—Así son las cosas en este país. Así las hemos forjado, querida… Ahora nos toca pagar la cuenta. Y más vale que aprendamos a aceptar la realidad tal como es —dijo Gabriel Ocampo, marqués de Briñas, a su esposa, y se quedó clavado en el suelo, ante la ventana que daba al jardín, hundido en secretas reflexiones.
El marqués era nuestro amigo y nuestro anfitrión. Agustín y yo observábamos su repentino ensimismamiento con afecto, mientras la noche caía de golpe, como si el ramaje de los árboles la hubiera estado conteniendo en su caída. Alto, de bigote blanco y pelo blanco, los años habían trabajado su rostro como artesanos refinados, despojándolo de cuanto no fuera imprescindible para mantener la piel sobre la fina arquitectura de los huesos.
—¡Gabriel! —exclamó Hortensia—. ¿Hablas en serio?
—Y tan en serio —contestó el marqués.
—¡Pero, querido, eso es terrible! Te has vuelto espantosamente pesimista —replicó Hortensia, y nos miró melancólicamente, como esperando que Agustín y yo arropáramos su protesta.
La marquesa se había quitado las lentes de plata, y su rostro, como de retrato antiguo, volvió a parecerme hermoso.
—No se puede matar a un hombre como a un perro —dijo—. No se puede.
Pensaba, sin duda, en Javier Ybarra, a quien un comando de ETA había asesinado vilmente unos días atrás, abandonando su cadáver en los bosques del alto de Barázar, bajo un montón de ramas de pino.
—No hablo del terrorismo —dijo el marqués con una sonrisa—. Me refiero a las ideas.
—¿La idea del pillaje, del asesinato, del comunismo? —replicó Hortensia despectiva.
Una pausa se abatió sobre todos, un pozo oscuro y silencioso del cual sólo salimos cuando Hortensia recuperó la frialdad patricia de su mirada.
—Sólo espero una cosa…, que mueran a plomo —dijo súbitamente—. Espero que los generales salgan de los cuarteles. Y aquí paz y después gloria.
—¿Los generales? —suspiró el marqués amargamente—. Los generales no pueden hacer absolutamente nada, querida. Nada que sirva para algo. Cuanto más hagan, peor.
—Bueno, dime entonces qué se puede hacer —preguntó Hortensia. Sus ojos eran dos brasas ardiendo—. ¿Quedarnos sentados ahí? ¿Y dejar que esa gentuza nos pisotee como a un trapo sucio? ¿Es eso? ¿Eso es lo que te propones?
—Esperar, querida —respondió el marqués—. Es lo único que se puede hacer. Es lo único que podemos hacer: quedarnos sentados y ver por dónde sale el sol.
Hortensia callaba. Estaba pálida, furiosa, y miraba con desconfianza a su marido, que continuó hablando con una voz sentenciosa, escogiendo muy bien las palabras:
—Las cosas nunca serán como antes. Jamás se repetirán por mucho que nos empeñemos. Los tiempos pasados no son viejos, Hortensia, están muertos. Tan muertos como un disco roto. Recuerda lo que dijiste la noche del incendio del Marítimo. Es el fin, querida. Supongo que el único fin que nos merecemos —añadió, bajando la voz.
Se hizo el silencio de nuevo, únicamente interrumpido por el viento, que gemía entre los árboles del jardín.
—Tiene gracia. Parecemos los personajes de aquella novelita de Ángel Bigas —comentó Agustín de pronto. Y añadió—: El sitio.
Aquel comentario no me sorprendió en absoluto. Era muy propio de Agustín. Era su procedimiento de siempre, que consistía en lanzar una pompa de misterio, la cual reventaba después sin ruido y dejaba escapar formas deslumbrantes.
—¿Qué sitio? —dijo Hortensia—. ¿Qué novela? Por Dios, Agustín, déjate de literatura.
Agustín dibujó una sonrisa.
—¿No conocéis la novela? —preguntó.
Agustín se quedó esperando y, como nadie dijo nada, recordó una vez más esa historia que él, según contó, había leído en su infancia. La historia de los descendientes de un coronel de las guerras carlistas enriquecido con la trata de esclavos. La historia de una familia que, arruinada a finales del siglo XIX, vivía en una melancolía amarga, en la memoria del viejo espadón, en los recuerdos del esplendor perdido, en el culto a los murmullos y las voces del pasado. La historia de unos seres asediados por el paso del tiempo, ese ácido implacable que disuelve glorias militares, pudre cancelas de hierro forjado, retuerce persianas, agrieta muros, arranca ventanas, revienta tuberías, despelleja ladrillos y maderas, profana salones, devora retratos.
—Vivimos en ese aleteo fantasmagórico —concluyó entre elegíaco y burlón.
—¡Qué perspectiva! —exclamó Hortensia bruscamente.
—Me acuerdo de Ángel Bigas —dijo el marqués algo sorprendido por el tono de su mujer.
Y añadió:
—Un iluso, un loco. Acabó como sus personajes.
Hubo un silencio. El marqués volvió la cabeza hacia la ventana y hundió sus ojos nuevamente en la noche. Pasados unos minutos oímos su risa.
—¿Te ríes de algo? —preguntó Hortensia fríamente.
—¿Cómo? —preguntó el marqués, a su vez, sin volver la cabeza.
—Preguntaba si te reías de algo.
—Sí —respondió el marqués y volvió a reírse—. Estaba pensando en Carmen Bigas, la hermana. Recuerdo que, después de la guerra, tenía la costumbre de sentarse horas y horas en la ventana de su alcoba con unos gemelos de teatro.
—¿De veras?
—Sí. Desde aquí se vería la casa si aún estuviera en pie, sobre los acantilados del Abra. Allí… Era un palacete inspirado en los chalés de las playas de Ostende, proyectado por un arquitecto belga, un edificio de tres plantas, con muchas ventanas pintadas de azul y un gran balcón de mármol rosado. Recuerdo que algunas noches uno podía ver su sombra en la ventana.
—Siempre me pareció una chiflada —zanjó Hortensia rápidamente, imponiendo a su alrededor un infranqueable círculo de orgulloso desamparo.
Al rato se disculpó. Le dolía la cabeza. Se puso en pie con una serie de garbosos movimientos y abandonó el salón. Pocos minutos después, Agustín y yo nos despedíamos también. El marqués nos acompañó hasta la puerta, y permaneció allí un rato, con las manos en los bolsillos, dentro de un agradable cuadro de luz. El viento se había calmado, dejando una noche brillante y silenciosa, con alas que golpeaban entre los árboles. Y yo, que había sentido el cosquilleo de una curiosidad absoluta, desde un principio insaciable, me preguntaba quién era Ángel Bigas y qué trágico espejismo había dominado su vida, y pensaba en su hermana, sentada en una de las ventanas de aquella casa arrasada por las piquetas y las excavadoras, contemplando con sus gemelos de teatro no sabía qué ni por qué.
¿Hay una historia? Si hay una historia, no me pertenece. Si hay una historia, su dueño es Agustín Rotaeche. A él le correspondió interpretar el papel de Sherezade. Sin Agustín, yo no estaría escribiendo sobre un tiempo que las palabras no recuperarán jamás; sin él nunca habría leído El sitio ni habría sucumbido al hechizo de Ángel Bigas, cuya borrosa existencia fue como un veneno, como una civilización antigua que permite olvidar la realidad y encontrar el espíritu de las leyendas, como una música nocturna perdida en la distancia.
Todos los socios de la Bilbaína conocían a Agustín Rotaeche, a quien los más cínicos del club habían dado el mote de «el Lord». Agustín procedía de una vieja y acaudalada familia que había ganado una gran fortuna en Cuba y había vuelto a España tras la pérdida de las últimas colonias. Era un hombre elegante, de cultura enciclopédica y gustos refinados. Tenía unas entradas muy amplias y un bigote a lo Clark Gable, como su mirada. Una mirada de galán antiguo.
De Agustín se contaban historias extrañas. Algunos creían que había combatido en Rusia con la División Azul y que después había llevado una existencia mundana en casi todas las capitales de Europa. Otros aseguraban que había malgastado su fortuna persiguiendo ciudades bíblicas en el desierto del Yemen. También se decía que era un espía inglés, que había vivido un drama sentimental tan despiadado como bizantino con una dama americana afincada en Venecia y escrito una novela autobiográfica que escandalizaría al mismísimo Don Juan de Tirso de Molina. Sin duda, el misterio, en que siempre le gustó envolverse, daba pábulo a éstos y otros rumores que ya no recuerdo.
—¿Sabes qué pienso? —me dijo en una ocasión Juan Pablo Fusi—. Que se puso al servicio de los alemanes para espiarlos. El aventurero que llevaba en la sangre le conducía a esas cosas. Estaba hecho para ser un espía.
Cuando le conocí —en el verano de 1970—, Agustín vivía solo en un palacete del Campo Volantín, en la orilla derecha de la ría del Nervión, una antigua casona que su padre había levantado a principios del siglo pasado a imitación de los palacios de Normandía. Por entonces apenas viajaba, y sus únicas correrías eran las que efectuaba por las librerías de viejo de Madrid y Barcelona.
—Envejecer es eso —me dijo en una ocasión—. Pasear la sombra de un cuerpo que fue, de un rostro que es otro.
Una rutina, concertada como un reloj, era su manera de soportar la vejez. Todas las mañanas caminaba pesadamente hasta el café Toledo, en plena Gran Vía. Allí desayunaba, leía y observaba a la gente. Más tarde, en la Bilbaína, asistía a una tertulia de viejos amigos en la que se empezaba discutiendo sobre si Casanova era un fanfarrón o apenas había contado una parte de sus aventuras amorosas, y casi siempre se terminaba especulando sobre el destino de las grandes dinastías de Occidente, marcado a menudo por esas bodas fatales hechas con evidentes fines políticos y que cambiaban luego toda la historia durante siglos. Almorzaba tarde, siempre fuera de casa, y después se dejaba caer por el café Oliver, donde solía cenar.
Hay días en que vuelvo a verlo en el Oliver, sentado en una de sus mesas. Siempre coincidíamos allí. Siempre me saludaba de la misma manera. Tan pronto como me veía entrar, esbozaba una sonrisa, me invitaba a su mesa y decía:
—¿Cómo está hoy la joven promesa de nuestra historiografía?
Después me contaba innumerables anécdotas, que casi siempre le llevaban a la misma conclusión. Todo era vulgaridad. Desde que los fascistas y los comunistas trajeran la plaga del tuteo, ya no existían las buenas maneras, no ya en el ámbito familiar y social, sino en el de las relaciones internacionales y su principal instrumento, la diplomacia.
—En modo alguno bromeo, mi joven amigo —subrayaba con afectada ironía—. Se lo digo con toda seriedad. La cortesía, algo tan olvidado y desdeñado, es, sin duda alguna, el antídoto más eficaz y antiguo que ha inventado el hombre para mantener a raya su instinto de primate sanguinario. Por desgracia —se lamentaba— nos ha tocado vivir la peor y más estúpida de las épocas. Éste es el siglo de la grosería. Y las cosas van a peor. Recuerde a Jruschov golpeando su pupitre con el zapato para pedir la palabra en las Naciones Unidas.
Para mí, conversar con Agustín Rotaeche significaba entrar en contacto con la Europa aniquilada por las dos guerras mundiales. Hasta el modo en que se dirigía a los camareros del Oliver o el estilo insólito con que encendía y fumaba sus cigarrillos parecía cosa de lejanos tiempos. A mis ojos era una figura antigua, enigmática, una especie de animal prehistórico.
—Antes —recuerdo que me comentó en una ocasión, insistiendo en la vulgar estupidez de nuestro tiempo—, en las antiguas biografías, se procuraba enlazar con los semidioses y aún con los dioses. Esta mañana he leído la biografía de un importante político norteamericano. Allí se alaba la humildad de su origen, se glorifica la oscuridad de su familia, se exaltan sus apuros económicos. ¡Qué hubiera pensado Plutarco!
Lo que más admiraba de Agustín era su facilidad para contar historias y crear una suerte de encantamiento que disolvía la cotidiana rutina de sus interlocutores. Podía pasarse horas enteras hablando con ingenio de cualquier tema: de la caza de leones en África, de la muerte del jovencito Luis Napoleón en tierras zulúes, de las obras perdidas de Petronio, del viaje de Gabriele D’Annunzio y Eleonora Duse a Venecia, del enigma del ejército persa de Cambises, sepultado en el desierto por una gran tempestad de arena, de una señora que una vez se sentó a su lado en una cena en el Ritz de Madrid y presumía de su árbol «necrológico».
A pesar de la diferencia de edad —en 1970 tenía sesenta años, treinta y dos más que yo—, fuimos buenos amigos. En su carácter, como en el mío, había elementos de inmadurez, lo que nivelaba el terreno y allanaba obstáculos. Yo le trataba de usted y él, esquivando el untuoso trato con que habitualmente se ha obsequiado a los jesuitas en Bilbao, solía llamarme «mi joven amigo». En ocasiones le acompañaba a almorzar a la casa del marqués de Briñas, con quien, además de un sereno escepticismo ante las mudanzas que impone la política, le unía la misma pasión por la historia y las páginas de memorias ilustres. Siempre me decía:
—Siga escribiendo, mi joven amigo, siga escribiendo. Pero olvídese del espíritu científico; entre los historiadores, lo simplifica y falsea todo.
Hoy, al recordar la primera vez que hablamos de Ángel Bigas, me pregunto si ya entonces me eligió para que diera coherencia a la investigación a la que él, secretamente, había dedicado una parte sustancial de su vida, persiguiendo, juntando, recosiendo las versiones y variantes de los hechos con el apremiante objetivo de hacerlos hablar, y también los rostros, las sonrisas, las heridas, los remordimientos. Hoy pienso que me eligió porque yo era arrogante y joven, y porque también yo, como él, vivía en dos mundos: las lecturas y conversaciones hasta el amanecer y la realidad amenazada de una ciudad donde todo parecía venirse abajo.
Pero entonces, cuando aquella noche de junio abandonamos la mansión de los marqueses de Briñas, ¿cómo iba a presentir la historia que desenterraría mi curiosidad por Ángel Bigas, cómo iba a sospechar la extraordinaria influencia que aquella sombra del pasado había ejercido sobre la existencia de mi amigo? Jamás había escuchado de sus labios su nombre. No sabía lo que significaba para Agustín, ni tenía relación con ninguna de las anécdotas que le había oído contar en el curso de nuestra amistad.
—¿Quién es Ángel Bigas? —pregunté tan pronto como Agustín puso el coche en marcha.
Aquella noche Agustín no parecía con ánimo de extenderse.
—¿Ángel Bigas?… Uno de esos hombres que se dan poco en España, y si se dan son malgastados —se limitó a responder con la mirada turbia de cansancio—. Otro día, mi joven amigo, le contaré a usted su historia —añadió, antes de entrar en uno de sus tradicionales pozos de silencio.
Aquella respuesta evasiva aumentó mi interés, pero no insistí más en el interrogatorio. Sabía que, como todas las historias de Agustín, aquélla estaba sometida a una adecuada secuencia, y que sólo cuando ésta se diera plenamente abriría la puerta de sus recuerdos.
Así ocurrió una semana después, en la tarde de un domingo que se empeñó en que almorzáramos juntos en el Oliver, uno de esos días sofocantes en que el verano de Bilbao parece tener condición de eternidad. Después del café, mientras saboreaba su habitual whisky escocés con hielo, desenvolvió un pequeño paquete que había traído bajo el brazo y dijo:
—Espero, mi joven amigo, que esto satisfaga, en parte, su curiosidad.
Entonces vi El sitio por primera vez, en un ejemplar de la primera edición —Calpe, 1921—. Recuerdo mi entusiasmo, que Agustín celebró con una vaga sonrisa aprobatoria. Recuerdo que aquella misma tarde, en cuanto llegué al colegio mayor, empecé a leer el libro lleno de curiosidad, y que antes de haber leído diez páginas esa curiosidad se había convertido en gratitud hacia Agustín por habérmelo descubierto. Recuerdo que tan pronto como acabé la historia volví a leerla de un tirón, y también que pasé la noche en vela, leyendo, releyendo, las doscientas páginas de la novela de Ángel Bigas, con la cabeza colmada de imágenes, de secuencias y episodios narrados en un estilo entre poético y sumario, con paréntesis reflexivos en los que una pretensión demasiado ambiciosa del conocimiento de las quimeras humanas revelaba la juventud del autor.
A quienes hayan leído El sitio y sean susceptibles al fetichismo literario no les costará entender el efecto que sus páginas produjeron en mi interés por Ángel Bigas. Me sentía como si hubiera desenterrado un tesoro. De pronto, mis investigaciones sobre la organización eclesiástica en la época de la Restauración —los años invertidos en el análisis crítico de la Iglesia española, el entramado de sus desconocidas finanzas, sus querellas políticas, su instinto de supervivencia, su oportunismo, su rabioso temporalismo— parecieron algo sin color comparado con la necesidad de saber más acerca del autor de aquella novela que dejaba en el paladar un relente de locura y desolación. ¿Cómo había sido su vida realmente? ¿Había escrito más novelas? ¿Qué clase de aventuras y decepciones le habían acercado a los personajes de su libro? ¿Por qué no había oído mencionar nunca su nombre?
Al atardecer del día siguiente fui al café Oliver en busca de Agustín. A él le complació mi interés y respondió a éste con su tradicional estilo divagador. ¿Me había percatado de que toda la novela era un laberinto de muchas puertas y de que cualquiera de ellas servía para entrar en las habitaciones canceladas del pasado?
—Se lo digo, mi joven amigo, con la seguridad de quien la ha leído por lo menos media docena de veces —comentó Agustín—. Ninguna novela evoca tan serpentina y traviesamente el paso del tiempo. ¡Aquella ciudad en que todo era tan engañoso, tan frágil, tan lleno de aventura! Los tesoros de las minas y los barcos, las calles y los palacios. Los palacios, sí. Y el carnaval de la fortuna resbalando sobre las pestilentes aguas de la Ría. Pero, claro —precisó poniendo una mano sobre la vieja edición de Calpe—, una lectura tan historicista soslaya lo principal: el mundo que Ángel Bigas creó de pies a cabeza, un mundo que debe más a la imaginación y a la fuerza convulsiva del relato que al escenario que le sirve de materia prima.
Tras un silencio cortés, decidí recuperar el control de la situación e insistí en el interrogatorio.
—¿Qué sabe del autor? ¿Qué puede contarme de Ángel Bigas?
—Por supuesto, por supuesto —repitió Agustín, y se habría dicho un hombre feliz cuando, después de prender un cigarrillo, sus ojos volvieron a encontrarse con los míos—. No hay otra tragedia en la historia de la generación arrogante y orgullosa de la Gran Guerra. Hablo —puntualizó— en lo que respecta a Bilbao, a Portugalete, claro. Ningún otro héroe digno de ser recordado. Atractivo, rico, con talento, lo tenía todo para alcanzar la cumbre del Olimpo. Pero su temperamento le jugó una mala pasada. Me acuerdo de los recortes de los periódicos donde se hablaba de su muerte prematura, que mi padre guardaba en un cajón del escritorio, junto con cartas, papeles y documentos diversos. Decían que se había suicidado. Al parecer, había dejado una nota. También se revelaba el contenido de la supuesta nota: «Morir es diferente de lo que todos suponen, y más fácil». A partir de ahí empezaban las conjeturas, las historias imaginadas y tristes sobre su destino, los rumores sobre su participación en el asunto Turquesa y otras oscuras empresas que tocaban terrenos vedados por el código penal.
—¿El Turquesa? —hice notar sorprendido, irguiéndome un poco, interesado por esa mención de la temeraria aventura que tantos quebraderos de cabeza había dado al socialista Indalecio Prieto en el año 34.
—Supongo, mi joven amigo, que esa historia sí la conoce —dijo Agustín.
—La conozco perfectamente —confirmé—: Las gestiones secretas de Prieto, el acuerdo con los republicanos portugueses, el cargamento de armas para la Revolución de Octubre, el encarcelamiento de Horacio Echevarrieta, las acusaciones contra Azaña…
Agustín hizo un movimiento de aprobación.
—Una locura —comentó—. Una empresa con el sello de lo ilusorio.
Sonreía, satisfecho.
—Hoy muy pocos recuerdan a los Bigas —prosiguió, recobrando el hilo de su discurso—. Sin embargo, a finales del siglo XIX —evocó—, era una familia muy ilustre. Muy antigua, y con influencia en los círculos liberales de la corte. Pero con las viejas familias pasa lo que con las civilizaciones: un día decaen y mueren. En concreto, a los Bigas les ocurrió lo que a Venecia, que fue la leona solitaria, la más experta y desaprensiva amasadora de fortuna, y hoy es un melancólico decorado para turistas.
Su voz tenía un tono solemne, como si aún le obsesionara el recuerdo de la decadencia y extinción de los Bigas. De pronto se quedó callado. Por un momento se había ido a otra parte, a otra época. Agustín era propenso a esas intermitencias. A veces daba la impresión de habitar una lejanía.
—A menudo, la vida hace ciertos ajustes de cuentas que no es aconsejable pasar por alto —dijo al fin, sugiriendo que sabía de qué estaba hablando porque también él había recibido esa lección—. Son como balances que nos ofrece para que no nos perdamos muy adentro en el mundo de los sueños.
Hizo otra pausa para llevarse el vaso de whisky a los labios, y después, sin apartar los ojos de la novela que me había regalado, comenzó nuevamente a evocar los tiempos de su infancia, cuando nadie se mostraba indiferente al apellido Bigas.
—Durante mucho tiempo se dijo que fue un traidor. Hay hombres a quienes la historia destina a la traición. Yo dudo mucho de que él fuera uno de ellos, pero si lo fue, como se dijo en ciertos círculos tras conocerse su papel en el asunto Turquesa, lo fue siempre, lo fue desde el principio y hasta el final.
Ahora que todo ha terminado, creo estar seguro: con cada dato, con cada reflexión, Agustín daba hilo al cebo que yo debía picar. Porque él nunca me dijo explícitamente: «Quiero que conozca esta historia, quiero hacerle saber qué sentido tiene para mí». Nunca me lo dijo de un modo directo. Vuelvo a verle aquella tarde de verano, divagando y divagando sobre el autor de El sitio y el Bilbao dorado de su juventud sin llegar a ninguna parte. Se le notaba en su elemento, envuelto en la atmósfera familiar del café Oliver, entre el vaso de whisky, el humo de los cigarrillos y el rumor de las conversaciones.
Ahora sé que su voz era la voz de quien habla porque le resulta insoportable el silencio de la historia, la voz de quien anhela conservar para la eternidad un pedazo del paraíso perdido, un resto del mundo inventado e imposible que la guerra civil había abolido, cubriéndolo con un sudario. De lo que me contó aquella tarde de verano deduje que Ángel Bigas había tenido una infancia privilegiada en una familia influyente y adinerada, y que antes de cumplir los veinte años se le habían abierto todas las puertas.
—Se le brindaba todo, en espera de que lo tomara. Y todo lo apuró —comentó Agustín—. Los obstáculos vendrían más tarde. Pero no es el momento de contar esa historia.
Aquella tarde también supe que Ángel Bigas había sido diplomático, además de novelista y periodista de moda; que El sitio había sido su segunda y última novela; que su primer libro, La sombra del aventurero, publicado en 1912, había llevado un prólogo nada menos que de Galdós; que había sido un hombre fascinante y divertido, capaz de seducir a las esposas de sus mejores amigos y brillar en los salones de la alta sociedad; y que siempre le había acompañado una aureola de romanticismo, abatida al final de los años veinte por la contrariedad y el desengaño, una siniestra marea que debió de ser ingobernable.
Vuelvo a ver a Agustín en la mesa del café Oliver, sin dejar de hablar. Y lo veo dos semanas después, cuando me citó en su casa del Campo Volantín. Aún puedo ver aquel viejo edificio aunque lo hayan derribado hace años para construir horribles bloques de pisos. Recuerdo los techos de pizarra, el sendero de gravilla flanqueado por estatuas de mármol que parecían meditar como filósofos de la Antigüedad, el amable estanque y la pérgola del jardín, la marquesina entre palmeras y magnolios. Recuerdo el rostro de tortuga de la anciana que me abrió la puerta, su ama de llaves, o más bien la vigilante de su plácida soledad. Recuerdo el vestíbulo del piso de abajo, húmedo y pétreo; la escalera de roble que conducía a la segunda planta; el interminable pasillo que conectaba las habitaciones, decorado con grabados de Doré y paisajes románticos del siglo XIX, y el espléndido salón, con vistas a la Ría y puertas tan altas como las de la enorme fachada.
Aquella habitación tenía una extraña grandeza, el esplendor marchito del pasado. Había una mesa estilo Napoleón III, sillones de cuero, un exquisito étagère a modo de mueble bar, una gran chimenea de mármol rojo. Todas las paredes estaban cubiertas por estanterías de madera de caoba con libros. Todo estaba ordenado, todo en su sitio: escribanía de plata, archivadores, revistas, periódicos.
Sentado junto al amplio ventanal, con la mano posada en un libro abierto, Agustín miraba hacia el exterior, envuelto en una pálida luz otoñal.
—Pase —dijo cuando se dio cuenta de mi presencia, alertado por el crujir de las tablas del suelo—. Siéntese, siéntese. Aunque no se lo crea, estaba pensando en Ángel Bigas.
Para entonces yo ya había comenzado a hurgar en los archivos de la Bilbaína y en las hemerotecas de los diarios locales. Buscaba con reticencia, con aprensión. Buscaba un poco más de luz sobre la existencia malograda del autor de El sitio, pero al mismo tiempo temía que el verdadero drama resultara menos novelesco que la historia que yo había imaginado ya a partir de las pinceladas impresionistas de Agustín. Fue una dura prueba someter mis presentimientos a la prensa del primer tercio del siglo XX, a las envidias de alguno de sus contemporáneos, al frío silencio de nuestra posguerra. «Ambicioso, vacío, extravagante…, la hora de Ángel Bigas pasó. Ni fue, ni ha sido ni volverá a ser nada», escribía Francisco Casares en el libro Azaña y ellos: cincuenta semblanzas rojas.
Aquella tarde Agustín me recibió como a un hijo al que llevara mucho tiempo sin ver. Hablamos del terrorismo y del reciente triunfo de Adolfo Suárez, del sentimiento de pánico y derrumbe que asolaba Bilbao, del clamor de la extrema derecha por un golpe militar y de los pícaros que ahora se daban prisa en comprar una ikurriña y mirar en el diccionario el nombre de Sabino Arana, echando pestes del dictador muerto, no mucho antes su caudillo. Hablamos nuevamente de Ángel Bigas. Y de los libros que había en la fabulosa biblioteca.
—Parte de esto —me explicó abarcando la biblioteca con un gesto— lo reunió mi padre, un hombre algo extravagante, que coleccionaba con frenesí y preparaba unos excelentes cócteles de ron. Casi todo viene de él. A mi padre le gustaba encerrarse aquí y enfrentarse a las noches leyendo.
—Un lector de raza, por lo que veo —comenté impresionado. Y pregunté—: ¿Cuántos títulos hay aquí?
—Hace tiempo que perdí la cuenta. Treinta mil, cincuenta mil, setenta mil… Muchos son libros de viajes, de historia, de filosofía. Abundan las biografías de autores ingleses, los filósofos del siglo XVIII, memorias, casi todas francesas, las novelas en primeras ediciones. Aquí abrevaron muchos. Maeztu, Salaverría, Sánchez Mazas y Mourlane Michelena disfrutaron de la antigua biblioteca de mi padre. También Ángel Bigas.
Lo dijo con pesadumbre. Se levantó del sillón y dio unos pasos hacia un extremo de la biblioteca.
—Dado que empieza a interesarse por Bigas —dijo mientras se detenía ante una hilera de libros—, imagino que sabrá apreciar esta joya.
Agustín extrajo un volumen del estante y, volviendo sobre sus pasos, me acercó La sombra del aventurero.
—Un regalo de mi padre —añadió, evocador—. Me temo que hoy es una rareza casi inencontrable.
Tomé el libro en mis manos, abriéndolo con reprimida emoción.
«Las palabras de Mercurio son duras después de los cantos de Apolo», leí en voz alta, señalando la cita que encabezaba la segunda página impresa de la novela.
—Es del final de Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare —me informó Agustín—. La sombra del aventurero —añadió— es un bello libro, una novela que comienza como un folletín de aventuras ambientadas en el siglo XIX, y poco a poco se convierte en una amarga reflexión sobre el poso agridulce que dejan las vidas y los sueños románticos, cuando todo queda atrás: viajes, luchas, pecados atesorados como valiosas monedas.
De buena gana habría comenzado la lectura allí mismo. Pero Agustín insistió en que prestase atención a sus comentarios en vez de prestársela al libro, que ya tendría tiempo de leer.
Nunca olvidaré aquella conversación prolongada hasta la medianoche. Recuerdo la voz de Agustín, una voz torrencial que se precipitaba como la lava, presa del tiempo recuperado. Recuerdo su entusiasmo, poblado de sombras que volvían sesenta años después, misteriosas como grandes peces que se mueven en el fondo de un río.
Cuando salí de la casona del Campo Volantín, ya había cobrado forma definida una resolución que daba vueltas en mi cabeza desde la lectura de El sitio. Escribiría un artículo sobre Ángel Bigas y lo publicaría en las páginas de El Correo Español-El Pueblo Vasco, donde mantenía una colaboración semanal.
Fue así como, en el otoño del 77, mientras el país entero pendía de un hilo y toda una generación terminaba de renegar de sus padres y, con ellos, del dictador enterrado, redacté un artículo sobre Ángel Bigas titulado «Abrid mi tumba. Al fondo se ve el mar».
Fueron dos o tres páginas donde, con pocas y rápidas pinceladas, con más preguntas que respuestas, resumía la malograda existencia del autor de El sitio. Allí hablaba de su talento desperdiciado, del Bilbao que había recreado en sus relatos, de sus últimos pasos, perdidos en un arenal ilimitado de conjeturas y silencios, de su carrera diplomática en un mundo en guerra. Hablaba de esas cosas y otras más. Pero apenas mencionaba de pasada el asunto Turquesa y no hacía alusión alguna a Olga Rykova —cuya existencia, entonces, desconocía—, ni a la despedida de Bucarest, cuando la guerra del catorce y la revolución rusa los separaron repentinamente, y ella, como si se alargara para unirse al alba en secreto, como hacen los niños, le susurró con voz ronca al oído:
—Quizá la situación mejore dentro de cinco o seis días.
Aquella semblanza de Ángel Bigas apenas si rozaba la superficie del personaje. Pero lo importante no era eso. Lo importante era otra cosa: ciertos datos, fechas y lugares principalmente, la confirmación de que había una historia que podía ser contada, y, sobre todo, la convicción de que podía ser yo quien lo hiciera.
Publiqué «Abrid mi tumba. Al fondo se ve el mar» el 25 de octubre de 1977, en el diario El Correo Español-El Pueblo Vasco. El siguiente texto es una reproducción exacta de aquel artículo, que dice así:
Para algunos no es sólo un rostro: conocieron al hombre, o saben de su leyenda, o han llegado a leerle. De que dejó huella no hay duda, pero ésta, con el tiempo, se ha ido haciendo más borrosa, más imprecisa, cada vez.
Ante todo, a Ángel Bigas (1890-1934) le hallamos en la memoria de sus contemporáneos. Evocado por Rafael Sánchez Mazas, es un asiduo de la tertulia del café Lyon d’Or, en plena Gran Vía de Bilbao. En los recuerdos de Ramón Pérez de Ayala lo vemos junto a Valle-Inclán en el Nuevo Café Levante. «No sentía la vida ni la política en términos absolutos —nos dice Ayala—. Pertenecía a una generación, acaso la primera, que no había negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que al escuchar la palabra España no recordaba a Calderón ni a Lepanto». También lo encontramos en uno de los primeros artículos que el jovencísimo Agustín de Foxá escribió para el Abc: «Un hombre ya en la madurez de su vida, una sombra enigmática que se pasea por las cenas y fiestas del Ritz».
Hijo de un anticipador de la industria siderúrgica, Ángel Bigas nació en los tiempos en que Bilbao ya había completado el desvío del antiguo y clásico escritorio de casa comercial hacia la minería, la navegación y los altos hornos. Las crónicas locales de principios del siglo XX hablan de un muchacho talentoso e iconoclasta que cambia la senda empresarial del padre por los ritos casi aristocráticos de la carrera diplomática. Como a otros muchos que vivieron entre las dos guerras mundiales, a Ángel Bigas las cosas le sucedieron muy rápido y cuando era muy joven, de modo que, muchas veces, al vértigo del descubrimiento se le superpuso el de la pérdida. Con diecinueve años es un universitario de Derecho en Madrid y un aspirante a reportero de guerra que viaja a Marruecos para escribir sobre el desastre del barranco del Lobo. Con veintidós se ha convertido en un periodista de moda que recoge los elogios de Galdós, quien le escribe el prólogo a su primera novela, La sombra del aventurero (1912). Con veintitrés se incorpora al cuerpo diplomático, y es enviado a Bucarest en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Luego vendrán Varsovia, en los días de la ofensiva bolchevique; Roma, en pleno reinado de Mussolini; y Caracas, durante la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Antes de marchar a Italia publica El sitio (1921), cuyas páginas llevan al mundo de la imaginación cuanto hay de bello, dramático, apasionado y patético en la descomposición de una familia del Bilbao ensordecido por las protestas mineras. Donde los demás sólo ven cargamentos y fletes, beneficios y pérdidas, bancos y fábricas, caciquismo y agitación obrera, él desentraña una nota de humanidad, un gesto de ternura, una desgracia irreparable, un destino oscuro y triste. Mientras sus amigos del Lyon d’Or piden a gritos un cirujano de hierro, él quiere escribir como Joseph Conrad, cuya sombra tutelar se proyecta sobre esa pequeña gran novela con la que le llegó el éxito fulgurante de crítica y público.
A Valle-Inclán la lectura de aquel libro, «merecedor de un reconocimiento tan ruidoso», le «causó un enorme impacto, como un diamante aislado que fulge en la oscuridad, digno de admiración sin reservas».
Pero sucede entonces lo que nadie podía esperar. Apenas cuatro años después de imaginar la ruina moral y económica de un clan de mercaderes fundado por un coronel veterano de las guerras carlistas, mientras se encuentra en Roma, Ángel Bigas se entera del hundimiento de los negocios familiares, precipitado por la resonante quiebra del Crédito de la Unión Minera (1925). A este golpe le sigue otro, aún más demoledor, en 1928: la locura y muerte del padre, don Alejandro Bigas.
A partir de entonces las noticias sobre Ángel Bigas son confusas y contradictorias, sus pasos aparecen y desaparecen envueltos en una bruma de rumores y habladurías. Se especula con su abandono del cuerpo diplomático y sus fallidos intentos de salvar los restos de la fortuna familiar; se habla de un hombre que sustituye los sueños más o menos románticos de la juventud por los de un contrabandista que emprende insensatas aventuras destinadas al fracaso. Que yo sepa, no hay testimonios escritos sobre su estado de ánimo en esos años, pero no me cuesta nada imaginar el repentino vacío, el estupor incrédulo, de un hombre que parece huir siempre y que se rinde de golpe a la conciencia de su fragilidad, al temblor de la propia nada, que como dice uno de sus personajes en las últimas páginas de El sitio: «Es como este viento que trae el mar; basta respirarlo».
Una noche, según un reportero de El Liberal, después de pasear por el puerto, se dirige al cementerio de Portugalete. Un testigo lo ve de pie ante el panteón familiar. Mira caer la noche. Más tarde regresa a casa y se pega un tiro en la cabeza. Apenas unos días después los principales periódicos del país desvelaban sus negocios con Horacio Echevarrieta, sus reuniones con los revolucionarios portugueses exiliados en España y su implicación en lo que ya empezaba a llamarse el asunto Turquesa.
Tal fue, a grandes rasgos, Ángel Bigas, que pasó por la vida y por la literatura como un torbellino. Tal es todavía, para quienes lo conocieron de cerca o de lejos. Al final, el personaje ofuscó al escritor ante sus contemporáneos y el autor precoz que escribió El sitio, promesa de una obra maestra que nunca hizo, prefiguró trágicamente, como en espejos sucesivos, el tiempo en que su anunciado talento se desperdició y se frustró, un tiempo que, a fin de cuentas, no fue otra cosa que el ocaso del mundo que había conocido y el derrumbe de un país.
La voz de Agustín sonó en el teléfono, grave, conmovedoramente infantil, arrancándome de un sueño profundo.
—He leído su artículo en El Correo. Me ha gustado —dijo mientras yo intentaba encender a tientas la lámpara de la mesilla de noche—. Muy bien escrito, pero un tanto, ¿cómo diría?, superficial.
La voz que me hablaba se abría camino familiarmente, despertando ecos.
—Entiéndame, mi joven amigo. Llegamos a describir bien la vida, pero no nos apoderamos de ella. Eso es lo terrible.
Hubo un silencio al otro lado del teléfono, como si Agustín diese por zanjada la conversación, pero al cabo de un instante prosiguió:
—Todo se nos escapa. Y todos. Hasta nosotros mismos. Como un reflejo en el agua… Como un pez que se evade entre las manos. Piense que la vida de nuestros padres nos es tan desconocida como la de Lucano, de quien sólo sabemos que escribió la Farsalia y se abrió las venas en el tradicional baño caliente, mientras recitaba un fragmento trágico sobre un soldado macedonio que moría desangrado. La verdad acerca de nuestro pasado es un pozo interminable. Igual que las mentiras.
Se hizo nuevamente el silencio. No supe qué decir. Perplejo, desconcertado, farfullé que apreciaba su punto de vista, que su aprobación era importante para mí. Y, quizá pensando que así sería más fácil evadir la posibilidad de una insólita conversación telefónica a las tres de la madrugada, añadí que me gustaría que comiéramos juntos, que aún tenía preguntas que hacerle en torno a Ángel Bigas.
—Por supuesto, mi joven amigo —dijo—. Podemos vernos el próximo sábado.
—De acuerdo —acepté—. El sábado entonces.
Pero ya no llegamos a vernos. Agustín murió cuatro días después, mientras dormía. Murió de un infarto de miocardio, aunque según la vida que llevaba podía haber muerto también de cáncer de pulmón o de coma hepático. El marqués de Briñas me transmitió la noticia por teléfono, y por la tarde fui al Campo Volantín.
Cuando crucé la verja de hierro, ya había oscurecido. La lluvia caía inconsolable. A primera vista, la casona parecía cerrada. Apenas se advertían luces en su interior, exceptuando las de la biblioteca, que saltaban hacia el jardín como espías encargados de vigilar quién pasaba. Antes de llamar al timbre miré en torno, aturdido, como un sonámbulo a quien acabasen de despertar de un sueño. Todo —el jardín, las estatuas de mármol, los magnolios…— desprendía una infinita tristeza, a la que no pude sustraerme. Todo estaba condenado a desaparecer, como Agustín. Pasarían los años y no quedaría nada, ni tan siquiera el rastro luminoso que deja el vuelo de una luciérnaga.
La sirvienta abrió la puerta con gesto de animal cansado y, después de hacerse con el paraguas y el abrigo, se esfumó arrastrando los pies, desprendiendo un leve pero inolvidable olor a moho. Subí las escaleras y me asomé al dormitorio donde el marqués de Briñas, Hortensia y unos cuantos amigos de la Bilbaína se habían reunido alrededor del finado, cuya mortaja era un sencillo traje oscuro y una camisa de una albura irreprochable. Agustín había limitado su vida hogareña a esa habitación y a la gran biblioteca vecina en la cual ardía un fuego débil. Se hablaba en voz muy baja, y a veces se oía el zumbido del viento, que sonaba igual que un lamento deslizándose por las frías y oscuras estancias, bajo los techos que muy pronto sólo cobijarían el eco de nuestros pasos. Quise pensar en Agustín. Quise mantener intacto, por un instante, su recuerdo, esas imágenes del ser querido que la muerte siempre devora, que se van borrando, diluyendo, hasta perderse. Pero no pude. Su cuerpo demacrado yacía sobre la cama, como una estatua de alabastro. Su rostro reflejaba paz, sabiduría, y en las comisuras de los labios apuntaba un no sé qué de burla irónica, de mueca humorística hacia los vivos. Un dolor sordo empezó a crecerme en el estómago, como un erizo. Todo había sido tan repentino que hasta ese momento había actuado en forma refleja y ausente. Apenas oí que alguien decía:
—Blanca y última señora de todos los caballeros.
Y una voz, que susurraba:
—Pobre Agustín.
Y otra, que contaba muy bajo, confidencialmente:
—Hace dos días, hablando de la Revolución francesa, me dijo: «Toda la dulzura de Europa sucumbió cuando París vio pasar, entre gorros frigios, la cabeza de la señora Lamballe».
Pasado un rato me enteré de que el obispo Añoveros oficiaría el funeral. También supe que había estado llamando a uno y a otro, recopilando datos sobre Agustín.
—Espero —soltó alguien con malicia— que el gran héroe de la resistencia no quiera enseñarnos otra vez cómo debemos respetar la voz del pueblo vasco.
—¡Sólo faltaría! —exclamó Hortensia indignada.
Hacia la medianoche empezó a irse la gente. Al final sólo quedamos en la casona el marqués de Briñas, Hortensia y yo.
—Acompáñeme a la biblioteca, padre Fernando —dijo el marqués, posando su mano en mi hombro, afectuosamente—. Tómese algo. No sabe qué cara tiene.
Nos dirigimos hacia la estancia donde Agustín, en el curso de tantos años, se había aislado de la posibilidad de un choque definitivo con la realidad. Aquel marco magnífico repleto de libros, sabría después, había sido su defensa contra la vida, que si se la hostiga y se la persigue, exigiéndole más y más, a la larga puede cansarse e infligir una derrota cruel.
Sobre la mesa había tazas de café y los ceniceros desbordaban de cigarrillos a medio fumar. El marqués atizó el fuego de la chimenea y me sirvió una copa de coñac. Luego se acomodó en uno de los sillones. Brindamos en silencio, a la memoria de Agustín. Al rato, el marqués señaló los libros e hizo un breve gesto de homenaje con la mano que sostenía la copa:
—«¿Murió?… Sólo sabemos que se fue por una senda clara».
Aquellas palabras me conmovieron. Eran los versos que Antonio Machado había escrito a la muerte de Giner de los Ríos. Recuerdo que experimenté por el marqués una simpatía cómplice que todavía conservo. En aquel momento me sentí obligado, así que arriesgué la cita:
—«Diciéndonos […] vivid, la vida sigue […], lleva quien deja, vive el que ha vivido».
El funeral se celebró a la seis de la tarde del día siguiente, en la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, de Las Arenas. Fue una fría tarde de otoño. La ría del Nervión, mareada por las rachas de viento, corría turbulenta, como una serpiente enloquecida, como si en su crecida quisiera llevarse consigo aquel mundo de palacios que ya sólo resplandecía en velatorios y entierros, y al que, de una forma más o menos heterodoxa, había pertenecido Agustín. Sobre los tejados flotaban nubes oscuras, de donde se precipitaban tibios aguaceros que olían a mar y a leña y barrían el suelo, igual que latigazos.
A pesar de los rumores que circulaban, la asistencia al funeral excedió en mucho lo que yo había imaginado. Las diez o doce primeras filas de bancos ya estaban ocupadas, y la gente seguía entrando cuando reconocí a Antonio Menchaca junto a Juan Pablo Fusi y Rafael Azqueta. Tres excepciones ideológicas. Pues, en su mayoría, los asistentes eran hombres y mujeres que basculaban entre los sesenta y los setenta años, gente relacionada con el mundo de Neguri y Las Arenas, gente que había copado los consejos de administración de las principales empresas y bancos vascos, y, salvo exóticas aventuras, se había mantenido fiel a Franco hasta el último suspiro.
La homilía fue un arca de piedad cristiana.
—Nuestro amigo Agustín —dijo el obispo Añoveros desde el micrófono, y volvió a mirar sus papeles para refrescar la memoria—, nuestro hermano Agustín se ha ido de este mundo para vivir la vida grande junto al Padre. Aquí quedan sus obras, sus pasos, sus pensamientos, su amor a la vida. Todos los que le lloramos hoy necesitamos decirnos en voz alta que la muerte no es la verdad última, porque ella puede inundar un corazón enfermo, pero nada puede contra el amor, contra la fe, contra la esperanza que Dios ha depositado en los hombres.
Más tarde me enteraría de que antes de la misa Añoveros había estado preguntando por mí, buscándome para entrevistarme sobre Agustín, y que Hortensia lo había atendido en mi lugar. Añoveros se le había acercado con un cuadernito de notas, abierto y presto como el de un periodista.
—¿Cómo era el difunto? —preguntó a la marquesa.
Y ella, que en cierta ocasión había condenado el coraje de aquel obispo a quien los representantes del Estado más confesional de nuestra historia habían intentado echar de España, se encogió de hombros y contestó con voz muy cumplida:
—Un hombre de libros, un poco volteriano, un diletante, sin duda. En fin, ¿qué quiere que le diga? Agustín Rotaeche fue un señor que siempre estuvo muy a gusto en Belén, con los pastores.
Añoveros tomó nota y estrechó la mano de Hortensia.
—Quienes conocimos a Agustín —dijo después, en un momento de la homilía— sabemos de su carácter refinado y cosmopolita, de su pasión por el arte y su afición por la conversación culta, sosegada. Él, tan escéptico en apariencia, creía en todo. En la ajena bondad, en el compañerismo, en la buena fe de los demás.
Agustín fue enterrado en la misma cripta de la iglesia, junto a la tumba de su padre, Manuel Rotaeche. Cinco hombres enlutados ayudaron al marqués de Briñas a levantar el ataúd y depositarlo allí, donde los asistentes se apiñaron tan juntos como podían, casi como si estuvieran deseosos de meterse en el nicho de Agustín y ocupar su sitio.
—Parecían ellos los muertos —me dijo Juan Pablo Fusi después, mientras chapoteábamos bajo la lluvia, dirigiéndonos a los coches.
Pero yo no le acompañé en la evolución de aquel agudo comentario. Pensaba en el legado de Agustín. Pensaba en la fugaz conversación que había mantenido a la salida de la cripta con el marqués de Briñas y el abogado Isidro Infante. Había sido este último quien me había revelado que Agustín mencionaba mi nombre en su testamento, bajo un epígrafe que sólo contenía dos palabras: ÁNGEL BIGAS.
—Ahí tiene los manuscritos —dijo Isidro Infante, mientras daba unos pasos sin rumbo por la habitación, deslizando la mirada por las estanterías desnudas y los libros apilados en el suelo, hasta detenerse otra vez en la caja llena de carpetas y cuadernos que alguien había depositado sobre la mesa—. Quedan en sus manos.
—Nunca hubiera imaginado que la fabulosa biblioteca de Agustín terminaría así —dije sin poder quitarme de la garganta el sabor a ceniza.
—Es la vida… Me temo que, salvo esos cuadernos, todo pasará a manos de los acreedores.
Isidro dijo «acreedores» como podía haber dicho «ratas» o «carcoma». Y yo me estremecí de espanto, porque había imaginado la escena con terrible nitidez, como si una larva inmensa se hubiera apropiado de Agustín para nutrirse de su cuerpo.
Horas antes había llegado impaciente al despacho de Isidro, en la calle Elcano. Después de aclarar varios asuntos legales relacionados con el testamento de Agustín, habíamos ido a comer al Oliver. Allí, mientras almorzábamos, me había enterado de que la fortuna de Agustín llevaba tiempo desarbolada. La noticia me sorprendió, entre otras cosas porque yo siempre le creí un potentado. También me había enterado de que, durante años, mi amigo había dependido de las antiguallas y piezas familiares que había ido vendiendo para conservar el palacete del Campo Volantín. Un día se desprendía del reloj Diego Evans, con su esfera de color de plata y sus bronces apagados por el tiempo. Otro, los carpinteros se llevaban el hermoso piano de cola que había decorado uno de los salones de la planta baja. Se vendió también un retrato al óleo del abuelo de Agustín. Isidro creía recordar que el cuadro era de Sorolla. Por último, joyas y algunos objetos preciosos traídos de Cuba. Y quizá también otras muchas cosas.
—Los hombres —recuerdo que dijo Isidro en un momento de la conversación— cambian tan poco que sólo existe una historia de ruina y caída desde el principio de los tiempos, repetida al infinito sin perder su sencillez.
A media tarde nos llegamos hasta el palacete del Campo Volantín. Era ya casi de noche, y diluviaba. Isidro y yo atravesamos el paseo de grava sorteando los pequeños charcos que se habían formado con la lluvia, y entramos por la puerta principal, que estaba cerrada con doble llave.
—Más de una vez le aconsejé a Agustín que vendiera este caserón —dijo Isidro—, que se deshiciera de tanta vetustez y tratara de ser un hombre actual. Pero él seguía aferrado al pasado. Agustín consideraba esto como una prueba de su jerarquía, una suerte de ejecutoria. Perderlo, cambiarlo por un piso, hubiera sido rebajarse, ceder. Ahora todo irá a pública subasta.
Subimos al segundo piso, recorrimos el largo pasillo bajo la luz de unas velas y nos sentamos a conversar en la biblioteca con el aire de dos intrusos extraviados, sin quitarnos los abrigos ni encender la chimenea, intentando imaginar cómo había sido la vida en aquel lugar en tiempos de Manuel Rotaeche, con una elegante concurrencia alternando bulliciosamente, yendo de un lado a otro.
La muerte se arrastraba ávidamente por la casona. No se percibía ningún movimiento en el resto de las estancias. Las puertas estaban precintadas; las ventanas, cerradas como párpados caídos. Pero por un instante, mientras evocábamos el brillo del pasado, ambos creímos que detrás de cada puerta y de cada corredor, agazapados, como niños escondidos, había un sinfín de huéspedes con orden de guardar absoluto silencio hasta que nos hubiéramos ido.
—Nunca entendí su interés por Ángel Bigas —dijo de golpe Isidro, con acento muy serio, como para sacudirse de encima aquella desagradable sensación—. Pero hay muchas cosas de Agustín que no se entienden.
Y entonces hablamos de historias conocidas que no comprendíamos. ¿Cómo se entiende que un hombre que sólo creía en la solidez del derecho romano y que habría sido un digno invitado a los días de Weimar malgastara parte de su vida en la aventura insensata de perseguir la legendaria ciudad de la reina de Saba a través de las arenas del desierto del Yemen? ¿Cómo se entiende que un hombre culto, viajadísimo y lleno de inquietudes se recluyera sin más en la ciudad despiadada y beata que había sido Bilbao durante los años de la dictadura, dejándose naufragar de golpe entre gente ajena y hostil?
—No se entiende —repitió Isidro encogiéndose de hombros.
Y allí estaba aquella caja, con montones de carpetas y cuadernos atados con una cinta, minuciosamente ordenados por números, saturados de notas, fotografías y recortes de periódicos. Aquello también constituía un enigma.
Era una caja grande, pesada, que me costaría cargar y trasladar al colegio mayor. Fui despacio hasta la mesa, me incliné sobre ella y saqué el primer cuaderno, forrado en piel negra. Mientras desanudaba la cinta, sentí un cosquilleo en la punta de los dedos. ¿Por qué Agustín me había dejado en herencia aquellos documentos sobre Ángel Bigas? ¿Por qué no me había revelado su existencia si consideraba que podían interesarme? Isidro siguió en silencio mis movimientos, probablemente haciéndose las mismas preguntas, abismado en los rincones oscuros del mundo de Agustín, tan cargado de incógnitas como de doblones los barcos de los Austrias.
Abrí el cuaderno con avidez. En una página amarillenta tropecé con una fecha: 1950. Debajo de aquel número, escrito con una letra minúscula, decía:
Entonces la mujer de Lot miró atrás, en busca de las torres rojas de su Sodoma natal, y su cuerpo se volvió estatua de sal. Una mirada solo. Y ya no pudieron mirar más sus ojos.
Pasé la página con el vértigo premonitorio de un profanador de tumbas. Leí:
Sé que me será imposible dormir. He intentado distraerme con los Anales de Tácito, pero en vano. Rostros, que son ya fantasmas, aparecen entre las líneas. Apenas he podido pasar de la página donde se dice: «Los acontecimientos de los reinados de Tiberio, Gayo, Claudio y Nerón, mientras estuvieron ellos en el poder, se escribieron distorsionados por el miedo y, después de muertos, bajo la influencia de odios recientes…».
Un poquito más abajo, al seguir las torcidas líneas de tinta, hallé una declaración de intenciones:
Al tiempo le gusta esfumarse sin avisar. Cuando te das cuenta ya es tarde. Pero en esta ocasión puedo saber. Seré como la historia de los antiguos, que escucha a todo el que habla sin inclinarse ante nadie.
Avancé unas líneas más, hasta que una frase me detuvo de golpe, como si una mano apoyada en mi hombro hubiera acentuado su presión:
Muchos de los que conocen los hechos todavía están vivos. Muchos pueden abrirme las puertas de par en par y aclarar los puntos oscuros de esta historia antes de que se la lleve el tiempo como se ha llevado la ciudad.
Repetí en voz alta las últimas dos frases, y levanté la mirada hacia Isidro, que me observaba con ojos cansados, junto a la ventana. Había permanecido en silencio, mientras yo curioseaba el primer cuaderno. Afuera había cesado la lluvia. La oscuridad era absoluta. Noche por todas partes. No había cielo: sólo una mancha negra y amenazadora que se derrumbaba sobre la ciudad, como una mina inundada.
—Sin duda, es un curioso legado —dijo Isidro señalando los cuadernos y carpetas. Y miró el reloj.
Pocos minutos después salimos a la fría noche de noviembre y avanzamos por el encharcado sendero de grava sin volver la vista atrás, con una mezcla de alivio y desconsuelo, como si al girarnos temiéramos encontrar una montaña de ceniza.
—Téngame al corriente —dijo Isidro después de cerrar la verja, despidiéndose.
La calle estaba desierta. Ni un automóvil. Del agua infecta de la Ría subía una niebla espesa que desbordaba la baranda de hierro y se deslizaba por los adoquines húmedos de las aceras. Esperé a que la figura de Isidro se alejara y entonces regresé al colegio mayor lentamente.
Esa misma noche, rodeado de pilas de papeles, conseguí hacerme una idea de lo que tenía entre las manos. Agustín había perseguido la sombra de Ángel Bigas durante años, entre los escombros y pasadizos de un mundo perdido. Había buscado cartas, leído postales, coleccionado fotografías y artículos de prensa y recogido los testimonios de muchas personas. Había actuado como un metódico Sherlock Holmes —o más bien como un incorruptible doctor Watson— que investiga los misterios del pasado, aquéllos que se van borrando según se apagan, como velas en la creciente oscuridad, las voces posibles de los que todavía recuerdan.
Al principio, semejante descubrimiento me sorprendió profundamente. Después, me emocionó. Fue como asistir al desfile de la memoria guardada en recipientes, como avanzar por un laberinto lleno de trampas y callejones sin salida, al final del cual se encontraba la mirada de Agustín, disimulando su desengaño con aire infantil, con los ojos muy abiertos, asustados, o quizá un poco tristes. Todo —ahora lo sé— sucedía ahí, en esa mirada incesantemente arrastrada por voces que contaban o callaban, que unas veces hablaban con firmeza y convicción y otras de manera fogosa y confusa, como un tropel de caballos.
Tardé más de tres meses en descifrar los cuadernos atiborrados de notas y ordenar los documentos archivados en las carpetas, sentado ante el escritorio entre diez y doce horas diarias. En todo ese tiempo apenas me moví del despacho en Deusto. Aunque en realidad tampoco estaba en Deusto. Estaba en los cuadernos, y los cuadernos estaban en mi cabeza. Entraba en sus aguas veloces con el quedo movimiento de un remo, como mi padre me había aconsejado que leyera a Virgilio un día lejano de la infancia.
Al terminar, comprendí hasta qué punto Agustín lo había previsto todo. Del análisis exhaustivo de aquellos papeles surgía el sabor golpeado de un mandato, una orden impostergable. Nada era mío. Todo pertenecía a un espectro, que, bajo tierra, me empujaba a ser la mano que diera forma definitiva a sus pesquisas. Y, durante un año, eso fui: dediqué todos mis esfuerzos a redactar la historia de Ángel Bigas con las palabras de aquéllos que le conocieron, con sus propios recuerdos, que valen lo que todos los recuerdos.