Las Arenas, 12 de enero de 1951
¿Le ha hablado Carmen de mí? ¿No? Mujeres… Su memoria se parece a un mueble lleno de cajones secretos. Algunos están cerrados desde hace mucho tiempo y no se pueden abrir. Otros contienen flores secas que han quedado reducidas a polvo. A veces una daga. No. No se confunda. No hay resentimiento alguno en mis palabras. Sé que ha sufrido mucho. En pocos años, el destino segó la vida de las personas que más quería. Primero uno a uno. Luego de golpe, como si hubieran estado enredados sus hilos y el primer corte hubiera bastado para aflojar toda la trama. Don Alejandro, el padre, murió en el derrumbe de la quiebra. Ángel se quitó la vida repentinamente. Y, para colmo, al marido y a dos hijos se los asesinaron en la guerra.
Pero dígame. Tengo curiosidad. ¿Quién le ha mencionado mi nombre? ¿Cómo? Ah, sí, La sombra del aventurero. Entiendo, ha visto la dedicatoria. Déjeme, déjeme el libro:
Para Andrés Hurtado,
en recuerdo y homenaje a su amistad sin sombras,
esta historia que hace tiempo quiero contarle.
Fue hace mucho tiempo. ¡Casi medio siglo!
¿Por dónde empiezo? No quisiera remontarme demasiado en el pasado. Podría empantanarme en él y no llegaríamos nunca al asunto que a usted le ha traído aquí. El pasado… Podría llegar muy lejos. Al día en que le conocí. Al Instituto Vizcaíno. ¿A usted le interesa? Recuerdo todos los detalles: el aula espaciosísima y llena de mapas, el olor rancio de los abrigos empapados por la lluvia, la estufa de hierro sin encender. Si cierro los ojos, aún puedo ver a mis compañeros, y también a don Luis, el maestro: un anciano mal vestido, enjuto y seco, con la frente llena de arrugas, la nariz huesuda y prominente, y una barba de hidalgo pobre. Don Luis miraba el mundo a través de unos viejos quevedos y parecía aceptar con triste resignación la condena de enseñar Historia a perpetuidad. Me parece estar oyendo su voz cansada, desilusionada, a ratos conspiratoria.
—Cayo Graco, hijo de Tiberio Sempronio Graco y de Cornelia, era liberal, niños; tan liberal que se rebeló contra el Senado.
Sí, aquel ir y venir de Gracos y Escipiones. Me acuerdo como si fuera ayer. Era una tarde oscura y fría de invierno. Lloviznaba. Yo estaba aletargado, soñando, pellizcándome de vez en cuando para mantenerme despierto mientras don Luis nos mareaba con aquel desfilar de cadáveres arrojados al Tíber:
—Decid, niños, ¿qué clamaba el tribuno de la plebe en el Foro para mostrar la ambición de los senadores? «Nuestros generales, —gritaba Graco—, os incitan a combatir por los templos y las tumbas de los antepasados. ¡Ocioso y vano llamamiento! Vosotros no tenéis altares paternos. Vosotros no tenéis tumbas ancestrales. Vosotros no tenéis nada. Combatís y morís sólo para procurar lujo y riqueza a otros».
Cayo, Tiberio… A mí, ahora, me parece que de lo que realmente nos hablaba don Luis era de aquellos pobres soldados enviados a la guerra de Cuba. Aquellos soldados mal alimentados y peor vestidos, víctimas de la disentería, de la malaria, de la anemia… Mi padre entre ellos. Él nunca regresó de Cuba. Postales, medio centenar de cartas, una condecoración y una tumba vacía que visitábamos los primeros domingos de cada mes. Eso es lo único que nos dejó a mi madre y a mí. Disculpe… Le decía que don Luis despotricaba contra el Senado de Roma cuando alguien golpeó la puerta, y antes de que pudiera decir «Adelante» entró el señor Hernández, el director. Los que dormitaban se despertaron, y todos nos pusimos en pie. El director nos hizo una seña para que volviéramos a sentarnos, y así lo hicimos. Pero ya nadie miró a aquel hombrecillo pálido y gordinflón al que le faltaba un dedo de la mano izquierda. Todos los ojos se volvieron hacia el desconocido.
Le miramos igual que a un fantasma. Lo que me impresionó, y probablemente impresionó a todos mis compañeros más que cualquier otra cosa, más que su elegancia, en un período en que las madres de la mayoría de nosotros pensaban que cualquier prenda era buena para ir a la escuela con tal de que estuviera confeccionada con un tejido resistente y duradero, fue su porte aplomado, su aire aristocrático. Por alguna razón parecía mayor y más maduro que nosotros.
El director se dirigió directamente hacia don Luis y le dijo a media voz:
—Aquí tiene un alumno que le recomiendo.
Después le susurró algo al oído, señaló un asiento vacío precisamente delante de mí y desapareció sin tan siquiera despertar nuestra atención.
—¿Quiere tener la amabilidad de decirme su apellido y su nombre? —preguntó don Luis con ojos cansados al recién llegado.
—Ángel Bigas —proclamó él.
—Repita. Más alto.
—Ángel Bigas Young.
A continuación se sentó.
¿Si era listo? No en el sentido que los maestros querían. A veces, en mitad de la clase de don Luis, algún compañero le soplaba por lo bajo la cita de Julio César.
—Ángel Bigas, vive en la luna… Bigas, no se duerma… Bigas, despierte… Bigas, deje de pensar en las musarañas…
Tal era la eterna cantinela de don Luis, que repetía aquellas palabras abriendo mucho los ojos.
Desde el principio nos unió el interés por los libros de viajes y los folletines de aventuras. A diferencia de la mayor parte de nuestros compañeros, que parecían tener un desmesurado espíritu práctico, y ya habían decidido su orientación para el futuro —serían abogados, ingenieros, banqueros, médicos—, lo único que sabíamos nosotros dos era que deseábamos llenarnos los ojos con todos los países que nos ofrecía la imaginación. Todos nuestros sueños podían resumirse en una frase: la vida estaba fuera.
Fuimos inseparables desde el principio. Al salir del instituto nos gustaba pasear perezosamente por el Arenal, mirando los remolinos del agua bermeja por los residuos de las minas, examinando los barcos que habían contagiado al comercio local una cierta corrección y una cierta moralidad británicas. Cada uno tiene su alcohol. Nosotros teníamos suficiente con el vino de la aventura del que estaban impregnados los cascos de aquellos barcos: historias de esclavistas codiciosos, de piratas que degüellan en silencio, de tormentas devastadoras e islas afortunadas.
Algunas tardes, Ángel me invitaba a acompañarle al escritorio de su padre dando un paseo río arriba por el muelle. Yo aceptaba encantado, y nos íbamos a pie tranquilamente.
—Mira, ¿ves ese vapor? —decía—. Está cargando productos de nuestra fábrica para Inglaterra.
Enseguida cambiaba de tema y me contaba cómo su bisabuelo tuvo que huir a Francia con los restos del ejército de Napoleón.
—¿Te imaginas? —decía—: Miles de españoles del partido afrancesado, rotos y desesperados, perseguidos por los soldados de Wellington y los despiadados guerrilleros de Mina, huyendo por el camino de Salvatierra hacia los Pirineos, entre convoyes custodiados por coraceros polvorientos y fatigados soldados de infantería.
En la voz de Ángel, el bisabuelo cabalgaba perplejo y alucinado, abrazado a su propio desamparo y a su derrota frente a todos, pensando en la revolución que se había desvanecido. Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera.
Por esa época, cuando ya ocupaba el trono Fernando VII y había restablecido el Santo Oficio, la Inquisición esquilmó concienzudamente la biblioteca que aquel bisabuelo recién expatriado había heredado de su padre, famosa en su época por la profusión de libros franceses.
—Rousseau se equivocaba, Andrés —comentaba Ángel a modo de sentencia—. El hombre es una bestia para el hombre, que mata sin tener la excusa de buscar alimento.
Yo escuchaba encantado aquellas historias que habían alumbrado como fogatas crepitantes la niñez de mi amigo, y siempre intentaba, a veces en vano, llevarle hacia aquel pasado rico en color.
—¡Una revolución que se anuncia con campanas y sermones! —exclamó en cierta ocasión, después de recordar el dolor que tuvo que producirle al bisabuelo la pérdida de sus libros—. Ya me dirás tú qué revolución fue ésa de 1808.
Otros días la conversación se deslizaba por los caminos de la literatura. Ambos leíamos mucho. En aquellos tiempos Ángel andaba sumergido en la tercera serie de los Episodios nacionales, aunque por quien realmente sentía fascinación era por Stendhal. Para él no había novela comparable a La cartuja de Parma. ¿Conoce el libro? Claro, como todo el mundo. A mí, si he de serle sincero, me gustaba más Dumas: Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo. Pero a lo que iba. Al fin, tras un largo periplo en que hablábamos sin parar de los tiempos en que el barco de vela todavía dominaba el mundo, llegábamos al escritorio, que estaba en un caserón antiguo, casi al final de Ripa, rodeado de almacenes, tinglados y grúas. Allí todo olía a inglés, hasta el traje del señor Bigas.
—¿Qué buen viento os trae por aquí? —Solía preguntar don Alejandro tan pronto como nos veía asomar por la puerta de su despacho.
Don Alejandro era corpulento como un jinete cosaco, con el cabello gris cortado al rape y un bigote que parecía el de un militar inglés destinado en Afganistán. A pesar de los mil rumores que circularon después de la quiebra, era un hombre por encima de su clase y de su época. Un filósofo de los negocios. El más admirable, tal vez, de aquellos industriales que se apoderaron de las montañas y fueron ricos como príncipes.
—Todo lo que toca don Alejandro lo transforma en oro —decía la gente.
No obstante, el único secreto de aquel éxito era que había trabajado muchísimo.
—Nada sustituye al trabajo, ni los títulos, ni el aplomo, ni la suerte —solía decir.
Pero la mayor influencia de Ángel fue la de su tío abuelo Gustavo… Así que Carmen ya le ha hablado de Gustavo. Valle-Inclán y Manuel Machado admiraban sus versos, pero para la familia fue sólo una cruz. Fue la pesadilla de la casa. A Ángel y a mí, en cambio, su vida nos parecía la quintaesencia de la aventura. Todo lo que soñábamos en nuestros largos paseos por el muelle lo había vivido aquel lejano y turbulento personaje que se fue de España como de una ciudad de muertos.
—Bebe y al diablo lo demás, especialmente el diablo —se reía Ángel—. ¿Te imaginas, Andrés? —Sus ojos se volvían evocadores de cosas jamás vistas—. Dejar esta ciudad de curas y mojigatos para despertarte días después frente a Veracruz, camino del palacio imperial de Maximiliano y Carlota.
Un amigo, creo que fue Julianito Zuazo, le dijo una vez que su tío abuelo Gustavo había sido un embustero y un fantoche. Ángel le contestó:
—Te creo. Comprendo que para ti haya exagerado en sus poemas. Tú te llenas con muy poco.
¡Qué vida la de Gustavo Bigas!
Recuerdo nítidamente la imagen de Ángel cuando, al entrar una mañana en el instituto, me dijo:
—Tengo algo maravilloso. No he dormido en toda la noche. Estuve leyendo.
Recuerdo el viento feliz de su entusiasmo, un entusiasmo tan rico, tan contagioso que en más de una ocasión me empujó en admiraciones extravagantes que no me conmovían en el fondo. Sí, así era Ángel, como una galerna que no se puede resistir. Aunque he de decir que en esta oportunidad mi fervor debió muy poco al contagio. Me parece verle ahora, en clase de latín, y después, cuando pasamos frente a la iglesia de San Nicolás rumbo al café Boulevard. Por un azar, había encontrado un legajo de cartas escritas desde Méjico por su tío abuelo Gustavo. Puede imaginar la excitación que produjo en mi amigo la lectura de aquellos papeles de caudal mitológico, rescatados del polvo y la desidia de los años. No cabía en sí de emoción.
—Es un tesoro más fabuloso que el de la Hispaniola —me aseguró por el camino, confiado en el efecto que a mí también me produciría aquel inesperado hallazgo.
Nos sentamos en una mesa del café Boulevard y leímos sin interrupción hasta que la noche se desparramó por el Arenal en calma, silenciosa y devoradora. Por nuestra imaginación desfilaron los bailes en la corte de Maximiliano; la orgullosa vulgaridad con que se desenvolvía el gordo y cínico mariscal Bazaine; el bárbaro amanecer de las ejecuciones; las noches ardientes de los trópicos; el torbellino de las batallas; los amores con una mulata en la paz del mediodía; la marcha a Europa de la emperatriz Carlota para pedir ayuda a todos los que en un principio habían motivado aquella desastrosa quimera, especialmente Napoleón III y su esposa Eugenia de Montijo, pero también el papa Pío IX.
Aquellas cartas pertenecían a la historia con mayúsculas, pero parecía que hubieran sido escritas para Ángel y para mí. Sí, así es como lo veo hoy. Recuerdo que interrumpimos la lectura justo cuando el mariscal Bazaine abandonaba Méjico seguido de su ejército, plegando la bandera tricolor ante el ventarrón amenazador que se avecinaba desde el norte. Mire, aquí está. El pasaje del que le hablo:
Méjico, 12 de febrero de 1867. Por fin llegó el día: Bazaine se fue con su horda a Europa. Los soldados franceses formaron en la plaza principal y a continuación desaparecieron. Hoy, más que nunca, temo por el futuro del emperador. Pues aquí falta de todo: dinero, tropas, cañones, caballos, honestidad. Es como si la muerte viniera a anunciarnos con esta última jugada de Bazaine su propósito. Un primer golpe de guadaña para probar el filo de la hoja.
¡Si hubiera visto a Ángel aquella tarde! Dijérase que algo muy sutil se le había metido en las venas. Ni yo, que creía conocerlo bien, lo había visto nunca tan encantado, tan fascinado.
—Aquéllos eran tiempos de verdad —dijo levantando la mirada de los apretados renglones, como si acabara de reponerse de una descarga eléctrica—. Al menos, los hombres se jugaban la vida por lo que creían. Tenían sed, Andrés… Sed de placer. Sed de vivir. Sed de morir.
Recuerdo aquella tarde. Y los veranos que pasé en el Palacio de Portugalete, invitado por Ángel. Recuerdo que mi madre me animó enseguida a aceptar aquel honor. Supongo que impulsada por las grandes esperanzas que para mi futuro le hizo alimentar la amistad con gentes cuyo prestigio se afirmaba desde los tiempos inaugurales del reinado de Carlos IV. Como ya le he contado, era viuda. Y tan pobre que ambos vivíamos en un antiguo caserón de las Siete Calles con las dos hermanas solteras de mi difunto padre. Ellas también saltaron de alegría el día que pedí permiso para ir a pasar las vacaciones de verano a casa de los Bigas. Aquel apellido vibraba en la ciudad como una campana de oro, y esa campana tañía delicadamente en los oídos de aquellos dos carcamales.
—Pégate a ellos, pégate a ellos —me dijo la tía Rosario después de darme un sonoro beso con olor a col hervida y anís.
Fueron, posiblemente, los veranos más dichosos de mi vida. Y no es extraño, puesto que, a fin de cuentas, yo no tenía más que un deseo, huir de casa de mis tías, cambiar de nombre, cambiar de aire. Y el palacio de los Bigas era uno de los lugares más hermosos que he visto nunca.
¡Cincuenta años! Vuelve la imagen de aquellos días a mi mente como restos de un naufragio que las olas arrojan a la playa. Allí fue. Allí. Hace casi cincuenta años. Don Alejandro contaba entonces cincuenta y nueve. Don Ramón, ya viudo, superaba los ochenta. Carmen tenía diecisiete.
Aquellos seres eran tan distintos de cuanto yo había visto en mi casa. Y aquel palacio… Los cuidados jardines que rodeaban la construcción de cuatro plantas, los pavos reales que andaban majestuosamente entre las coníferas y las paulonias, el agua cayendo a borbotones en el estanque cubierto de nenúfares, el pequeño teatro, la capilla neomudéjar, el mirador sobre el Abra, el ruido del surtidor frente al portalón de la entrada, la profusión de arañas, los espléndidos salones, la cúpula de cristal que separaba el último rellano del cielo… ¿Usted conoció la casa? Bueno, en ese caso no tiene sentido que se la describa.
En aquel tiempo, Ángel y yo éramos capaces, o eso al menos creíamos, de emprender grandes hazañas. Sí, íbamos a viajar por el azul del atlas y las ilustraciones coloreadas de las enciclopedias. El Cuerno de Oro, el golfo de Bengala, el mar de la China y de las Antillas… Íbamos a poseer siempre la vitalidad de nuestros modelos literarios.
—Hay algo peor que la sarna —decía Ángel—: Los goces y los amores rutinarios, los matrimonios por hectáreas, el patriotismo de los políticos de turno.
Ambos éramos demasiado jóvenes para ser todavía sencillos. Lo nuestro sería una vida impulsiva, bien alta. Era fácil imaginarnos, a los veinte años, convertidos en Fabricio del Dongo o en exploradores de la Corona británica. Sólo nos interesaban cosas que no se podían comprar ni vender. ¡La pasión fuerte de los audaces! Ésa sí era una moneda de oro inalterable, la verdadera, la única que merecía la pena poseer. Hablábamos de los placeres de una existencia sin hogar, de libros, del pasado, del tío abuelo Gustavo y su intensa vida aventurera. Soñábamos.
¡Cuánto tiempo ha pasado! Allí, a la edad de catorce años, empecé a envejecer. Porque ese porvenir que Ángel y yo fabricábamos con la materia de nuestros sueños, yo lo imaginaba junto a Carmen. A esa edad… Puedo cerrar los ojos y evocar hasta el menor de sus gestos.
—Debería existir una Inquisición establecida especialmente para quemarla —dijo de ella el senador Iturbe en una ocasión.
Las cosas ocurrieron así. En aquel tiempo don Alejandro y sus hijos solían ofrecer a los invitados breves funciones en el teatro del jardín. Una tarde en que vendrían varias amistades de don Alejandro a cenar —especialmente el senador Iturbe y su esposa—, Ángel, Carmen y yo resolvimos interpretar unas cuantas escenas de Cyrano de Bergerac. Había, cerca del pequeño teatro del jardín, una casita de madera, un disparatado desván donde hallaban albergue los restos más extraños de lo que hoy podría llamarse un museo romántico: arañas antiguas, jarrones de porcelana, consolas doradas, miniaturas, abanicos comidos por el polvo, varias espadas de la guerra carlista. Pues bien, allí nos encerramos aquella tarde para mudarnos la ropa y convertirnos en Cyrano, Roxana y Christian de Neuvillette.
A la luz de un viejo candil que pusimos sobre un baúl, nos desvestimos. Carmen lo hizo tras un viejo biombo abandonado en un rincón y Ángel tras un despanzurrado ropero. Sin imaginar lo que pronto sucedería, yo me fui quitando la ropa al amparo de un arca del tamaño de un tonel. Súbitamente creí oír el rumor de unas voces, pasos y la risa ahogada del senador Iturbe, y me asomé a la ventana. En efecto, era él. Los invitados habían llegado. Me volví para decírselo a Ángel y quedé como embrujado. Detrás del biombo había un enorme espejo, y en su turbio cristal se reflejaba el cuerpo desnudo de Carmen.
Fue como un deslumbramiento. Póngase en mi piel por un momento. Yo entonces me enamoraba en los libros. Yo no había visto antes jamás a una mujer así, una mujer desnuda. Para mí una mujer desnuda era algo que no existía, algo pintado, de Tiziano, de Velázquez, de Goya. Y, de pronto, en aquella caseta de trastos inútiles, Carmen me reveló sin querer el secreto de la carne femenina, el esplendor de su cuerpo esbelto y hermoso, su blancura alucinante, realzada aquí y allá con ligeras pinceladas de sombra. El corazón me latía con fuerza en el cuello, como si fuera a salírseme del cuerpo.
Quedé hechizado. No puedo precisar cuánto tiempo transcurrió. Recuerdo que después de un rato que me pareció larguísimo sentí que ella se cubría con un vestido. No sé cómo me puse el traje siglo XVI, ni entiendo cómo tuve ánimos para subir al escenario, disfrazado del mosquetero Christian. Tampoco recuerdo nada de la función, aunque debí de actuar como un sonámbulo, porque, después, durante la cena, Ángel me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada, qué me va a pasar —respondí azorado.
—En el escenario parecías confuso —insistió.
—¿Yo? —pregunté.
—Te estás poniendo colorado —comentó y, como sucede siempre en esas circunstancias, enrojecí más.
Si le repito que parecía hechizado digo poco. La noche era calurosa, repleta de estrellas, con una luna llena que convertía la superficie del mar en una pista de baile. El jardín estaba lleno de farolillos de papel que iluminaban los árboles y desplegaban sobre el césped una avenida fulgurante. La cena, dispuesta en el mirador, era copiosa. Todos parecían disfrutar de las anécdotas del senador, que hacía gala de su sarcasmo para provocar las carcajadas. Hasta Ángel parecía divertirse, y eso que el senador nunca le fue simpático. Todos se divertían menos yo. La imagen frágil y desconcertante del espejo ardía en mi cabeza como dentro de una hoguera, como si me hubieran arrancado los ojos y esos ojos siguieran asidos al cuerpo desnudo de Carmen.
Sí, me sorbió la voluntad. La miraba reírse, moverse, sentarse y andar y no era dueño de mí. Nada me atrajo ya aquel verano. Ni los libros, ni las excursiones en el velero del señor Bigas, ni las regatas del Sporting, ni las historias de mi amigo, ni los papeles del tío abuelo Gustavo. Día y noche, la visión de la casita del jardín me alimentaba y me consumía. ¿Qué me importaba la llegada del rey al Abra? ¿Qué me importaba que a poca distancia, en la finca de los Martínez de Lejarza-Rivas, hubiera establecido su cuartel general Dorregaray, el jefe de los sitiadores de don Carlos? ¿Qué me importaba la locura de la reina Carlota? También yo tenía mis luchas, mi desgracia.
Al principio, Carmen no comprendió nada de ese deseo febril que la rondaba sin cesar. Yo aprovechaba cualquier ocasión para conversar con ella, y así surgió una amistad confusa. Sí, ella tardó en percatarse de que aquellos ojos de adolescente, aquellas mejillas, tan pronto pálidas como muy sonrosadas, aquellas manos temblorosas y dominadas al mismo tiempo, aquellos silencios, aquel flujo de palabras precipitadas significaban algo distinto de la vergüenza, la duda y la desazón de la edad, e incluso más que el simple deseo romántico.
Tardó, pero al final adivinó las ideas que me alimentaban y a la vez me consumían. Y entonces ocurrió lo que suele suceder en este tipo de historias. Una tarde que ensayábamos para representar en el teatro del jardín una lectura de poetas modernistas, Ángel y yo nos pusimos a hablar de Rubén Darío. Él habló de las noches de París. Y yo cité de memoria esos versos del nicaragüense acerca de las vírgenes locas por la lujuria, madre de la melancolía. Aún los recuerdo:
Te posas en los senos, te posas en los vientres
que hicieron a Juan loco e hicieron cuerdo a Pablo.
A Juan virgen y a Pablo militar y violento.
Ella se rio. Carmen se rio con una risa que yo no había oído jamás. Y dijo:
—¡Qué sorpresa! No sabía que habíamos acogido en casa a un pequeño sátiro.
La odié. No se imagina cómo la odié. ¿Qué era yo para ella? Nada. Un pobre crío. La certidumbre de que no me veía más que como una especie de Oliver Twist me desesperó. No sabría decirle la miseria de los días que siguieron a aquella tarde, la constante, implacable, devoradora angustia interior. La tristeza crecía y rompía todos los diques. Me sentí vencido por ella. Quise más que nunca hacerme marino. Para irme lejos. Por los mares. O desangrarme, como los antiguos romanos de los que nos hablaba don Luis, el maestro. Como Séneca, en un baño de agua caliente.
—Parece que te ha enloquecido a ti también —me dijo Ángel unos cuantos días después.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no te has separado de sus faldas en todo el verano.
En los ojos de mi amigo había un destello de comprensión. Entendía mi estado de ánimo.
—No es verdad —mentí, irritado por la observación de Ángel.
Estábamos en el jardín, y solos, pero los dos hablábamos en voz baja, como si alguien pudiera oírnos, como si nos estuviéramos confiando terribles secretos que ni los grillos ni las hormigas debían conocer.
—No te engañes —dijo Ángel reflexivo, mirando a lo lejos, allí donde unos cuantos veleros surcaban la corriente con lenta dignidad—. Ella, Andrés, es la clase de mujer que se casa por hectáreas.
A poco sentí su mano serena, leal, sobre mi hombro. Sus dedos acentuaron la presión.
—No es para nosotros —añadió con una tristeza mortal, presuntuosa, como si tuviera en la boca arenas de sal.
Nunca, ni antes ni después, me sentí tan cerca de mi amigo como en aquella ocasión, ni cuando leímos juntos los papeles del tío abuelo Gustavo, ni cuando nos confiábamos nuestros proyectos para el futuro, ni más tarde, cuando me habló de la ruptura con María Daza o me contó el romance con la rusa.
¿Tiene prisa? ¿No? Eso está bien. No, no. Me alegra que haya venido. En cierto sentido, me conmueve su interés por Ángel. ¿Le parece que cenemos y continuemos después la conversación? Magnífico. Si no le parece mal, pediré a mi esposa que nos sirva una cena fría aquí mismo, en la biblioteca.
Ella se casó con Eusebio Arieta. Fue una boda esplendorosa, digna de la magnificencia de los Bigas. El regalo de don Alejandro fue el plano de una casa que se edificaría sobre los acantilados del Abra, un palacio inspirado en los mismos que decoraban las playas de Ostende. A costa del industrial, claro. ¡Eusebio Arieta! Un ambicioso rectilíneo, sin el menor escrúpulo. Pero ¿de qué sirve darle vueltas a las cosas? ¡Ha pasado tanto tiempo desde entonces! Recuerdo… Recuerdo que la devoción que yo sentía por Ángel a punto estuvo de torcer el curso de mi propia vida. Fue en la época de la universidad, cuando casi lo acompañé en los azares de una carrera hacia la cual no tenía yo inclinación alguna.
—Lo que te conviene es Medicina —insistía mi madre, ignorando las quejas de mis tías, que seguían empeñadas en estimular mi amistad con Ángel—. Medicina es una carrera seria, de porvenir. Lo otro, el Derecho, los viajes, la novelería… déjalo para tu amigo.
Se quedaba pensativa, y después, como si cualquier intento de imitar a mi amigo fuera ridículo, una esperanza sobre la que ni siquiera tenía derecho, añadía:
—Ángel es rico, y los ricos son distintos. Pertenecen a otro mundo.
No tuve más remedio que acceder a los deseos de mi madre, y con la recomendación del doctor Areilza y el empujón económico de don Alejandro ingresé en el Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Carlos.
—Andrés —me dijo el señor Bigas con autoridad patriarcal—, emprende tus estudios tranquilo. Después irás a Francia y Alemania. Estudia. No vaciles ante los gastos.
Sí. La universidad me alejó de Ángel, que completó los estudios de Derecho y después preparó las oposiciones al cuerpo diplomático. Al principio seguí viéndole en Madrid, pero poco a poco el rigor de los horarios, mi consagración por entero a los estudios y su afición a las tertulias literarias pusieron entre nosotros una distancia que fue ensanchándose más y más. No, la universidad no le gustaba. Las clases le aburrían. No quería andar con libros viejos y códigos venerables. Quería vivir; escribir; viajar. Necesitaba el mundo, sin confines. ¡Todo de pronto! ¿Hacerle esperar?, ¡qué injusticia! Aún recuerdo la tarde en que se presentó en el café Lyon d’Or y leyó el despacho que acababa de recibir en su casa de Portugalete:
—Su majestad el rey —decía aquel documento— ha tenido a bien nombrarle secretario de tercera clase y destinarle con esta categoría a su Legación en Bucarest.
Ambos habíamos prolongado las vacaciones de verano, y, como acostumbrábamos por esas fechas, nos habíamos dejado caer por el Lyon d’Or, cuya tertulia frecuentábamos desde antes de la Semana Trágica. El Lyon d’Or, sí, en la Gran Vía de Bilbao. El rincón tertuliano se hallaba entrando a la derecha y cabían en él, las tardes de lleno, hasta veinte o veinticinco personas. Allí se fumaba, se bebía y se charlaba de literatura nacional y extranjera, de arte, de filosofía, de historia y religión, y se hacía preferente consumo del tema político. Aquella tarde presidía el doctor Areilza, que conocía a las mil maravillas el secreto de los salones dialogantes del Siglo de las Luces. A su lado se encontraban su padre y don Pedro Eguillor, y en derredor de Eguillor, como una guardia suiza armada de lecturas, unos cuantos muchachos que aspiraban a beber el cáliz de la literatura. Todos cultivaban una pose artificiosa de artistas del Renacimiento. Eran José Félix de Lequerica, Mourlane Michelena, Sánchez Mazas, Ramón de Basterra… Me acuerdo bien. Era el año 14. El asesinato de Sarajevo había desencadenado la Primera Guerra Mundial. Recuerdo que el doctor Areilza y Pedro Eguillor felicitaron a mi amigo por su nombramiento.
—Ten siempre presente tu Ítaca, mas no apresures el viaje —dijo Michelena alzando su copa.
Todos aplaudimos y brindamos por una buena estancia de Ángel en Bucarest. Al rato, como era costumbre desde el atentado de Sarajevo, la conversación fluctuó hacia la guerra. Unos decían que sería breve y que pronto llegarían los ejércitos alemanes a París. Otros que sería una guerra larga, tremenda… Discúlpeme, divago… Decía que Ángel quería vivir, viajar.
—Existen en el mundo sitios en los que tendría que estar y donde no estoy —recuerdo que exclamaba cuando aún era un adolescente.
Llegó a estar en muchos de ellos, y más pronto de lo que se imaginaba. Ahí están las cartas que me envió desde Rumanía. Sí, Bucarest. Sin esas cartas no creo que pueda encontrar las respuestas que busca. ¿Por qué?, pregunta usted. Porque en Rumanía su existencia tomó un giro que jamás hubiera sospechado. Allí conoció a la rusa. Se llamaba Olga Rykova… Sí. Aún guardo esas cartas. Pero me temo que he vuelto a perder el hilo. El tiempo y nuestras respectivas profesiones, le decía, establecieron entre Ángel y yo una lejanía poblada por otros intereses, otras personas… Resumiendo, otra vida. Por supuesto, cada vez que cayó en mis manos un escrito suyo, le mandé unas líneas, estimulándolo. Y nos vimos a veces en vacaciones, pero sin la antigua intimidad, sintiéndonos, curiosamente, muy próximos y muy distantes el uno del otro, como si nos miráramos desde las dos márgenes opuestas de la Ría. Después llegó su ruptura con Eguillor y la gente de la tertulia del Lyon d’Or. Y ya no lo vi casi nunca. Aquello ocurrió durante la dictadura de Primo de Rivera.
Sí. Fue terrible que terminara así su vida. Aún tan joven, con tantas posibilidades… Así es, le han dicho bien. En aquellas fechas parte de la casa era ya un hotel de lujo. Hotel Ostende. Pero aquel mes de septiembre el único huésped era Ángel.
Recuerdo que el teléfono me despertó a eso de las dos de la madrugada.
—¿Doctor Hurtado? Soy el comisario Sáez. Ángel Bigas se ha suicidado esta noche. Vístase, le envío un coche ahora mismo.
El teléfono hizo clic. Yo insistí:
—Oiga, oiga.
—Han colgado señor —dijo la telefonista—. La comunicación se ha cortado.
Era una noche deliciosa. En el cielo brillaban tímidamente las estrellas y las calles se veían quietas, solitarias. La casa apareció de repente, y lo primero que pensé fue que se había vuelto extrañamente irreal. Nada había cambiado, pero había cambiado todo. Recuerdo que estuve un tiempo mirando el lugar antes de abrir la verja de hierro y que al caminar hacia la casa pensé que aquel lugar ya no era el Edén de mi adolescencia. Se había convertido en una tumba.
Toqué el timbre y abrió un guardia grandote de lacio pelo rojizo. El comisario Sáez y Eusebio Arieta me recibieron en el salón donde, años atrás, mi amigo me había enseñado el retrato del tío abuelo Gustavo. Ambos estaban sentados cuando entré. Fumaban y conversaban en voz baja, y se pusieron en pie en cuanto notaron mi presencia.
—¿Puedo verle? —pregunté.
—Para eso se le ha llamado —contestó el comisario, y esbozó una sonrisa que me pareció servil.
Sáez tenía una cabeza como una bola de billar y la piel del rostro del color de un viejo pergamino. No había cumplido los cincuenta años, pero era fácil atribuirle diez años más. Andaba pesadamente, muy lento, como un animal cansado, o tal vez un animal al acecho.
—Andrés… Carmen y yo le rogamos la máxima discreción —dijo Eusebio—. Comprenderá que un gran desfile de periodistas y reporteros es lo último que nos hace falta ahora.
El comisario hizo un movimiento de aprobación. A esas alturas ya flotaba entre ambos una clara corriente de complicidad.
—El doctor se hace cargo —apuntó el comisario mientras rellenaba su copa de coñac—. ¿Verdad, don Andrés? Todos estamos en la misma balsa. Todos queremos evitar el escándalo.
Eusebio me miró largamente. Tenía una expresión contraída, irónica. Eso me pareció. O tal vez fuese la tensión nerviosa que debía experimentar. Súbitamente resurgió mi antipatía por aquel hombre. Lo detesté. Me pareció un vampiro que se había apoderado de la mujer que yo tanto había deseado en la adolescencia, y ahora quería adueñarse de la muerte de mi amigo. Por un instante, sentí el desmayo de los vencidos.
Se abrió un silencio violento, sólo redimido por el sonido de una sirena, tal vez un barco.
—Bueno —dijo de pronto el comisario—, vayamos a ver al muerto. El tiempo apremia.
Hizo un gesto con la mano, invitándome a acompañarlo a la habitación contigua. La puerta del despacho de Ángel estaba entornada y chirrió al abrirse.
—Blanco y en botella —oí que me decía el comisario.
La luz de la luna entraba por los grandes ventanales, proyectando un pálido resplandor sobre las estanterías repletas de libros. Primero vi a Ángel, desmadejado sobre el escritorio de caoba, con la cabeza caída hacia delante, una mano aún aferrada al revólver y un brazo colgando en dirección al suelo. Alrededor todo era rojo, como si la sangre se hubiera convertido en eco de la sangre.
No pude evitar un estremecimiento. La habitación, el cuerpo rígido, las manchas de sangre, los ojos azules de Ángel que aún no habían adquirido la lejanía que necesitamos darle a la muerte… Todo dio vueltas a mi alrededor. Por un momento, sentí que las piernas me flaqueaban y aspiré profundamente el aire. Entonces descubrí la nota. La tinta de la pluma se había mezclado con la sangre, pero aún era legible.
¿Si recuerdo qué decía? ¿Cómo iba a olvidarlo?:
Basta de palabras. Un gesto. Morir es diferente de lo que todos suponen, y más fácil.
Discúlpeme. Pero esa nota es como un silencio destinado a permanecer ahí, como llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. ¿Le importa si lo dejamos? No, no tengo mucho más que añadir. Del alijo de armas en Asturias sé lo que dijeron los periódicos y se habló en la tertulia del Lyon d’Or, en esos días acaparada por la política. Ni más ni menos. No, de ninguna manera. Usted no molesta. Pero entiéndalo. Son recuerdos muy tristes. Y se nos ha hecho tarde. A las ocho de la mañana entro en el hospital.