Javier Arieta Bigas

Bilbao, 30 de septiembre de 1950

¿Para qué hurgar en eso? Ha pasado tanto tiempo. ¿Para qué remover esas aguas? Hubo una investigación. Hubo procesados. Hubo un decreto de amnistía. ¿Por qué ocuparse de ese desagradable asunto ahora? No pretendo ocultar nada. ¿De qué me serviría negar que mi tío fue uno de los sospechosos en el sumario del Turquesa? Recuerdo su nombre destacado en los titulares, junto con el de Azaña, Prieto y Horacio Echevarrieta. Sólo quiero decirle que la situación era muy confusa. Tras la caída de la dictadura y el fracaso del Gobierno Berenguer, todo habían sido estallidos. Desde el año 31 mi padre solía decir:

—El cielo está rojo como la sangre en el mar.

¿Negoció con los socialistas la compra de armas para la Revolución de Octubre? Nunca lo sabremos. Murió dejando un enigma que ha de quedar sin respuesta para siempre. Como un vacío en un mapa.

Se lo cuento tal y como se lo oí contar al servicio… Volvió de un largo paseo. Cruzó la verja de hierro y entró rápido por la puerta principal. Sí, la casa del abuelo era ya entonces un hotel. Un hotel pequeño: diez habitaciones, comedor en la planta baja, pianista en la terraza para la sobremesa nocturna. El tío Ángel ocupaba la suite de la primera planta. Allí vivía entre viaje y viaje, con sus libros, el gramófono, algunos recuerdos de mi familia y una doncella que no había querido despedir. Aquella noche saludó a la doncella y se dirigió al salón. Allí dio cuerda al mecanismo de una caja de música que había traído de Rumanía: era una delicada pieza de la que brotaba con fidelidad el delgado manantial de una canción zíngara. Al parecer, se quedó escuchando, de pie en la oscuridad, como en un sueño. Luego se dirigió al despacho contiguo, dejando la puerta abierta para no perderse ni una sola de las notas que desgranaba aquella cajita. El disparo sonó como si hubiera estallado un globo gigantesco.

¿La razón? ¿Acaso pueden saberse esas cosas?

Para mi madre la muerte del tío Ángel fue un cataclismo. Nunca olvidaré el día que mi padre le informó de lo ocurrido. Fue como si todo, todo, callara y se coagulara de repente en sus ojos. Y también como si todo palideciera de súbito. Todo, el jardín y sus enredaderas, los cuadros de los salones y las arañas gloriosas.

—¡Ni una sola palabra! —nos dijo más tarde a mis hermanos y a mí.

No debía hablarse de lo ocurrido con nadie. Ni con amigos ni con vecinos ni con el servicio y aún menos con extraños. Ella misma se recluyó en un largo mutismo. Un silencio amargo, de arena, como el silencio del desierto, se extendió por la casa. Habitaba con nosotros. Era uno más. Yo tenía dieciséis años, y recuerdo que me pasaba los días mirando por la ventana. Nada se movía tampoco en el jardín. Y, desde aquella quietud desesperante, oía la voz del cura, tras la puerta entornada de la habitación de mi madre:

—Recemos para que Dios se apiade de su alma.

—Su alma… Su alma… —susurraba ella.

Vea usted. Fue la primera vez que sentí que la tristeza se apoderaba de mi madre. Parecía, si me permite la expresión, una estatua antigua cayéndose a pedazos, encerrada en un vértigo de ecos. En la iglesia, el día del funeral, le dio una crisis de llanto tan fuerte que tuvieron que llevarla a casa. La gente no salía de su asombro.

—Con lo orgullosa y dura que parecía —susurraban.

Dijeron mil cosas. Fue lo peor de su calvario: las dudas. La familia había comenzado a irse a pique con la ruina del abuelo y nadie sabía si eran ciertas las historias que empezaron a circular sobre el tío Ángel, qué había hecho o dejado de hacer.

Nunca volvió a ser la misma. Entiéndalo: el tío Ángel era los ojos por los que veía mi madre. A ella cualquier cosa que hiciera su hermano le parecía bien.

—Es incorregible —solía repetir—. Es diferente a los demás.

Y lo era. Su sonrisa, su manera de hablar, sus modales obraban un efecto casi mágico sobre todos. Yo le veía como a un ser nacido de los libros.

Ella era feliz cuando mi tío Ángel estaba en Portugalete. No celebraba reuniones sin él, y le hacía contar historias sobre las ciudades en las que había estado. Él hablaba entonces de Bucarest, de Sofía, de Constantinopla, y después de Salónica y Constanza, y también de Atenas y Roma y Caracas. Había estado en todas partes. Recuerdo que decía que el mar Negro atesoraba, sumergido, un torbellino de ejércitos, caballos y carretas: los que huían de las invasiones bárbaras y los que venían con ellas. También recuerdo cuánto le gustaba a mi madre oírle describir Bucarest: la calle Victoria, los restaurantes al aire libre en las noches calurosas, el hotel restaurante Capsa, con sus espejos dorados, turbios por haber reflejado tantos rostros.

Yo prefería la conversación del tío Ángel a todas las aventuras escritas por Julio Verne. Tenía el don de crear una atmósfera y de envolverse en ella, como en una capa. Tenía esa aura de realidad, de invocación: el encanto del encantamiento… Y uno, al escucharle, sentía que se encontraba muy lejos, en otra parte.

—A ese desierto acuático…

Aún me parece oír las palabras exactas con las que una noche inició uno de sus relatos sobre Constanza.

—… A esa tierra de soledades que hoy decoran hoteles y palacios fue mandado al exilio por Augusto el poeta Ovidio. Aunque el escritor se queja amargamente en sus versos, el castigo impuesto por el emperador fue pequeño si lo comparamos con los impartidos en aquellos tiempos. ¿Cuál fue la culpa de Ovidio?

Mi madre siempre decía que mi tío hubiera destacado en la Florencia de la peste o en el Bagdad de Harún al-Rashid. A mi padre, en cambio, aquellas veladas no le gustaban nada. Mi padre vivía en un mundo de banqueros y prestamistas, un mundo de corsarios, una tierra en la que mandaba la codicia. Para mi padre escribir una novela o recitar versos era una prueba de mal gusto o una manía propia de chiflados. No, no. Escribir estaba bien para gente absurda, zarrapastrosa y tabernaria. No para personas correctas y distinguidas. Eso pensaba mi padre. Sin embargo, no osaba oponer sus argumentos ante aquel prestigioso viajero que tanto maravillaba a su esposa. La prudencia le recomendaba escuchar al tío Ángel.

¡Ha pasado tanto tiempo! Dieciséis años es casi una eternidad. ¿Qué interés tiene volver la vista al pasado? ¿Qué hay en él? Lápidas manchadas de sangre. Puertas selladas. Tumbas que nunca devolverán sus muertos.

Vino el juez, la policía… Alguien, en algún momento, dijo:

—Perdió el juicio, como el padre.

Y la espontánea autoridad de su voz dio la tónica a los rumores, hasta que unos días después saltó a los titulares el asunto del alijo de armas capturado en Asturias. Sí, el caso del vapor Turquesa.

No le veré más, me decía. Ha muerto. Se ha matado.

Desde luego, el tío Ángel no volvió de entre los muertos, pero su sombra siguió habitando el silencio de la casa, los chismorreos de los cafés y los salones, las habladurías y fantasías que su desventura provocó. Una mañana mi padre entró en casa como un huracán y arrojó un periódico sobre la mesa del comedor. Señalando los titulares, que hablaban de las tropelías cometidas en Asturias por los revolucionarios, dijo en voz alta:

—A esto conducen las aventuras de tu hermano. Todo cuanto se diga de la bestialidad de los mineros en Asturias es poco. Dentro de cien años, se seguirá recordando el horror. Oviedo, Carmen, es una ciudad muerta. Dicen que da la impresión de una ciudad devastada por un ejército invasor o un seísmo espantoso. Manzanas enteras de soberbios edificios se han venido abajo por la explosión de toneladas de dinamita. He aquí los planes de los amigos de tu hermano.

—Nadie nunca va a saber qué clase de hombre fue Ángel —dijo entonces mi madre, mordiéndose los labios.

Pocos meses después mi padre decidió despacharme a Londres. ¡Londres en los años treinta! Se podrá imaginar. Las primeras semanas fueron como una inundación de imágenes y de sensaciones que no dejaron en mi conciencia el menor rastro de vida anterior. Me olvidé de él, desde luego. Me olvidé de todo. Poco a poco, la figura del tío Ángel se fue desdibujando en una lejanía plácida, inofensiva. Una fotografía cada vez más borrosa. Ni siquiera las cartas de mi madre enturbiaron el decorado de mi felicidad… Entiéndalo, cuando se es joven el tiempo pasa rápidamente y el pasado envejece sin darse uno cuenta.

No. Ya no volví a verles. Ni a mi padre ni a mis hermanos. No, en Pamplona. Cuando el levantamiento militar, yo me encontraba en Londres y me las arreglé para pasar, por Francia, a Navarra, que estaba en manos del general Mola. Allí me enteré de su muerte. Los apresaron al poco de comenzar la guerra. Los encontraron en el sótano de casa, donde se habían escondido. Los denunció alguien, claro. De otro modo, no se explica.

Una noche, según la versión de mi madre, llegó a la casa una turba de milicianos. A empujones los metieron en un camión y los condujeron a los Ángeles Custodios, una de las prisiones habilitadas para acoger a los detenidos políticos. Allí permanecieron hasta que una tarde la chusma asaltó las cárceles. Los degollaron y prendieron fuego.

No sé por qué le cuento esto. A veces me parece que no salimos nunca de lo mismo. A veces pienso que los milicianos que asesinaron a machetazos a mi padre y a mis hermanos combatían con los máuseres que dijeron transportaba el Turquesa.