11

Mitsuru Numai (el estudiante número 17) avanzaba cautelosamente entre la arboleda y la estrecha franja de playa bañada por la luz de la luna. Iba cargado con su mochila y su propia bolsa de viaje en el hombro. Sostenía una pequeña pistola automática en la mano derecha. (Era una Walther PPK de 9 mm. Comparada con otras armas que se habían proporcionado en aquel juego, era una de las mejores. Junto con la mayoría de las armas utilizadas en aquel programa, el modelo fabricado en serie se importaba barato de los países del Tercer Mundo que habían permanecido neutrales en la confrontación entre las naciones aliadas de la República del Gran Oriente Asiático y del Imperio Americano). Mitsuru estaba familiarizado con la versión para perdigones de aquella pistola, así que no necesitaba el manual de funcionamiento que la acompañaba. Incluso sabía que no había necesidad de amartillar la pistola antes de apretar el gatillo. Venía con un dispositivo que había instalado en la pistola en cuanto lo encontró en el fondo de su mochila.

Llevar la pistola en la mano permitía que se sintiera un poco más seguro, pero llevaba algo incluso más importante en la mano izquierda: la brújula que le habían proporcionado. Era el mismo modelo de latón que tenía Shuya, pero funcionaba. Cuarenta minutos antes de su salida del aula, su gran líder Kazuo Kiriyama (el estudiante número 6) le había pasado una nota. «Si estamos realmente en una isla, entonces estaré esperando en el extremo sur».

Por supuesto, todo el mundo era un enemigo potencial en aquel juego. Esa era la regla fundamental. Pero los lazos de fidelidad en el clan Kiriyama eran fortísimos. No importaba que los llamaran macarras y matones de los bajos fondos. Eran uña y carne.

Es más, los lazos entre Mitsuru Numai y Kazuo Kiriyama eran especiales. En cierto sentido, había sido Mitsuru quien había conseguido que Kazuo Kiriyama acabara siendo lo que era ahora. Si había una cosa que sabía —y que pavos como Shuya Nanahara ignoraban— era que Kazuo Kiriyama, al menos hasta secundaria, no había sido ningún delincuente.

El recuerdo que Mitsuru tenía de su primer encuentro con Kazuo Kiriyama era tan vívido que había permanecido imborrable en su memoria.

Mitsuru había sido un matón incluso desde la escuela, en primaria, pero nunca había sido innecesariamente cruel. Criado en una familia normal, casi anodina, nunca había sido un alumno especialmente brillante, ni había demostrado que gozara de ningún talento relevante. En lo único en lo que hacía gala de ser mejor que los demás era en las peleas. La fuerza era el único don que poseía, y nunca anduvo escaso de ella.

Así que simplemente fue inevitable, en su primer día en el instituto, que hiciera todo lo posible por eliminar a la competencia procedente de otras escuelas del distrito. Por supuesto, teniendo en cuenta la fuerza de los muchachos con los que había tenido que lidiar en su barrio, sabía que los macarrillas locales de otras escuelas de primaria apenas representarían una amenaza. Sin embargo, no todo el mundo había oído hablar de él. Habría solo un rey… ese era el mejor modo de mantener el orden. Por supuesto, él nunca lo habría planteado de ese modo, pero sabía que era eso lo que debía ocurrir.

Como era de esperar, hubo dos o tres contrincantes. Todo ocurrió después de la ceremonia de apertura del curso y tras la clase de presentación. Ya había acabado todo, y él estaba en proceso de ocuparse del último crío que amenazaba su reinado.

En el pasillo vacío, junto al aula de arte, Mitsuru agarró al muchacho por la solapa y lo aplastó contra la pared. El crío ya tenía amoratado un ojo. Y tenía los ojos anegados en lágrimas. Era pan comido. Bastaría con dos puñetazos.

—¿Lo pillas o no? Así que no me toques los cojones.

El muchacho asintió con la cabeza frenéticamente. Probablemente solo estaba suplicando que lo dejara huir, pero Mitsuru quería una confirmación verbal.

—¡Te estoy haciendo una pregunta! ¿Lo pillas?

Levantó en vilo el cuerpo del muchacho con un solo brazo.

—Contéstame: ¿a que soy el tío más malo de la escuela? ¿A que sí?

Mitsuru se ponía cada vez más furioso porque su víctima no quería responder. Lo levantó aún más, cuando de repente sintió aquellos ojos sobre él.

Soltó al muchacho y se dio la vuelta. El crío cayó al suelo y salió pitando, pero no había ninguna posibilidad de que Mitsuru pudiera ir tras él.

Estaba rodeado de cuatro tíos, todos ellos mucho más altos que él. Las insignias en sus cuellos indicaban claramente que eran estudiantes de tercer año. Uno podía imaginarse fácilmente lo que eran. Eran lo mismo que él.

—Eh, muchacho —dijo una cara llena de granos con una sonrisa escalofriante—, no deberías meterte con los pequeños.

Otro, con un pelo naranja que le llegaba hasta los hombros, hizo unos pucheros anormales con los labios y dijo:

—Estás siendo un niño muy malo… —Su burlona voz de pito consiguió que los otros se partieran de risa, «ji, ji, ji», como si estuvieran todos locos.

—Te daremos una lección.

—Sí, no nos queda más remedio que hacerlo.

Y entonces volvieron a chirriar con sus «¡ji, ji, ji!».

Mitsuru intentó darle una patada por sorpresa a Cara de Espinilla, pero el que estaba a su izquierda le echó inmediatamente la zancadilla. En cuanto Mitsuru cayó hacia delante, Cara de Espinilla le dio una patada en la boca, golpeándolo en los dientes superiores. Se golpeó la nuca contra la pared, la misma en que había tenido aprisionado a su compañero de clase. Estaba aturdido. Algo caliente comenzó a resbalar por su nuca. Mitsuru intentó ponerse a cuatro patas, pero entonces el que estaba a su derecha lo pateó en el estómago. Mitsuru gruñó y empezó a vomitar. Uno de ellos dijo:

—¡Vaya una mierda!

«Maldita sea —pensó—. ¡Cabrones! ¡Jodidos cabrones! Podría machacarlos a todos si vinieran de uno en uno…».

Pero así no podía hacer nada. Y para colmo, él mismo había sido el que había escogido adrede un lugar aislado para intimidar a su compañero de clase. No había ninguna posibilidad de que algún profesor pasara por allí.

Le pisaron la muñeca derecha contra el suelo. Uno de ellos le cogió el dedo índice con cuidado y se lo echó hacia atrás, y lo presionó bajo su zapato de piel. Por primera vez en su vida, Mitsuru experimentó el verdadero miedo.

«No… no puede ser…».

Sí podía ser. La suela del zapato presionó el dedo de Mitsuru al mismo tiempo que se oía un horrible crujido. Mitsuru chilló como un cerdo. Nunca había sentido un dolor tan espantoso. Ellos se seguían riendo: «¡Ji, ji, ji…!».

«¡Son unos putos locos! No son como yo, para nada… Están pirados…», pensó Mitsuru.

Ya le estaban preparando el dedo corazón.

—Pa… parad ya…

Sin una pizca de orgullo, Mitsuru comenzó a pedir clemencia, pero ellos ignoraron sus súplicas. Sintió la suela del zapato otra vez, y oyó el crujido del hueso. Su dedo corazón ya estaba destrozado. Mitsuru volvió a gritar.

—Venga, uno más.

Y entonces fue cuando ocurrió.

La puerta de la clase de arte se abrió de repente.

—¿Podéis estaros quietos? —dijo aquella voz tranquila.

Por un momento, Mitsuru se preguntó si sería un profesor.

Pero un profesor habría intervenido mucho antes y, además, una petición para estarse quietos… era un poco rara.

Con la espalda todavía aplastada contra el suelo, Mitsuru levantó la mirada hacia la puerta.

Aquel tío no era demasiado grande, pero tenía un aspecto increíblemente elegante. Llevaba en la mano un pincel.

Lo había visto en la clase de presentación. Era uno de los compañeros de Mitsuru. Al parecer, su familia se había trasladado poco antes a la ciudad. Nadie sabía quién era pero, como era callado y aparentemente formal, Mitsuru no le había prestado demasiada atención. Dado el refinamiento de su apariencia, probablemente era de una buena familia. Un tipo como aquel probablemente haría todo lo posible por evitar las peleas, así que no había nada de qué preocuparse.

Pero ¿qué estaba haciendo en el aula de arte? Pintando, seguro, pero ¿no era un poco raro ponerse a pintar el primer día de clase?

El muchacho de las espinillas levantó la mirada hacia el chico.

—¿Y tú quién cojones eres? —le preguntó—. ¿Quién cojones eres? ¿De primer año? ¿Qué cojones estás haciendo aquí? ¿Qué has dicho?

Le dio un manotazo y le arrebató el pincel de la mano al chico; la pintura azul del pincel salpicó el suelo.

El chico miró al de las espinillas lentamente, de arriba abajo.

Lo demás necesita poca explicación. El chico bajito les dio una paliza a los cuatro estudiantes de tercer año. (Todos acabaron por el suelo, semiinconscientes y doloridos).

El chico se acercó a Mitsuru. Después de mirarlo por encima, únicamente dijo:

—Deberías ir a un hospital para que te vieran esa mano.

Y luego volvió al aula.

Mitsuru observó los cuatro cuerpos tirados en el suelo. Estaba completamente atónito ante algo tan absolutamente inopinado. Se sentía en deuda con aquel muchacho, como un boxeador novato que se da cuenta de que está condenado a la mediocridad tras haberse topado con un campeón mundial. Mitsuru vio genialidad en aquel muchacho.

Desde aquel momento en adelante Mitsuru se convirtió en un siervo de aquel chico: Kazuo Kiriyama. No tenía ninguna necesidad de ocultarlo. Kazuo Kiriyama se había cargado a cuatro tíos de una vez, cuando Mitsuru solo podría haberse enfrentado a ellos uno a uno. Solo habría un rey, y los que no fueran a ser monarcas, debían ser siervos. Había llegado a esa conclusión hacía mucho tiempo. La idea probablemente la había adoptado de su revista manga shõnen[1] favorita.

Kazuo Kiriyama era un misterio.

Cuando Mitsuru le preguntó cómo demonios se las había arreglado para conseguir luchar de aquel modo tan brutal, él solo le había contestado: «Bueno, simplemente aprendí». Kazuo, además, ignoró sencillamente todas las preguntas con las que sus siervos quisieron averiguar más. Mitsuru había intentado sonsacarle luego diciéndole que debía haber sido todo un personaje en la primaria, pero Kazuo solo lo negó. Entonces… ¿era campeón de judo o algo? Kazuo también dijo que no. Mitsuru se enteró más adelante de otra cosa muy rara, y era que, el día que se habían conocido, Kazuo se había metido en el aula de arte para pintar. Cuando Mitsuru le preguntó por qué había hecho aquello, Kazuo solo contestó: «Me apetecía». Así era cómo la extravagante personalidad de Kazuo había contribuido a atraer la atención de Mitsuru. (Además, la calidad de la pintura, que representaba el patio vacío según se veía desde el aula, excedía todo lo imaginable en un estudiante novato de secundaria, pero Mitsuru nunca logró ver aquel cuadro, porque Kazuo lo tiró a la basura después de acabarlo).

Mitsuru le enseñó la pequeña ciudad donde vivían, incluido el café donde sus amigos holgazaneaban, el lugar donde escondían las cosas robadas, le presentó al sombrío traficante que llevaba un pequeño mercado negro en la parte trasera de su tienda… El talento de Mitsuru consistía en luchar, pero hizo todo lo que estuvo en su mano como anfitrión y le mostró todos los sitios que conocía. Kazuo siempre parecía tranquilo. Casi parecía como si no tuviera especial interés o curiosidad por nada. Al final, llegó a controlar a otros estudiantes de cursos superiores, a matones de otras escuelas e incluso, en ocasiones, a estudiantes de bachillerato.

Sin excepción, Kazuo había conseguido dejar a todos sus enemigos retorcidos de dolor por el suelo. Mitsuru estaba loco con Kazuo. Seguro que lo que sentía no era distinto a la alegría de un entrenador al entrenar a un boxeador campeón.

Sin embargo, Kazuo no solo era muy fuerte. Era extremadamente inteligente. Con una aparente sencillez, sobresalía en todo. Cuando asaltaron la tienda de licores, fue Kazuo quien diseñó aquel plan tan brillante. Kazuo libró a Mitsuru de numerosos embrollos en los que se había metido. (Desde que se pegó a Kazuo, la policía no había vuelto a arrestarlo). Además, se suponía que su padre era el presidente de una importante empresa de la prefectura… no, de toda la región de Chugoku y Shikoku. No tenía miedo de nada. Mitsuru creía que algunas personas están destinadas a la gloria. Y pensaba: «Este tío va a ser una persona tan extraordinaria que ni siquiera puedo imaginarme hasta dónde va a llegar».

Mitsuru lo convirtió en el líder de su banda, que continuaba metiéndose en líos. Mitsuru solo se preguntó una vez si era justo enredar en aquello a Kazuo. Este prohibió estrictamente a Mitsuru y a los otros que se acercaran siquiera a su casa (en realidad era una mansión, y nunca lo dijo así, pero eso era lo que daba a entender), así que Mitsuru nunca tuvo ocasión de saber si los padres de Kazuo eran conscientes de las actividades en las que andaba su hijo. Se preocupaba porque tal vez la banda podía ser una mala influencia para Kazuo, que obviamente era un muchacho muy bien educado. Después de pensárselo mucho, Mitsuru al final compartió sus preocupaciones con Kazuo.

Pero Kazuo solo le respondió: «No me importa. Es divertido». Así que Mitsuru decidió que si al propio Kazuo no le importaba, pues estaba bien.

Y así fue como Kazuo y él habían pasado todo aquel tiempo juntos: el rey y su leal consejero.

Y aunque ahora se encontraban en una situación extrema, la idea de matar a los miembros del clan Kiriyama ni siquiera se planteaba. ¿Y a otros compañeros de clase? Bueno, claro, a los demás se les podía matar, desde luego. Después de todo, el propio Kazuo les había pasado unas notas. Mitsuru estaba seguro de que Kazuo ya había planeado una estrategia para afrontar la situación. Burlaría a Sakamochi, porque era más listo que él, y conseguiría escapar. Si realmente quisiera, Kazuo Kiriyama podría enfrentarse al Gobierno entero, sin problemas.

Tales eran los pensamientos de Mitsuru mientras abandonaba las instalaciones de la escuela y caminaba aproximadamente durante veinticinco minutos hacia el sur. Solo vio a una persona durante todo ese tiempo. La figura que se desvaneció en la zona residencial situada al sureste de la escuela era probablemente Yoji Kuramoto (el estudiante número 8). Aquello puso nervioso a Mitsuru, naturalmente. Ya se había encontrado los cadáveres de Mayumi Tendo y Yoshio Akamatsu tendidos en el exterior de la escuela cuando salió. El juego decididamente ya estaba en marcha.

La prioridad de Mitsuru era alcanzar el punto de encuentro de Kazuo tan pronto como fuera posible. Todo lo demás era irrelevante. Lo único que importaba era cómo su grupo podría escapar de la isla.

Mientras avanzaba hacia el sur, Mitsuru se fue poniendo cada vez más tenso; la cobertura vegetal bajo la cual había podido pasar desapercibido y en la que se había ido ocultando era cada vez más escasa. Bajo su uniforme escolar, todo su cuerpo estaba empapado en un sudor frío, que rezumaba entre su pelo corto, lo empapaba y le resbalaba por la frente.

Un poco por delante de él, la costa se curvaba a derecha e izquierda. Hacia la mitad de la curva, un escarpado arrecife se elevaba hacia el este por la colina y, en el otro extremo, se hundía en el océano como un dinosaurio enterrado, revelando solo su espinazo. El pequeño arrecife era mucho más alto que Mitsuru, y le impedía ver lo que había tras él. Mirando hacia el mar, vio algunas islas y otras pequeñas lucecillas que indicaban una gran franja de tierra tras la oscura extensión de agua. Aquel sitio tenía que ser una isla del Mar Interior de Seto. Casi seguro.

Una vez que estudió la zona, Mitsuru cruzó la frontera entre los bosques y la playa. Ya sin protección, al descubierto bajo la brillante luz de la luna, avanzó hacia el arrecife. Se agarró a los saledizos de la roca y comenzó a escalarlo. La roca estaba fría y pulida, y con la mano derecha sosteniendo una pistola y con las mochilas colgando de los hombros, no resultaba nada fácil subir. Una vez en la cumbre, descubrió que el arrecife tenía aproximadamente tres metros de anchura y que la playa se extendía también más allá de las rocas. Cuando ya se disponía a descender por el otro lado del arrecife, oyó una voz que lo llamaba:

—¡Mitsuru!

Mitsuru casi saltó. Se volvió y levantó la pistola.

Suspiró aliviado. Luego bajó la pistola.

Kazuo Kiriyama estaba oculto en las sombras de un gran saledizo. Estaba sentado en una roca.

—Jefe… —dijo Mitsuru, aliviado.

Pero…

Mitsuru notó que había tres bultos a los pies de Kazuo.

Sus ojos intentaron enfocar en la oscuridad… pero luego inmediatamente se abrieron asombrados.

Cuerpos.

Uno estaba boca arriba, mirando el cielo, y era Ryuhei Sasagawa (el estudiante número 10). El que estaba a su lado, medio doblado, era Hiroshi Kuronaga (el estudiante número 9). Eran otros miembros del clan Kiriyama. El tercer cuerpo llevaba un vestido marinero, y como tenía la cara boca abajo era difícil decir quién podría ser, pero tenía toda la pinta de ser Izumi Kanai (la estudiante número 5). Había un charco bajo sus cuerpos. Parecía negro, pero desde luego Mitsuru sabía lo que era. Si el sol estuviera brillando sobre sus cabezas en ese momento, el color de aquel charco habría sido idéntico al de la bandera nacional de la República del Gran Oriente Asiático: rojo escarlata.

Absolutamente desconcertado, Mitsuru comenzó a temblar.

«Pero qué… ¿qué ha pasado aquí?».

—Este es el cabo sur. —Bajo el pelo repeinado hacia atrás, los ojos invariablemente tranquilos de Kazuo se levantaron para mirar a Mitsuru. Llevaba el abrigo colocado sobre los hombros, como un boxeador con el albornoz por encima después de la pelea.

—Pero… qu… qu… qué… —La temblorosa mandíbula de Mitsuru consiguió que su voz se estremeciera—. ¿Qué ha pasado aquí…?

—¿Te refieres a esto? —Kazuo empujó el cuerpo de Ryuhei Sasagawa con la puntera de su sencillo (pero elegante) zapato de piel. El codo de Ryuhei, que había estado descansando sobre su pecho, trazó un arco y cayó en el charco salpicando. El dedo meñique y el anular se hundieron en el charco.

—Todos intentaron matarme: Kuronaga y Sasagawa, los dos. Así que… tuve que matarlos.

«Eso no puede ser…».

Mitsuru no podía creerlo. Hiroshi Kuronaga era un don nadie que se había pegado al grupo, así que era uno de los más leales a Kazuo. Ryuhei Sasagawa era más arrogante, siempre buscando gresca (a veces costaba incluso pararle los pies para que dejara de incordiar a Yoshio Akamatsu), pero también le estaba extraordinariamente agradecido a Kazuo desde que este había movido los hilos con el fin de impedir que la poli arrestara a su hermano menor por robar. Era imposible: aquellos dos jamás habrían traicionado a Kazuo.

Mitsuru captó un cierto olor en el aire. Era sangre. El olor de la sangre. El hedor era bastante más intenso que el de la sangre de Yoshitoki en el aula, un rato antes. La diferencia consistía en la cantidad. Aquí había tanta sangre derramada que se podría llenar una bañera.

Abrumado por el olor, la barbilla temblorosa de Mitsuru se relajó tanto que permaneció boquiabierto. «Bien pensado… es imposible saber lo que puede pensar en realidad una persona. A lo mejor Hiroshi y Ryuhei tenían tanto miedo de que los mataran que se habían vuelto majaras». En otras palabras: a lo mejor no pudieron con la presión. Se presentaron allí, en el lugar acordado, pero intentaron prepararle una emboscada a Kazuo.

Luego la mirada de Mitsuru se volvió hacia el otro cadáver. Izumi Kanai, que estaba tendida boca abajo, era una cría pequeña y mona. Era la hija de un funcionario local (desde luego, en la república ultracentralizada y ultraburocratizada, ser un funcionario local o un concejal era simplemente un puesto honorario sin ninguna influencia) y, aunque seguramente no jugaba en la misma liga que Kazuo, probablemente provenía de una de las cinco familias más ricas de la ciudad. Nunca llamaba la atención, en absoluto, y Mitsuru pensaba que era un encanto. Por supuesto, dados los antecedentes de Izumi y él, tan distintos, Mitsuru no había sido tan idiota como para colgarse de ella.

Y ahora estaba…

De algún modo Mitsuru se las arregló para farfullar algo.

—Bu… bueno, jefe… Izumi… En fin… ¿cómo…?

Kazuo asintió.

—Simplemente dio la casualidad de que estaba aquí.

Mitsuru titubeó, pero luego se obligó a creer lo que decía Kazuo. Bueno, a lo mejor, sí, era posible. «Es decir… eso es lo que dice el jefe».

—Yo… Bueno, vale —farfulló—. Yo nunca habría pensado en matar a mi jefe. Esto… este juego es una mierda. Vamos a cargarnos a Sakamochi y a esos cabrones de las Fuerzas Especiales de Defensa, ¿no? Estoy totalmente decidido a…

Desde luego, no se podían acercar a la escuela en esos momentos, porque era una zona prohibida. Eso era lo que había dicho Sakamochi. Pero conociendo a Kazuo, Mitsuru estaba seguro de que ya habría ideado un plan.

Dejó de hablar. Se percató de que Kazuo estaba negando con la cabeza. Mitsuru quiso mover la lengua, que se le había puesto estropajosa, y añadió:

—Entonces, ¿nos vamos a escapar? Vale, de acuerdo: buscaremos un bote…

—Escucha —dijo Kazuo, y Mitsuru se volvió a callar—. A mí me da igual una cosa que otra.

Aunque Mitsuru lo había oído claramente, siguió parpadeando atónito. No entendía lo que quería decir Kazuo. Intentó leer los pensamientos de Kazuo en la expresión de su mirada, pero esta brillaba tranquilamente en la oscuridad de su rostro.

—¿Qué… qué quieres decir con eso de que te da igual una cosa que otra?

Kazuo levantó su barbilla y señaló al cielo nocturno, como si quisiera estirar el cuello. La luna brillaba y derramaba una melancólica luz sobre el bien perfilado rostro de Kazuo. Este mantuvo su postura y dijo:

—Algunas veces no distingo lo que está bien y lo que está mal.

Mitsuru estaba incluso más desconcertado. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea completamente distinta. Era como si faltara algo…

Y entonces se dio cuenta de lo que era.

El clan Kiriyama lo formaban Mitsuru, Ryuhei e Hiroshi, cuyos cuerpos estaban allí tendidos, y además Sho Tsukioka, que no estaba. Había salido antes que Mitsuru. Entonces, ¿por qué…?

Naturalmente, podía ser que Tsukioka se hubiera perdido. O puede que lo hubieran matado por ahí. Pero Mitsuru tuvo el repentino presentimiento de que la verdad era bastante más espantosa…

Kazuo continuó:

—Como ahora. Ahora mismo no sé… —El aspecto de Kazuo, hablando de aquel modo, parecía… extrañamente… muy triste—. En fin. —Volvió a mirar a Mitsuru. Entonces, como si estuviera siguiendo una partitura musical que de repente hubiera cambiado a allegro, comenzó a hablar rápidamente, como si estuviera descontrolado.

—Vine aquí, Izumi estaba aquí. Ella intentó escapar. La sujeté.

Mitsuru contuvo el aliento.

—Entonces lo eché a cara o cruz. Si salía cara, iría a por Sakamochi y…

Mitsuru al final lo comprendió, antes de que Kazuo terminara de hablar.

«No, no puede ser…».

No quería creerlo. Era increíble. Kazuo era el rey y Mitsuru, su leal consejero. Eso suponía ser absolutamente leal y dispensar un servicio eterno. Incluso al estilo de pelo de Kazuo. Justo por aquellos días en que los dedos rotos de Mitsuru comenzaban a curarse, él había sido el único que le había insistido a Kazuo en el tema. «Tu pelo está guay. Tienes muy mala pinta, jefe». Kazuo mantuvo aquel peinado después de aquella conversación. Era un detalle mínimo y muy tonto, pero para Mitsuru indicaba hasta qué punto eran amigos.

Aunque tal vez para Kazuo fuera un gran problema cambiar de peinado, acabó pensando Mitsuru. Puede que hubiera estado demasiado preocupado con otros asuntos como para ocuparse de su peinado. Luego se dio cuenta de otras cosas. Mitsuru había creído firmemente que su relación con Kazuo giraba en torno a un sagrado espíritu de equipo, cuando quizá, en efecto, solo hubiera estado con ellos por divertirse o solo… sí, «solo» para tener una experiencia, sin vincularse emocionalmente con nada de todo aquello. El propio Kazuo había dicho en una ocasión: «Ah, qué diver».

Con todo, había una única cosa que había incomodado a Mitsuru desde el principio. Él pensaba que no tenía la menor importancia, así que había hecho todo lo posible por ignorarlo todo ese tiempo: Kazuo Kiriyama nunca sonreía.

Y luego había un pensamiento de Mitsuru que seguramente tenía visos de realidad. «Parece como si siempre tuviera muchas cosas en la cabeza, y seguramente será así. Pero a lo mejor hay algo increíblemente siniestro tramándose en la mente de Kazuo, algo tan siniestro que está más allá de mi imaginación… A lo mejor ni siquiera es nada siniestro. A lo mejor es solo ensimismamiento, una especie de agujero negro…».

Y a lo mejor Sho Tsukioka ya había notado aquello en Kazuo.

Mitsuru ya no tenía más tiempo para pensar. Estaba completamente concentrado en su dedo índice (uno de los dedos que se quebraron aquel fatídico día), en el gatillo de la Walther PPK que tenía en la mano derecha.

Soplaba la brisa y el perfume del mar se mezclaba con la hediondez que desprendía aquel charco de sangre. Las olas seguían rompiendo en la playa.

La Walther PPK, en la mano de Mitsuru, temblaba ligeramente… pero el abrigo escolar que cubría la espalda de Kazuo ya se estaba moviendo para entonces.

Se produjo un suave traqueteo muy agradable. Claro, bien pensado no tenía nada de agradable, pero había algo en el ritmo de las balas, con una media de mil unidades por minuto, que recordaba las pulsaciones en una vieja máquina de escribir que pudiera encontrarse en una tienda de antigüedades. Izumi Kanai, Ryuhei Sasagawa e Hiroshi Kuronaga habían sido apuñalados, así que esos eran los primeros disparos que se oían en toda la isla desde que comenzara el juego.

Mitsuru todavía estaba de pie. No podía verlo bien bajo su uniforme escolar, pero había cuatro agujeros pequeños, como dedos, que recorrían un camino desde su pecho hasta el estómago. En la espalda, por alguna razón, tenía dos grandes agujeros, del tamaño de latas de cerveza. Su mano derecha, que sujetaba la Walther PPK, estaba temblando junto a su cadera. Sus ojos estaban clavados mirando la estrella polar, pero dado lo brillante que estaba la luna esa noche, la estrella apenas era visible.

Kazuo sostenía un extraño aparato metálico que recordaba a una caja de dulces con un mango. Era una ametralladora Ingram MAC-10.

—Decidí que si salía cruz, participaría en el juego —dijo.

Como si hubiera sospechado que diría aquello, Mitsuru se derrumbó hacia delante. Mientras caía, su cabeza se golpeó contra la roca y rebotó un poco, y luego se estampó contra la tierra.

Kazuo Kiriyama permaneció allí sentado durante un rato. Luego se levantó y se aproximó al cadáver de Mitsuru Numai. Acarició el cuerpo acribillado con la mano izquierda, como si estuviera buscando algo.

Aquello no era una respuesta emocional. No sentía nada, ni culpabilidad, ni dolor ni compasión… ni la más mínima emoción.

Lo único que quería saber era cómo reacciona un cuerpo humano después de que le disparen. No, en realidad pensó simplemente: «Puede que resulte curioso ver qué hace alguien cuando lo acribillan a balazos».

Quitó de allí la mano y se tocó la sien izquierda… para ser más precisos, un poco por debajo de la sien. Cualquiera habría dicho que estaba simplemente alisándose el pelo.

Pero no. Lo hizo porque tenía una extraña sensación… no era dolor ni un picor, sino algo raro e infrecuente que le ocurría solo un par de veces al año. El acto reflejo de tocarse allí, junto con aquella extraña sensación, ya se había convertido en algo familiar para Kazuo.

Sus padres le habían proporcionado una educación muy esmerada. Pero, a pesar de aprender todo lo que tenía que saber sobre el mundo a su temprana edad, el propio Kazuo no tenía ni idea de lo que le causaba aquella sensación. Era inevitable. Cualquier sospecha de daño cerebral había desaparecido completamente para cuando adquirió suficiente edad para reconocerse en un espejo. En otras palabras, no sabía nada respecto a lo que le causaba aquella extraña sensación. Kazuo no era consciente del hecho de que casi había muerto en un espantoso accidente automovilístico cuando todavía estaba en el seno materno ni sabía que su madre había muerto en el accidente. Por supuesto, Kazuo tampoco sabía nada de la conversación que su padrastro y un famosísimo y reputadísimo médico habían mantenido respecto a una esquirla que se había incrustado en su cerebro justo antes de nacer, ni del hecho de que ni su padre ni el doctor que presumía de que la operación había sido un éxito supieran que la esquirla había seccionado un grupo de células nerviosas muy delicadas. Todos aquellos sucesos pertenecían a otro tiempo. El médico murió de un fallo hepático y su padre, o más precisamente su padre real, también murió por complicaciones causadas tras el accidente. Así que no había nadie que pudiera contarle esos detalles a Kazuo.

Una cosa era absolutamente cierta: o lo era al menos para Kazuo. Aunque no pudiera darse cuenta especialmente, o más apropiadamente, quizá porque era incapaz de llegar a esa conclusión, eso era lo que le ocurría: Kazuo Kiriyama no sentía nada. Ni culpabilidad, ni pena ni compasión hacia los cuatro cadáveres, incluido el de Mitsuru; y desde el mismo día en que vino a este mundo era así, nunca había sentido ni la más mínima emoción.

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