Carmen Bigas Young

Portugalete, 10 de octubre de 1950

¿Ha visto la casa? Es un lugar triste, ¿no cree? Ya nadie se acuerda de cómo era antes. Pasan los años y se olvida todo. Todo se olvida. ¿Usted sí se acuerda? Entonces coincidirá conmigo en que ese edificio de muros leprosos y ventanas tapiadas no es ni la sombra del que conoció. Los rojos arrasaron con todo cuando se retiraron de Bilbao. Todo lo saquearon. Todo lo echaron a las llamas: los muebles ingleses, el piano que vio bailar a mamá y a los abuelos, los papeles de Ángel, las primeras ediciones de Stendhal…

¿Qué queda en pie de sus salas, de sus galerías, de sus escaleras, del laberinto maravilloso imaginado por el abuelo? Un vasto solar. Del enorme jardín tampoco ha sobrevivido nada. Maleza, zarzas, setos de madreselva que nadie ha podado en años. Apenas unos cuantos árboles, mendigos a quienes la brisa del mar arranca sus últimos harapos. Y las ruinas del pequeño teatro que hizo levantar mi padre para las noches de julio y agosto, con un alfombra de hierbas muertas entre las butacas, en el escenario.

Oh, sí, la puerta de hierro sigue en pie, pero se habrá dado cuenta de que ya no conduce a ninguna parte.

¡Cuántos sentimientos derrochados entre aquellos árboles! ¿Quién los ha recogido? ¿El viento? ¡Cuando veo a los golfillos de la vecindad hacer de las suyas en mi jardín, gritando en mi propia casa!

—No pienses en ello, mamá —me dice Javier—. No vale la pena preocuparse por el pasado. Tenemos que vivir.

Y, créame, trato de no pensar en ello. Procuro acordarme de que ya no me queda mucho tiempo para pensar en nada. Estoy vieja, lo ve usted. No tengo más que los huesos.

Pero ¿cómo olvidar? Hay cosas que no se pueden olvidar. Sólo tengo que cerrar los ojos. Y todo está exactamente igual que entonces. Me veo vistiéndome para ir a una de las fiestas de verano en casa de mi padre. Aquí mismo, ante ese mismo espejo, con la modista arrodillada a mis pies. ¡Ay, aquella casa! ¡Cómo he bailado yo en aquella casa!

Yo era toda una dama, igualita, igualita que mi madre. Todo el mundo lo decía. Un día que tenía fiebre, cuando era niña, el médico me miró mientras me tomaba el pulso y antes de irse me tocó la nariz:

—Esta niña —dijo— es muy guapa. Es el vivo reflejo de su madre en un espejo.

Mi padre se irguió un poco y miró al doctor como solía mirar cuando hablaban de ella. Él se había casado con mi madre porque se había enamorado, y esto, en aquel mundo y en aquella época, era algo excepcional.

—¿Usted cree?

¡Conservo tan pocos recuerdos de ella! El murmullo de su beso de buenas noches; las canciones en inglés para dormirme; su rostro ondeando a la luz de una vela… Hay una imagen que aún puedo ver, como en sueños. Voy descalza a su habitación a decirle buenas noches. Ella está en camisón, ante el espejo del tocador. Toma mi mano y la pone sobre su redondeado vientre. La miro sin comprender. Ella tiene lágrimas en las mejillas. ¿Por qué llora?

Falleció cuando yo tenía cuatro añitos, de una hemorragia durante el parto de Ángel. Mi padre se resistía a hablar de ella, y en la casa sólo quedaban esa fotografía que ve ahí y unos cuantos libros de poesía inglesa. Shelley y Byron, principalmente. Ahora pienso que es peligroso aprender a ver la vida a través de los sueños de los poetas. Pero entonces yo creía descubrir en los versos de aquellos dos las huellas de mi madre, como si ella continuara llenando las páginas con su presencia.

¿Eso le ha dicho mi hijo? Sí, es verdad. Siempre estuve orgullosa de Ángel. Sus novelas y artículos. Sus coqueteos con la bohemia literaria de Madrid. Su inclinación por una elegante carrera que le permitió conocer medio mundo. Su prisa por vivir. Tenía algo único y radiante, algo que ni siquiera el tiempo y los desengaños lograron cambiar.

No. Mi hermano no nació para una existencia de pequeñas penas o pequeñas alegrías, ni para hablar de negocios como si se tratara de algo muy serio y de ello dependiera el destino del mundo. Había demasiada vida dentro de él.

—Yo no me ocuparé de altos hornos ni de vapores —recuerdo que me dijo al cumplir los once años—. No me instalaré en ninguna parte. Me agarraré a mi cima.

¡Once años!

Sí. Sí… Es verdad. Cuando Ángel volvía de sus largos destinos diplomáticos, estaba ansioso por hablar, y me encontraba a mí ansiosa de escucharle, así que nos quedábamos despiertos en el salón de la casa hasta altas horas de la madrugada. Yo le oía hablar de sus viajes y me emocionaba hasta el punto de que me parecía compartir con él la música y la risa de aquellas ciudades remotas. A su alrededor, todo era una aventura. Junto a él, yo estaba a millas y millas de distancia de esta tierra de turiferarios donde el resentimiento y la envidia mueven montañas.

Ahora pienso que la magnificencia de mi padre, que parecía esparcir oro con la mirada y hacía que los hombres se agolpasen a su alrededor en busca de favores, tuvo por fuerza que marearme. ¡Imagínese, una casa donde comían ministros y generales, senadores y a veces presidentes de Gobierno! Aunque me moría de admiración por mi hermano, en el fondo me encantaba aquella vida de pompa y oropeles. Las veladas musicales en las noches de invierno, las fiestas con los reyes en el Sporting, las excursiones en yates y automóviles, las cenas de verano en la casa de mi padre, con tantas luces de colores como para convertir el jardín en un gigantesco árbol navideño, las charlas y risas entre los cócteles de champán y las estrellas, los bailes de disfraces, los cotilleos políticos…

¿Por qué fue así? ¿Por qué tuvieron que suceder así las cosas? Todo ha sido saqueado, traicionado, vendido.

Si usted supiera… ¡Las cosas eran tan diferentes en tiempos del abuelo! Y mi padre, que era el rey Midas. Todo, entonces, gozaba de armonía: los oficios religiosos, los bailes, la gente, los modales. Ahora todo ha perdido su esplendor. Ahora sólo hay una chusma de abogados, de raposas y estraperlistas. Y qué olor, qué olor desprenden: a guerra, a muerte. Somos nosotros, los Bigas, quienes fundamos y creamos la riqueza de esta región. Pero ¿acaso alguien nos lo ha agradecido? Sí, hombres como mi padre, o como mi abuelo Ramón, que decía que los ministros, en España, salían como las sardinas, baratísimos.

—Lo importante no es ser ministro…

Parece que aún estoy viéndole, alto y destartalado, apoyándose tembloroso en su bastón de puño de oro, con los ojos fieros y grandes, las cejas de escarabajo y una barba muy blanca.

—Ser más que ellos, eso es lo que importa. Tenerlos comiendo de tu mano. Y, cuando llega el momento, usar de ellos como se usa de un lacayo. Si los hubierais visto, como yo, opinar de los negocios, pedir y mendigar, tendríais de ellos el mismo concepto. Todos son iguales. Traicionarían a su madre si eso les reportara algún beneficio. No, no. Lo inteligente es conservar las riendas del poder. Pero en la sombra. Que ellos se lleven la parte de cielo y de sol que quieran.

Aquella declaración de principios sonaba en los labios del abuelo como una advertencia, tanto más contundente cuanto más empeoraba la situación en las minas.

—¡Tan ricos como Alejandro Bigas! —Solía decir la gente.

Mi padre era un hombre práctico: sembró y cosechó a la vez con el aluvión de oro en que se convertía el mineral de las Encartaciones cuando llegaba a la Ría camino de Inglaterra. Mientras otros perdían su fortuna apostando a la victoria del pretendiente carlista o se dormían sobre el mapa del tesoro, él aprovechaba sus estudios en Bélgica para convertir la vieja fábrica del abuelo en una gran siderurgia con cientos de obreros. Mientras otros compraban minas para vendérselas al mes siguiente a los aventureros ingleses o franceses que llegaban detrás, él conectaba las del abuelo con altos hornos que ardían día y noche en la orilla del Nervión y adquiría una flota de vapores que entraban y salían por la boca de la Ría cargados con los terrones rojos arrancados de las montañas.

¡Las cosas como son! Bilbao y Portugalete hablaban de Alejandro Bigas con envidia y respeto. Tenía muchos enemigos, pero nadie dejaba de reconocer su sagacidad en los negocios. Ni siquiera los socialistas, que andaban por los barracones y cantinas urdiendo sus huelgas y sueños criminales. Ni siquiera ellos cuestionaban su espíritu precursor, su fama de luchador victorioso.

—Todo lo que Bigas toca lo transforma en oro —dijo Prieto de mi padre en una ocasión.

¡Oh, sí! Esto era el cuartel general del socialismo español. Por toda la región, los socialistas celebraban reuniones secretas con la esperanza de hacer volar la ciudad por los aires. Los oradores arremetían contra injusticias imaginarias e intercambiaban visiones distorsionadas sobre los pocos que todo lo poseían y los muchos que no tenían ni donde caerse muertos. Teñían el cielo del color más negro, y no se imagina las caras de preocupación en casa cuando los mineros se lanzaban a la huelga. ¡Qué horror! Hubo una vez… En una ocasión, los mineros estuvieron a un suspiro de linchar a mi padre. Fue en la huelga de 1903. Recuerdo que la confusión era enorme. Se decía que los mineros habían golpeado a los capataces, quemado las casetas, volcado las vagonetas y cortado los cables de los tranvías aéreos. Recuerdo un tropel de obreros recorriendo las calles, apedreando tiendas y farolas, deteniendo la circulación de trenes y coches de alquiler, dando vivas a la República y gritando «¡abajo los jesuitas!». También recuerdo a los guardias a caballo. Y recuerdo grupitos de niños correteando por las riberas del Nervión, cantando alegremente:

—¡Los mineros han matado al señor Bigas!

Mi padre regresó al caer la tarde, pálido como un muerto. Su rostro parecía tallado en hielo. Pero a Dios gracias estaba vivo.

—¡El diablo sabe cómo acabará esto! —rugió el abuelo, convencido de que sólo el Ejército podía pacificar las minas—. ¡Si sabré yo lo bárbaro que hay que ser en este país para llegar a algo! Esos socialistas sólo saben hacer huelgas y pegar tiros, y aún pretenden que se les dé la razón. Fusilarlos a todos, eso es lo que habría que hacer. Eso serviría de lección. Cualquier otro método es golpear en hierro frío.

¡Si usted hubiera conocido a mi padre antes del cambio de siglo! Sí, mi padre fue un hombre magnífico. Fuera de lo normal. A su exquisita sociabilidad sumaba una adoración sin fisuras a la religión liberal del bisabuelo: el capitán afrancesado que regresó a Bilbao con la amnistía concedida a los exiliados por Fernando VII e inició una vida de agitación, de viajes por las minas de las Encartaciones y planes sonámbulos en el escritorio.

¡Ay! El pobre papá creía en el nombre, en la fama, en el puesto a ocupar. Puede parecerle a usted ingenuo, incluso probablemente le haga sonreír, sobre todo después del horror de la última guerra. Pero mi padre creía en la posteridad, creía en el gran beneficio social del progreso. Para él, un empresario era un protector de la humanidad, y una huelga un atentado contra la sociedad. Tenía nobles principios. El abuelo Ramón, en cambio, era como una araña, un capitalista puro y duro, un halcón que despreciaba los discursos. Su cabeza sólo incluía una cuestión definitiva: el enriquecimiento. Lo demás era tan efímero como la vida misma. Tenía un pésimo humor. Y cuando se irritaba se le veía el fondo de los ojos. Entonces parecía un tigre dispuesto a saltar sobre su presa.

—Eso del progreso… ¡Las ganas! No hay progreso —decía dirigiendo miradas furtivas a mi padre—. Quiero decir progreso moral. Lo que hay es un movimiento hacia delante. O el paso del tiempo, que no se puede calificar de bueno ni de malo, como no se puede decir que un automóvil sea más moral que una berlina.

Comer o ser comido, ésa era la filosofía del abuelo. Igualita que la de mi marido y mi suegro.

—Uno no es nada sin sus pertenencias —nos dijo una noche a Ángel y a mí—. Al final de la vida, un hombre es lo que ha logrado reunir.

Dicen que en las casas viejas siempre hay algún fantasma. Yo nunca vi ninguno en el Palacio de Portugalete, pero cuando era niña tenía la impresión de que los retratos del salón no dejaban de observar nuestros movimientos desde el más allá, de que esas miradas voraces podían errar en cualquier dirección, seguirme por la casa y atrapar el menor de mis gestos. Aquel afrancesado del que antes le hablaba, muerto en la primera guerra carlista, con su espeso bigote y uniforme militar, tieso y anticuado. Aquella señorona que parecía vestida para la ópera de París, morena, áspera, dura. Después, los abuelos: él con su mirada de halcón, ella, un poco cansada, de una belleza rubia a punto de marchitarse. Ambos pintados por Federico Madrazo. También estaba el tío Eugenio, que había muerto muy joven, durante el tercer sitio. Y los tíos abuelos: Rosa, que se casó con un negrero conocido en las factorías de la costa de Guinea y en los puertos antillanos, y Gustavo, con su mirar sonámbulo y su bigote rubio, la bestia negra de la familia, de quien apenas se hablaba en presencia del abuelo Ramón.

Recuerdo que, cuando estaba de buen ánimo, mi padre nos contaba historias que poco a poco desvelaban los secretos de esos rostros. Las historias de Bilbao y Portugalete, por lo menos su tradición viva, cabían en aquellos cuadros familiares. Napoleón y el exilio del bisabuelo en París, las guerras civiles y la granada carlista que cayó en la casa, matando al tío Eugenio, las aventuras comerciales del abuelo entre guerra y guerra, las grandezas de ultramar, los negocios de las minas.

A mí me aburrían aquellas historias, pero mi hermano Ángel seguía la voz de mi padre embobado. Hubiera podido pasarse horas y días escuchando aquellos relatos que nunca se remontaban más allá de Carlos IV y la invasión francesa.

De todas aquellas evocaciones, sobresalía una que encandiló la imaginación de Ángel: la historia del tío abuelo Gustavo, que había llevado una vida apasionada y brillante en tiempos de Isabel II. Era poeta y liberal, como su siglo, y había luchado en la campaña de Marruecos junto al general Prim.

Al parecer, a su regreso de África, el tío abuelo Gustavo había sentido la tentación de Méjico y del imperio que Maximiliano de Habsburgo quiso crear en aquella parte del continente americano. Según mi padre, en 1863 embarcó para Veracruz en una fragata que antes había pasado por La Habana. En la inmensa cloaca de Veracruz —entonces aquel puerto era como el infierno de Dante—, el tío abuelo Gustavo se unió a las tropas francesas y austríacas que apoyaban al archiduque de Austria.

—A decir verdad —nos explicaba mi padre—, sólo perseguía una aventura lejos de España, asfixiada bajo las posaderas del general Narváez. Y la encontró, una aventura que casi le cuesta el cuello.

Maximiliano fue emperador de Méjico tres años: introdujo el cristal, el champán, el vals y todas esas cosas que adornan la existencia. Pero Francia retiró su ejército y los revolucionarios del indio Juárez lo fusilaron. Fue tras la derrota de Querétaro. Mi tío abuelo también cayó prisionero entonces, aunque milagrosamente escapó del piquete, y diez años más tarde estaba en Belgrado combatiendo como oficial serbio contra la Sublime Puerta, matando turcos hasta que los turcos lo mataron a él.

A diferencia de los abuelos, que le habían condenado al ostracismo por el perfume libertino que había dejado a su paso, a mi padre no le importaba compartir con nosotros los últimos brotes de aquella oscura historia familiar.

Fue en una ciudad perdida de los Balcanes, una ciudad lejana y desconocida para nosotros.

—En una escarpada colina donde se encontraban las ruinas de una iglesia, el oficial turco levantó el sable, que dio un vivo reflejo.

Todavía me parece escuchar las descargas de fusilería en aquella colina de los Balcanes. Veo con la misma claridad al oficial turco que se destaca del piquete y venda los ojos del reo con un pañuelo. Puedo ver a mi tío abuelo quitándose la venda, tieso como un poste de telégrafo, encarando orgullosamente los siete fusiles que le apuntan al pecho, con los ojos abiertos, casi desencajados.

—Pum…, pum…, pum…

Sí, tiene usted razón. Aquellas historias que murmuraban como el mar y olían a pólvora y a flores desconocidas marcaron la vida de mi hermano. Los viajes fueron después como un hermoso sueño, pero las horas más dulces y sosegadas siempre estuvieron aquí, en Portugalete, en esa casa hoy ruinosa y mugrienta.

Todos los niños tienen un escondrijo donde les gusta refugiarse, soñar. El mío era el pequeño teatro que mi padre ordenó construir en el jardín. El de Ángel era el mirador donde le gustaba pasar las últimas horas de la tarde. Allí, se llenaba los ojos con el gran desfile náutico que ofrecía la desembocadura del Abra y que su imaginación prolongaba más allá de los mares. Allí, en la tarde a punto de extinguirse, mientras el sol anaranjaba los árboles, Ángel leía y leía. Nadie se atrevía a molestarle. Ni siquiera el abuelo, a quien no le gustaban esos momentos de ensoñación. Recuerdo que cuando se lo encontraba con la mirada perdida a lo lejos o sumido en las páginas de algún libro, rugía:

—Tantos sueños y papeles muertos ahúman el cerebro.

Nunca olvidaré el día en que Ángel encontró en la casita del jardín algunos de los más preciados recuerdos del tío abuelo Gustavo: un sable enmohecido, una medalla de plata y oro con el retrato del emperador Maximiliano, un puñado de cartas donde se narraban los últimos días del imperio americano del archiduque. Recuerdo que se pasó tardes enteras dejándose los ojos en aquellos papeles.

Por entonces, era un muchacho tranquilo, muy pálido, y arrogante como un príncipe. Tres cosas le encantaban: el mar, los desteñidos mapas de América y la triste historia de la dulce esposa de Maximiliano, la emperatriz Carlota, que a su regreso a Europa se había sumergido en las aguas de la locura, y en los atardeceres melancólicos; cuando las últimas luces del día rayaban los espejos del castillo de Bouchout, donde estuvo recluida casi sesenta años, se sentaba al piano e interpretaba el himno imperial de Méjico, que ya sólo ella recordaba. Le cuento como lo contaba papá. Me lo sé de memoria:

—La emperatriz Carlota —decía con su voz corpulenta— acariciaba las teclas de su piano Biedermeier creyendo que su amado archiduque seguía siendo emperador.

Años después, Ángel me escribió una carta sólo para contarme que había visto a la antigua amiga y después adversaria de Carlota, la emperatriz Eugenia de Montijo, la esposa de Napoleón el Chico. Recuerdo… Sí, decía que, dando un paseo cerca del Retiro, Pérez de Ayala le había señalado en el fondo de un carruaje a una señora exangüe, todavía erguida, con rastros aún de aquella belleza que había cautivado al París del Segundo Imperio:

—Esa vieja dama —contaba que le dijo su amigo Pérez de Ayala— es la emperatriz Eugenia.

Por aquellos días, se comentaba que un guarda había multado a Eugenia por cortar una rosa en el jardín de las Tullerías, y que, galantemente, el alcalde republicano de París le había enviado al hotel todas las rosas de sus antiguos jardines.

¡Ay! Parece mentira que hayan pasado tantos años y que hayan llegado y se hayan ido todos esos días. El día que tienes tu primer baile. El día que te casas y después nace tu primer hijo. Y cuando llega la muerte y todas las horas se vuelven una sola… ¡Ay, era un jovencito tan encantador! Recuerdo que a los catorce o quince años empezó a escribir en un cuaderno con tapas de piel que guardaba bajo llave en el cajón de su escritorio. Un día descubrí dónde escondía la llave y abrí el cajón. Encontré el cuaderno, que, una vez abierto, tenía casi el doble de su grosor original. Había fragmentos de las cartas escritas por el tío abuelo Gustavo desde Méjico, notas de un diario, párrafos cuidadosamente copiados de los Episodios nacionales y La cartuja de Parma, mapas del imperio americano soñado por Maximiliano de Austria… Recuerdo que al ojear apresuradamente aquel cuaderno mi vista cayó sobre una palabra y una fecha: Méjico, septiembre de 1865.

¿Ha leído La sombra del aventurero? Sí: su primera novela. Pues bien, los párrafos que yo leí aquel día pertenecen a esa novela o, si lo prefiere, aquella novela de Ángel tiene su origen en los relatos de mi padre y en las cartas del tío abuelo Gustavo.

Léalo. Lea si no le importa. Ahí tiene el libro. Sí, en voz alta.

Méjico, septiembre de 1865. He decidido quedarme. Vagas razones, difíciles de explicar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que se encamina derecho hacia la muerte, entre la incomprensión y las intrigas de quienes deberían ser sus más firmes apoyos. Hoy, en presencia de Herzfeld, su alteza imperial me ha confesado:

«No me hago ninguna ilusión. El imperio puede derrumbarse con las tormentas. Yo puedo perecer bajo él. Pero nadie me puede privar de la conciencia de haber colaborado con buena voluntad a una idea noble y esto es siempre mejor y más consolador que pudrirse en la vieja Europa sin hacer nada».

Tiene que perdonarme, me quedan tan pocas fuerzas. Sí, tiene usted razón, apenas hemos hablado del Turquesa. Pero, en fin, podemos abordar ese asunto en otro momento. Se nos ha hecho tarde. Venga mañana si lo desea. ¿Le parece bien la misma hora? Entonces, perfecto.

Pero déjeme añadir una cosa. Mi hermano era un hombre de corazón. Sobre todo, era noble: un ser ingenuo, confiado, hermoso. Él…, él nunca anduvo en negocios con Azaña y Prieto, como se dijo en la prensa. Él no era un revolucionario ni pertenecía a ninguna sociedad secreta.