Ramón Pérez de Ayala

Buenos Aires, 28 de abril de 1951

Sinceramente, cada vez que trato de reunir los fragmentos dispersos de la tragedia e intento recordar cómo fue todo, la primera imagen que me viene a la memoria es la de dos señoritos enzarzados en una divagación de cosas remotas por los jardines del Retiro, cuyo amable sosiego finisecular siempre ejerció en Ángel una acción sedante y evocadora. Yo, con el gesto petulante de mayorazgo en corte, luciendo un abrigo de lord que chocaba con la miseria de la poetambre madrileña; él, cuidadosamente afeitado, correcto en el traje, joven, muy joven, ardido ya de literatura, con una intensa mirada azul en la que el brillo parecía una afirmación de lejanos horizontes.

Todos nos creamos ideales. Todos vamos tras ellos. Eso era el poeta Gustavo Bigas para Ángel: un ideal. No necesito decirte que él encontraba en aquel pariente soberbio y galante como un lobo de la aventura algo que respondía plenamente a su espíritu, inclinado hacia los soñadores de quimeras en que tan pródigo se mostró nuestro siglo XIX. A veces, en el borde de esa luz dorada de la tarde madrileña que deja todo como suspendido en el aire, yo creía ver en algún gesto del sobrino nieto al caballero romántico y epistológrafo delicioso, a quien el general Narváez describió como un buen poeta al que había que ahorcar. Todo fugacísimo, por supuesto, un espejismo. Lo real, claro está, era Ángel conversando entre los árboles del Retiro o del Prado, esponjado de sueños, pleno de vitalidad. Siempre recordaré un atardecer en que paseábamos en silencio a lo largo del Botánico y Ángel sacó de los bolsillos de su gabán inglés unos papeles del tamaño de una servilleta, cubiertos con una letra menuda, un tanto temblorosa, febril, diría yo. Allí estaban los primeros capítulos de La sombra del aventurero, que leyó como arrebolado en una niebla interior. Sorprendido, le manifesté mi entusiasmo. Y él me contestó:

—Sabía que te iba a gustar.

Luego nos quedamos callados. La evocación del puerto y las aguas de Veracruz había adquirido, durante la lectura hecha por Ángel, tal intensidad que yo tenía la impresión de que, de un momento a otro, aquella playa abrasada de Méjico iba a presentarse ante nosotros allí mismo, en pleno Madrid. Fue Ángel mismo quien rompió el hechizo, cuando al cabo de un rato me preguntó:

—¿Crees que don Benito accederá a escribirme un prólogo?

—No sé —le dije—. Ahora veremos.

Todo eso ha quedado lejos. Parece un sueño confuso de la memoria, como el mismo Ángel y aquel Madrid sumido en el constante chismorreo literario, aquel deleznable villorrio, océano de porquerías y excrementos del alma que me acompañará vaya donde vaya el resto de mi vida.

No. No. Lo primero fue la literatura, el periodismo, las crónicas marroquíes que, ya muy joven, le dieron justa fama en ciertas tertulias de la capital. Antes de conocerle personalmente, yo había leído aquellos artículos publicados en El País de don Roberto Castrovido. Desde luego, la guerra y el desastre que muchos periódicos españoles desarrollaban ante los ojos del lector no tenían semejanza con la guerra y el desastre que contaba Ángel. Sin renunciar al escenario geográfico, él ponía el acento en el paisaje interior de los soldados que recorrían los arenales de Marruecos bajo un sol asfixiante. Aún recuerdo la crónica titulada Historia de un teniente, que entonces me impresionó mucho. «Yo no puedo contar la historia de los combates en los alrededores del monte Gurugú», decía en un primer párrafo adornado con cierto dramatismo. Pero quizá sea mejor que leas el artículo en voz alta. Sí, debe de estar en uno de esos libros, pues lo incluí en una antología de crónicas de guerra que publiqué en la Biblioteca Corona.

Historia de un teniente

Yo no puedo contar la historia de los combates en los alrededores del monte Gurugú. He estado allí, junto a nuestros soldados, pero no sé dónde. En alguna parte. En medio de sombras que muerden, cornetas que dan el toque de alarma, tiros de fusil, cañonazos y rociadas de ametralladora que baten la tierra y rebuscan en sus entrañas estremeciéndose de impaciencia. Pero sobre todo he estado allí mientras la muerte nos golpeaba con una especie de ritmo lento, cobrándose despacio un hombre aquí y otro allá.

Una mañana regresé a Melilla en un convoy de heridos. Dormí de un tirón hasta el crepúsculo. Bien avanzada la noche, fui a cenar a Casa Teresa.

—Es una mezcla de taberna y posada, de salón, tasca y manicomio donde se venden vino y mujeres —me había advertido don Luis López Ballesteros días atrás—. Pero también uno de los pocos lugares de este burdel amurallado donde podrá comer sin que más tarde le reviente la barriga.

Aquella noche conocí a un joven teniente de cazadores que ha pasado por nuestra guerra del Rif como una comparsa que se quita el uniforme después de recitar un papel de una línea. El teniente estaba sentado en una mesa llena de mugre y licores derramados. Bebía solo, mientras en el centro del salón un capitán bailaba con un grupo de prostitutas al son de un viejo fonógrafo. Recuerdo que no pude apartar los ojos de aquel hombre. Tal vez no tenía más de treinta años, pero lo estragado de su rostro, chupado y amarillento, le hacía aparentar más de cuarenta.

Pedí una botella de coñac y me acerqué a su mesa.

—¿Permite que me siente? —pregunté.

—Usted mismo… —musitó con una voz ronca, como de muerto que ha salido de la tumba.

Llenó dos vasos y me alargó uno. Bebimos ambos y al poco tiempo empezó a fluir el diálogo. Me contó que desde que había llegado a Melilla se le habían declarado unas calenturas pertinaces. El doctor le había dicho que sería cuestión de pocos días. Pero ¿de cuántos, en realidad? Todas las mañanas se levantaba de la cama con la sensación de sentirse un poco mejor, caminaba sin apoyarse hasta el espejo, pero allí la imagen siniestra de su cara, cada vez más terrosa, apagaba las esperanzas de incorporarse a su batallón. Frustrado, regresaba tambaleándose a la cama, y maldecía al médico.

Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso.

—No vale la pena matarse por ese camino —dije—. La culpa es de este cochino clima, del calor y la humedad.

—Usted no lo entiende —repuso, y blasfemó como se hace ante un enemigo invisible.

Agotado, cerró los ojos. Su respiración se regularizó. Transcurrido un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Levantó la cabeza y, después de limpiarse los labios con el dorso de la mano, rompió a hablar nuevamente con delirante ansiedad.

—Se acabó el teniente Villodas. Ya ve, un harapo descosido de la guerra. Si usted viera ese maldito pabellón de infecciosos. Lo llaman el Depósito, porque quien entra allí está listo.

No había nada que comentar a aquellas palabras, que resumían muy justamente el miedo que trabajaba en las entrañas del teniente y el pozo de incertidumbre y melancolía en el que estaba sumergido.

—¡Al diablo, vamos a la calle a que nos dé el aire! —exclamó repentinamente, arrastrándome fuera—. Le confesaré algo —añadió cuando ya caminábamos bajo la calurosa noche estrellada—. Antes de acabar en el Depósito, me reviento los sesos de un balazo.

Estas palabras las pronunció en una voz muy baja, como si se las dijera a sí mismo, tartamudeando ridículamente.

—Estoy decidido a ello —dijo antes de despedirse, dejándome en la boca del estómago un regusto desolado y amargo, una aciaga premonición.

Mis temores no tardaron en confirmarse. Dos días después encontré al teniente en la puerta del hotelucho donde estábamos alojados los periodistas. Tenía las pupilas como el carbón, estaba demacrado y muy pálido, pero se había acicalado y afeitado como un hombre en perfecto estado de salud, y vestía el uniforme de campaña con todos sus arreos.

Al darme la mano, observé que ardía.

—Pero ¿dónde va usted? —le pregunté.

—Ya ve: a incorporarme a mi batallón. Apenas tengo calentura, estoy casi limpio.

Palideció más. Por un momento, sentí que le temblaban las manos.

—¿Cuándo?

—Esta tarde —dijo con una sonrisa.

Yo mismo lo acompañé hasta el campamento del Hipódromo y asistí a su presentación oficial ante el teniente coronel Ceballos, quien le informó de que su compañía estaba destacada en las alturas de Lavaderos, por entonces la posición más peligrosa y desamparada. Fui después con él hasta la zona del Cabo Moreno, y allí nos despedimos con un estrecho abrazo.

—Todo está bien —dijo con un brillo particular de los ojos que indicaba una extrema complacencia.

Lo vi alejarse con la cabeza alta, sin mirar atrás, mientras el incendio del ocaso reventaba sobre el horizonte: un sol poniente malva e inverosímil, como el anuncio de la muerte.

¿Sabéis qué día era?… La víspera del 27 de julio. La víspera del desastre del barranco del Lobo. Pero el teniente no pudo asistir a esa batalla.

—Estaba tomando el rancho —me dijo uno de los soldados de su compañía—, y de pronto oí un disparo. Al volver la cabeza vi que se había desplomado.

Una bala perdida le alcanzó en la ceja derecha y por un desgarrón de tejidos y de sangre se le fue la vida tan fácilmente como a tantos otros que no volverán jamás al hogar del que salieron.

Publicado en El País, 15 de agosto de 1909

Por esas fechas, en casa de Galdós se hablaba mucho de Ángel y sus crónicas de guerra. Recuerdo, particularmente, la víspera de hacerse pública la sentencia contra Francisco Ferrer Guardia, después de un largo y complicado proceso por las distintas versiones que se oyeron de los sucesos de la Semana Trágica. Aquéllos eran días de intensa agitación, de exaltados discursos en la prensa, de ejecuciones sumarísimas en el castillo de Montjuich, de manifestaciones callejeras contra el Gobierno de Maura y asaltos a las embajadas españolas de Bruselas, Roma, París y Londres. Fue —es difícil olvidarlo— un otoño de ruido y furia. Barcelona aún amasaba el barro de sus calles con la sangre de las turbulentas jornadas del verano y Madrid ardía en la hoguera de sus tertulias. Todas las conversaciones giraban en torno a Ferrer y la guerra de Marruecos. Todos coincidían en afirmar que Maura tenía los días contados y, mientras los cabecillas del Partido Liberal especulaban con la estrepitosa caída de los conservadores, los más radicales acariciaban sin rebozo el sueño de la República.

Como era de esperar, el salón de Galdós también participaba de aquella fiebre general.

—¡Usted no sabe lo que dice! —atronaba Santos Miguel justo en el momento en que José Hermenegildo me invitaba a pasar a la casa de su tío—. ¡Todo esto es inaguantable! No tiene perdón que por interés de unos cuantos capitalistas hayamos ido a una guerra. No, no me duele repetirlo. Marruecos es la mayor desgracia de España, un negocio desvergonzado y una estupidez descomunal.

Santos Miguel tenía aspecto de orador de mitin de barrio, cosa que en realidad era. Malvivía dando sablazos a una viuda que se había encaprichado de sus grandes bigotes castelarinos y escribiendo encendidas soflamas contra Maura y el clero, sus dos bestias negras. Aquel hombre, todas las tardes, al llegar al salón de Galdós y sentarse, sacaba de una cajetilla de a real unos cigarrillos raquíticos como sus dedos y empezaba a la greña con la monarquía y el jefe de los conservadores, a quien consideraba un tirano de la talla de Narváez.

—Hay que tener paciencia —aconsejó Lucas Sobrado con el monóculo incrustado en la ceja y un ojo puesto en Galdós—. Las cosas no marchan bien, pero hay que esperar. Aún debe reponerse el prestigio en África. Como habrán leído en la última crónica del joven Bigas, Mulay Hafid hace cortar cabeza y manos a los soldados españoles que caen en sus garras. ¿Qué derecho, díganme, qué derecho escrito, divino o humano, obliga a pueblos cultos a reconocer la soberanía sobre su territorio a fieras de esa especie?

—¿Paciencia? —gruñó Santos Miguel fulminando a don Lucas con la mirada—. Eso usted, que tal vez tenga intereses en las minas del Rif. Usted, que come todos los días. Así ha echado esa panza.

Don Lucas parecía indignado por el comentario de Santos Miguel. Era un caballero con tierras en Extremadura y negocios teatrales, culto y farsante al mismo tiempo, y dueño de una prosa castellana de solera y rango. Conocía bien los clásicos y la literatura francesa, y debía ser personaje importante de la masonería, que entonces a los jóvenes nos parecía más cosa de broma que seria. Viudo, sin hijos ni querida, don Lucas era feo, gordo y sentimental.

—Discútase si hemos debido llegar al caso presente —dijo don Lucas removiéndose inquieto en el sillón—, pero una vez llegados, por el honor del Ejército, hay que seguir adelante.

—Lo que hay que hacer es acabar con todo esto —sentenció Santos Miguel—. Tocar a degüello. Eso es lo que hay que hacer.

Además de Galdós y su sobrino Hermenegildo, de Lucas Sobrado y Santos Miguel, eran los otros contertulios aquella tarde López Ballesteros, tontiloco y morfinómano director de El Imparcial, y Roberto Castrovido, director de El País y diputado republicano, que llegó cojeando como Talleyrand, cuando Santos Miguel se precipitaba ya en su tradicional exposición destructiva de la realidad nacional.

—¡La historia se repite! —dijo con grandes gritos Castrovido, entrando en el salón como en casa propia, con el ritmo arrullador de las máquinas de la imprenta de El País soplándole todavía su barba plomiza—. Dicen que lo fusilarán. Señores, volvemos a los tiempos de Felipe II. Y, para colmo, ese lunático de La Cierva amenaza con cerrar el periódico si seguimos publicando las crónicas de Bigas. Como era de temer, en la redacción se ha armado un lío de mil demonios.

—¿Dice usted que ejecutan a Ferrer? —preguntó Santos Miguel retrepándose en su silla con los pulgares en los bolsillos del chaleco—. ¡Canallas! Y ésos son los que protestan de la leyenda negra.

—Una vergüenza, amigo Santos. Una cobardía —afirmó acongojado Castrovido.

—Sin que yo me pronuncie ni por la inocencia ni por la culpabilidad de Ferrer —protestó don Lucas—, debo decir que es ridículo hacer de él poco menos que un Galileo. Por otra parte, hay pruebas…

—¡Pamplinas! —bramó Santos Miguel—. Todos sabemos que Ferrer no tomó parte en la rebelión de Barcelona ni como jefe ni como actor. Todos sabemos que lo de Barcelona no fue más que la protesta unánime contra una guerra insensata. Y si mañana se condena a muerte a Ferrer será, aunque le pese a usted, don Lucas, una cruel e inhumana revancha por haber inducido a Mateo Morral a atentar contra los reyes el día de su boda, y por sospecharse que tampoco fue ajeno a los preparativos del atentado de la Rue Rivoli contra Alfonso XIII en plena visita oficial a París.

Hermenegildo creyó llegado el momento de mediar.

—Señores, señores…

Intervino entonces Galdós, cuya actitud, hasta ese momento, había sido sosegada, impasible, casi estoica.

—Me niego a seguir escuchando esos argumentos, amigo Sobrado. Ya es hora de que afrontemos las calamidades de estos tiempos, los más azarosos que he visto en cuarenta años. Es hora de oponer a los atrevimientos de nuestros gobernantes algo más que el asombro seguido de la resignación fatalista. La guerra del Rif y las enormidades de Barcelona reclaman enmienda urgente. Y la paz en una y otra parte no puede venir sino por la labor prudente de otras cabezas. Maura no ha acertado en ninguna de sus empresas. Cuanto ha tocado se ha trocado en ruina. En lo grande y en lo pequeño, en la idea y en el procedimiento ha fracasado.

La noche se agigantaba a lo lejos, erizada por la voz de don Benito, que parecía refrescar su desencanto en el magma de los soldados muertos en Marruecos.

—España no será una potencia moderna mientras no apaguemos de un soplo los cirios verdes que alumbran el siniestro Santo Oficio, llamado por mal nombre Defensa Social, vergüenza nacional y escándalo del siglo, y no pongamos fin a las persecuciones inicuas, al enjuiciamiento caprichoso, a los destierros y vejámenes, con ultraje a la humanidad y desprecio a los derechos más sagrados.

—¡Eso digo yo, don Benito, eso! —exclamó López Ballesteros con mirada algo desequilibrada.

—Hay que llevar al pueblo a las barricadas —tronó Santos Miguel—. Dirán las perrerías que ustedes quieran de esos pobres anarquistas, pero a mí me parece que han dado en el clavo. Las palabras dirigidas a la muchedumbre no deben tener como fin sino la acción, y ésta, a su vez, ha de ser violenta.

Don Lucas escuchaba dando respingos.

—Halagar la pasiones de la plebe lo juzgo un crimen. España quiere orden.

—No pida usted al Gobierno, amigo Sobrado, lo que éste, enredado en la maraña de sus desaciertos, no puede dar ya —zanjó Galdós.

Sí. Me acuerdo perfectamente de aquella noche en casa de don Benito. He olvidado, en cambio, la fecha exacta de mi primer encuentro con Ángel. Sé que fue a finales de aquel mismo año. Habían acabado los combates de Marruecos; Ferrer había sido fusilado en el foso del castillo de Montjuich; Maura había caído. Ángel debió de aparecer por Madrid en aquellos días, con los soldados de África que llegaban a la estación de Atocha en medio de un silencio hostil.

Una noche me crucé con él en la redacción de El País. No recuerdo por qué me encontraba yo en aquel viejo caserón destartalado de la calle de la Madera, donde se me miraba de reojo, con la misma hostilidad con que se mira a un intruso, supongo que por decadente, burlón y petulante, ni sé de lo que se hablaba cuando la voz de Castrovido me lo anunció:

—Ángel Bigas.

Volví la cabeza y allí estaba: alto, apuesto, fino. Parecía alegre con la súbita fama del aplaudido reportero de África, de lo cual hablamos de pasada, y también del problema de Marruecos, de los saltimbanquis que acudían allí, convirtiendo la colonia en una especie de desván nacional.

—Yo creo que deberíamos abandonar Marruecos cuanto antes —me dijo en un momento de la conversación, mientras sus ojos recorrían con supremo desdén aquel tabernáculo de redactores, opaco y frío, con las paredes empapeladas de un rojo desteñido, una larga mesa llena de periódicos en el centro y al fondo un viejo diván desvencijado, donde habían dormido sus sueños de borrachos toda una generación de energúmenos y desdichados bohemios—. Aquello sólo es un inmenso matadero, un circo de pasiones violentas y un sórdido negocio de chacales —añadió al cabo de un instante, repentinamente serio.

—¿Salir de Marruecos? —repliqué, marcando con una sonrisa el sarcasmo—. Desde luego, no es el reino de Granada. Pero ¿no cree que si abandonamos el Rif a su suerte se terminarán los incendios y sobrará toda la gasolina que nuestros militares y nuestros hombres de Estado necesitan para apagarlos?

—Es usted tremendo —terció Castrovido dándome una cariñosa palmadita en el hombro.

Recuerdo que Ángel y yo reíamos.

Después de ese primer encuentro, coincidimos por doquier, especialmente en la tertulia del Nuevo Café Levante. En aquel tiempo, la época de las noches interminables y el bullicio laborioso y abigarrado de los muchos cafés, en la calle Alcalá, en la calle Mayor, en la Gran Vía, todos pagábamos nuestro óbolo de plata al Nuevo Levante. Aquel café, en la acera izquierda de la calle del Arenal, según se entra por Sol, era un lugar antiguo, con un aire bohemio y oriental, con unos paneles muy de la moda de los biombos que a finales del siglo XIX llegaban de Filipinas, música de melómanos y esa belleza triste y mortecina que poseen los viejos teatros.

En el Levante, rodeado de entusiastas bohemios y algunos escritores jóvenes que le seguían y reverenciaban, tenía Valle-Inclán su tertulia; allí consumía gran parte de su ingenio, como un incienso estéril ante un altar vacío.

—Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos —solía decir jugando con su bastón de puño de marfil, como para dar una estocada al aire—. Uno, don Ramón María del Valle-Inclán, y el otro, todos los demás.

Delgadísimo, con las negras y largas barbas fluviales, los quevedos casi de farsa, y su americana negra de predicador exótico, con una manga vacía y la otra ocupada por un brazo de espantapájaros, Valle-Inclán era un teatro viviente que nunca dejaba de fascinar. Por supuesto, no faltaban las razones para catalogar gran parte de sus pareceres repentinos y gestos insólitos de extravagancias rebuscadas. Por ejemplo, cuando decía que el único derecho que él concedía a los accionistas de los bancos era el de una plaza en un asilo, o cuando recogía su bastón y huía del Levante con ligero compás de pies, abriendo la marcha con algunos jóvenes de melenas modernistas en dirección a la plaza de Oriente, y una vez plantado frente al Palacio Real, ante el asombro de los guardias, vociferaba contra sus regios habitantes:

—¡Usurpadores, levantaos y dejad ese trono a don Carlos, su verdadero dueño!

A la tertulia de Valle-Inclán en el Nuevo Levante Ángel asistía cada tarde, después de su periplo por el Instituto Diplomático y Consular, a veces en compañía de un muchacho cargado siempre de libros de medicina. Recuerdo muy bien una noche en que se hablaba del Siglo de Oro, y Valle-Inclán llamó a Cervantes y Shakespeare viejos idiotas:

—El Quijote es un libro muy mal escrito —dijo como un papa rodeado de sus cardenales.

Parece que lo esté viendo ahora, tantos años después.

—Eso no lo dice en serio, don Ramón —comentó Ángel con una sencillez tan abrumadora que situó sus palabras muy lejos de cualquier desafío.

—¿Qué dice usted, pollo? —estalló don Ramón, despidiendo centellas por los ojos.

Ángel frunció el ceño y habló de nuevo, algo azarado:

—Digo, don Ramón, que Cervantes es un gigante y no un molino sin aspas, como le gusta verlo a usted con insistencia pasmosa.

—¿Y usted, pollo, de dónde ha salido? —preguntó Valle-Inclán, sacudiendo barbas y quevedos—. ¿Quién es usted para intervenir? ¿Qué ha leído?

—Es el sobrino nieto de Gustavo Bigas —intervine con ánimo de llevar la conversación hacia un tema literario grato a Valle-Inclán.

Se abrió entonces un silencio aguzado de ojos.

—Eso lo explica —habló por fin don Ramón peinándose las barbas—. El pollo ha heredado la bravura de su tío abuelo. Bien, bien. Sepa usted, joven, que, a diferencia de Cervantes, don Gustavo será eterno por su estilo y sus pecados.

Y sin darle tiempo a Ángel de contestar, sonriendo, Valle-Inclán empezó a recitar un poema de Gustavo Bigas:

Por qué caminos ha llegado el tiempo

a trabajar en ese rostro tanta lejanía…

Terminó don Ramón en toda su plenitud, como un dios de la Antigüedad. Luego, mudando el gesto con arte de gran actor, comentó triste y burlón:

—Los que achacan la marcha de su tío abuelo a un desengaño amoroso no saben de lo que se hablan. Como supe en Tierra Caliente por un testigo que lo trató en la corte de Maximiliano, Gustavo Bigas se fue a Méjico porque España se le antojaba un insufrible corral de bueyes. Decía que morir delante de un paredón mejicano no era una mala manera de despedirse del mundo.

Sonrió.

—Yo no le habría aconsejado mejor. ¿No era preferible el piquete o la horca en Méjico a la bolsa de los treinta dineros, que es como aquí se hacen las revoluciones y se ganan las guerras, especialmente en tiempos de la desmemoriada y vulpejísima doña Isabel?

Salimos del Nuevo Levante con la madrugada. A don Ramón le había ganado la arrogancia juvenil de Ángel e insistió en que lo acompañara al Kursaal, donde actuaba Consuelo Bello, «la Fornarina».

—Aquello hay que conocerlo —concluyó Valle-Inclán después de una larga perorata.

Yo escapé.

Don Ramón decía de Ángel que tenía una mirada de sol y sombra. Y es cierto que la gente que no lo conocía, o que sólo lo conocía de vista, suponía que era encumbrado y difícil. Yo creo que no lo era. Su trato era siempre cortés y muy amable. Y si de lejos y poco tratado parecía una hermética puerta de hierro, traspasado el umbral podía verse cuán rico de sentimientos era. Su irradiación, su luz, cuando algo lo conmovía, era como un fanal encendido.

Siempre recordaré una noche, cenando juntos en el Lhardy, la sorpresa recíproca cuando nos descubrimos los dos galdosianos entusiastas. Él me dijo que las páginas de los Episodios nacionales eran la mejor brújula para orientarse en el árido desierto de nuestra historia. Y yo le conté cómo crucé el umbral de aquel mundo puramente cervantino.

—Mi padre —recordé— tenía un lector que todas las noches, alrededor de las diez, acudía a casa para leerle. Las obras preferidas eran Alejandro Dumas, el padre Isla, Alarcón y su Diario de un testigo en la guerra de África. Un día don Cirilo, que así se llamaba, dejó de ir por la casa y yo tomé a mi cargo la lectura. Elegí el episodio Zumalacárregui, que me entusiasmó.

Lo vi mover despacio la cabeza, con un gesto lento y afirmativo.

—Yo tenía once, diez años, cuando descubrí sus libros —dijo tras aparente reflexión, con un lejano estremecimiento de orgullo—. No fue un azar; fue un destino.

Aquella noche parecíamos dos supervivientes de un naufragio, dos extraños, felices y secretos poseedores de la verdad. Pues, como sabes, en esos tiempos, que eran los últimos años de su vida, a la tristeza, la doliente ceguera y la arterioesclerosis, Galdós sumaba el desprecio de algunos escritores de renombre y la burla de casi todos lo mandrias y bohemios que habitaban las callejuelas de Madrid, los cuales tenían a gala denigrarlo y reírse del «olor a garbanzos» que había en sus libros.

Precisamente, por aquellos días, Ángel y yo acudimos al estreno de Casandra en el Teatro Español. A Valle-Inclán, que también asistió a la representación, no le entusiasmó la pieza, la más anticlerical que haya escrito nunca don Benito. Pero, en cambio, a Ángel y a mí nos hizo la impresión de que era una obra admirable. Recuerdo que en el primer entreacto tomé a mi amigo del brazo y le pregunté si quería ir a saludar a Galdós, a quien aún no conocía.

—Acompáñame. Iremos juntos a ver a don Benito.

—¿Crees que…?

—Estoy seguro —le interrumpí.

Me siguió tenso de emoción. Hoy estoy seguro de que aquella noche señaló en su existencia el alcance de una meta. Galdós estaba sentado en el saloncillo del teatro, rodeado por un grupo de periodistas y unos cuantos políticos aficionados a las letras.

—¡Don Benito! ¡Don Benito!

Entraba y salía la gente.

—¡Soberbio! ¡Admirable! ¡El público está entusiasmado!

Galdós escuchaba con una sonrisa bondadosa y asentía con la cabeza. Y cuál no fue la sorpresa de Ángel cuando, al presentarlos, el viejo maestro le habló de sus crónicas con todo detalle, lo que demostraba que las había leído con el mayor interés y que sus palabras no eran mera cortesía.

—¿No piensa usted reunir esos artículos en un volumen? Yo creo que debiera usted hacerlo.

Sonaron en esto los timbres para el siguiente acto, y cada cual corrió a ocupar su localidad.

—Téngame siempre por amigo suyo —se despidió don Benito mientras su sobrino le conducía suavemente hacia el palco—. No deje de ir por casa: Hilarión Eslava, 7.

Y, efectivamente, unas semanas después, Ángel me pidió que lo acompañara a casa de Galdós.

—¡Oh, pasen ustedes! —celebró el viejo maestro.

Don Benito nos recibió arrellanado en su sillón, con las rodillas cubiertas con una manta y los ojos ocultos tras unas gafas negras que le conferían ese aire misterioso y amenazante de los ciegos.

—Siéntense aquí. Muy bien.

Aquella tarde Galdós estaba en vena de comentar las noticias del día y la cordialidad se impuso como un relámpago. Hablamos de la última crisis ministerial y del pulso que Canalejas mantenía con un Vaticano furioso, dispuesto a movilizar a todos los belicosos mitrados de España contra el proyecto de Ley del Candado, así llamado porque se proponía cerrar la frontera a todas las órdenes religiosas antes de que se hubiese alcanzado un nuevo régimen de acuerdo con el papa.

—Todo lo que le ocurra a la clerigalla de España le conviene ¡como lección! —dijo don Benito—. Se ha abusado tanto. Aquí no existe un pueblo católico. Hay intransigencia, fanatismo. Aquí de la libertad de cultos, por ejemplo, se hace un problema. Un terrible problema.

Recuerdo aquella conversación. Y recuerdo que Santos Miguel irrumpió en la casa echando pestes de Valle-Inclán, a quien motejó de reaccionario y decadente.

—¡Pues no dice hoy en el Ateneo que Ruiz Zorrilla y Salmerón eran agentes de los jesuitas!

Recuerdo que ante los juramentos de Santos Miguel, el fiel Hermenegildo se puso en pie.

—Está cansado, tío. Será mejor que se acueste.

—Sí… Sí… —dijo don Benito obediente.

Nosotros imitamos al sobrino y nos acercamos para despedirnos. Al estrechar la mano de Ángel, dijo:

—Cuando lo desee venga a hacer compañía a este viejo. Charlaremos un poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos nos hará mucho bien.

—No dejaré de hacerlo.

Y así fue. Desde aquella visita y hasta su ingreso en la carrera diplomática, Ángel siguió yendo por casa de Galdós. Naturalmente, con la moderada frecuencia que la discreción le consentía. A don Benito le agradaba la compañía del escritor primerizo; y a Ángel, estoy seguro, le gustaba pasear por el viejo Madrid al lado de aquel Homero de imponente estatura. Y eso pese a que, las más de las veces, don Benito no salía de su mutismo, sumido en un purgatorio hondísimo a donde nadie hubiera podido llegar nunca.

A veces, yo les acompañaba en aquellas rondas vespertinas, sobre todo después de que don Benito me pidiera un informe concienzudo de su obra para la Academia del Premio Nobel. No puedo recordar sino retazos inconexos o medio inconexos, frases envueltas en el humo del puro inevitable, algunas ya usadas en los Episodios nacionales, pronunciadas por Galdós entre silencios que tenían algo de atormentada zozobra.

—Los dos partidos que acordaron turnarse pacíficamente en el poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto —nos dijo una tarde calurosa e inmóvil en el paseo del Prado—. Declarémoslo con toda franqueza: son trepadores de alturas que no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de nuestra infeliz raza, paupérrima y analfabeta.

Y en otra ocasión, saliendo de los lóbregos pasillos del Ateneo:

—Aquí todo el mundo prefiere su secta a su patria. Desde la funesta Ley de Asociaciones me he acogido al Partido Republicano porque me parecía la mejor forma de hacer frente al fariseísmo mansurrón y tenebroso que alienta en nuestra grey dinástica. Pero hay días…; en fin, a ustedes puedo confesárselo: este partido se pudre por la inmensa gusanera de caciques y caciquillos. Tiene más que los monárquicos. Para hacer la revolución que proclaman, lo primero, lo indispensable, sería degollarlos a todos. Porque si éstos trajeran la República, estaríamos peor que ahora.

Desengañado de la cosa pública, a Galdós le irritaba cada vez más el torneo demagógico que muchos republicanos practicaban en pleno desconcierto nacional. Un día en que Ángel habló en términos elogiosos del Partido Reformista, fundado por Melquíades Álvarez, él meneó la cabeza con un gesto inexpresivo que su ceguera hacía inescrutable.

—No se engañe, amigo Bigas —dijo con voz de oráculo—. Todo seguirá lo mismo. Volverá Maura. Don Melquíades no podrá hacer lo que sinceramente desea. Y así seguiremos viviendo…

—Pero los jóvenes tenemos el deber moral de hacer política activa, don Benito. Hemos de sacudir la conciencia del país. Mientras no se logre esto, aquí no habrá sosiego.

Galdós pareció meditar sobre aquellas palabras.

—Los jóvenes, amigo Bigas. Usted lo ha dicho —se encogió de hombros—. Yo ya he visto bastante historia viva, de ésa que pone los pelos de punta.

¡Y lo que la muerte le libró de ver! ¡Las cosas que hemos vivido, Agustín! Tres cambios de régimen, una contienda civil, dos guerras mundiales, revoluciones en todo el mundo, el exilio… ¡Los jóvenes! Mientras nosotros, los jóvenes, comparábamos la charlatanería y politiquería españolas con un ruinoso molino de viento cuyas aspas daban vueltas y más vueltas inútilmente, mientras planeábamos un gesto definitivo contra la farsa vergonzante de los dos partidos que se turnaban en el poder, mientras exigíamos en artículos y conferencias la educación política que nadie se había curado de dar al pueblo español, los pistoleros anarquistas florecían de los bajos fondos como ánimas en pena, clandestinos e insurgentes, y uno de ellos, Pardiñas, dejaba seco a Canalejas en la Puerta del Sol.

Aquel mediodía yo estaba en el Ateneo, hablando de Bombita y Belmonte no sé con quién, cuando Ángel llegó de pronto, pálido y excitado, con una expresión de incredulidad en la mirada.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—Dicen que han disparado a Canalejas.

La noticia se extendió por la Cacharrería como un relámpago, como debió de extenderse a través de todo Madrid. Sin escolta… Dos disparos a bocajarro… Un anarquista… Agentes… Carreras… Más disparos…

Salimos a la calle y al llegar a la Puerta del Sol tropezamos con grupos de curiosos.

—Una tragedia —comentaba alguien.

Ángel se inmiscuyó en uno de aquellos grupos y preguntó.

—¿Se sabe cómo ha sido?

Al parecer, un anarquista había disparado al presidente del Gobierno frente al escaparate de la librería San Martín y, cuando los agentes le iban a dar alcance, se había suicidado. Nadie conocía datos más concretos, salvo que el anarquista había gritado «¡Mueran los tiranos!» antes de volarse la cabeza de un tiro.

Por recoger más detalles, nos acercamos hasta la casa de socorro. En la puerta se agolpaban centenares de curiosos. Uno de ellos resultó ser Valle-Inclán.

—¡Eh, don Ramón! —dije alzando la voz.

—¿Ustedes han visto? —Agitó el brazo enardecido—. ¡Qué cobardía! ¡Qué barbarie!

—Vivir aquí y ser un leproso es lo mismo —dijo Ángel.

No había acaloramiento en sus palabras, sino más bien un desapasionado escepticismo.

—¡Somos un gran corral! —rezongó don Ramón, dando voces de gesta—. Un gran corral de bueyes.

Aprovechando el bullicio, un par de vendedores ambulantes iban y venían entre los grupos de fisgones, voceando sus mercancías.

—El drama de España es la falta de genio —comentó don Ramón con una emoción entre imponente e hilarante—. Ni siquiera un asesino de postín. Los Borgia valencianos no nos dejaron la fórmula de sus venenos, y el puñal con gracia es aquí desconocido como todas las saludables enseñanzas del Renacimiento.

Daban las dos del mediodía en el reloj de Gobernación cuando abandonamos la Puerta del Sol y nos dirigimos a una tabernita cercana a la Puerta de Alcalá. Algunos caballeros se decían los unos a los otros:

—Es algo terrible; terrible.

—Ya veréis, ya veréis la que se nos viene encima.

—La que nos echan encima, que no es lo mismo.

—Pero ¿qué va a pasar ahora?

No pasó nada. O sí. Permíteme el cinismo: me casé y cambié mi categoría social. Por las fechas del asesinato de Canalejas llegué a ver claro que Mabel era mi destino y que de no ser feliz con ella no lo sería nunca.

En cuanto a Ángel, aquellos días también marcaron huella en su vida, pues se presentó a la oposiciones del cuerpo diplomático y aprobó.

Estoy de acuerdo. No tengo ninguna duda. Si Ángel eligió la carrera diplomática fue porque prefería vivir lejos de España, porque quería escaparse de Madrid, de los negocios familiares y acaso de la plácida existencia junto a una muchacha de Bilbao con la que se había prometido. Recuerdo que en una carta la describió como la muchacha más encantadora que había encontrado durante nueve lunas. Y recuerdo también una noche, años después, en un intermedio de sus obligaciones diplomáticas, durante una cena en mi casa de la calle de Espalter, en que, a raíz de una pregunta de Mabel, Ángel razonó la ruptura de aquel noviazgo comparándolo con la frágil ilusión de un espejismo.

—Lo que en ella me atrajo —dijo— era, precisamente, aquello que había de desaparecer: su belleza, su ingenua manera de asombrarse por las cosas más sencillas, el clima de juventud intacta en que la conocí.

No, no recuerdo su nombre. ¿María Daza? Puede ser. No estoy seguro. En la vida de Ángel hubo muchas mujeres. Pero es fácil imaginar que de haberse casado con esa muchacha el curso de su vida hubiera sido muy diferente.

No, claro está. No perdimos el contacto. Después de salir para Bucarest, siempre hubo alguna carta esporádica. Alguna postal. Algún telegrama. A Madrid iba siempre de paso, entre un destino diplomático y otro. Luego le destinaron a Roma. Y durante unos cuantos años no supe nada de él. Bueno, eso no es del todo cierto. Oí ciertos rumores sobre la ruina de su padre y no sé qué insensato desliz diplomático que había logrado salvar gracias a la simpatía que el apellido Bigas aún despertaba en determinados círculos.

Volví a verle por el año 28, 28 o 29… Fue en Madrid, en un café hoy desaparecido, el Regina. Recuerdo que se hallaba en compañía de Valle-Inclán, Martín Luis Guzmán, Cipriano de Rivas Cherif y Manuel Azaña, de quien ninguno podía imaginar aún el juego político que iba a dar.

—No tenía idea de tu regreso —le saludé mientras me sentaba a su lado y ordenaba al camarero un whisky.

—Debí escribirte —dijo con distinción, como excusándose.

Hacía cinco o seis años que no nos veíamos. Al margen de la conversación general, una charla deshilvanada y más bien insulsa sobre la soledad y agotamiento del dictador Primo de Rivera, tratamos de ponernos al día en nuestros asuntos, en la vieja y siempre renovada corriente común de recuerdos, experiencias y afectos que nos unía. Pero nos fue imposible. El tema de la dictadura imperaba en la mesa con agobiante insistencia, entre el turbio repicar de las cucharillas de metal.

—En España hay que hacer la revolución con la dictadura —decía Valle-Inclán—. Pero no como la del pobre zicario Primo, sino como la de Lenin. Cuando Carlos III quería adecentar Madrid, que era una letrina, justificaba los alborotos de la plebe con una frase: «Los pueblos lloran como los niños cuando se les quiere lavar el rostro». La dignidad no se adquiere; se impone. Los pueblos esclavos la aceptan a latigazos. Recuerdo que el músico Borodin, cuando estuvo en Madrid, me confesaba: «Allí, en Rusia, somos un millón de eslavos y de blancos para cien millones de asiáticos. Y sólo a fuerza de latigazos podemos imponerles la dignidad a esa gente». Aquí, en España, tampoco hay otro recurso. ¡Qué se puede decir de un pueblo que aún siente cariño por don Alfonso!

Azaña estaba pálido.

—Hombre, don Ramón —dijo Cipriano.

Sí. Me acuerdo. Recuerdo que, por una palabra que Ángel dejó caer en un silencio de la tertulia, pensé que quería comunicarme algo sin ninguna relación con lo que allí se hablaba. Esta certeza se fue haciendo cada vez más aguda. Por fin, nos pusimos en pie, casi simultáneamente, y, excusándonos, salimos a la calle de Alcalá. Todavía quedaba un rastro de claridad, sobre el que se recortaba la silueta de los edificios próximos al Banco de España. Las primeras farolas empezaban a encenderse, iluminando a trechos aquel espacioso paseo abierto a los vientos de la sierra de Guadarrama y a los chiquillos que gritaban los titulares de los periódicos de la tarde.

—Bueno, ya ves, aquí estoy otra vez —dijo.

Sí, allí estaba de nuevo, en aquel hervidero de gentes sin seso, pandemónium de ambiciones mezquinas y ágora de palabras estériles. Allí estaba, exactamente lo mismo que la última vez que nos habíamos visto, pero por fuera nada más. Por dentro… Acababa de perder a su padre y había pedido una excedencia para hacerse cargo de asuntos familiares en cuyos detalles no quiso entrar.

—De mil cosas, trágicas y bufas, que yo sé que han pasado, así como de otras infinitas que dicen que han pasado, si bien no me consta, es inútil que te hable, porque ni sabría por dónde empezar y si comenzase sería el cuento de nunca acabar.

Sonreía. Pero había algo que traicionaba aquella sonrisa, una pesadumbre más honda que la recién adquirida de la orfandad.

—Esta vida no tiene plan —dijo de pronto.

Hablamos un rato de literatura y también de la decadencia a la que se abocaban la razón y el derecho en el Viejo Continente. Y algo mencioné de los rumores que circulaban por todo Madrid en relación con su estancia romana: algo referente a un informe interceptado por la policía secreta de Mussolini.

Sobrevino entonces un silencio absoluto, con apariencia de eternidad. Y sólo cuando aquel silencio se hizo insoportable, sonó de nuevo la voz de Ángel.

—Lo nuestro es un juego en comparación con aquello.

Su voz adquirió una seriedad inaudita.

—Mussolini es un megalómano —añadió—. Tiene miedo de todo y de todos. Muy pronto necesitará otra guerra para mantenerse en el poder.

Caminábamos en silencio, acercándonos a la plaza de la Cibeles.

—El mundo está pasmado, cuando tendría que estar horrorizado —comentó de pronto.

Aquella alusión al fascismo me dejó algo intrigado. Pero por más vueltas que le di después no conseguí adivinar en qué laberinto se había extraviado mi amigo durante su estancia romana.

Hablamos un poco más de generalidades, algunas intrascendentes. Luego le acompañé hasta el Ritz, donde solía alojarse siempre que estaba de paso en Madrid. Allí se despidió con palabras que me devolvieron al Ángel de siempre, el amigo que siempre había leído con detenimiento mis libros.

—Y aquí, Ramón, ¿cuánto más aguardaremos a que gravite sobre nuestra lengua la pesadumbre de un buey?

—Francamente; creo que poco.

—Eso espero… Saluda a Mabel de mi parte —dijo con lejanía y afecto, y se perdió tras la puerta giratoria del hotel.

No juzgo temerario suponer que muchos españoles hemos experimentado el dolor incurable de hombres frustrados, de no haber podido ser lo que hubiéramos podido ser. Y no por aptitud escasa o deficiente diligencia, sino a causa de nuestro país esterilizador. Esto es, creo yo, contra lo que Ángel se rebeló siempre, lo que le empujó a conspirar contra la monarquía.

¡Cuánto que hacer! ¿Recuerdas los días que sucedieron a la marcha de Miguel Primo de Rivera a París? Los viejos políticos volvían a la palestra de donde habían sido arrojados por el dictador, pero ya no había término medio. Los esfuerzos del general Berenguer por calmar los ánimos eran vanos. Y, en parte, porque la dictadura había roto la unión civil de los españoles. Cuando Alfonso XIII le pegó a Primo de Rivera un puntapié en la tripa con esa frialdad y esa crueldad que gastan los reyes, ya no podía decirse «aquí no ha pasado nada», ni salir del paso con otro general.

Aquel año —lo recordarás— los acontecimientos se sucedieron mordiéndose la cola uno a otro. Era evidente que la monarquía estaba con el agua al cuello. De lo que se hablaba en las tertulias de Madrid cada vez más era de revolución y república. Todo el mundo dio por descontada la marcha de Alfonso XIII cuando en Jaca fusilaron a dos capitanes que soñaban ideas comunistas. La duda se ofrecía en lo tocante a la naturaleza de la república. ¿Se repetiría el mismo fenómeno de las innumerables asonadas, pronunciamientos, motines y revueltas que esmaltaban con rojo de sangre la triste historia española del siglo XIX? ¿Dónde estaban los verdaderos republicanos, los llamados históricos? Ahora, que todo ha pasado, sabemos que la arbitrariedad partidista… En fin, para qué hablar. La historia no se deja fácilmente sorprender. A veces lo finge, pero es para tragarse más absolutamente a los estupradores. A Ortega no le faltó razón cuando escribió aquello de que la república era una cosa y el radicalismo otra. El radicalismo sólo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido. Sólo entonces puede aquél proceder sin miramientos. Así ocurre ahora con Franco.

Sí, sí… Aquellos primeros días de júbilos republicanos vi a Ángel con frecuencia. Luego, como sabes, yo salí para Inglaterra, donde ejercí de embajador hasta el triunfo del Frente Popular.

Nos despedimos, claro está, con la promesa de darnos mutuamente noticias de tiempo en tiempo. Pero ¿qué puedo decir? Creo que ya conoces mi inclinación a la pereza. Además, mi misión, como embajador de la República española en Londres, en los primeros tiempos, fue difícil y peligrosa sobremanera. La reina Victoria Eugenia destronada, inglesa; Merry, el embajador monárquico, semiinglés y con diecinueve años de residencia en Londres, amigo de todo el mundo; don Alfonso, brujuleando a orillas del Támesis. En suma, que jamás había tomado tantos disgustos. A tal punto que caí enfermo: agotamiento nervioso.

Un día, al recibir el correo matutino, tropecé con una carta de Ángel, fechada en Madrid. Lo recuerdo perfectamente, pero no tengo la carta, desaparecida como tantos otros papeles queridos. Era una cuartilla con el membrete del hotel Ritz, y en ella unos breves renglones escritos en esa letra que retrataba a mi amigo de inmediato. Decía:

Querido Ramón:

Vivir en España me resulta insoportable. No es nada agradable la situación de nuestra querida República. Parece que se ha helado. Pero ¿qué puedo decir que no sepas ya? Aquí, las palabras que tanto hemos soñado tienen significado de vodevil sangriento. Libertad, Democracia, Patriotismo, Gobierno… Todas saben a locura y asesinato. Aunque el daño, como bien sabía don Benito, no es de ahora, ni tampoco de ayer, sino de siempre.

Había más, claro. Pero, sin duda, ése era el sentido de aquella carta enviada a mi residencia en Londres como botella al mar. El resto, el tiempo que transcurrió entre esas líneas y su muerte, es un enorme silencio. Un día, al abrir los periódicos cotidianos, me atravesó la retina la noticia del suicidio. Por medio de la prensa, que ha desempeñado papeles tan diversos a lo largo de mi vida, me enteré del asunto Turquesa. Para mí fue una pérdida singularmente dolorosa.

¿Si el final de Ángel no me pareció anormal, absurdo? Los asuntos del alma, querido Agustín, aun de las almas más claras, son siempre tan nebulosos que yo no me atrevo a formular juicios temerarios. No me arriesgo a entrometerme en la región de las intenciones. No me siento capacitado para juzgar la vida oculta de los demás: sus cavilaciones y amarguras. Dejemos a cada cual con su verdad.