Carta de Ramón Pérez de Ayala a Agustín Rotaeche

Buenos Aires, 20 de marzo de 1951

Querido Agustín:

Anteayer, de noche, volvimos Mabel y yo de Mar del Plata, y me encontré aquí una carta tuya. Ayer te puse un cable, que supongo habrás recibido.

Te diré que desde nuestra conversación en el Palace —hace ya cosa de año y ocho meses— he revivido en más de una ocasión los días en que conocí a Ángel, con la correspondiente punzada de nostalgia. Créaslo o no, no hay hipérbole y es la pura verdad. Como te dije entonces, Ángel Bigas es una parte inalterable de mi juventud. Por otra parte, a pesar de lo que insinúas en tus cartas, sigo persuadido de que la tan repetida sentencia de Menandro: «Los elegidos de los dioses mueren jóvenes», debió de escribirse para seres como él. Lo importante es que las vidas se cumplan, que se realicen, y hoy, al pensar en la de Ángel, encuentro que la suya tuvo un sentido, una unidad, un ritmo, a pesar de su anómalo y triste final.

Pero no es cosa de gastar tinta ni de extender esta carta hasta convertirla en un ensayo filosófico-epistolar, como los que, en su correspondencia, escribió Cicerón a su amicísimo Ático. Ya gastaremos algo de saliva cuando estando juntos aquí salga la ocasión de hablar de nosotros mismos. La perspectiva —me atrevo a decir, certidumbre— de tu viaje me ha causado hondísima emoción.

El más cariñoso, apretado y cordial abrazo,

Ramón