Aquel débil sonido llegó hasta Shuya y sus compañeros. Shuya levantó la mirada. Luego volvieron a oírlo. Esperaron, pero eso fue todo. Después solo oyeron el susurrante sonido de las ramas más altas de los árboles en lo más profundo del bosque, agitadas por el viento.
Shuya miró a Shogo, que estaba sentado a su lado.
—¿Eso fue un disparo?
—Eso fue un disparo.
—Entonces alguien ha… —empezó a murmurar Noriko, pero Shogo negó con un gesto y replicó:
—No lo sabemos a ciencia cierta.
Los tres se quedaron callados durante varios minutos, pero los disparos propiciaron la conversación.
Shogo fue el primero en hablar.
—Mira, que confiéis en mí es guay, pero… como os dije antes, tenemos que sobrevivir hasta el final. Así que solo quiero estar seguro —Shogo observó a Shuya—. ¿Estás dispuesto a ser implacable con el enemigo, Shuya?
Shuya tragó saliva con dificultad.
—¿Te refieres al Gobierno?
—Incluido el Gobierno, sí. Y todos tus compañeros, siempre y cuando nos ataquen.
Shuya asintió ligeramente.
—Si eso es lo que hay que hacer, lo haré.
Sin embargo, su voz parecía carecer de fuerza y energía.
—¿Aunque se trate de una compañera de clase, una chica?
Los labios de Shuya se tensaron mientras le devolvía la mirada a Shogo. Y luego volvió a hundir la mirada.
—Si tengo que hacerlo, lo haré.
—Muy bien, entonces. Así sabremos a qué atenernos. —Shogo asintió y agarró la recortada que descansaba sobre sus piernas cruzadas. Luego añadió—: Si te obsesionas con todos los que mates, alguien vendrá y acabará contigo.
Shuya estuvo a punto de decir algo, pero titubeó y decidió que lo mejor era no contestar, aunque no pudo evitar espetarle:
—¿Así que tú fuiste implacable hace un año?
Shogo se encogió de hombros.
—Maté. ¿Quieres conocer los detalles? ¿Quieres saber a cuántos tíos maté? ¿Quieres saber a cuántas chicas maté hasta conseguir ganar?
Noriko se cruzó de brazos y se sujetó los codos con fuerza.
—No, olvídalo —dijo Shuya, negando con un gesto—. No importa.
Volvieron a quedarse callados. Luego Shogo, como si quisiera ofrecer una explicación, dijo:
—No tuve otra opción. Algunos de ellos se volvieron locos… y luego… otros estaban deseando matar a todos los que pudieran. La mayoría de mis amigos murieron casi enseguida, y no tuve tiempo de establecer contacto con ninguno. Y yo… yo simplemente no tuve valor para entregarme y dejar que me mataran… —Se detuvo entonces y añadió—: Además… también tenía algo que hacer, así que no podía morir.
—¿Qué era? —preguntó Shuya levantando la mirada.
—Vamos… es muy fácil… —Shogo sonrió un poco, pero sus ojos centellearon de furia de repente—: Voy a joder a este puto país, este país que nos obliga a jugar a esta puta mierda de juego.
Mientras veía cómo los labios de Shogo temblaban de rabia, Shuya pensó: «Es igual que yo. Quiere cargarse a esa pandilla de gilipollas que han organizado este juego, esos gilipollas que no se lo han pensado dos veces antes de hacernos jugar a este puto juego de las sillas musicales, este juego del miedo y el odio. Quiere mandarlos al infierno, igual que yo.
»O tal vez… Shogo mencionó de pasada que había perdido a sus amigos muy pronto, pero me apuesto lo que sea a que perdió a alguien tan importante como lo era Yoshitoki para mí».
Shuya pensó que podría preguntarle por aquello, pero no lo hizo. En vez de eso, le preguntó:
—Dijiste que habías estudiado mucho… ¿Y con esa idea… de joder a este puto país?
Shogo asintió.
—Ajá. Si no hubiera sido por que me ha vuelto a tocar, habría hecho algo contra este país.
—¿Cómo qué?
Shogo solo sonrió.
—Depende. —Negó con la cabeza—. No es fácil derribar un sistema que ya está establecido. Pero habría hecho algo. Bueno, no, todavía puedo hacerlo. Por eso también tengo que sobrevivir aquí.
Shuya miró su revólver y luego volvió a levantar la vista. Se le ocurrió otra pregunta.
—¿Puedes decirme una cosa?
—¿Qué?
—¿Cuál es el objetivo de este juego? ¿Cómo puede esto servir a ningún propósito?
Shogo abrió mucho los ojos, pero luego hundió la mirada y comenzó a reírse para sí mismo. Le parecía divertido. Al final dijo:
—No hay ningún objetivo.
Noriko levantó la voz.
—Pero ellos dicen que tienen objetivos militares.
Shogo siguió sonriendo y negando con la cabeza.
—Esto es solo un absurdo sinsentido. Aunque, claro, si todo este país está loco, esto puede considerarse un ejercicio completamente racional.
Shuya volvió a sentir un arrebato de furia, mientras exclamaba:
—Entonces, ¿cómo han podido seguir con esto durante tanto tiempo?
—Muy sencillo. Porque nadie protesta. Por eso se sigue haciendo.
Viendo que Shuya y Noriko seguían confundidos, Shogo añadió:
—Mirad, este país está dirigido por una pandilla de burócratas idiotas. De hecho, tienes que ser un perfecto idiota para ser un burócrata. Lo que sospecho es que cuando este encantador juego se propuso por vez primera (seguro que se le ocurrió a algún estratega militar pirado) no tuvo ninguna oposición. Uno no quiere poner las cosas feas cuestionando las propuestas de los especialistas. Y es terriblemente difícil acabar con algo que ya está establecido. Si te entrometes, puedes perder el trabajo. No, peor todavía, puede que te envíen a un campo de trabajo para que te recuperes de tu desviación ideológica. Incluso aunque hubiera alguien que estuviera en contra, nadie lo diría en voz alta. Por eso nada cambia. Hay un montón de embrollos incomprensibles en este país, pero todos ellos se reducen a lo mismo: fascismo.
Shogo observó a Noriko y a Shuya.
—Vosotros dos, y lo mismo se puede decir de mí, no podemos decir nada. Aunque pensemos que todo está mal, nuestra vida es demasiado preciosa como para arriesgarla protestando, ¿no?
Shuya no pudo replicar nada. Aquel arrebato de furia se fue enfriando de repente…
—Es vergonzoso —dijo Noriko.
Shuya se volvió hacia su amiga, que parecía abatida. Y él también. Sentía lo mismo.
—¿Sabíais que había un país llamado República Popular de Corea del Sur? —preguntó Shogo.
Shuya se volvió hacia él, que estaba contemplando una flor rosa de azalea en la rama de un arbusto que había justo enfrente de donde se encontraban ellos.
Aquello parecía irrelevante, pero Shuya de todos modos contestó:
—Sí, era la parte sur de la actual Nación Democrática de la Península de Corea, ¿no?
Cualquiera podía saber lo que se decía de la que fue conocida como la República Popular de Corea del Sur y de la Nación Democrática de la Península de Corea (así como de la guerra civil entre las dos naciones coreanas situadas inmediatamente al oeste de la República del Gran Oriente Asiático, en tierra firme); eso venía en cualquier manual escolar. Decían: «Aunque nuestras relaciones con la RPCS eran cordiales, debido a las conspiraciones promovidas por los imperialistas de los Estados Unidos y de la NDPC, la RPCS fue anexionada a la NDPC». (Por supuesto, continuando con semejante teoría, el texto añadía: «Nuestra nación debe expulsar inmediatamente a los imperialistas de la Península Coreana y anexionar ese país, no solo por la libertad y la democracia del pueblo coreano, sino sobre todo con el fin de avanzar hacia nuestro objetivo de obtener una coexistencia pacífica de los pueblos del Gran Oriente Asiático»).
—Cierto —asintió Shogo—. Ese país era exactamente como el nuestro. Un Gobierno opresor y dictatorial, propaganda ideológica, aislacionismo y control de la información. Y que favorecía a los chivatos y soplones. Sin embargo, el país colapsó tras cuarenta años de dictadura. Pero la República del Gran Oriente Asiático lo está haciendo bastante mejor. ¿Por qué crees que es?
Shuya pensó en ello. En realidad, nunca lo había meditado mucho, pero los libros de texto explicaban el colapso de Corea del Sur como el resultado de «una astuta conspiración instigada por los imperialistas, incluidos los americanos». (El vocabulario que se empleaba en esas explicaciones de los libros de texto estaba más allá de las posibilidades intelectuales de los estudiantes de secundaria). Pero entonces, ¿por qué el actual Gran Oriente Asiático aún prosperaba y medraba, sin hundirse? Desde luego, la NDPC estaba demasiado cerca de la RPCS, pero…
Shuya admitió su derrota negando con la cabeza.
—No lo sé.
Shogo miró a Shuya con un gesto comprensivo.
—Lo primero de todo, es una cuestión de equilibrio.
—¿Equilibrio?
—Sí, la RPCS era totalitaria. Por supuesto, este país también es esencialmente totalitarista, pero emplea un sutil… aunque, bueno, eso podría haber sido solo una consecuencia fortuita, pero el caso es que este país se las arregló hábilmente para dejar pequeños resquicios de libertad. Al proporcionar este caramelito, pueden proclamar: «Naturalmente, todos nuestros ciudadanos tienen derecho a la libertad. Sin embargo, la libertad debe controlarse por mor del bien público». ¿A que la teoría resulta ahora perfectamente legítima, eh?
Shuya y Noriko permanecieron en silencio, a la espera de que Shogo continuara.
—Así es como este país tomó el camino que ha seguido durante setenta y cinco años.
Noriko le interrumpió.
—¿Hace setenta y cinco años?
Escondiendo las rodillas bajo su falda plisada, ella ladeó la cabeza con un gesto de desconcierto en su rostro. Luego miró a Shuya. Ambos volvieron sus miradas hacia Shogo.
—Algo se decía sobre que la historia que nos enseñaban era una gran mentira —comentó Shuya— y eso de que el actual dictador hacía el número 325. En realidad, más o menos es el duodécimo, ¿no?
Shinji Mimura le había contado todo aquello a Shuya, pero Noriko no lo sabía. Esas cosas nunca se enseñaban en el colegio, y la mayoría de los adultos no abrían el pico al respecto. (A lo mejor los mayores ni siquiera lo sabían). Incluso Shuya se sorprendió enormemente cuando Shinji se lo contó. Después de todo, aquello significaba que antes de la aparición del Primer Dictador, menos de ochenta años atrás —en otras palabras, antes de la Gran Revolución—, el nombre del país y el sistema de gobierno habían sido completamente distintos. (Shinji le había asegurado que «Al parecer, era una sociedad feudal. La gente llevaba unos peinados psicodélicos llamados chonmage, y había un sistema de castas. Pero para ser franco, aquello era mejor que lo que tenemos hoy»).
Shuya miró de reojo el sorprendido rostro de Noriko, pero cuando escuchó la siguiente aseveración de Shogo («Bueno, ni siquiera eso es verdad») levantó las cejas incrédulo.
—¿Qué quieres decir?
Shogo sonrió y dijo:
—No hay ningún Dictador. No existe. Es un embuste. Eso es lo que he oído.
—¿Qué?
—No puede ser —dijo Noriko, espantada—. Lo vemos en las noticias, y por Año Nuevo aparece delante de todo el mundo en su palacio.
—Cierto —sonrió Shogo—. Pero ¿quién es ese «todo el mundo» que está en el palacio? ¿Habéis conocido a alguien que haya estado allí realmente? ¿Y si también fueran actores, igual que el propio Dictador?
Shuya consideró la posibilidad y le entraron ganas de vomitar. No había más que mentiras, ni una sola verdad. Todo parecía falso.
—¿Cómo puede ser cierto lo que dices…? —preguntó con aire abatido.
—No lo sé. Solo es una cosa que se dice por ahí. Pero me parece muy posible.
—¿Dónde conseguiste esa información? ¿En un ordenador, en eso que llaman la Red?
Shuya pensó en Shinji Mimura cuando le preguntó aquello, pero Shogo solo sonrió de nuevo.
—Por desgracia, no soy muy bueno con los ordenadores, pero hay modos de averiguar las cosas, si quieres. Toda esa farsa parece factible porque le permitiría al Gobierno no tener ninguna autoridad suprema. De ese modo, todo el mundo en el Gobierno sería igual. Tendrían un poder semejante, lo cual significa que sus responsabilidades también serían parecidas. No habría ninguna desigualdad ni objeciones. Lo único malo es que tiene que mantenerse en secreto para que funcione. Todo el embuste debe seguir oculto y que no llegue a oídos de la gente. La figura del líder simplemente tiene que desempeñar un papel carismático.
Shogo inspiró profundamente.
—De todos modos, eso es totalmente irrelevante ahora. Volviendo a lo que decía, el país organizó este sistema y simplemente continuó manteniéndolo con éxito. A lo que me refiero con la palabra «éxito» es que lo alcanzó en cuanto que se desarrolló como nación industrializada —explicó Shogo—. Y aunque el país se decantó por el aislacionismo, comerció con otros países que permanecieron neutrales, no solo respecto a nosotros, sino también respecto a América, e importó materias primas de esos países y exportó otros productos. Los productos se vendían bien, desde luego; son de una altísima calidad. Una seria competencia para los Estados Unidos. En lo único en lo que este país se ha quedado atrás es en tecnología aeroespacial y los ordenadores. Pero esa alta calidad industrial es el resultado de la sumisión del individuo al grupo y de la opresión gubernamental. Sin embargo… —Entonces se detuvo.
Shogo negó con la cabeza.
—Tengo la impresión de que una vez que se alcanza este nivel de prosperidad, incluso los mismos ciudadanos empiezan a temer el cambio de sistema. Con este nivel de prosperidad, y este alto nivel de vida, ya no se quiere hacer ningún sacrificio, aunque haya algunos pequeños problemillas. Y, desde luego, intentar derrocar al Gobierno ni siquiera se plantea.
Shogo volvió a mirar a Shuya y le lanzó una sonrisa sarcástica.
—Y uno de esos «pequeños problemillas» es este maravilloso juego. Por supuesto, los estudiantes y sus familias podrían haber causado algunas molestias, pero son una pequeña minoría. Incluso las familias no interfieren habitualmente y lo dejan estar. La pena se pasa con el tiempo.
La tortuosa explicación final de Shogo los devolvía al punto de partida: aquel estúpido juego, el orgullo de la República del Gran Oriente Asiático. Seguramente fue el ceño fruncido de Shuya lo que invitó a Shogo a preguntar qué le pasaba.
—Me dan ganas de vomitar —contestó Shuya.
Al final, comenzaba a comprender bien lo que Shinji Mimura quería decir cuando afirmaba que el sistema era lo que se llamaba «fascismo de éxito», y añadía: «¿En qué otro lugar del mundo se puede encontrar una cosa tan siniestra?». Shinji seguramente sabía y comprendía desde hacía mucho tiempo todo aquello que Shuya acababa de averiguar.
—¡Ah! Y espera a oír una cosa. Te vas a poner enfermo. —Casi parecía como si Shogo se deleitara en la narración de todo aquello—. Creo que la fundamental diferencia entre la República Popular de Corea del Sur y este país es étnica. Por eso ellos se han salvado y nosotros, no.
—¿Étnica?
Shogo asintió.
—Sí. Creo que este sistema está hecho a medida para la gente de nuestro país. En otras palabras, les encanta la sumisión a los superiores. La sumisión ciega. La dependencia de otros y la mentalidad grupal. Conservadurismo y aceptación pasiva. Una vez que a este pueblo se le enseña algo que se supone que es una noble causa que favorece el bien público, se convencen a sí mismos de que están haciendo algo bueno, aunque eso implique incluso delatar al vecino. Es patético. En este país no hay lugar para el orgullo, y uno puede incluso olvidarse de que es un ser racional. No somos capaces de pensar por nosotros mismos. Cualquier cosa que nos resulta demasiado compleja hace tambalear nuestro mundo. Eso me da ganas de potar.
Estaba exactamente en lo cierto. Era completamente repugnante. Shuya sintió que se le revolvían las tripas.
Fue entonces cuando Noriko terció.
—No estoy en absoluto de acuerdo —dijo.
Shuya y Shogo la miraron. Por el modo como se abrazaba a sus rodillas y se encorvaba sobre sí misma, Shuya pensó que estaba agotada. Pero los miraba a los dos con decisión y habló con claridad:
—No entiendo nada de lo que decís. Es la primera vez en mi vida que escucho algo así. Pero si lo que acabáis de decir es realmente cierto, y si todo el mundo estuviera realmente informado, no creo que nuestros conciudadanos se quedaran sentados y quietos. Si no se ha puesto fin a esta situación, es porque realmente nadie lo sabe. Decís que siempre hemos sido así, pero me niego a creerlo. No estoy diciendo que seamos especialmente nobles, pero creo que somos tan capaces como cualquier otro pueblo del planeta de pensar responsablemente.
Shogo respondió con una sorprendente amabilidad y una cariñosa sonrisa.
—Me gusta lo que acabas de decir.
Shuya vio de repente a Noriko con nuevos ojos. Realmente no llamaba demasiado la atención en clase, ni había hablado mucho para expresar sus opiniones del modo en que lo acababa de hacer. Resultaba extraño, pero desde que había empezado el juego, estaba viendo otra cara bien distinta de Noriko. Y tal vez —ello podía significar solo que Shuya había estado totalmente en la inopia— Yoshitoki había percibido esa cara desde mucho tiempo atrás.
En todo caso, aquella era una respuesta mucho más admirable que su vulgar y adolescente «Me dan ganas de vomitar». Una vez más, Noriko estaba en lo cierto, absolutamente. No importaba lo que ocurriera o lo que se dijera: aquel era su país, el lugar en el que habían nacido y crecido… aunque a esas alturas ya no estaba muy seguro de hasta qué punto los dejarían crecer. Los Estados Unidos, el Imperio americano, podría tal vez liberar a su país en el futuro, pero el hecho era que, en esos momentos, esa tarea les correspondía a ellos. No debían, y de hecho no podían, depender de la voluntad de otros.
Shuya volvió a mirar a Shogo y le preguntó:
—Oye, Shogo, ¿tú crees que podemos cambiar este país?
Para gran pesadumbre de Shuya, Shogo negó con la cabeza. Por un momento había pensado que, dado su compromiso con la tarea de acabar con aquel jodido país, respondería afirmativamente, que diría que de verdad podrían cambiarlo.
Un tanto enojado, Shuya apostilló:
—Pero acabas de decir que te ibas a cargar este país…
Shogo encendió un cigarrillo, cosa que no había hecho en los últimos minutos, y luego se cruzó de brazos.
—Te diré lo que creo. —Se quitó el cigarrillo de los labios, y expulsó una nube de humo—. Creo que la historia funciona a oleadas.
Shuya no lo entendió, pero después de preguntarle qué quería decir, Shogo contestó:
—En algún momento, en el futuro, cuando la situación sea propicia y el pueblo haya madurado, este país cambiará. No sé si ocurrirá en forma de guerra o revolución. Y no tengo ni idea de cuándo lo hará. Es más, puede que no suceda nunca.
Shogo dio otra calada y luego resopló.
—En cualquier caso, ahora mismo creo que no es posible. Simplemente, como te he dicho, este país está loco, pero es operativo y funciona bien. Funciona extraordinariamente bien. —Shogo señaló a sus compañeros, con el cigarrillo entre los dedos—. Ahora lo que tenemos es una nación podrida. Si no puedes soportarlo, lo más inteligente que puedes hacer es largarte y buscar otro lugar. Hay modos de escapar de este país. Así puedes evitar esta pestilencia. Puede que eches de menos tu hogar de vez en cuando, pero la vida lejos de aquí sería maravillosa… Pero yo no voy a hacer eso.
Shuya se frotó la pierna con la mano. Esperaba que el discurso de Shogo se correspondiera con sus pensamientos: «Quiero hacer algo aquí porque, al fin y al cabo, este es mi país». ¿No era Bob Marley el que cantaba aquello de «Get up, stand up… you can’t fool all the people all the time»?
Pero la respuesta de Shogo no cumplió todas sus expectativas.
—Voy a hacerlo por mí. Quiero venganza, aunque solo sea para mi propia satisfacción. Quiero acabar con este puto país. Eso es todo. La verdad es que no creo que este país vaya a cambiar en mucho tiempo.
Shuya pareció suspirar y luego dijo:
—Eso suena bastante desesperanzador.
—Es desesperanzador —replicó Shogo.
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