Bilbao, 17 de diciembre de 1950
Llámeme senador. Lo fui por el Partido Liberal durante más de veinte años. Aunque dada la situación actual, quizá le incomode emplear ese término. ¿No? Tiene usted razón: aún resisto. Sin embargo, me avergonzaría decirle la cantidad de píldoras que me trago. A veces me formulo la misma pregunta que Job. ¿Por qué seguir viviendo? ¿Para volver a los espadones y a la tiranía clerical? Yo me batí en el último sitio —el último del siglo pasado, claro— como auxiliar, comiendo carne de caballo y pan de habas, y conozco muy bien a éstos que ahora ocupan el poder. Son hijos y nietos y biznietos del carlismo. Todos besan una mano cubierta con regueros de sangre. ¡No se asuste, esto lo digo en todas partes! Al diablo con ellos. Soy un viejo, un hombre aniquilado por la edad y la política. Pero no un cobarde babeante. No pienso darles ese gusto.
Sí: sobrevivo a una fauna extinguida. Pero no hay ningún mérito en ello. Vivir es sólo una costumbre, ¿no cree usted? Todos jugamos al ajedrez con el destino. Sabemos que no podemos ganar, pero sentimos la necesidad de oponer resistencia. A mí, en cierto sentido, el destino me dio jaque en una sola jugada. Fue el día en que Alfonso XIII ofreció su mano a la dictadura del general Primo de Rivera. Así terminó la constitución que Cánovas y Sagasta habían preparado para su padre. ¡Qué acto más indigno! Católico, faltó a su juramento sobre los Evangelios; rey, violó la palabra real.
He pasado mucho tiempo pensando en aquel día. Cuando uno, como yo, se encuentra con pie y medio en la tumba, puede reflexionar tranquilamente sobre el pasado. Años después, en su destierro romano, el mismo rey me dijo que se había dado cuenta, muy pronto, de las consecuencias de su acción. Fue en el Gran Hotel —creo que no me confundo—, un año antes de la última guerra civil, en una recepción organizada con ocasión de la boda del infante don Juan y doña María de las Mercedes.
—Los errores del monarca en el Antiguo Régimen recaían sobre los ministros de la Corona —me dijo su majestad ante un grupo de monárquicos entusiastas, caballeros y damas de la aristocracia que rivalizaban en punto a demostrarle su adhesión—; los errores del dictador sobre mi cabeza, que lo había escogido.
Don Alfonso parecía agotado, como si hubiese acabado de realizar una prolongada marcha por el desierto. Había envejecido y engordado. Fumaba sin cesar pitillos negros, gruesos, de buen tabaco habano, y se le notaba embargado por oscuros presagios. La impresión que produjo en mi ánimo no pudo ser más triste.
—Pero ¿qué podía hacer? —añadió sin ganas de seguir la conversación, con el bigote y unos ojillos desoladamente históricos—. Ustedes, señor Iturbe, parecen no tener memoria y tratan de olvidar adónde habíamos llegado con el abuso del parlamentarismo, con aquellas carreras disparatadas por el poder y aquellas zancadillas que perjudicaban a todos y no beneficiaban a nadie. Ya no recuerdan el rastro de pánico dejado por los pistoleros anarquistas en los palacios de Barcelona ni la huelga general del 17 ni la agitación popular por el desbarajuste de Marruecos.
Sí, fue el mismísimo rey quien liquidó la monarquía. Y con ella, este país. Y, en la empresa, no sólo le ayudó el simplón Primo de Rivera. También colaboraron los mismos jovencitos que iban a salvar la nación de los políticos decimonónicos. Los mismos que exclamaban que los dos partidos dinásticos que se turnaban con amañada regularidad en el poder —el conservador y el liberal— conducían al país a la ruina. Algunos, ahora, se pasean desconcertados por el destierro, como Edipo en su palacio de Tebas, incapaces de levantar la cabeza de las profundidades por la bárbara sacudida. ¿Conoce la tragedia de Sófocles? Terrible, ¿verdad? Aquel infeliz aturdido por el horror, golpeándose los ojos con los broches…
Hay que saber mirar, sí. Por mi parte, vi muy pronto la que se nos venía encima. Supe verlo en el volcán de la Semana Trágica de 1909, cuando la protesta por la aventura colonial en Marruecos se convirtió en una verdadera insurrección, Barcelona quedó incomunicada, los republicanos de Lerroux incendiaron conventos e iglesias y el Ejército tuvo que emplear la artillería para aplastar la furia de los revoltosos.
—Temo, os lo confieso —le dije a Canalejas mientras aún llameaban los conventos e iglesias de la Ciudad Condal—, que el clima de violencia se extienda a todo el país. Esa chusma anarquista, socialista y republicana es despiadada, capaz de todo. Se lo digo con el corazón. Aunque sea tapándonos las narices, hemos de apoyar a Maura en esto. Maura es orgulloso. Y, si ahora le apuñalamos por la espalda, no lo olvidará nunca.
—¡Maura! —gruñó Canalejas arrojando los periódicos sobre la mesa de su despacho—. No me hable de ese energúmeno. Maura no puede continuar. Su sentido de la autoridad le desborda; su tozudez le ciega. Tenga confianza en mí, amigo Iturbe.
—¡Pero hablamos de terroristas! —repuse alarmado—. Son los mismos que arrojaron la bomba en el Liceo, los mismos que asesinaron a Cánovas y atentaron contra su majestad. Temo, repito, que si no apoyamos a Maura en esto la crisis que se avecina contribuya a derribar la monarquía. Aquí, la revuelta no se prepara, está preparándose siempre.
Canalejas se echó a reír.
—En eso tiene usted razón, amigo Iturbe. El odio, en este país, prende como la hojarasca.
—Por eso mismo no debe sumarse a esas protestas —insistí por última vez—. ¿Acaso si subimos al poder empujados por republicanos y socialistas no daremos el triste ejemplo de que en España se mudan los Gobiernos por las protestas del anarquismo internacional?
Eso le dije. Pero él… ¿Qué hizo? Se propuso abrir la puerta de la nación al huracán de las masas. Decepcionó a todos. Lo asesinaron, sí. Veo que está al corriente de nuestra historia reciente. La gente, hoy en día, no quiere saber nada. Al contrario, su ambición es olvidar lo poco que alguna vez supieron. Y quizá hagan bien. Perdone, pierdo el hilo… Canalejas, claro. Días antes, durante una conversación en El Ateneo, me había confesado que él no tenía nada de optimista, que era preciso aprender a mirar, mirar a la cara, eso dijo, al mundo que nos había tocado vivir.
—¿Usted piensa que podemos seguir describiendo este país como una lucha entre leones y serpientes? Las serpientes, por supuesto, son los demás. ¿Usted cree eso? No, amigo Iturbe. Dada la situación, sería una ligereza imperdonable. ¿No comprende, estimado amigo, que si combatimos la corriente de los tiempos sólo conseguiremos apresurarla? ¿No entiende que taponar las soluciones supone atizar la hoguera de la revolución social, que en una forma u otra, o por la fuerza o por el derecho, ha de consumarse? Hoy, amigo Iturbe, el único reinado respetable es el de los hechos.
Pobre Canalejas. Después de todo, quizá tenía razón. Pero no le dejaron gobernar. Lo mataron un 12 de noviembre. Lo recuerdo como si acabara de suceder. Lucía un sol frío, desangelado. Canalejas cruzaba la Puerta del Sol sin apresurar el paso, sin ninguna escolta. Como de costumbre, se detuvo en el escaparate de la librería San Martín, a contemplar, vea usted, un mapa que daba a conocer el escenario de la guerra balcánica. Fue entonces cuando el anarquista Pardiñas se abalanzó sobre él, rozándole el gabán, y a quemarropa hizo fuego.
—¡Mueran los tiranos! —gritó aquel energúmeno mientras enarbolaba la pistola como si fuera la mismísima Declaración de los Derechos Humanos.
Canalejas cayó fulminado. Y, con él, se desplomó también la unidad del Partido Liberal, que ya nadie pudo rehacer.
Pero usted no ha venido a escuchar las penas de un anciano que lo mezcla y confunde todo. Usted me ha peguntado por Ángel Bigas, ¿no es cierto? Sí, claro que lo recuerdo. Era un niño vanidoso, con la cabeza llena de nubes. Lástima de muchacho. Su mal fue nada más y nada menos que la vida misma, su trámite, sus exigencias, su afán. No estuvo nunca preparado para ella.
A propósito, antes, cuando hablamos por teléfono, usted dijo que había tenido una entrevista con Carmen Bigas. ¿Es cierto? ¿O son imaginaciones mías? He oído que no se relaciona con nadie, que no recibe visitas ni correspondencia, que no acepta ninguna invitación y se pasa los días sin hacer nada, sentada junto a la ventana de su alcoba, hundiéndose en un tiempo que no es el suyo, como si estuviese escuchando el rumor de la lluvia. Dicen que las hierbas agrietan el tejado de la casa y el agua se cuela en el interior. ¡Habladurías! Resentimiento, seguramente. Es el festín sobre las ruinas. Esta gente es como la hierba que crece bajo las encinas; se deja pisar fácilmente, pero con igual facilidad se endereza.
¿No se trata de rumores? Me entristece saberlo. Me entristece pensar que la historia del padre se repite en la hija. Algunas veces me acuerdo de ella. Cierro los ojos y la veo como fue en tiempos ya remotos. Veo aquella muchacha hermosa, de ojos grandes y pelo castaño. Un talle perfecto, un rostro encantador. Veo a la jovencita de escote generoso que bailaba en el salón del Palacio de Portugalete. Recuerdo las fiestas en aquella casa. Y su pose señorial, fría, tan escrupulosa en su afán de crear distancias. ¿Quién, en aquella época, después de bailar con Carmen Bigas, no sintió el corazón retumbando atronadoramente en los oídos? Era, se lo aseguro, un magnífico bocado, el producto más deseado que se paseaba entonces por los salones de Bilbao y Portugalete: una rosa abierta y codiciable, engendradora de deseos tristes y mortales. Muchos, permítame la confesión, nos sentimos tentados de vender el alma al diablo, especialmente los que ya habíamos dejado de ser jóvenes.
Créame. Eso es lo que nos diferenciaba a nosotros, viejos leones de la Restauración, de los jóvenes de la generación de Ángel Bigas. Sus pasiones eran más caras que las nuestras. ¿Qué necesitábamos nosotros? Mujeres, romances. No, no vaya usted a pensar que existe en esto que le digo alguna carga maliciosa o cínica. La mayor alegría, la mayor tentación, del alma y del corazón, son las mujeres. Nuestra época fue la época de las entretenidas. Ellos, en cambio, tenían grandes ideales. Se criaron melancólicos y paliduchos, siempre con la palabra «¡crisis!» sobre sus cabezas. Aseguraban que haber nacido español y haber nacido maldito era la misma cosa. En realidad, eran ya viejos antes de salir del vientre materno. Necesitaban cambiar el mundo. Y eso no tiene precio. ¿Se acuerda usted de esos versos de Machado?… «Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón…». Sabe de qué hablo, ¿verdad?
¿Eso le ha contado ella? Sí. No miente. La ciudad nunca vio tanto lujo como el que exhibió la familia Bigas en las fechas en que la reina Cristina, entristecida, gobernaba con Cánovas y Sagasta. Y más tarde, incluso, en la época de la Gran Guerra. Por aquel tiempo todo el mundo hablaba de las fiestas de verano en la mansión de los Bigas. Toda la gente clasificada de bien recibía invitaciones. En la noche, las ventanas de todas las salas y galerías de la mansión permanecían encendidas. En la madrugada, cuando comenzaban a apagarse las luces, salía de las caballerizas un carromato cargado con las sobras de la gran cena para ser repartidas en el mercado, con un letrero que decía: «Del baile de anoche en el palacio Bigas». Sí… Aquella mansión era una isla de vida en medio del gran teatro de la abulia en que languidecían las gentes opulentas de aquí. Por sus salones desfiló toda la sociedad de la provincia. De allí salieron planes proteccionistas, manipulaciones y vuelcos electorales, acuerdos para comprar votos, casamientos. Allí Carmen Bigas conoció a su marido, un joven que pasaba por ser uno de los más distinguidos de la villa, un antiguo estudiante de Deusto que sabía sonreír como en su día sonreían los banqueros genoveses mientras su ciudad se pudría bajo el esplendor. Aún me parece oír la música, las risas, los carruajes que iban arriba y abajo de la explanada. Aún recuerdo muchas de las obras que se representaron en el teatro del jardín. Una noche, con diez años, Ángel causó la admiración de los invitados al recitar fragmentos del Antonio y Cleopatra de Shakespeare… Marco Antonio, moribundo en los brazos de la reina de Egipto, pide un poco de vino, y dice:
No deplores ni te apene el miserable cambio de fortuna
con que termina mi carrera; mejor alivia tu dolor
con el recuerdo de mi antigua suerte, cuando fui
el más grande y noble príncipe del mundo.
Hoy me da por recordar versos. Los viejos tenemos muy buena memoria para las cosas que aprendimos en la juventud. Unos versos, por cierto, premonitorios. ¿No cree? Sin embargo, en aquel tiempo la grandeza de los Bigas resplandecía con caracteres de permanencia eterna. En aquel tiempo no era posible negar que aquella familia se encontraba bien protegida por pulidas y brillantes murallas.
«Bigas, Martínez Rivas y Chávarri son el Estado», se exclamaba entonces.
¿Qué le decía? Ah, ya recuerdo, la velada, Marco Antonio y Cleopatra, Egipto… No. No todo era tan hermoso. Tiene usted razón. Aquel período no fue una época dorada más que en un leve barniz. Usted sabe lo que eran las minas entonces. Cuatro millonarios explotando un rebaño de miserables. Esclavos venidos de todas las provincias para dejarse los cuerpos perforando galerías, volando barrenos, partiendo los trozos de mineral con picos y azadones, acarreándolo en las vagonetas. Esclavos que trabajaban desde las cinco de la mañana hasta el anochecer, dormían hacinados en mugrientos barracones y engañaban el estómago con agua sucia o vino de las cantinas.
Eso eran las minas: la codicia de los altos, frente a la humillación de los bajos. Eso era Bilbao. De un lado, la minoría afortunada, que levantaba, para recreo de sus ocios, los palacios de Las Arenas y Portugalete, y las espléndidas mansiones del Ensanche. Del otro, la mayoría de los desventurados, guareciéndose en esos valles y colinas que infundían espanto, partiendo la vida entre el sombrío hormiguero de la mina y el barracón inmundo.
¿El beneficio social del progreso? ¿Eso le ha dicho Carmen? Don Alejandro Bigas fue un hombre extraordinario, eso es cierto. Un hombre riquísimo y voluntarioso, un clásico producto de su tiempo, derrochador, ingenuo y liberal, con una creencia en el progreso muy de nuestra época y una intuición para los negocios que en ocasiones hicieron de él un precursor. Pero, créame, aunque tenía sus diferencias con los Chávarri, Martínez Rivas, Gandarias, Casa Torre, nunca se apartó de esa bestia rampante y conservadora que era la Piña.
¡Qué tiempos aquéllos! En Vizcaya, sabe usted, los candidatos no eran nombrados ni por el Gobierno ni por los partidos políticos, sino por un grupo pequeño de industriales conocido popularmente con el expresivo nombre de la Piña, que don Alejandro ayudó a crear. Puede creerme, porque de algún modo yo soy su memoria, su beneficiario, su encarnación. Jamás presencié en ninguna otra región del país tanta osadía ni tanta desvergüenza para corromper el sufragio. La Piña manejaba todas las armas, las lícitas y las ilícitas: la compra de votos, el soborno, la coacción, la denuncia. Lo falseaban todo. Lo volvían todo a su favor.
¿Quién, en esa época, podía pensar que los Bigas terminarían viviendo de leyendas, más que de recuerdos, y acabarían extinguiéndose? Pero así es. Fueron arrollados por el desastre, sin saber cómo evitarlo, sin casi darse cuenta de ello. Allá, en un triste panteón del cementerio de Portugalete, reposan casi todos.
¿El hundimiento del Crédito de la Unión Minera? Exagera. Vuelve a exagerar. ¡Pobre Carmen! Quizá enloqueció del todo. Con el tiempo, seguramente, ha construido esa versión. Y ahora debe creérsela a pies juntillas.
Déjeme que le cuente… Todos, al concluir la Gran Guerra, pensábamos que don Alejandro era fabulosamente rico. Pero el asunto era que su fortuna se iba a pique. De pronto, ya no se podía contar con la creciente marea de la demanda exterior ni el alza espectacular de los fletes. Habían terminado los días de trepidante euforia; los días de fabricar a todo gas unos productos que encontraban comprador rápido y al mejor precio; los días en que cualquiera que tuviera un barco, más o menos navegable, lo cargaba de alpargatas o de tripas de cordero y se hacía millonario en un par de meses. Todo eso había acabado. Vea usted, el año 20 marca la caída. La crisis incubada desde el final de la guerra golpea los negocios y extiende sus negros vapores por Bilbao. Todo se resquebraja. Se producen las primeras quiebras y suspensiones de pagos. También se resienten los asuntos de don Alejandro, que se dio cuenta de que había llegado la peste, el fin de la Arcadia. Por aquellas fechas, comenzó a desprenderse de su flota y parte de sus últimas y desastrosas inversiones. Al menos eso es lo que se rumoreaba en Madrid. Que, a pesar del aparente esplendor, toda la estructura de su fortuna amenazaba con venirse abajo. Que minas, fábricas y palacios estaban hipotecados. Que el Banco Vizcaya le había protestado varias letras. Sí. Las deudas se le acumulaban en el escritorio. Tan mal llegaron a estar las cosas que, en un aparte confidencial que tuvo conmigo poco después del golpe de Estado de Primo de Rivera, me confesó alarmado:
—Estoy al final de la soga, senador. Se lo digo, al final de la soga.
Ésta era la situación de don Alejandro. La quiebra de la Unión Minera, de la que Carmen, seguramente, no le ha contado todo lo que sabe, sólo aceleró la agonía, perdiendo a don Alejandro en un laberinto de humillación y engaños. Y distanciándolo para siempre de su familia política, los Arieta, que le habían metido en aquel agujero negro… Sí. Los Arieta. Eso he dicho. Fue su yerno, Eusebio Arieta, quien animó a don Alejandro a entrar en negocios con aquellos estafadores del Crédito. El marido de Carmen, en efecto.
Cambió. Don Alejandro cambió mucho entonces. Dejó de ser un hombre arrogante para convertirse en un hombre huraño. Sí. Sí. Todo aquel asunto le afectó demasiado. No pudo resistirlo. Era ya excesivamente mayor, un anciano en realidad, para protegerse. Al principio, como una fiera acosada, se dio de baja de todos los clubes, de todos los casinos, y se encerró en el salón rojo de la mansión de Portugalete. Allí permanecía horas y horas sin decir una palabra, absorto en las lenguas de fuego que lamían la chimenea. Tan inaccesible como los muertos y los dioses.
—Probablemente —conjeturó Carmen en una ocasión— tiene la cabeza llena de escenas de su juventud. De la guerra civil. De los tiempos en que mamá y él se prometieron…
Pero Carmen se equivocaba. Aquella actitud podía dar la impresión de que don Alejandro estaba entregado a los recuerdos. Pero no era así. Estaba desmoronándose. Después de unos meses, empezó a colmar los silencios de la casa con monólogos que flotaban en su rostro como sobre un pozo de aguas negras. No había sabido escoger a sus allegados. Todos ellos le habían aconsejado mal. Habían abusado de su generosidad. Todos le habían traicionado.
Poco a poco la gente se convenció de que se había vuelto loco. Y, por fin, las personas que antes le habían adulado y perseguido en su afán de participar, aunque sólo fuera como espectadores, del triunfo frívolo, de las fiestas fastuosas, dejaron de ir a verle. Muchos se dieron el lujo de condenarlo, de repudiar sus flaquezas, ignorando todo lo demás, todo lo que don Alejandro y su familia habían supuesto para la región. Otros, simplemente, lo olvidaron.
¿Yo? Sí, es verdad. Desde el golpe de Estado de Primo de Rivera, me había retirado a Bilbao. Me alojé en esta misma casa del Ensanche, y seguí visitando el palacio de don Alejandro. Pero con escasa frecuencia. No era agradable, ¿entiende? No. Ya no era él. Sólo su sombra. Todo recuerdo de la antigua fortaleza había desaparecido. Su rostro tenía esa desencajada expresión de las máscaras funerarias helénicas. Los ojos hundidos, como dos huecos negros. En cuanto a su estado nervioso, mejor no hablar. Dios y el tiempo parecían sus obsesiones. Cierto día, y sin venir a cuento, me dijo:
—¿Por qué ha renunciado Dios a su política de fuerza?
Era una tarde radiante de junio. Él estaba sentado en el jardín, con las piernas envueltas en una manta escocesa. Sus delgadas manos, semejantes a garras, jugaban blandamente con un sombrero.
—¿A qué política se refiere? —inquirí.
—El diluvio universal. Los huracanes… Todas esas cosas del Antiguo Testamento.
—¿Acaso piensa que el diluvio puede exterminar a más gente de la que aniquiló la guerra pasada? —pregunté—. ¿Más que Verdún, más que la batalla del Somme?
Don Alejandro movió la cabeza afirmativamente, riéndose entre dientes. Y dijo:
—Ah, viejo zorro, aquí están de nuevo las consignas de Canalejas.
—Es posible que así sea —respondí—. Pero he de confesarle que yo ya no soy el mismo de entonces. Eran otros tiempos, llenos de preocupaciones, pero alegres. Hoy nada de aquello tiene sentido. Todos van detrás del dictador. Van como siempre. Porque les conviene. Créame, hoy sólo fructifican las envidias de sacristía y el afán de hacer dinero al precio que sea.
Don Alejandro rio estrepitosamente. Después se quedó mirándome en silencio durante un rato. De pronto, dijo:
—Ojalá hubiera otro diluvio y este país acabara sumergido en el mar.
Luego me habló de Ángel. Me dijo que era el único que podía entenderle, que Ángel sabría nadar bajo el diluvio.
—Ángel —dijo— no es de ningún sitio.
Por un momento creí ver el destello de una antigua luz en sus ojos. Pero fue un espejismo. Súbitamente, volvió a las laberínticas cuentas de su desgracia, mezclando dicterios tremebundos, acusaciones, espías. Parecía atrapado en un remolino aterrador.
—Voy a contarle un secreto —me dijo.
—Usted dirá.
—Desde la quiebra de la Unión Minera no dejan de acosarme. Han cortado el teléfono y por las noches se introducen en la casa. Les oigo revolver entre las sombras. Buscan algo. Lo sé.
Así vino a sorprenderle la muerte. Fue Carmen quien me contó cómo había sucedido.
Atardecía, y don Alejandro se hallaba sentado en el jardín. Miraba el mar. Una de las sirvientas le había puesto un viejo sombrero y se disponía a taparle las piernas con una manta cuando murmuró:
—Hace años, en una noche así…
Pero no siguió. Hizo una pausa. Y al rato se puso a hablar de propiedades hipotecadas y a lanzar vituperios contra su yerno:
—¡Yo les voy a enseñar! ¡Les voy a enseñar el precio de la mentira!
La sirvienta lo miraba estupefacta. No por lo que decía, sino por el desfallecimiento progresivo de su voz, el desamparo de su expresión, el espanto de sus ojos. De repente, se interrumpió. Pudo volver la cabeza hacia la casa y retirar la manta. Y quizá pensó en el viejo piano donde Isabel Young tocaba las sonatas de Beethoven, destinado a decenios de polvo, y en la pobre Isabel, que ya era polvo también. Con un profundo suspiro y temblando como con espasmos, intentó levantarse.
—Todos ellos. Todos… Y también yo. Es una pesadilla…
Y cayó al césped como quien se cae a un abismo.
El doctor Hurtado acudió media hora más tarde y no hizo más que corroborar el fulminante fin.
El funeral lo recuerdo bien. Poca gente. Las ciudades olvidan muy pronto a sus potentados. Y don Alejandro ya no era el gran hombre de principios de siglo. Me acuerdo. Sí. Ángel caminaba rígido detrás de la carroza donde habían cargado el féretro. Tenía los ojos secos y sostenía del brazo a su hermana. Les seguíamos unos cuantos carcamales.
¿Se da usted cuenta de que la muerte del padre es inseparable de la tragedia del hijo? ¿Se da usted cuenta? Si mal no recuerdo, Ángel Bigas abandonó la carrera diplomática por entonces. Sí, sí. Algo misterioso hay en esa decisión. Pero supongo que nunca se sabrá la verdad.
Todo el mundo comentó su participación en la trama revolucionaria del Turquesa, como es natural. El asunto pasó a boca del pueblo y cuando esto sucede ni Dios hace callar a los mudos. Sin embargo, en mi opinión no se esclareció nada. Sí, las investigaciones fueron pormenorizadas. Ni el juez ni nadie dudó de que Ángel hubiera actuado junto a Echevarrieta y a los exiliados portugueses en la compra de las armas. ¿Pero a qué nivel? Ésa es la cuestión. ¿Y con qué pruebas afirmar, como hizo parte de la prensa, que conocía el verdadero destino de las armas? Rumores y más rumores. Permítame que le recuerde que no se puede emitir un juicio basándose en la intuición. O, peor aún, en los vapores de nuestra charca política. La prensa más reaccionaria explotó la oportunidad para lanzar una campaña contra las fuerzas de la masonería, el bolchevismo y el socialismo. Todavía recuerdo los gritos de júbilo de algunos cuando se descubrió el alijo en Asturias:
—¡Cómo! ¿Armas? ¿Echevarrieta? ¿Bigas? ¿Contrato del año 32? ¡Azaña! ¡Azaña! ¡Ya le hemos cazado!
Aquellos ilusos sólo consiguieron levantar un pedestal de oro a la figura de Manuel Azaña. Y por el camino lanzar a los cuatro vientos de Europa eso de que el Gobierno español había estado maquinando contra la dictadura de Salazar en Portugal. ¡Qué desatino! ¡Qué imprudencia!
Todo duerme ahora bajo una gruesa y sanguinolenta capa de tierra. ¿No lo cree así? Allá usted, joven. Allá usted. Yo sólo le digo, por su bien, que perderá el tiempo, y no sacará nada en limpio. Aunque consiga esclarecer los hechos, le faltarán siempre los motivos. Y eso no es lo peor. Preguntar por Ángel Bigas, le repito, pondrá otra vez sobre la mesa sucesos que van a incomodar a muchas personas. Hágame caso. Piense que a nadie le gusta que metan las narices en su pasado. Y menos aún cuando se ha sepultado una época con ríos de sangre y sólo los enterradores trabajan con entusiasmo.
¿Entiende lo que quiero decir? No. No creo que lo entienda. En cualquier caso, si desea seguir su investigación debería hablar con Horacio Echevarrieta. Si alguien sabe qué ocurrió me imagino que es él. Don Horacio siempre tuvo un conocimiento sin rival del mundillo político bajo cuerda. Todo de todo. Y en este caso concreto estoy seguro de que sabe más de lo que dijo ante el juez. Aunque supongo que, estando como está en paces con el presente, no le agradará nada su visita. ¿Usted irá a verlo? Dígale entonces, dígale, que el senador Iturbe le envía saludos.