Kayoko Kotohiki (la estudiante número 8) permanecía abrazada a sus rodillas en medio de los arbustos. Estaba en la cara sur de las montañas septentrionales, en el sector E-7.
Ya se estaba haciendo de noche, pero la luz procedente del cielo, a través de las ramas de la vegetación, no cambiaba mucho. Seguía igual de oscura. Por la tarde la zona se había cubierto con unas nubes espesas y dos horas antes simplemente había comenzado a diluviar.
Kayoko se puso un pañuelo alrededor de la cabeza para protegerse de la lluvia. Gracias a las ramas que tenía por encima, la lluvia no le caía directamente encima, pero ya tenía los hombros empapados. Tenía frío. Y naturalmente, lo más importante, estaba aterrorizada.
Kayoko se había escondido al principio en la cara oriental de las montañas septentrionales, en el sector C-8. Así que había sido testigo de cómo Yumiko Kusaka y Yukiko Kitano eran asesinadas delante de sus propios ojos. Contuvo la respiración. Sabía que su asesino estaba cerca, pero instintivamente pensó que sería más arriesgado moverse que permanecer inmóvil. Se quedó absolutamente quieta. A lo largo de aquella tarde y aquella noche consiguió eludir cualquier agresión violenta.
Tuvo que trasladarse dos veces de acuerdo con los comunicados de zonas prohibidas. La segunda vez había sido aquel mismo mediodía, porque la cara sur de la montaña, el sector D-7, iba a quedar prohibida a partir de la una de la tarde. Así que las montañas del norte estaban ahora cercadas por tres zonas prohibidas. La zona en la que se había escondido se estaba reduciendo a marchas forzadas.
No se había encontrado con nadie todavía. Había oído un montón de tiroteos, a veces en la distancia, a veces cerca. Incluso había escuchado una explosión, pero ella se limitaba a quedarse quieta y no hacer ningún ruido en absoluto. Los comunicados cada seis horas le dejaban clara cuál era la situación: el número de sus compañeros de clase iba decreciendo a un ritmo constante.
A mediodía se suponía que quedaban catorce. Y entonces hubo más tiros. ¿Serían ahora doce? ¿O diez?
Desde el principio del juego, Kayoko había estado aferrada a la pistola que había encontrado en la mochila que le había correspondido. (Era una Smith & Wesson M59 semiautomática, con manual de instrucciones incluido, pero desde luego a Kayoko no le podía traer más al fresco el nombre y las características de la pistola). Kayoko puso aquella pesada arma junto a sus pies y se masajeó los dedos de la mano derecha con la izquierda. Los músculos de sus dedos se estaban entumeciendo, y la palma de la mano estaba enrojecida y con la huella impresa del dibujo de la empuñadura.
Estaba completamente exhausta, tanto por la falta de sueño como por la tensión de un posible ataque. Como estaba demasiado aterrada para entrar en una casa que pudiera estar ocupada, lo único que había comido había sido el pan y el agua que le habían metido en la mochila cuando abandonó la escuela. Estaba hambrienta y sedienta, y claramente deshidratada. Hizo todo lo posible para ahorrar el agua de que disponía y había bebido solo un litro desde que comenzara el juego. Si había algo bueno en aquel chaparrón, era que podía recoger agua poniendo la botella —agotada pocos minutos antes— bajo el chorrillo de alguna rama, pero aún así no se le había llenado ni un tercio. Se quitaba el pañuelo de la cabeza de vez en cuando y se humedecía los labios con él, pero, claro, eso apenas aliviaba su deshidratación.
Kayoko dejó escapar un largo y agónico suspiro, se echó hacia atrás el pelo, una melena corta que apenas le rozaba los hombros, y volvió a coger la M59. Estaba medio mareada.
Mientras permanecía allí sentada, aturdida, pensó en aquel rostro… Había estado pensando en él desde que empezó el juego. No era conocido, como el de sus padres o su hermana mayor, en quienes también pensó, claro, pero él era más importante para ella.
Acababa de empezar a aprender la ceremonia del té cuando lo vio por vez primera, en una fiesta escolar organizada por el club donde ella asistía a las clases para aprender el ceremonial. Era el otoño de su primer año en el insti.
Patrocinada por el Gobierno, durante una festividad otoñal se celebraba la ceremonia del té al aire libre para los turistas. Los que ejecutaban la ceremonia aquel día eran todos adultos, así que Kayoko y otros estudiantes de su edad solo realizaban tareas menores, como ordenar las sillas y preparar las galletas. Él era uno de los maestros de la ceremonia del té.
Se presentó alrededor del mediodía. Era apuesto, pero con una cara un tanto aniñada, como si todavía fuera un estudiante universitario. Kayoko pensó: «Oh, este chico debe de ser un ayudante también». Pero luego se dirigió a la maestra de Kayoko diciéndole: «Siento haber llegado tarde». Y ocupó su sitio y preparó el té.
Su modo de hacerlo resultaba emocionante. Manejaba la brocha y el bol con una increíble habilidad, y sus movimientos eran impecables. A pesar de su edad, no resultaba extraño ataviado con ropajes tradicionales.
Kayoko cumplió con sus cometidos y luego se puso a observarlo, cuando alguien le dio unas palmaditas en el hombro. Se volvió y vio a su monitora del club de la ceremonia del té en el instituto, la que la había invitado para asistir a su escuela del ceremonial del té.
—Es muy interesante, ¿eh? Es el nieto del maestro. Bueno, para ser más precisos, es el nieto de la amante del maestro. Yo también estoy prendada de él. Es decir, básicamente, voy a las clases de ceremonia del té para verlo.
La monitora le comunicó que tenía diecinueve años y que cuando se graduó en el instituto ya estaba considerado como un verdadero maestro y contaba con muchos discípulos. La única reacción de Kayoko en aquel momento fue pensar… «Ah, es de otro mundo. Así que hay gente así…». Y eso fue todo, pero luego…
Empezó a pasar más tiempo delante del espejo cada vez que había una ceremonia del té en la escuela o siempre que sabía que aparecería como invitado en clase. Dada su edad, Kayoko no utilizaba maquillaje, pero lucía su kimono tradicional con una dignidad impecable, mantenía un peine sujetándose el pelo y cuidadosamente se colocaba su horquilla favorita, de un color azul oscuro. Tenía unas bonitas cejas arqueadas; unos ojos pequeños y curvos; una nariz pequeña y bien formada, y unos labios anchos que tenían una bonita forma en el centro.
Mirándose al espejo, pensaba: «Ya lo sé, no debería estar tan espectacular, pero parezco bastante mayor…».
La razón por la que esta chica bebía los vientos por este hombre, que era adorado igualmente por las chicas adolescentes y las mujeres de mediana edad, era muy sencilla. Después de todo, era agraciado e inteligente, alegre y educado… Básicamente el tipo de hombre ideal que una casi no cree que pueda existir. Encima, al parecer ni siquiera tenía novia.
Kayoko tuvo dos encuentros importantes con este hombre, aunque según la perspectiva de otras personas seguramente no fueron tan especiales.
El primero tuvo lugar en una demostración de la ceremonia del té, durante la primavera en que se convirtió en estudiante de segundo año en el instituto. La ceremonia se celebraba en casa del maestro, en Shido-cho, cerca de Shiroiwa-cho. Casi inmediatamente después de que comenzara la sesión, hubo un problema. Un invitado especial, el delegado regional del Gobierno central para asuntos culturales, de repente comenzó a quejarse de la ceremonia del té. No era la primera vez. Era uno de esos funcionarios del Gobierno que pregonaban su «devoción por preservar la absoluta santidad de la nación», mientras que en realidad abusaban de su poder. Algunos incluso exigían sobornos a la hora de conceder subvenciones para mantener las actividades tradicionales… En este caso, el maestro se había negado educadamente a pagar esos chantajes. Así que aquellas quejas no eran más que una manera de causarle problemas por su escasa complacencia con el Gobierno.
El problema era que el maestro estaba ausente porque había tenido que ser hospitalizado. El discípulo que sustituía al maestro estaba tan absolutamente intimidado que su incompetencia podría haber motivado la clausura definitiva de la escuela. Pero el maestro de diecinueve años salvó la situación. Se llevó al funcionario incordio a otra sala, y luego regresó solo y dijo: «El señor se ha ido. Parece que ha quedado satisfecho ya, así que no hay ninguna necesidad de que ustedes se preocupen por nada».
No dijo nada más, y los miembros más destacados de la escuela también se cuidaron mucho de indagar más allá. El resultado fue que el resto de la ceremonia del té prosiguió sin mayores contratiempos. Pero Kayoko estaba preocupada. Conociéndolo, seguramente habría asumido él toda la responsabilidad, diciendo algo como «Yo soy el responsable de la ceremonia del té de hoy», y si era así, el funcionario del Gobierno podría devolverle la galantería inventándose un informe y ordenando su arresto por ser una influencia nociva contra el Gobierno y… El resultado sería que lo enviarían a uno de aquellos campos de «reeducación».
Cuando concluyó la ceremonia sin más interrupciones, todos comenzaron a limpiar la sala, y ella lo esperó para hablar con él a solas. Cuando él se sentó en la zona de los cojines, Kayoko decidió hablarle.
—Señor…
Él pareció un tanto sorprendido y, elegantemente, se volvió hacia Kayoko. Aquellos ojos tristes conseguían que el corazón de la chica se desbocara, pero se las arregló para continuar…
—¿Va todo bien, señor?
Él pareció comprender lo que quería decir la muchacha y esbozó una sonrisa.
—Aprecio tu preocupación —le dijo luego—. Sin embargo, todo va bien.
La preocupación de la muchacha se eclipsó inmediatamente con la emoción que sintió ante el hecho de poder mantener su primera conversación real con él.
—Pero… pero ese señor parecía muy enfadado. ¿Y si…?
El joven detuvo con un gesto a Kayoko y comentó de un modo dulce y misterioso, como si quisiera amonestarla elegantemente:
—A ese funcionario no necesariamente le encanta lo que hace. Estoy seguro de que este tipo de cosas pasan en todas partes. Pero dadas las circunstancias de este país, las personas están en tensión. Se supone que nosotros proporcionamos armonía, y eso es lo que se supone que da la ceremonia del té… Pero la armonía es una cosa muy muy muy difícil de conseguir en este país. —Al final, casi parecía que estaba hablando para sí mismo. Entonces, volvió a mirar a Kayoko—. La ceremonia del té no sirve para nada, pero tampoco es nada malo. Así que disfrútala mientras puedas. —Sonrió amablemente, se dio la vuelta y se alejó.
Kayoko estaba obnubilada y permaneció inmóvil durante un buen rato. Aquel modo tan poco pretencioso de hablarle consiguió que se sintiera feliz, y aunque no había entendido del todo lo que le había dicho, aquello la impresionó, y pensó… «Vaya… es un chico muy maduro…».
En cualquier caso, ella también pensó que podría haber causado en él una profunda impresión, ya que desde aquel día él le dedicó una cálida sonrisa siempre que se encontraban.
El segundo encuentro crucial tuvo lugar durante el invierno de aquel mismo año. Kayoko salió al jardín del viejo templo de otra ceremonia del té y se quedó observando las camelias que había allí. (En realidad, estaba otra vez pensando en él). De repente, escuchó que alguien detrás de ella le decía que eran unas flores preciosas, y era una voz muy familiar. Al principio creyó que se lo estaba imaginando, pero cuando se dio la vuelta, apenas pudo creer que estaba allí… y dedicándole también una sonrisa. Aquella fue la primera vez que se dirigió a ella sin que hubiera ninguna referencia a las enseñanzas de la ceremonia del té ni a obligaciones escolares.
Y así fue como mantuvieron aquella conversación.
—Bueno, así que la ceremonia del té te parece interesante.
—Sí, me encanta. Pero yo no soy muy buena.
—¿De verdad? Pues a mí me impresionaron mucho tus excelentes movimientos durante la preparación. Y no es solo porque mantienes la espalda recta. También hay una especie de intensidad en todo lo que haces.
—Oh, no, de verdad, no soy nada buena…
Con las manos escondidas en las mangas, él aún lucía su amable sonrisa y se fijó en las camelias.
—No, de verdad, lo digo en serio. Sí, es como estas flores. Son un poco raras, pero hay belleza en ellas. Algo así.
Naturalmente, ella era solo una cría y puede que él solo le estuviera haciendo un cumplido a una aficionada que acudía a la escuela de la ceremonia del té, pero eso no evitó que ella se sintiera muy emocionada. («¡Bien!», se dijo, chasqueando los dedos en el baño después).
Desde ese momento en adelante Kayoko comenzó a practicar la ceremonia del té con más dedicación y seriedad. «Puedo hacerlo. Por supuesto, todavía soy una cría, pero algún día cumpliré los dieciocho y entonces él tendrá veintidós. Lo nuestro funcionaría perfectamente…».
Y esos eran sus recuerdos de él.
Kayoko ocultó la cara en los pliegues de su falda. Un líquido cálido que no era lluvia empapó el tejido que cubría sus rodillas. Kayoko se dio cuenta de que estaba llorando. Su mano temblorosa sujetaba la pistola. ¿Cómo es posible que esté ocurriendo todo esto?
Necesitaba urgentemente volver a verlo. Ya. Claro, era todavía una cría. Pero a su manera, como una adolescente, lo amaba de verdad. Aquella fue la primera vez que la muchacha albergaba sentimientos fuertes por alguien. Necesitaba estar aunque solo fuera un minuto con él para podérselo decir. Quería decirle a esa persona —lo suficientemente amable para llamarla «preciosa», aunque solo se estuviera refiriendo a sus habilidades en la ceremonia del té—, que… «Todavía soy solo una cría, así que puede que no entienda exactamente lo que significa estar enamorada. Pero creo que estoy enamorada de ti. De verdad, te quiero». O algo así.
Algo crujió entre los arbustos. Kayoko levantó la mirada. Se secó los ojos con la mano y se levantó. Sus pies se movieron automáticamente y dio un paso atrás frente a la fuente del ruido.
Era un chico con el abrigo de la escuela… Hiroki Sugimura (el estudiante número 11). Su rostro y su tronco salieron entre los arbustos. Las mangas de su camisa estaban desgarradas, dejando al aire su brazo derecho. La tela blanca enrollada en torno a su hombro estaba manchada de sangre y… a lo mejor por culpa de la lluvia, tenía un color rosado. Y en la mano llevaba una pistola.
Hiroki se quedó boquiabierto, pero lo que realmente llamó la atención de ella cuando vio su rostro en una mueca de dolor fueron sus ojos. Lanzaban centellas.
Kayoko sintió una repentina oleada de temor. ¿Cómo no lo había oído antes de que estuviera tan cerca? ¿Cómo…?
—Kotohiki…
Kayoko dejó escapar un grito y se dio media vuelta para huir entre el follaje. No le importó que las ramas le estuvieran arañando la cara y enredándole el pelo, o empaparse en la lluvia. Lo único que quería era huir. «¡Me va a matar, me va a matar!».
Se abrió paso entre los arbustos. Se topó con un camino tortuoso de unos dos metros de anchura. Kayoko instintivamente decidió correr cuesta abajo. Si iba colina arriba, él la alcanzaría, pero si corría cuesta abajo, a lo mejor…
Pudo escuchar el quebrarse de las ramas a su espalda…
—¡Kotohiki!
Era la voz de Hiroki.
«¡Viene detrás de mí!».
Kayoko hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban en su cuerpo exhausto y corrió lo más rápidamente que pudo. «No me lo puedo creer. Si hubiera sabido que iba a ocurrir esto, me habría apuntado a atletismo en vez de a la ceremonia del té…».
—¡Kotohiki, para! ¡Kotohiki!
Si ella hubiera estado más tranquila… esto es, si aquello fuera una escena de una peli y ella estuviera en el cine viendo al actor mientras ella engullía palomitas, entonces habría resultado obvio que el muchacho le estaba suplicando que se detuviera. Pero en aquel momento aquello sonaba como si le estuviera diciendo: «¡Kotohiki, será mejor que te pares! ¡Voy a matarte!».
Y ella no iba a detenerse. El camino se bifurcaba y cogió el ramal de la izquierda.
La zona se despejaba a su izquierda. Había hileras de mandarinos que se distinguían en aquella luz turbia a través de la llovizna. Más allá había un bosquecillo de árboles bajos. Si consiguiera llegar hasta allí… pero no, era imposible. Al menos le quedaban cincuenta metros. Mientras se debatía entre las irregulares hileras de mandarinos, Hiroki la alcanzaría y le pegaría varios tiros por la espalda con su pistola.
Kayoko apretó los dientes. No quería, pero tenía que hacerlo. Al fin y al cabo, él estaba intentando matarla.
Se detuvo de repente y se dio media vuelta.
Para cuando terminó el giro, ya tenía la pistola entre las manos. Había quitado aquello que llamaban «seguro» en el manual desde el mismo momento en que lo había leído. El manual decía que no había que levantar el martillo, que bastaba con apretar el gatillo. El resto le sobraba.
A menos de diez metros de distancia, Hiroki Sugimura se quedó quieto en la ladera, con los ojos muy abiertos.
«Demasiado tarde. ¿Qué crees, que no te voy a disparar?».
Kayoko alargó los brazos y apretó el gatillo. Con un estallido, una pequeña llama centelleó en el extremo del cañón, y sus brazos se doblaron por el retroceso.
Hiroki volvió su esbelto cuerpo como si le hubieran dado un golpe en un costado. Cayó hacia atrás. Kayoko corrió hacia él. Tenía que rematarlo… ¡O volvería a levantarse!
Kayoko se detuvo aproximadamente a unos dos metros de él. Tenía un pequeño agujero en la parte izquierda de su pecho (ella en realidad le había apuntado al estómago), y la tela alrededor parecía negra y quemada. Pero el muchacho aún sostenía su arma con su debilitada mano derecha. Todavía podría levantarla. «En la cabeza. Tengo que apuntarle a la cabeza».
Hiroki se volvió y miró a Kayoko. Ella apuntó con la pistola e iba a apretar el gat…
Se detuvo.
Hiroki había soltado su arma. Si tenía fuerzas para tirar a un lado su arma, también las habría tenido para apretar el gatillo. ¿Qué demonios estaba pasando?
La pistola dio un par de vueltas y allí se quedó.
¿Qué?
Kayoko permaneció inmóvil, sujetando su pistola, con el pelo corto empapado en lluvia.
—Escúchame… —Hiroki estaba allí tirado, en medio del camino embarrado, entre los charcos, y hablaba dolorosamente, clavando su mirada en Kayoko—. Tienes que coger madera verde y hacer fuego. Haz… dos hogueras. Tengo un encendedor en mi bolsillo. Utilízalo. Luego escucharás la llamada de un pájaro…
Kayoko lo escuchó, pero no tenía ni idea de lo que estaba diciendo aquel chico. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo.
Hiroki siguió hablando.
—Sigue la llamada del pájaro. Así encontrarás a Shuya Nanahara… a Noriko Nakagawa y a Shogo Kawada. Ellos te ayudarán. ¿Lo has entendido?
—Pero qué… ¿qué…?
Hiroki pareció sonreír. Y repitió pacientemente:
—Haz dos hogueras. Y luego busca el gorjeo de un pájaro…
Movió de un modo extraño su brazo derecho, sacó un pequeño mechero de un bolsillo del abrigo escolar y se lo tiró a Kayoko. Luego cerró los ojos con un gesto de dolor.
—Vale, ahora lárgate…
—¿Qué?
Hiroki de repente abrió sus ojos mucho y gritó:
—¡Vete, ya! ¡Puede que alguien haya oído el disparo! ¡Vete!
Entonces, como si todas las piezas de un puzle fueran encajando en su lugar, Kayoko fue capaz de comprenderlo al final. Esta vez lo entendió bien.
—Oh… Dios mío… oh…
Dejó caer la pistola y cayó de rodillas a su lado. Se arañó las rodillas, pero no le importó.
—¡Hiroki! ¡Hiroki! No… No me lo puedo creer… ¡No puedo creer que te haya hecho esto a ti…!
Estalló en lágrimas. Desde luego, había algo intimidatorio en la presencia de Hiroki Sugimura. Parecía muy duro desde que estudiaba artes marciales; además no hablaba mucho y, cuando lo hacía, siempre era un poco brusco. Cuando hablaba con otros chicos, como Shinji Mimura y Shuya Nanahara, sonreía, pero si no, parecía como enfurruñado. También había oído que salía con Takako Chigusa, y parecían muy buenos amigos. Kayoko solo pensó «No entiendo los gustos de Takako. Aunque supongo que si eres guapísima, te sentirás atraída por alguien que resulte un poco especial, como este chico tan raro». Esa era la impresión que tenía de él. Así que ahora, cuando todos los compañeros de clase estaban siendo abatidos y muertos, se sintió absolutamente aterrorizada por Hiroki Sugimura. Pero luego había resultado que…
El muchacho cerró los ojos y dijo:
—Vale, vale… —Estaba sonriendo. Y parecía contento—. De todos modos me iba a morir pronto.
Entonces Kayoko se dio cuenta de que tenía otra herida en un costado, y que por allí salía un líquido que no era sangre.
—Así que vete. Por favor.
Kayoko sollozó compulsivamente y le acarició cariñosamente el cuello.
—Nos iremos juntos. ¿De acuerdo? Aguanta…
Hiroki abrió los ojos y la miró. Parecía estar sonriendo.
—Olvídate de mí… —dijo—. Me alegro de verte.
—¿Qué? —Kayoko lo miró atónita con los ojos llenos de lágrimas. «¿Qué? ¿Qué acaba de decir?»—. ¿Qué quieres decir…? —Le estaba temblando la voz.
Hiroki resopló profundamente, como si estuviera haciendo esfuerzos para soportar el dolor, o a lo mejor solo fue un suspiro.
—Si te lo digo, ¿te irás?
—¿Qué? No te entiendo… ¿A qué te refieres?
Hiroki dijo sin un ápice de duda:
—Te quiero, Kotohiki. Te he querido desde hace mucho tiempo, de verdad.
Kayoko una vez más… no entendía nada. «¿De qué está hablando?».
Hiroki miró al cielo que se deshacía en lluvia sobre ellos.
—Eso es lo único que quería decirte. Ahora… vete.
—Pero yo pensaba que tú y Takako…
Hiroki volvió a mirarla a los ojos.
—Tú eres la única —dijo.
Por fin lo entendió. Kayoko se derrumbó allí mismo, como si la hubiera golpeado una gran bola de esas que se utilizan en las demoliciones.
«¿Me quieres…? Lo único que querías era decirme… no me digas que estabas intentando buscarme… ¿Es eso verdad? Pero entonces… ¿qué es lo que acabo de hacer?».
Su respiración se convirtió en jadeo. Consiguió no asfixiarse, pero al final solo pudo gritar:
—¡Hiroki! ¡Hiroki!
—Vete, date prisa… —dijo este, y tosió expulsando una saliva sanguinolenta, y manchando con miles de gotitas la cara de Kayoko. Hiroki volvió a abrir los ojos.
—Hiroki…, yo… yo…
La muchacha estaba deshidratada por la falta de agua, pero aún brotaban lágrimas de sus ojos.
—Vale, vale… —dijo Hiroki cariñosamente. Y cerró los ojos despacio—. Kayoko… —la llamó por su nombre como si fuera un precioso tesoro. Es probable que fuera la primera vez que la llamaba así—. No me importa nada… morir por ti. Así que por favor, por favor, vete ya… o tal vez alguien…
Kayoko siguió llorando, esperando que Hiroki prosiguiera. ¿O tal vez alguien…?
Él ya no dijo nada. Kayoko se acercó lentamente a él. Lo cogió por los hombros y lo sacudió.
—¡Hiroki! ¡Hiroki!
En una telenovela, cuando alguien moría, sus últimas palabras aparecían inacabadas, como «O tal vez alg…», pero Hiroki había conseguido decir con una voz clara, aunque dolorida, «O tal vez alguien…». Así que tenía que acabar la frase. O tal vez alguien… ¿qué?
—¡Hiroki! ¡Escucha, Hiroki!
Kayoko sacudió su cuerpo una vez más. Entonces por fin se dio cuenta de que estaba muerto.
Cuando lo comprendió, el dique que represaba su torrente de emociones se derrumbó al instante. Desde lo más profundo nació un desgarrador alarido.
—¡AAAAAAAAAAH!
Arrodillada como estaba, Kayoko se derrumbó sobre el cadáver de Hiroki y lloró amargamente.
«Me quería… me quería tanto que me buscó incluso arriesgándose a que lo atacaran. Ha estado en peligro todo este tiempo, a cada paso. De hecho, esa herida de su costado, la herida del hombro… no son más que el resultado de su deseo de buscarme».
No, había algo más… Kayoko dejó de sollozar un instante…
«Fui yo la que atacó a Hiroki. Al final del todo, cuando él había conseguido su objetivo».
Kayoko cerró los ojos y volvió a llorar.
«Me quería… precisamente cuando yo estaba pensando en decirle lo que sentía a ese otro chico, Hiroki estaba pensando en lo mismo acerca de mí, buscándome. Alguien de mi clase se preocupaba mucho por mí. Y sin embargo, sin embargo…».
De repente, Kayoko recordó una escena. Fue cuando estaban haciendo limpieza en clase. Kayoko estaba limpiando la pizarra con una bayeta húmeda y, como no alcanzaba a la parte de arriba, Hiroki, que estaba allí mirando con la barbilla apoyada en las manos y estas a su vez apoyadas en el palo de una escoba entre las manos, como si fuera un bastón, le dijo: «Qué bajita eres, Kotohiki». Y le cogió la bayeta de las manos y limpió la zona a la que ella no podía llegar.
Aquella escena volvió a su mente.
«¿Cómo no me di cuenta de lo amable que era? ¿Cómo no pude darme cuenta de que alguien me amaba tanto? Si lo hubiera pensado, habría sabido que si Hiroki hubiera querido matarme, me habría disparado de inmediato con su arma. Pero ni lo sospeché. No fui capaz de entenderlo. Qué tonta soy… Yo…».
Otro recuerdo asaltó su pensamiento como un fogonazo.
Cuando les estaba contando a sus compañeras de clase algo relativo al chico del té, Hiroki, que estaba sentado por allí cerca mirando por la ventana, murmuró: «Estás haciendo el tonto, tomándote tanto trabajo para nada…». Aquello la había molestado enormemente, pero en realidad Hiroki tenía razón. Estaba siendo una tonta. Y sin embargo él le había dicho que apreciaba aquella locura.
Kayoko no podía dejar de llorar. Apretó su mejilla contra la mejilla cálida de su amigo y sollozó. Hiroki le dijo que se fuera, pero no conseguía reunir las fuerzas necesarias para hacerlo. «Voy a seguir llorando. Voy a llorar por todo el cariño (que no podré devolver) de este chico que me amó a mí y a mi estupidez. (Fui una cría, pensando que yo le podía importar a aquel muchacho). Voy a seguir llorando. Aunque sea un suicidio».
«¿Es que quieres morir con él?», le susurró una voz en sus pensamientos.
«Sí, voy a morir con él. Voy a morir con él, por su amor por mí y por mi locura».
—Entonces, ¿por qué estás tardando tanto? —dijo la voz.
Kayoko se dio la vuelta rápidamente, temblorosa. Lo primero que vio fue la larga y hermosa melena de Mitsuko Souma (la estudiante número 11), empapada por la lluvia. Ella la miraba, con una pistola en la mano.
Dos disparos a bocajarro. Entonces, las dos balas formaron un par de agujeros en la sien derecha de Kayoko. El cuerpo de la muchacha se desplomó sobre el de Hiroki Sugimura.
La sangre comenzó a fluir lentamente por los agujeros de la cabeza, formando un reguerillo por la cara y mezclándose con el agua de lluvia.
Mitsuko bajó la Smith & Wesson M19 .357 Magnum y dijo:
—Pues sí, la verdad: eras una estúpida. Deberías haberle hecho caso.
Luego se quedó mirando la cara de Hiroki.
—Cuánto tiempo, Hiroki. ¿Te alegras de haber palmado con tu amada?
Hizo un gesto de desprecio con la cabeza, asqueada, y echó un vistazo a ver si localizaba la Smith & Wesson M59 que Kayoko había tirado, y el Colt oficial del 45 que Hiroki había lanzado a un lado y que había pertenecido a la propia Mitsuko.
Miró los cadáveres entrecruzados y se puso un dedo en el labio, como si quisiera meditar.
—¿Y qué será todo eso de una hoguera…?
Entonces, como quitándose una idea de la cabeza, sacudió su melena. Con el pie barrió parte de la falda de Kayoko, bajo la cual estaba la M59. Y cuando se agachó para coger la pistola, de repente oyó el inconfundible traqueteo de una vieja máquina de escribir, furiosa y enloquecida.
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