Punta Begoña, Algorta, 22 de febrero de 1951
Usted debe de ser el caballero que ha telefoneado a propósito de Ángel Bigas. ¿Sabe cuánto tiempo hace que no oigo mencionar ese nombre? Durante todos estos años he llegado a creer que nadie volvería a pronunciarlo, que su sombra se desvanecería en la noche de la historia, como un barco que se aleja para siempre en medio de la oscuridad del océano. Pero ¿quién le ha dicho…? ¡Claro, el senador Iturbe! El viejo león. ¿Entonces lo ha visto, a don Rogelio? Sé de buena tinta que sus hijos lo tienen recluido en un ala de su palacio del Ensanche por miedo a sus filípicas contra el régimen. Para su desgracia, el senador no tiene pelos en la lengua, y sus hijos temen que se repita el incidente que protagonizó poco después de la caída de Bilbao.
¿A qué me refiero? Ocurrió durante una cena con motivo de la reconstrucción de los puentes de San Antón, de la Merced y del Arenal. Según me contaron, el hijo del doctor Areilza acababa de pronunciar un discurso titulado Mensaje de los puentes nuevos, en el que recordaba el verso de Unamuno «Son mi Bilbao, tu corazón, los puentes…», cuando el senador se levantó de lo más tranquilo y dijo:
—¿Cómo es posible que no vean el error suicida que han cometido al desistir del poder político y entregárselo a una cuadrilla de militares ávida de prebendas? La Roma de la decadencia cometió el mismo suicidio, pero al menos lo hizo con la demente grandeza que consignaron Suetonio y Tácito. ¿Qué dirían —se preguntó en voz alta, como queriendo afirmar sus antiguas dotes de hombre público—, en sus abandonados y aparatosos mausoleos, los recios abuelos creadores de tanta riqueza al ver a sus hijos y nietos seguir un camino de servidores?
Aunque hemos tenido nuestras diferencias, aprecio a ese hombre. A pesar de las decepciones y la amargura, de las penurias de la guerra y la soledad, sigue ahí, firme, sólido. Pero debo reconocer que si sus alabanzas saben a gloria, su veneno puede ser mortífero. A mí, por ejemplo, hubo un tiempo en que me llamaba «Horacio Jekyll y Hyde», por mi vieja amistad con Prieto y mis buenas relaciones con Alfonso XIII. Viperino, ¿no cree? Claro que para muchos el senador está loco, pero también para muchos estaba loco Ángel Bigas e incluso yo mismo, sin ir más lejos.
—Don Horacio está loco —dijeron algunos cuando pagué cuatro millones de pesetas por el rescate de nuestros prisioneros de la guerra de África—. Mira que ir al corazón del Rif, negociar con esos salvajes y ofrecerse de rehén para garantizar el trueque.
Eso decían. Y también que yo quería hacerle a Abd el-Krim ¡sultán de la República del Rif!
Discúlpeme, no le he ofrecido nada. Pediré que nos traigan algo. Yo tomaré un té, porque el café me desvela. Me está viendo el doctor Hurtado. No me permite tomar más de una taza al día, la del desayuno. Tal vez usted prefiera una copa. ¿Whisky? ¿Escocés? ¿Cómo lo quiere? ¿Con hielo? Antes yo solía tomar brandy con champán. El champán tan frío como un iceberg, y aproximadamente el tercio de una copa de brandy debajo del champán.
¿Eso le ha sugerido el senador? Todos tenemos algo que ocultar. ¿Quién de nosotros no tiene un secreto? Pero dígame, Agustín. ¿Puedo llamarle Agustín? ¿Qué interés tiene usted en este asunto? ¿Qué quiere de mí? ¿Mi voz, mi historia, la historia de Ángel Bigas? Ah, ¡la verdad, la verdad! Qué cosa extraordinaria. Eso hoy no vale nada. Además, la verdad raras veces es la verdad. Por mi parte, puedo decirle que si Azaña no hubiera sido ministro de Guerra en el año 31 el escándalo del Turquesa no se habría producido jamás. Y aunque se hubieran hallado aquellas armas y cien mil más en las playas de Asturias, todo habría ido a parar al fondo del mar o a perderse en un polvoriento expediente de contrabando. Y aquí no habría pasado nada.
¡La prensa! No, no, caballero. A mi juicio, esa prensa que usted dice haber leído nunca persiguió la verdad, fuera la que fuese. Para ellos era lo de menos. Repare en las exageraciones, los engaños, las calumnias. Aún no habían pasado ni dos días desde mi detención y sus gacetilleros ya se inflamaban soltando adjetivos. Azaña era un pálido Danton de trapo. Prieto, un Robespierre gordo y cínico. Ángel Bigas, un traidor a su clase a quien la revolución no habría dejado muchos días para contemplar el incendio de Roma. Y yo…, de mí —que había rechazado el título de marqués del Rescate por coherencia con mis convicciones republicanas— se dijo que al mismo tiempo que recibía en mi yate de recreo a don Alfonso XIII estaba financiando la revolución republicano-socialista de 1931. Si uno fuera capaz de fiarse de esas pruebas, el asunto sería más sencillo. ¿No le parece?
Se pregunta el motivo. Por qué me metí en el berenjenal de los emigrados portugueses. Se lo diré. Vi un buen negocio. Uno de esos negocios cuyo desarrollo es inseparable de los Gobiernos: la venta de mi submarino E-1, contratos para la construcción de buques de guerra en mis astilleros de Cádiz. Eso fue lo que me llevó a embarcarme en aquella intriga. Los hombres de negocios nunca hemos sido blancas palomas. Pero usted debería saberlo, usted es un Rotaeche. Su abuelo era de los que creían que, en cuestión de negocios, la moral convencional no existe. ¿Acaso no sabe que ganó una fortuna con la trata de negros?
—Hay que mojar en todos los caldos —solía decir—, sobre todo en materia de política y negocios.
¿Usted cree esa historia? ¿Cree usted que iba a comprometer mi reputación para volar en ayuda de los magnates del socialismo? Fui una marioneta. Todo el mundo me tomó el pelo. Nadie me advirtió del giro dado a la operación. Nadie me comunicó el acuerdo con Prieto. Créame, el más sorprendido fui yo. ¿Qué interés podía tener en ir a la conspiración contra la República?
—Háblenos de su amistad con el señor Prieto —repetía el juez que instruyó el sumario.
—De Prieto —respondía yo— no sé nada. Desde que dejó de llevar boina y cambió las fondas de Montmartre por los palacios de Madrid apenas sé de su vida. Me ve y se hace el desentendido.
Y fue así.
Más claro, agua. Tragué con el cuento. Y, de pronto, me vi enredado en una conjura a la que fui ajeno desde el principio.
Todo fue un enorme malentendido. Una gran burla. Muy desagradable, se lo aseguro. Nada sucedió como me lo había pintado. Nada. Imagínese la sorpresa cuando leí en la prensa la historia del alijo de armas en Asturias. ¿Qué podía hacer? Aquéllas eran las mismas armas que habían estado almacenadas, a mi nombre, en Cádiz. Por mucho que me empeñara en esquivar la sombra de la sospecha, no había ninguna salida. Créame, me llevaron los demonios. Primero fui a entrevistarme con Moura Pinto. Parecía otro hombre. Era, como yo, un hombre atrapado.
—¿Por qué no se me informó? —le pregunté sin ocultar mi enfado—. ¿Por qué no se me notificó nada? No tenían derecho a comprometerme de esa manera.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —contestó encogiéndose de hombros, con el aire agotado de quien desea olvidar una pesadilla—. Dada su antipatía reciente por Prieto, preferimos no darle cuenta del asunto.
Hizo una pausa como para dar mayor peso a sus palabras, y añadió:
—El amor a nuestra tierra… No sé si puede comprenderme.
—Depende de en qué sentido utilice la palabra —puntualicé.
Moura Pinto permaneció un instante absorto, como preparando algún comentario a mis palabras. En aquel momento, no parecía estar muy seguro de si éramos amigos o enemigos.
—Le ruego que no me obligue a entrar en detalles. Cuanto menos sepa, mejor.
—Pero ¿cómo han podido ser tan torpes?
Me callé. ¿Acaso tenía algún sentido insistir? La situación estaba muy clara. Créame, nunca me he sentido más indignado. Al despedirme de Moura Pinto, no dije ni una sola palabra, ni siquiera adiós. Salí devastado. Quería tiempo para pensar. Pero tiempo era lo único que no tenía. La prensa ya empezaba a especular con el origen y el destino del alijo de armas. Traté de entrevistarme con el señor Valdivia, entonces director general de Seguridad. Pero fue inútil. Sólo podía esperar, esperar tranquilamente a que la policía, por orden del juez, irrumpiese en mi casa. Y, como me temía, aquel momento no tardó en llegar. El día 15 me detuvieron y fui trasladado a la Cárcel Modelo. No saldría de allí en meses.
Recuerdo al juez interrogándome, mientras el fiscal seguía atento los progresos de la investigación con los ojos puestos en unas cuartillas escritas a máquina. Han pasado muchos años, pero me acuerdo perfectamente. Con el transcurso de los días, aquel juez se convirtió en una fiera implacable. Tenía una bomba de relojería en sus manos, un explosivo que podía arruinar la carrera política de Azaña y otros grandes figurones de la República, y no estaba dispuesto a concederme ningún respiro. Yo negué cualquier negocio con los socialistas, cualquier trato de favor con Azaña. Dije que no sabía nada, que no sospechaba lo que había podido suceder. Pero el juez objetó mi versión una y otra vez. De una manera u otra ya había tomado sus decisiones. Por fin logró exasperarme y no dudé en exclamar:
—No dejan de hacerme las mismas preguntas y continúo dando las mismas respuestas. Les he relatado mi versión de los hechos. Pero dicen que no se la creen, y además están aburridos de escucharla. Yo también. Todos estamos aburridos.
La cárcel es lo que es, y generalmente no merece la pena hablar de ella cuando se está fuera. Pasa allí dentro una cosa curiosa: en contra de lo que la gente cree, es un buen lugar para estar informado. Estando allí me enteré del suicidio de Ángel Bigas, y también del estallido y del espantoso final de la Revolución de Octubre. Aquello fue peor que un error; fue un crimen imperdonable. Ni siquiera durante la gesta bárbara de los carlistas hubo tanta crueldad, tanto encono y tan pavorosa falta de humanidad. Un día me acerqué a Moura Pinto, a quien habían detenido al día siguiente de entrar yo en prisión.
—No sé quién tiene la culpa de todo este desastre —le dije—, pero nos puede acarrear muchas dificultades. Ya verá usted. Eso sin contar con el mal ambiente que nos ha granjeado en el Gobierno.
—¿Qué otra cosa podía hacerse? —contestó mirando alrededor—. Hubiera sido terrible dejar que las cosas siguieran adelante sin intervenir. Mire mi país. Mire Alemania. Mire Austria. Su compatriota Bigas tenía razón. A este paso Europa dejará de existir.
Siendo sincero, he de confesarle que sentí lástima por Moura Pinto. Sus errores eran tan inexcusables, tan incomprensibles, que superaban el quijotismo, el egoísmo y la estupidez. En aquellos días apenas lograba disimular su tragedia. Era fácil notar que desde el apresamiento de las armas y la muerte de Bigas llevaba un peso encima que no le dejaba dormir. A veces, viéndole dar vueltas y vueltas por el patio de la cárcel, me recordaba al capitán Ahab, paseándose arriba y abajo por la cubierta del Pequod.
—Hicimos lo que se esperaba de nosotros —me dijo una tarde en el patio de la cárcel—. ¿Acaso había otro camino? De todos modos, nada ha terminado. Ahora aguantaremos lo que sea. Pero esta lucha seguirá, y ya veremos lo que pasa. Se aprende de los fracasos. Así fue siempre. Al final, el triunfo será del pueblo.
Fue la última vez que conversé con aquel hombre pintoresco, insomne y delgado como un caballero del Greco, que desesperaba del estado de su país y del mundo.
¿Ángel? Sí, no me olvido. Ángel Bigas era un soñador. Esa palabra lo explica todo para mí, pues sé que las realidades no transigen. Sí, la policía y el juez insinuaron algo peor que eso. Su participación fue primordial, consciente, meditada. Fueron él y Guzmán quienes encarnaron las trampas de la palabra, los sortilegios del idealismo que agita los demonios y luego no sabe qué hacer con ellos. Luis Martín Guzmán, sí, «el Generalito», confidente, amigo y colaborador directo de Azaña. Bigas y él escondieron a Azaña cuando el león moribundo de la monarquía daba su últimos zarpazos, y en gratitud y recompensa el Azaña ministro les mostraba consideración pública, les tenía de confidentes y consejeros. A Bigas le interesaba la política más que al propio Azaña.
Todo el mundo, empezando por la policía, dijo después: Prieto, los portugueses, Echevarrieta, Azaña y Bigas. Pero nunca fue así. Bigas estaba en combinación con el grupo revolucionario de los Budas mucho antes que yo, quizá antes que Azaña y Prieto. Él fue quien me presentó a sus cabecillas. Sí, sí: los señores Moura Pinto, Cortesão y Morais. Él, que ya había caído en la ciega inclinación de aceptar y embarcarse en empresas que descansaban en el aire, él, y no Prieto, como se afirmó más tarde, puso mi nombre sobre la mesa.
—He pensado en usted —me dijo, sentado en mi despacho de Claudio Coello— para un negocio que exige mucha discreción.
Recuerdo que sonrió. Luego añadió:
—Yo soy una especie de portavoz, un enviado.
—¿De quién? —pregunté.
—De mucha gente. Les he hablado de usted —recalcó—, y están interesados en que un hombre con sus relaciones les apoye. Sería muy valioso para ellos.
Así fue, créame. Él, con esa capacidad que tienen los hombres de letras para encontrar grandes personalidades y causas loables donde no hay ni lo uno ni lo otro, me propuso el negocio de los portugueses, y yo cometí el error de meterme en una empresa donde la muerte había establecido ya sus dominios y preparaba su cosecha de llanto y duelo.
Unos días después se presentaron en mi despacho tres señores portugueses con una carta de Ángel Bigas. Eran el señor Moura Pinto, el señor Morais y el señor Cortesão. Me contaron sus propósitos de derribar la dictadura portuguesa y, una vez conseguido esto, hablaron de llegar a una inteligencia material y espiritual con España, acuerdo que, según Cortesão, reportaría grandes beneficios a las dos naciones ibéricas.
—Juntos seríamos algo en el mundo —dijo Cortesão.
—Ya veo —dije—. Pero me interesaría saber primero qué poderes respaldan esta empresa.
—Muy lógico —intervino Morais—. Contamos con el apoyo del ministro de la Guerra, señor Azaña, y del presidente de la República, señor Alcalá-Zamora.
No hubo apretón de manos ni fórmula de despedida. Tan sólo unas frases con las que quise destacar algunos términos de mi colaboración:
—Desearía —dije— que nuestras relaciones se redujeran a una mera contraprestación de servicios. Salvo contadas excepciones, cualquier contacto deben efectuarlo bien a través de mi secretario, bien a través de Bigas. Y, por supuesto, caso de tener complicaciones con las autoridades, dejarán mi nombre aparte.
Discúlpeme, estoy algo cansado. Ha pasado mucho tiempo. Un mundo… ¿Qué edad tiene usted, Agustín? Cuarenta. Cuarenta y uno. Yo tengo ochenta, más del doble, si es que la vida conviene medirla por años. A su edad yo me juraba el dueño del mundo. Da igual. La vida y el dinero son como el agua que resbala por una superficie llena de rendijas. Desaparecen, y cuando lo han hecho no podemos saber qué ha sido de ellos, ni en qué los gastamos… Pero a qué lamentarse. Nada perdura. Nada queda. Han pasado los Bigas, y yo, Horacio Echevarrieta, vizcaíno esclarecido, guipuzcoano honorario, padre de la provincia de Álava, hijo predilecto de Cádiz, exdiputado a Cortes…, pasaré también, y los que vendrán luego, y los otros.
¿Si lo sabía Ángel Bigas? ¿Si estuvo al corriente de las negociaciones con los socialistas? No lo supe entonces. No lo sé hoy. Y no creo que sea fácil averiguarlo. ¡Piense sólo en la época! Aquél fue un tiempo especialmente turbio. Hubo una guerra, con eso está todo dicho. Aunque supongo que usted también recuerda esos días.
Podría decirse que sí. El grupo de los Budas jugaba en Madrid una partida de espera que apuntaba a Lisboa. Según me dijo Cortesão en aquella primera reunión, los exiliados debían seguir funcionando como contrapeso de la dictadura, pues sólo así servirían de referente. Sólo así serían la semilla de un futuro digno.
—Nadie que tenga un mínimo de amor propio soporta quedarse en Portugal. Se va al exilio, huyendo de una tierra sobre la que ha caído la pestilente mano de indignos magistrados, soldados rapaces, siervos traidores, déspotas todos.
Ilusiones. Quimeras.
Recuerdo que la primera vez que vi a Cortesão lo juzgué de una pedantería insufrible, casi patética. Al final comprendí que bajo aquella pose oficial de poeta del Barrio Latino había un hombre infatigable, paciente y tenaz, con una decisión vocacional de conspirador. De los Budas —por si aún no lo sabe, se lo digo— fue él, el doctor Jaime Duarte Cortesão —con ese título y ese nombre se presentaba siempre—, quien se entrevistó con Azaña. Un par de veces, si no recuerdo mal. Su idea era que el Gobierno español apoyara los planes revolucionarios en Portugal y los socorriera en caso de caer en las fauces del enemigo. No. No sé quién conectó a Cortesão con el señor Azaña. ¿Bigas? ¿Guzmán? No sabría decirle. Pero imagino que durante aquella entrevista Cortesão habló de revueltas inverosímiles y exitosas conjuras, de barcos repletos de armas y trenes llenos de soldados. Y todo eso, inflamado de fervor popular, con una voz honorable que parecía brotarle por debajo del bigote de mosquetero.
¿Bigas? Se lo decía antes: Bigas era de la clase de hombres que no transige, y esa especie es peligrosa. Entiéndame bien, era como esos marinos que únicamente funcionan y tienen suerte sobre las aguas, como esos lobos de mar a quienes persigue la tragedia en cuanto descienden del barco. Sin duda, él se tenía por un hombre de mundo de pies a cabeza, una especie de aventurero internacional, y no le voy a ocultar que mucha gente también lo veía así: culto, bien parecido, elegante. Comprendo que las mujeres se sintieran atraídas por alguien como él. Pero a mí siempre me dio la impresión de que se esforzaba demasiado por ser alguien que no era.
Recuerdo la última vez que lo vi. Diciembre de 1933. El tiempo había trabajado a favor de todos los que estaban descontentos con el rumbo seguido por la República. Y en las elecciones de noviembre se había producido otro 12 de abril, pero a la inversa. Aquéllos eran días de tristeza meditativa. Todo se estaba viniendo abajo. Todos estaban recelosos de todos. Todos hablaban lenguajes diferentes: Alcalá-Zamora, Lerroux, Azaña, Prieto, Largo Caballero. Por no hablar de Gil Robles, Calvo Sotelo… Había cien naciones en la misma República y todas ellas se miraban con ojos de muerte.
Hallábame en mi despacho, intentando leer los últimos informes sobre los astilleros de Cádiz, cuando Bigas me telefoneó rogándome una entrevista. Dijo que se trataba de un asunto urgente.
—De la mayor importancia —añadió— para la salvación de nuestra común empresa con los portugueses.
Acordamos la reunión para la hora de la cena, en mi casa de la calle Claudio Coello.
Bigas había cambiado. Parecía desconfiado. Tenía un aire sombrío y solemne, como un hombre que estuviera asistiendo a un entierro. Tomamos una copa de jerez en la biblioteca y luego pasamos al comedor. Allí mantuvimos una conversación de tipo general, llena de altibajos y silencios. Por último, después de los postres, sacó el tema de los portugueses. Habló de la situación del país y fuera del país, y señaló la urgencia del momento.
—Anoche hablé con Cortesão —dijo con una voz cuya sequedad me recordó el paisaje del Rif—. Él y el resto de los Budas están de acuerdo en que hay que hacer algo. Opinan que debemos apresurarnos.
Yo le hice saber entonces mi problema de liquidez y las dificultades insuperables para poner remedio a mis cuentas sin ayuda del Gobierno:
—¿Qué quiere usted? Estoy atado de pies y manos. Los acreedores no me dan tregua.
Pude ver en su rostro una expresión de malestar íntimo.
—¿Qué propone entonces? —preguntó.
Parecía agotado, pero sus ojos me miraban adustos, censuradores.
—Lo más aconsejable es apartarse de la primera línea de fuego.
Hubo un largo silencio, durante el cual creí advertir que mis palabras le habían gustado, no porque estuviera de acuerdo, sino porque le iban a dar ocasión de disentir. Y así fue.
—¿Cree usted que puedo hacer eso? —preguntó.
—Por supuesto, sin ningún remordimiento.
—Se equivoca —replicó sombrío—. No puedo elegir. No puedo echarme atrás.
Me encogí de hombros.
—Veo que no entiende la naturaleza del asunto —insistí con voz paternal—. Se trata de negocios. Yo, estimado amigo, sólo soy prudente. A mis años, y en mi profesión, la prudencia es una virtud. Hágame caso. Aquí sólo queda salvarse uno.
—¿Salvarse uno? —preguntó—. Yo no quiero salvarme. Yo ya he desembarcado en una isla desierta.
Lo miré, sorprendido. Algo parecía removerse en sus ojos con una punzada de nostalgia. Nos despedimos más bien con frialdad.
Mire, joven, ya le he contado todo lo que sé de Ángel Bigas. ¿Yo? Sí. No tiene sentido negarlo: al correr de los meses reanudé la operación con los Budas. ¡La mayor estupidez que he cometido en mi vida! Aún hoy siento que no he acabado de pagarlo… Ahora le ruego que me disculpe. No puedo pasarme todo el día persiguiendo fantasmas. A mi edad, y en mi situación, recordar es peor que morir. Es como si tragara cianuro. Con su permiso.