había detenido en la puerta de los hogares. Los hombres luchaban con valentía en la barricada o en la Puerta del Sol. Discutían, fogosos, en el mitin o en el Parlamento. Pero el hogar era un recinto sagrado. Allí reinaba la mujer, la sombra de los desaparecidos. Allí se acudía a vendar la herida recibida en la calle, a beber un vaso de agua después del discurso, a consolarse de los fracasos y de las fatigas de la lucha. A las casas se iba a morir. Allí se nacía, y, fueran cuales fueran los trastornos del país, permanecían altas y, cerradas, con su perfume de hogar y de intimidad… A Prim —añadía el conde acariciándose la panza— lo tirotearon una noche de nieve dentro de su berlina de plateados faroles y a Dato en su automóvil cerca de la Puerta de Alcalá. A Calvo Sotelo, no: lo sacaron de su casa… Hoy el hogar no inspira respeto. Al contrario, es el sitio seguro de la caza, la madriguera conocida.

A Foxá, que había tomado íntegra posesión de Burgos como si se tratara de una mujer, le gustaba prolongar las sobremesas indefinidamente. Adoraba las tertulias interminables y las noches regadas de coñac o whisky.

—No hay nada más fecundo que perder el tiempo, y para perder el tiempo ningún sitio como la tertulia —me dijo un día, saliendo del Condestable.

Situado entre la Edad Media mística y nuestro siglo XX ahíto de placeres, el conde era un virtuoso de la conversación en busca de su público ideal, dotado del no menos ideal insomnio, y un insaciable comilón que siempre andaba por la ciudad descubriendo tabernas donde se cocinaba buena comida casera. De él se comentaba:

—Le cambias el interlocutor y no se entera.

A mí, una noche, después de una cena pantagruélica en una taberna penumbrosa con sus botas y pellejos, me confesó:

—No se trata de una lucha de ideas…

Paseábamos a altas horas de la noche, disfrutando de la paz celeste de Burgos cuando toda España era un infierno en llamas. Paseábamos entre los árboles sin hojas del Espolón, despacio, silenciosos y lejanos.

—Es el crimen… El odio andando por la calle… —añadió después de tirar un puro a medias, mientras prendía una cerilla para encender otro—. La caza del hombre por el hombre.

Había detenido en seco su paso de elefante fatigado y posado la mirada, fija, profunda de desilusión, en las aguas turbias del Arlanzón. A lo lejos, en las tapias del cementerio, sonaban disparos.

Sí, recuerdo bien aquellos días en Burgos. El conde y yo hablamos entonces de lo divino y de lo humano: Portugal, el príncipe Navegante, los Borgia, el retiro de Carlos V en Yuste, las memorias del marqués de Pombal… Sí. No miente. También hablamos de Ángel Bigas. Foxá decía que Bigas había muerto de desencanto, arrepentido de su pacto con los marxistas españoles y portugueses, desesperado por la pérdida del paraíso en que ardiera su infancia.

A mí, ¿qué quiere que le diga? Aquella conclusión siempre me pareció fruto del incurable romanticismo del conde.

Buen elemento, ese Bigas. ¿Y usted quiere saber la historia de su negocio con los Budas? Pues no hay problema. No seré yo quien le cierre a usted la puerta en las narices. Sí, le diré lo que sé. Hablaremos del pasado, si así lo desea. Pero ya que ha sido usted quien ha venido a buscarme, seré yo quien diga cuándo y cómo lo cuento. No quiera saberlo todo de golpe. En otras palabras: déjeme explicar y explicarme, escalón por escalón.

Antes de nada, debe saber que Fernando Mauricio de Andrade sólo es un alias. Al menos lo fue al principio. Mi verdadero nombre es Basilio Gonzaga de Noronha. Soy el último de los Gonzaga. No puedo decir que lo que fluye por mis venas sea azul, porque ese tono ya no es de recibo en los tiempos que corren, pero sí que la grandeza de mi linaje incluye en su árbol genealógico guerreros temerarios de la Reconquista, maestres de la Orden de Calatrava, consejeros áulicos del agostado tronco de la casa Avis, obispos de hábitos crapulosos, embajadores de augusto rostro y ministros de Indias que regresaron de su misión más pobres de lo que partieron. Tampoco puedo decir que ser un Gonzaga me haya beneficiado en algo, pues, antes de nacer yo, mi padre ya era un gran señor sin dinero, heredero de un patrimonio esquilmado por las convulsiones del país y las locuras de mi bisabuelo, cargado de hipotecas y con la obligación de pagar legítimas, legados y pensiones interminables.

Toda historia tiene un origen, y la mía comienza el mismo día en que un grupo de republicanos fanáticos mató a tiros al rey don Carlos y al príncipe don Luis Felipe. Un crimen bárbaro, uno de esos actos monstruosos cuyo relato hace estremecer de indignación a todas las gentes honradas.

1 de febrero de 1908. Puede creerme. No hay hecho histórico que haya marcado mi destino de la manera en que lo hicieron aquellos disparos asesinos que resonaron a lo largo y ancho de Portugal, a no ser la posterior marcha al exilio del joven Manuel II, a quien la historia llama hoy el Rey Perdido, y la proclamación de la República en 1910.

—Yo lo supe en ese momento. Esos disparos eran los ruidos que anunciaban una época de caos —dijo más tarde mi padre en tono de oráculo.

Probablemente los hechos ocurrieron como otros los cuentan, pero yo los reconozco como el paisaje donde viven mis primeros recuerdos. Sigo preguntándome cómo era mi padre antes de que la ruina se abatiera sobre la dinastía de los Braganza, o cómo era mi madre antes de que los marineros republicanos desembarcaran en el Terreiro do Paço agitando los fusiles, antes de que mi padre, huyendo de los gritos roncos del populacho, llegara a nuestra casa de la Rua des Chagas, pálido, triste, vacilante, como el borracho último de la madrugada.

—¡Dios mío, qué es! ¿Qué te sucede? —preguntó mi madre, asustada, temblorosa.

—El rey se ha ido —lamentó mi padre.

Y a continuación ordenó cerrar todos los balcones.

—¡Cierra los balcones, que entran gritos de cementerio!

Lisboa cambió de manos de la noche a la mañana. Y mi padre se encerró en sí mismo para no contagiarse del aire alborotado, de promiscuidad plebeya, que empezó a respirarse en las calles de la ciudad, convencido de que el mundo entero le había dado la espalda como parte de una conspiración liderada por maestrillos carbonarios, sargentos anarquistas y escritorzuelos de gorro frigio.

—¡Buitres! —gritaba desde la biblioteca—. ¡Vándalos!

Sí, ése era mi padre: el señor de noble linaje que se convirtió en una figura de cera, resentido y rencoroso con la atroz coyuntura social en que se hallaba metido…, el hombre alto, escuálido y huraño que me ponía una mano en el hombro y me miraba alzando una ceja solemne, para contarme que él había predicho esto, que aquello lo había adivinado.

—Se veía venir a la legua —me dijo cuando en el año 18 asesinaron a Sidónio Pais, antiguo masón de quien los viejos correligionarios de mi padre esperaban que trajese al rey Manuel del exilio.

O bien, en referencia a la noche sangrienta del 21, en la que fue brutalmente asesinado el presidente António Granjo, aplastado por un torbellino de hoces y martillos que se llevó al cementerio a otros prohombres de la República:

—No sé cómo no se dieron cuenta.

Así habló mi padre en aquella ocasión, mientras en el Arsenal de la Marina se oían los tiros secos, aislados.

—El enemigo les surge como a nosotros, de las plantas de los pies —explicó a mi madre con el aire de una fiera acosada, asegurándose de que los balcones de la casa estuvieran bien cerrados.

Ah, mi pobre padre… Ha pasado mucho tiempo. Pero lo recuerdo perfectamente. Había un mundo, que se llamaba Rua des Chagas, 20, un palacete con un pesado portalón y un llamador de bronce, de maderas apolilladas y salones descoloridos, y era la tierra de los Gonzaga, donde él, agazapado como un gato en la penumbra de la biblioteca, predecía los acontecimientos cuando ya habían ocurrido y recitaba nombres de monarcas que hablaban de una edad ya irrecuperable. Había ese mundo de sombras, que limitaba con el pesado portalón de la Rua des Chagas. Más allá, inmensa y al acecho, estaba Lisboa, Portugal, la República…, las llamas del infierno.

—Los reyes y no los Tribunales de Salud Pública hacen a los pueblos —solía decir levantando el índice hacia lo alto, como poniendo al cielo por testigo—. Un buen pueblo, un pueblo bueno, no necesita leyes.

Yo oía la voz de mi padre como si me hablase desde las catacumbas de algún sueño; escuchaba su monólogo de fantasmas, sin saber muy bien de dónde nos habían echado, adónde se me prohibía regresar.

—Tú eres un niño —trataba de explicarme mi madre a veces, muy pálida, con una blancura de mármol corrompido, presa de la podredumbre espiritual que se almacenaba en los salones de tapices roídos—. Pero nosotros, que hemos visto al pobre don Manuel cuando tenía tu edad… —añadía intentando amortiguar el sollozo.

Y para consolarse de su miseria actual me repetía:

—Todo esto no es de nuestro tiempo. Tu padre y yo somos de otra época. Una época con coches de caballos y ópera, y con el rey Carlos en lucha con el Parlamento.

¡Mi padre! Él ni siquiera recuperó el pulso de los tiempos cuando los generales golpistas del 26 hundieron en sangre las coordenadas republicanas, proclamaron la dictadura militar y llamaron al profesor Salazar para poner orden en las finanzas del país. Anticuado e incomprensible, se enteró de aquellas noticias por boca del hermano de mi madre, mi tío Sebastián, uno de los militares implicados en la conspiración, que intentó convencerle de que los días de felicidad y prestigio habían retornado, instándole a volver a la vida pública. Pero él, a modo de prueba de lealtad irrebatible y fehaciente para con su destino, apuntó con el dedo índice al Palacio Real.

—Dichosos aquéllos que quieren interpretar el orden como legitimidad y la amenaza como una actitud real. Yo no puedo. —Las arrugas se agrupaban en torno a sus ojos—. No insistáis. Ya no hay lugar para mí en este país.

Acababa de cumplir cincuenta y cinco años y semejaba ya un anciano decrépito.

Además, para entonces, mi padre ya tenía al enemigo en casa: yo, su hijo. Yo, que para alejarme lo más posible de su patético ejemplo, había mudado de nombre, de apellidos y empezado a frecuentar los círculos estudiantiles radicales y las tertulias revolucionarias de Lisboa.

Sí, como lo oye. Así fue como se produjo el cisma de los Gonzaga, así se abrió la zanja que nos separó para siempre, como una especie de mar bíblico. Recuerdo la sorpresa de mi madre el día en que mi tío Sebastián informó en casa de mis actividades subversivas. Y también la mirada desorbitada de mi padre, hasta el blanco de sus ojos parecía de sangre, cuando, entre mis libros, encontró las Odas modernas, de Antero de Quental, con ese viejo prólogo en prosa donde el poeta había escrito:

La revolución es el nombre que el sacerdote de la historia, el tiempo, dejó caer sobre la fatídica frente de nuestro siglo.

—¡Fuera de casa! —gritó mi padre desde el salón.

—Por Dios, Octavio —lloraba mi madre, pálida de espanto—. Es tu hijo. ¡Ay, Dios mío! ¡Señor, señor! Tu hijo, Octavio.

—¡Fuera de esta casa he dicho! —vociferó mi padre desde el umbral de la puerta—. Y tú, mujer, te callas. Yo no tengo hijo. Ese canalla no es digno de la sangre que corre por sus venas. ¡Por el cielo que no lo es!

Un muchacho que mira la nobleza de su apellido con orgullo y desprecio al mismo tiempo, un muchacho lleno de resentimientos, perfumado todavía con el aroma dulzón de la adolescencia. Así era yo entonces, de triste, de extraño, de indeciso, de soñador, de turbio y añorante.

Vuelvo la vista atrás y me veo exagerado y mudo en aquellas reuniones clandestinas donde mis correligionarios conspiraban como una maraña de chicharras que vuelan amarradas a un mismo hilo. ¡Qué ingenuo era! ¿Pensaba que derrocaríamos al mariscal Carmona y al profesor Salazar como si de dos viejos monarcas se tratase? Vuelvo la vista a aquella loca aventura. Vuelvo la mirada hacia aquel verano del 31, y esto es lo que encuentro: el eco de la pisadas sobre el césped mojado del parque Eduardo VII, los primeros tiros bajo la luz adormilada del alba, el Batallón de Cazadores avanzando por la avenida Marqués de Pombal y la calle Herculano, las balas y las bombas crepitando en torno nuestro, de pronto un escalofrío recorriéndome las tripas, una sustancia biliosa trepando a la garganta, desbordando los labios, un joven oficial que grita «¡Todo está perdido!», un camarada que se desploma como una gaviota desvencijada… Y, después, la estampida, el sálvese quien pueda, que todos obedecimos, como ratas.

Sí, aquello fue una locura. Fue un día de payasos y principiantes. Y, también, la causa de mi primer viaje a España. Y la razón de que mi vida se cruzara con la de Ángel Bigas.

Pero todavía no. Todavía es pronto para hablar de Bigas; para explicar su papel en ese embrollo que los periódicos de su país llamaron el asunto Turquesa.

Llegué a Madrid como tanta gente lo hacía por entonces a España de tan diversos lugares: huyendo del Gobierno de mi patria. Por aquel tiempo, cualquier exiliado portugués que arribaba a la capital de España pasaba necesariamente por la casa de Jorge da Souza, en la calle Bravo Murillo, entre la glorieta de Quevedo y los jardines del depósito del canal de Lozoya. Perseguido político, y poeta modernista, Jorge da Souza había llegado a Madrid varios años atrás y presidía con su barba de eremita y amplia boca de batracio una pensión diseñada como un Ateneo. Yo busqué aquella dirección que alguien, en los días previos al pronunciamiento de agosto, me había facilitado en Lisboa. Y, cuando di con la pensión y el propio Da Souza me abrió la puerta, expliqué mi caso, farfullando:

—Soy un revolucionario del 27 de agosto. Un evadido. No conozco a nadie en Madrid. No tengo un duro. Estoy verdaderamente desamparado.

Da Souza me miró de los pies a la cabeza, me hizo pasar a través del corredor que comunicaba las habitaciones de los huéspedes con el salón, me sirvió una copa de coñac Napoleón y después afirmó que un joven de mi edad no debía desmoralizarse por la catástrofe que se había abatido sobre Portugal.

—En España hay un Gobierno republicano que cree en el progreso y entiende nuestra lucha. Y, escúcheme bien, nos apoyan, muchacho, sí, con armas y fondos. ¡Vaya si lo hacen! Puede apostar el alma en ello, que no la perderá —añadió, bajando progresivamente la voz, mojando los labios en la copita de coñac que él también se había servido.

Recuerdo con pesar las sobremesas desperdiciadas en el cochambroso salón de aquella pensión. Todas iguales. Da Souza había sido en otro tiempo un temible jacobino, un iconoclasta, un carbonario que había sostenido con ardor que las dos aportaciones decisivas para la historia de la humanidad habían sido la imprenta y la guillotina. Pero entonces, en las fechas en que yo lo traté, resultaba un pedante republicano del siglo XIX que hablaba del progreso y de la libertad y de la maldad de la guerra y del peligro de ir a la revolución en malas compañías. El mundo cambiaba demasiado deprisa para él, y lo iba dejando rezagado en la cuneta, como una mercancía averiada. No transigía con el socialismo y desconfiaba tanto de los anarquistas que llegaba a ver en sus movimientos la sinuosa mano del Vaticano:

—¡Fíjense ustedes —decía desdeñoso y olímpico—, jamás se les ocurre atentar contra un cardenal o un obispo!

Cuando alguien le recordaba a Soldevila, el cardenal tiroteado en Zaragoza, replicaba:

—¿Soldevila? Una cortina de humo.

Resignado, yo fingía que aprobaba sus disparatadas argumentaciones, sus ditirambos al señor Azaña, sus diatribas contra el barbarócrata Salazar.

—Me agrada conversar con usted —me confesaba sirviéndose su copita de coñac—. Usted es de los pocos compatriotas que saben escuchar. En eso, los portugueses nos parecemos a los españoles. Vivimos en permanentes guerras civiles. Todos contra todos. Entre nosotros, generalmente, no hay diálogo. Cada cual habla por su cuenta, sin escuchar al otro. Usted es una excepción, y el joven capitán Oliveira, otra. Por eso me agrada conversar con los dos.

Sobra decir que me harté de aquel creyente vuelto del revés. Oírlo se convertía por momentos en una tortura. Era algo irreal, como mi padre. Lo mismo que aquél jugaba a exiliarse de Lisboa, el señor Da Souza jugaba a creer que pronto volvería. Dios sabe cómo me aburrían sus anécdotas juveniles y sus sermones anticlericales, infalibles como los del papa. Por no hablar de sus sonetos o de sus reproches a los dirigentes republicanos del exilio.

—La maldita improvisación, como siempre. Como si hubiera enemigo despreciable.

Por fin, al cabo de unos meses, no pude más y, gracias a los veinte duros que mi madre comenzó a enviarme regularmente, cambié aquel nido de conjurados sin conjura por una pensión de la calle de las Infantas que me recomendó el capitán Oliveira.

—Ese Da Souza es un cretino. ¿No viste cómo durante la reunión se escarbaba los pelos de la barba como buscando restos de comida? ¡Qué manera de manejar una situación! Y que Cortesão lo tenga en buena estima. No es más que un reaccionario del siglo pasado. Usa el bigote como si fuera el manubrio de la historia.

Hacía una noche de neblina, los faroles se perdían en un nimbo difuso y Oliveira, delgado, enigmático y juvenil, parecía complacido por mi pequeño plan de fuga:

—Váyase de ahí. No se quede ni un minuto más.

La Montañesa, pensión moderna… No puede imaginarse qué cueva. Doña Eulalia, la dueña, era una viuda obesa y destartalada, que vivía con una hija solterona y trataba a las sirvientas como Cleopatra a sus esclavos. ¡Qué espanto de mujer! Tenía una papada casi lunar y una voz brusca, como un arañazo. Vestía siempre de negro, oía tres misas diarias, aseguraba que todos los que habían votado por la República eran unos herejes y creía que el diablo se aparecía en las reuniones de los masones, bajo la figura de un señor respetable y distinguido, vestido de frac.

—Son cosas que debemos respetar —me decía refiriéndose a la monarquía.

La habitación que me destinó era pequeña y deprimente, con muebles sarnosos y mutilados, del tiempo de la juventud de Alfonso XII. Todo era profundamente triste y catastrófico. A la luz del día, el lugar parecía a propósito para el suicidio. Había una densa colonia de chinches, corrientes de aire; la puerta y la ventana no cerraban bien y, para colmo, de la cocina llegaba un olor negro a cucaracha muerta, porque las cucarachas huelen.

¿Qué quedaba de mi rebeldía en aquella pensión de la calle de las Infantas? Yo se lo diré: nada. Cuando evoco aquel tiempo, sólo encuentro desconsuelo, soledad, insomnio. Todo idealismo se había extinguido. Toda ilusión se había roto. Ya no soportaba la lectura, y malgastaba los días deambulando por cafés y prostíbulos o encerrado en mi habitación de La Montañesa, recordando la voz oscura de mi padre, las calles de Lisboa, los reflejos cambiantes del Tajo a la caída del crepúsculo. La saudade corroía mi espíritu como un óxido, como una rata. Al final me hundí en un estado depresivo del que ni siquiera conseguían rescatarme las encantadoras caderas de Rosarito, la criada más ilustrada de la pensión. Una muchacha fresca y viva como un mirlo roqueño, con la que fornicaba de madrugada para combatir el miedo, o para ahuyentarlo, o para hundirme aún más en la carcoma negra de la tristeza.

Una noche, cuando regresaba de mi habitual ronda callejera, me encontré con Rosarito en el rellano de la pensión.

—Hay una carta urgente para usted —me susurró con una voz de azúcar en llamas—. La ha traído el cartero al mediodía, y ha tenido que firmar la señora.

Aquella carta era de mi madre, y comenzaba:

Querido hijo:

A las mujeres de Portugal sólo nos llegan rumores. Los hombres creen que mantenernos en la ignorancia nos protege. Todas las semanas me visita tu tío Sebastián. Todas las semanas le pregunto por tu perdón. Pero él sólo me contesta que, en esos asuntos, mientras menos se pregunte mejor va.

Así empezaba mi madre aquella carta donde venía a decirme que, por fin, mi tío Sebastián había hablado con el mariscal Carmona sobre mis disparates de juventud.

«No se preocupe, general Noronha, —escribía mi madre que había contestado el mariscal—. Ese muchacho ya conoció el infierno y yo le digo que no recae».

Según contaba en la carta, ella había respondido a ese secreto con un grito, y gracias al fuerte abrazo de mi tío no terminó en el suelo, desvanecida.

«Lo importante es que la experiencia le haya servido a mi sobrino para reformarse», decía mi madre que había continuado Sebastián, mientras ella miraba a un lado y al otro, asombrada de estar hablando de esas cosas en la casa de Rua des Chagas, con un miedo infinito a que mi padre transcendiera la puerta de la biblioteca para asomarse al salón de grandes tapices raídos. «Hijo mío, —continuaba mi madre unos párrafos más adelante—. Hijo mío, escúchame muy bien: tu tío siempre te ha adorado».

Mi madre sostenía que el tío Sebastián siempre había velado por mi futuro. Y también me contaba que antes de abandonar la casa de Rua des Chagas había insistido:

«Dile a Basilio que se cuide mucho. Hay lecciones que la vida nos da una sola vez. Dile que no insista en sus locuras. Y dile también, —aseguraba mi madre que tío Sebastián le había advertido antes de marcharse—, que si está dispuesto a ser el hijo pródigo que todos anhelamos que sea, dile en ese caso que acuda a nuestro embajador en Madrid. El señor Joaquim Luciano de Castro es un buen amigo y hará cuanto esté en su mano para ayudarle».

Imagínese el vuelco al corazón. ¡Imagínese!, vencido como estaba por el miedo, la tristeza, la abrumadora sensación de fracaso.

«Hijo mío, —concluía mi madre—, ahora debo pedir tu comprensión. Haz caso de tu tío Sebastián. Aléjate de todo eso. No insistas. Tu madre, que te adora».

No puedo precisar el día en que me entrevisté con Joaquim Luciano de Castro, pero recuerdo que era una mañana gris, de plomo. El embajador me recibió en su residencia, un suntuoso palacio de la calle Lista. Me acuerdo. Oh, sí, no podría olvidarlo. Recuerdo que, al entrar en el despacho, el embajador se levantó lento y deferente.

—Siéntese —dijo familiarmente, indicándome un sillón con brazos de caoba—. Así que usted es el sobrino del general Noronha. Me alegro de verle. Su tío me ha hablado mucho de usted: «Tiene un corazón muy noble, —me dijo—. Por eso, muchas veces, actúa como un idiota».

Recuerdo que soltó una risa jovial y corpulenta, como la de un gigante. Tenía sus buenos cincuenta años, pero parecía que acabase de cumplir los cuarenta, erguido, elegante, con un traje oscuro y una perla gris en la corbata.

—No se incomode. No hay nada de qué avergonzarse en este mundo…

Ahora había un punto de condescendencia en su voz.

—… Salvo de deshonrar al padre o a la madre.

—La verdad —recuerdo que balbuceé— es que seguí los impulsos del corazón.

Los ojos del embajador brillaron como los de un animal al acecho.

—Las razones del corazón son las más importantes —me interrumpió—. No hay duda. Sin embargo, cuando usted tenga más edad… ¿Cuántos años tiene? ¿Veinte?

—Veinticuatro.

En ese momento entró por una puerta lateral un hombrecillo regordete y bien vestido. Tenía un bigote fino y horizontal, perfectamente paralelo al suelo, una boca fina, que dejaba ver, más de una vez, una sonrisa maliciosa, callada, como para sí mismo, y unos ojos grises, inquietantes, de mirada perspicaz y minuciosa. Eran los ojos de una pantera: cautelosos, atentos, llenos de siete vidas de secretos oscuros.

—Señor Fernandes —dijo el embajador—, le presento a Basilio Gonzaga de Noronha, sobrino del general Noronha, aunque según el pasaporte se llama Fernando Mauricio de Andrade.

El señor Fernandes ni siquiera se tomó el trabajo de darme la mano. Hizo un ligero movimiento de cabeza y me miró pensativo.

—Aquí, el señor Fernandes estará de acuerdo conmigo —continuó el embajador—. No hay nada malo en que un joven tenga bellos ideales. Bien está la pasión a los veinte años, no lo niego. Pero hasta un límite. Sí, hasta un punto. Porque esos ideales, por nobles que sean, porque sin duda son nobilísimos, no están hechos para los hombres. Perfectos para escribir libros, pero imposibles de llevar a la práctica. Ahí tiene el ejemplo de Rusia. Millones de esclavos muertos de terror. O sin ir tan lejos. Fíjese, fíjese en España. Vea usted la anarquía que se respira en todas partes, la persecución a la Iglesia, la lucha disgregadora de los partidos.

El embajador se levantó como si le hubiera dado miedo aquella palabra, avanzó hacia la ventana y se quedó mirando con hosquedad a través de ella.

—En Sintra su tío me dijo que usted estaba dispuesto a reformarse. Pues bien, vamos a confiarle una misión.

Sentí un hilo de sudor que bajaba por la espalda.

—El señor Fernandes —añadió el embajador— está aquí para hacerle una propuesta.

—¿Una propuesta? —pregunté confundido—. ¿Qué propuesta?

El embajador miró a Fernandes, y éste me sonrió ambiguamente.

—Un trabajo que debería realizar para mí —dijo con parsimonia—. Para nuestro país, quiero decir. No sé si comprende usted que en España hay un Gobierno subversivo, ésa es la palabra, subversivo, que presta refugio a la canalla más execrable de Portugal. Sabemos que las bombas que emplearon los conjurados del verano pasado en Lisboa llegaron a nuestro país con la autorización del señor Azaña. Y sospechamos que un grupo de emigrados está negociando en Madrid una compra importante de armamento.

Hablaba con suficiencia glacial.

—A uno y otro lado de la frontera, comunistas y agentes traidores al servicio de potencias extranjeras conspiran sin descanso. Nuestro deber —añadió Fernandes— es neutralizar a esos indeseables lo más rápidamente posible. Y por eso le necesitamos. La misión de usted será introducirse en los conjurados que operan aquí e informarnos de su vida y milagros. Debemos seguirlos y conocer sus costumbres para poder anticiparnos a sus planes.

El embajador me observaba con gravedad, como si estudiara las reacciones de mi rostro, como si pudiera divisar cosas ocultas bajo la superficie.

—Su patria le necesita —enfatizó después de un silencio que se me hizo eterno—. Vivimos tiempos peligrosos, ¿comprende?

Me señalaba la distancia entre él y yo con toda claridad. Para él las fiestas en los salones de las embajadas y las intrigas de guante blanco. Para mí los sucios trabajos del espionaje y la traición. El papel de Judas.

—Entiendo perfectamente sus reparos —añadió en un tono indulgente, paternal—. No obstante, en estos momentos hay que escoger el mejor partido.

—¿Por qué yo? —susurré con una voz casi implorante.

—Por algo elemental, queridísimo muchacho —dijo Fernandes pacientemente, sin desdibujar la sonrisa—. Usted es uno de ellos. Sabemos dónde estuvo el verano pasado y también que a su llegada a Madrid ha frecuentado amigos, camaradas, socios de espíritu, cómo lo diría, de esa desafortunada aventura. Sabemos del mismo modo que pertenece a una familia de las más fieles al régimen y que, por lo tanto, tiene una sana educación. Confiamos, pues, en su lealtad y voluntad de colaboración, considerando también que hemos sido muy indulgentes con usted, dado que podríamos haberlo detenido antes de pasar la frontera y no lo hicimos.

El embajador hizo un imperceptible gesto con la cabeza, como quien ha escuchado exactamente aquello que esperaba escuchar. Parecía encantado con la situación, saboreando una broma que hubiera estado reservando para el final.

—De usted no sospechará nadie —dijo.

Esta vez no añadió: «¿Comprende?». Estaba claro que yo comprendía.

—Medítelo.

El embajador se puso en pie y me dio la mano, una mano larga, fina y nerviosa.

Anochecía cuando salí a la calle. Hacía frío, y los escasos transeúntes pasaban a toda prisa bajo la lluvia. Recuerdo que caminé durante horas y que llegué a la pensión pasada la una de la madrugada. Entré en el dormitorio de Rosarito como una alimaña que escapa a las trampas de los cazadores furtivos, y la encontré somnolienta y arisca.

—¿Qué sucede? ¡Estás empapado!

Y, después, una Rosarito nueva, que respondía a mis besos y caricias, susurrando que me amaba, que la llevase conmigo, lejos de doña Eulalia, de aquella casa, de Madrid, de España, que sería mi esclava, que haría lo que fuera. ¡Ah, Rosarito! A ella, ¿sabe usted?, también la traicioné. Pero ésa, que diría el redicho de Kipling, es otra historia.

No. La virtud no es rentable, se lo aseguro. Ni divertida. Yo no creo en la bondad natural del hombre. Creo en la paciencia. El espionaje es una larga paciencia. Y, si me apura, una forma de arte en sintonía con la época que nos ha tocado vivir. Aquellos tiempos exigían cualidades excepcionales tanto en el heroísmo como en la traición. Yo, verdaderamente, no desentoné.

—Nosotros… Fernandes, en concreto —me dijo el embajador el día en que decidí mudar otra vez de piel y empezar una vita nuova al servicio de la dictadura de Salazar—, le proporcionará la lista de los sujetos en cuestión. Necesitamos información precisa y pormenorizada: qué hacen, qué traman, dónde viven, dónde se reúnen, quiénes los ayudan, qué intelectuales o políticos españoles frecuentan. Cuento con usted.

Los hombres acosados son figuras cautelosas, pero aquellos pobres diablos de los Budas, que habían perdido sus carreras por la República, por el pueblo, según el decir de Da Souza, se movían con total impunidad en Madrid. Tenían una tertulia en el café Moka, en la calle de Alcalá, un refugio de fracasados donde empleaban la tarde en la meditación y elaboración de proclamas, ahuyentando los errores recientes y los tiros sin vocación de victoria que devoraban el poco prestigio que aún les quedaba.

Yo al café Moka acudí por primera vez con el capitán Oliveira, quien no dudó de mi sinceridad cuando le confesé el deseo de unirme al grupo.

—La revolución está preparada como un árbol cargado de frutos maduros —me dijo con los ojos brillándole como dos brasas—. Y nosotros vamos a sacudir el árbol.

Pobre capitán Oliveira… Murió antes de sacudir el árbol de la historia. Lo hizo en España, en la batalla de Brunete, arrollado por un tanque que le aplastó una pierna y parte del vientre. A él también, creo yo, le hubiera gustado terminar sus días en Lisboa. Encontrar la tranquilidad y el silencio después de tantos años de tumultos, vértigos y espejismos. ¡Pobre Oliveira! Como le decía, fue él quien me presentó a Cortesão y al resto de los Budas en el café Moka.

—Aquí os presento a Fernando Mauricio de Andrade. Un camarada.

El capitán Oliveira habló de mí con entusiasmo: la tristeza que sentía después de la derrota, mi deseo de reanudar la lucha…

Así les empecé a tratar.

Multiplicado por los espejos, el café Moka se prestaba admirablemente a las quimeras del grupo. Allí se conspiraba contra el mariscal Carmona sin necesidad de hablar de política. Era una atmósfera, sencillamente. Recuerdo a Cortesão y su oratoria torrentosa, que todos aplaudían como focas amaestradas. Recuerdo a Moura Pinto, alzando la voz cada vez que algún comentario removía los últimos fracasos del grupo; recuerdo a Da Souza, socio honorario de aquella tertulia que le recordaba sus tiempos juveniles, tamborileando con los dedos sobre el mármol del velador, impaciente por recitar sus sonetos; y a Morais, que todavía se detenía a mitad de frase, como un perro sarnoso, para rascarse las picaduras de los insectos de las colonias africanas donde había sido gobernador. Otras caras se me aparecen. Muy borrosas, la verdad. Sus francos apretones de manos, sus miradas leales. La mayoría, evadidos, como yo, jóvenes oficiales, algunos civiles. Eran los buenos amigos, e iban llegando a lo largo de la tarde o de la noche, casi siempre solos, o en pareja, como objetos más o menos inservibles que las olas dejan en la playa.

—Hágase con su confianza, que cuenten… —me decía Fernandes, evaluando con sus ojos de pantera el valor de los informes que yo le entregaba—. A usted, con esa carita de Niño Jesús, no le será difícil. Tiene usted una sonrisa que favorece la confidencia. Y bonitos ojos, muchacho.

Sí. Ellos hablaban, se lamentaban, bebían… En cuanto a mí, yo me retraía, silencioso y ceñudo, ganándome la fama de republicano de íntegras y severas convicciones. Escuchaba y guardaba con la precisión de un disco de gramófono todo lo que decían para redactar después el informe que debía entregar al señor Fernandes en los jardincillos polvorientos de la Virgen del Puerto, en el borde del Manzanares.

—Usted me gusta —me decía Fernandes, visiblemente encantado con el curso de los acontecimientos.

Llegaba en un pequeño Chevrolet, vestido de oscuro, con unas gafas negras que ocultaban su siniestra mirada.

—Es inteligente. Y ha perdido velozmente los escrúpulos.

A todos jodí, sí. Y al capitán Oliveira, que tanta confianza depositó en mí, el primero. Nunca olvidaré el día en que me comunicó que una parte de las armas ya estaban depositadas en Cádiz, aguardándonos, pero que Echevarrieta no se decidía a pagar las letras para proceder a su retirada.

—Ese cabrón se está haciendo el loco para no comprometerse. Todo aquél que se ha visto en la desgraciada necesidad de respirar el mismo aire que él conserva una desagradable sensación de no estar tan limpio como uno deseara. Pero tú no puedes comprender…

Sí, sí. Por el café Moka también deambulaba Ángel Bigas. ¿Usted me pregunta por la clase de persona que era? Bigas era algo así como la interpretación mundana de la revolución. Muy orgulloso, seguro de sí mismo. Muy finolis, muy correcto y cortés, reservado, casi impenetrable. Su amabilidad, diría yo, provenía de una especie de obligación irrenunciable, de una educación altiva, más que del deseo de agradar. En el café Moka tenía su propia leyenda. ¿Cuáles de las cosas que se decían eran ciertas, cuáles exageradas, cuáles inventadas? Nadie lo sabía. Se decía, por ejemplo, que se había atrevido a desairar a Mussolini en persona y que el general Primo de Rivera le había apartado de la carrera diplomática de un plumazo. Se decía que había tenido serios problemas con Martínez Anido, ministro de Gobernación del dictador, y que había salvado el pellejo de milagro.

—De milagro —repetía Da Souza.

También se decía que había vivido un tiempo en el exilio, de donde no quiso regresar hasta los últimos estertores de la monarquía. Todo eso, sumado a la razonable fortuna de que parecía gozar, lo situaban automáticamente, al menos a los ojos de Fernandes, en la categoría de la canalla distinguida.

—¿Quién es ese Bigas? ¿Qué sabemos de él? —me preguntó un día.

Fue después del fracaso de la sublevación del general Sanjurjo cuando me dijo que me convirtiera en su sombra.

—A partir de ahora, quiero que sea su sombra. Tengo entendido que es uno de esos intelectuales… Una firma prestigiosa del periodismo… Un hombre de cultura. Bien, quiero saberlo todo.

Podría decirse que durante unos meses seguí sus pasos como un perro de caza. Era mi nueva presa.

—Por lo visto, este caballero no para. Parece una criatura de otro mundo —exclamaba Fernandes cada vez que leía uno de mis informes.

Allí estaba todo cuanto había que saber sobre Bigas: sus amistades, sus itinerarios, los periódicos que leía, los artículos que escribía, la marca de whisky que bebía…

—Se aloja en el Ritz. Es amigo de Azaña. Anda con socialistas y comunistas. Y además frecuenta el salón de esa dama…

—La señora Chávarri…

—… ese salón repleto de monárquicos. ¿Qué diablos es esto, Gonzaga?

Me encogí de hombros como un burócrata despreocupado.

—Un poco de todo, me atrevería a decir.

—Un bicho raro. No le quite los ojos de encima.

¿Su relación con los Budas?, dice. Bueno, él era objeto de respeto y admiración entre los Budas, no sólo por su leyenda, que corría como una mecha prendida entre los espejos y veladores del café Moka, sino también por sus relaciones con Azaña, a quien ellos llamaban señor Proeza. Cuando se achispaba de coñac Napoleón, Da Souza solía decir que Bigas era un precioso maná caído a Portugal desde los cielos de España.

—¡Bigas es el hombre! ¡Bigas es el indicado! Es nuestro Marco Bruto. Muy a propósito para la empresa.

Y lo era. Vaya si lo era…

Pasó lo de Casas Viejas: la matanza de unos campesinos anarquistas por los guardias de asalto, un episodio que levantó gran indignación contra Azaña y su ministro de Gobernación, Casares Quiroga.

Una mañana el capitán Oliveira fue a buscarme a La Montañesa y me pidió que le acompañase.

—Necesito que vengas conmigo —dijo—. Sube.

Fuimos en un Dodge Coupé de color negro a un garaje de Las Ventas.

—Hay una remesa de armas que Cortesão quiere que examinemos —me explicó Oliveira.

Y con mucha más melancolía que acritud fue detallando los líos con el dinero del financiero Echevarrieta. Parecía cansado.

—Hemos llegado —dijo de pronto.

Vi entonces sus ojos. Vi su mirada. Era una mirada dura, como una paletada de tierra sobre un cadáver, como si estuviera en el umbral de adivinar la verdad. Pensé entonces que lo había comprendido todo: mi papel de espía. Se lo juro. Por un instante lo vi claro: Oliveira tenía la misión de liquidarme. Sentí que las sienes me zumbaban. Me faltaba el aire. Sudaba a chorros. Escuché el eco de una frase.

—Hoy se ha acabado la República de los republicanos. De ahora en adelante tendrán que elegir entre perder una república o ganar un cementerio.

Por fortuna, mi temor no podía ser más irreal. Aquel garaje de Las Ventas tenía una actividad impropia del lugar, pero no era mi pasaporte al infierno. Detrás de una camioneta, había unas cuantas cajas con ametralladoras y granadas. También había varias personas vestidas con monos de mecánico, que iban depositando en otra camioneta, algo más grande, una serie de bultos con el rótulo ECHEVARRIETA. Allí también estaba Bigas. El capitán Oliveira salió del automóvil y fue a su encuentro. Hablaron cosa de media hora sin que yo pudiera oír lo que decían.

—Tienes mal aspecto —me dijo más tarde, como si me notara en los ojos algún resto del reciente espanto—. ¿Estás enfermo?

—Son sólo los nervios —musité.

—Eso también es una enfermedad.

Cuento lo que he visto. No invento nada. Azaña cayó de su pedestal después de aquel asunto de Casas Viejas; las derechas triunfaron en las elecciones de noviembre del año 33; Lerroux, el viejo Lerroux, se las ingenió para convertirse en la clave del arco político de aquellos días.

—Sobre todo, ¡viva la República! —repetía a los periodistas el veterano caudillo republicano, teatral y grandilocuente—. Yo soy un viejo león obligado a luchar con serpientes —se encrespaba con Azaña en el Parlamento, mientras en los despachos, según un artículo de Bigas, se las ingeniaba para echar mano de todos los restos, de todos los saldos del triste y anacrónico republicanismo anterior a la República.

Sí. Sí… Para los Budas el giro de los acontecimientos fue un desastre: la ayuda que habían recibido hasta entonces del Gobierno español se fue al garete. Sin Azaña en el poder, todos sus planes comenzaron a hacer agua. También Bigas pareció esfumarse en el aire.

—Paradero desconocido —me repetía Fernandes—. Ya sabe lo que eso significa.

Me dice usted que le hable del palacio de la calle Claudio Coello. Pues bien. Le diré que allí se acordó con Echevarrieta traspasar las armas a Prieto y los socialistas. No, Bigas no asistió a las últimas reuniones con Echevarrieta. Yo tampoco, pero el capitán Oliveira sí. Por él supe del ambiente sombrío, de las idas y venidas, de las conversaciones donde la prisa y el dinero eran cartas habituales de la baraja.

—Suscribo lo que dice el señor Bigas —me contó Oliveira que dijo Cortesão en una ocasión—. Hay que hacer honor a los compromisos. No queda más remedio. No hay tiempo para dilaciones. No hay armas de guerra más afiladas que las agujas del reloj.

Una tarde, mientras en el café Moka se hablaba de los discursos de Gil Robles, el capitán Oliveira insistió en conducirme a la calle para hablar a solas.

—Tengo que darte una noticia —me dijo de golpe.

Y bajando el tono de la voz, como si temiera que le oyesen, añadió:

—Ya está decidido. Pasamos a la acción.

—¿La acción? ¿Qué acción?

—Derrocaremos al Gobierno. Iremos a la revolución con los socialistas. Hoy en España, mañana en Portugal. La lucha es por la libertad en Europa: democracia contra fascismo.

Y, mientras el sol se hundía más allá de los edificios, como un presagio de la hoguera de sangre que se avecinaba, empezó a contarme los detalles de la reuniones en casa de Echevarrieta.

—Espero que cuando llegue el momento —comenté entre ofendido y solemne— se sepa distinguir entre quienes nos batimos el cobre desde el principio y la chusma oportunista.

¡Ellos y sus revoluciones! Pero usted ya sabe cómo acaba esa historia. Un baño de sangre.

No. No volví a ver a Bigas. ¿Escribí eso? ¿Qué quiere que le diga? Probablemente me dejé llevar por el lenguaje de aquellos años. Blanco y negro. Buenos y malos. Ahora, respóndame usted. ¿Por qué tanto interés en Ángel Bigas? Es un muerto más. Aquella época está llena de muertos. Europa entera, caballero, es una enorme fosa común. ¿Eso cree? ¿Que su tragedia esconde un secreto esencial? Mire, es fácil inventar leyendas. Por un tiempo vas lejos de casa y alguien dice: «Ha ganado y perdido una fortuna»; «En París tenía tres mujeres»; «Entregó su vida a la quimera de los ideales». La historia de la fortuna y la de las mujeres se desmontan con una sonrisa. Pero, en cuanto a las luchas ganadas o perdidas, el heroísmo, la guerra… Qué le voy a contar. Supongo que sabe a qué me refiero. En cuanto a Bigas, he conocido a otros como él. Nosotros, que les hemos sobrevivido, hemos construido un mundo mejor.

¿Que no todo es perfecto? Toma, pues claro. ¿Quién lo duda? Pero escúcheme con atención, señor Rotaeche, se lo diré con las palabras de su amigo el conde de Foxá. Aquí no hay terror. Aquí no hay crueldad. Aquí hay burocracia. Aquí hay orden. Aquí hay paz.