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—Permitidme explicaros las reglas.

Sakamochi regresó a su voz amigable. El aula comenzaba a apestar por la sangre fresca de Yoshitoki Kuninobu, y por el olor enteramente diferente de la sangre seca de su tutor, Libélula Hayashida. Shuya no podía ver el rostro de Fumiyo Fujiyoshi desde su asiento, pero le daba la impresión de que de su frente había salido muy poquita sangre.

—Creo que todos vosotros sabéis cómo funciona esto. Las reglas son muy sencillas. Tenéis que mataros unos a otros. No hay penalizaciones de ningún tipo. Y… —Sakamochi se detuvo para esbozar una amplia sonrisa—, el último que quede vivo podrá irse a su casa. Incluso se le entregará una tarjetita autografiada por el Dictador. ¿No es maravilloso?

Mentalmente, Shuya escupió a un lado.

—Ya sé que tal vez penséis que este es un juego horrible. Pero en la vida siempre pasan cosas inesperadas. Debéis mantener en todo momento el autocontrol con el fin de responder adecuadamente a los imprevistos. Considerad esto, pues, como un ejercicio. Hombres y mujeres serán tratados con igualdad. No habrá hándicaps para ninguna de las dos partes. Sin embargo, tengo buenas noticias para las chicas. De acuerdo con las estadísticas del Programa, el 49 por ciento de los anteriores ganadores y supervivientes han sido chicas. El lema aquí es «Yo soy exactamente igual que los otros, y los otros son exactamente iguales que yo». No hay nada que temer.

Sakamochi hizo una señal. El trío de soldados camuflados salió al pasillo y comenzó a meter a rastras unas grandes mochilas negras de nailon. Las mochilas formaron un montón justo al lado de la bolsa con el cuerpo del señor Hayashida. Algunas de ellas estaban desequilibradas, como si en su interior hubiera palos que estuvieran luchando por salir.

—Vais a salir de aquí uno a uno. Cada uno de vosotros cogerá antes de salir una de esas mochilas, que contiene comida, agua y un arma. Veamos, como he dicho, todos vosotros sois distintos en cuanto a destrezas y habilidades. Así que esas armas añadirán otro elemento aleatorio al juego. Bueno, eso suena un poco complicado. En otras palabras, eso convertirá el juego en absolutamente impredecible. Cada uno de vosotros tendrá un arma que escogeréis aleatoriamente. A medida que vayáis saliendo ordenadamente, cogeréis la mochila que esté en lo alto del montón. Cada mochila también contiene un mapa de la isla, una brújula y un reloj. ¿Alguno de vosotros no tiene reloj? ¿Todos? Ah, olvidé mencionar una cosa… estamos en una isla con un perímetro aproximado de seis kilómetros. Nunca se ha utilizado para el Programa. Tuvimos que hacer que los residentes evacuaran la isla, así que ya no hay nadie. Así pues…

Sakamochi se dio la vuelta hacia la pizarra y cogió un trozo de tiza. Trazó una especie de figura de almendra junto al lugar en el que había escrito su nombre, Kinpatsu Sakamochi. En la parte superior derecha dibujó una flecha señalando hacia arriba y la letra N. Luego dibujó una X en el interior de la almendra, en el centro, un poco hacia la derecha. Con la tiza aún presionando contra la pizarra, se volvió hacia los estudiantes.

—Pues muy bien, estamos en la escuela de la isla. Este es el mapa de la isla, y esta cruz indica dónde está la escuela. ¿Entendido? —Sakamochi dio unos golpecitos sobre el símbolo con la tiza—. Yo me quedaré aquí. Estaré supervisando vuestro trabajo.

Luego dibujó cuatro barquitos, trazando como una especie de pequeños husos, en el norte, el sur, el este y el oeste del esquema.

—Esto son barcos. Están ahí para matar a cualquiera que intente escapar por mar.

Luego trazó unas líneas paralelas, verticales y horizontales, sobre la isla. La forma de almendra de la isla ahora parecía un filete en una parrilla. Comenzando desde la parte superior izquierda, Sakamochi escribió marcadores en cada celda: A-1, A-2 y así sucesivamente, en orden. La siguiente fila era B-1, B-2, etcétera.

—Esto es un diagrama simplificado. El mapa que hay dentro de vuestras mochilas se parece un poco a esto. —Sakamochi dejó la tiza y dio unas palmadas para sacudirse el polvo—. Una vez que abandonéis las instalaciones, sois libres de ir donde os apetezca. En todo caso, los avisos se realizarán por toda la isla a las doce y a las seis, por la mañana y por la noche. Habrá cuatro avisos diarios. Haré referencia a la cuadrícula de ese mapa cuando anuncie qué zonas quedarán cerradas y prohibidas después de un tiempo. Debéis estudiar vuestros mapas con detenimiento y comprobar las brújulas sobre el mismo. Si os encontráis en una zona prohibida, debéis abandonar el área tan pronto como sea posible. Porque…

Sakamochi puso las manos sobre el atril y miró a todos los alumnos.

—Porque, de lo contrario, vuestros collares…

Hasta que no hizo esa observación, algunos estudiantes ni siquiera se habían dado cuenta de que tenían collares. Algunos se tocaron el cuello y parecieron conmocionados.

—Ese aparato es el resultado de la ultimísima tecnología desarrollada por nuestra República. Es cien por cien resistente al agua, antichoques, y… uh uh, no, no… no puede quitarse. No se quita. Si intentáis arrancároslos… —Sakamochi suspiró levemente—, explotarán.

Varios estudiantes que habían estado toqueteando sus collares apartaron las manos de inmediato.

Sakamochi sonrió.

—El collar monitoriza vuestro pulso con el fin de verificar signos de vida y transmite esa información al ordenador central en esta escuela. También señala vuestra posición exacta en la isla para que nosotros la conozcamos. Ahora, volvamos al mapa.

Sakamochi dobló el brazo derecho hacia atrás y señaló el mapa de la pizarra.

—Este mismo ordenador también seleccionará aleatoriamente las zonas prohibidas. Y si hay estudiantes que se quedan en una zona prohibida después del tiempo asignado (aparte, naturalmente, de los estudiantes muertos), la computadora detectará automáticamente a los que estén vivos e inmediatamente enviará una señal a vuestro collar. Y entonces…

Shuya sabía lo que iba a decir.

—El collar explotará.

Claro.

Sakamochi se detuvo durante unos instantes para observar a los alumnos. Luego continuó:

—¿Por qué hacemos eso? Porque si todos se quedaran acurrucados en un sitio sin moverse, el juego no funcionaría. Así que os obligaremos a moveros. Al mismo tiempo, el territorio por el que os podréis desplazar irá reduciéndose paulatinamente. ¿Lo pilláis?

Sakamochi lo llamaba «juego». No era de extrañar. Era una jodida monstruosidad. Nadie dijo una palabra, pero todo el mundo pareció comprender las reglas.

—Muy bien, de modo que eso significa que si os ocultáis en una casa permanentemente, no tendréis buenas noticias. Incluso aunque os escondáis en algún agujero que excavéis en la tierra, la transmisión os alcanzará. Ah, y, por cierto, podéis esconderos en cualquier edificio, pero no podréis utilizar el teléfono. No podréis poneros en contacto con vuestros padres. Tenéis que luchar por vuestros propios medios. Pero, bueno, al fin y al cabo ese es el juego de la vida. Ya os he dicho que el juego comienza sin zonas prohibidas, pero hay una excepción: esta escuela. Veinte minutos después de vuestra partida, esta escuela se considerará zona prohibida. Así que, por favor, lo primero que tenéis que hacer es largaros de aquí. Veamos, tenéis que permanecer siempre como a doscientos metros. ¿Entendido? Luego, en mis comunicados, también os leeré los nombres de los que hayan muerto en las últimas seis horas. Cada comunicado se emitirá regularmente en intervalos de seis horas, pero también comunicaré el nombre del superviviente por este medio. Ah… una cosa más. Hay un límite de tiempo. Atentos. Un límite de tiempo. Va a morir un montón de gente en el Programa, pero si no muere nadie en un plazo de veinticuatro horas, entonces vuestro tiempo habrá expirado, y ya da igual los estudiantes que queden…

Shuya sospechó lo que diría a continuación.

—El ordenador detonará los collares de todos los que queden. No habrá ganador.

Por supuesto.

Sakamochi dejó de hablar. Toda la clase se había quedado en silencio. La sala seguía apestando al enorme charco de sangre de Yoshitoki Kuninobu. Todo el mundo permaneció en un estado de estupor colectivo. Estaban aterrorizados, pero aquella situación, ante la inminencia de ser arrojados a un juego mortal, estaba fuera de toda lógica y comprensión.

Como para despertar a los muchachos de su estado mental de estupor generalizado, Sakamochi dio unas palmadas.

—Bueno, pues ya hemos visto todos esos detalles engorrosos. Ahora tengo algo más importante que deciros. Un aviso importante. Algunos de vosotros podríais estar pensando que matar a vuestros compañeros de clase es imposible. Pero no olvidéis que hay otros deseando hacerlo.

Shuya quiso gritar: «¡Y cómo te gusta decirlo!». Pero ante el incidente de Fumiyo Fujiyoshi, ejecutada por susurrar solo unos instantes antes, Shuya se mordió la lengua.

Todos permanecieron en silencio, pero había algo que había cambiado de repente, y Shuya lo sabía.

Todos estaban mirando alrededor, a los rostros pálidos de los demás. Cuando las miradas de algunos se cruzaban, sus ojos se volvían nerviosamente hacia Sakamochi. Fue cuestión de segundos, pero sus expresiones eran exactamente las mismas: estaban tensos y recelosos, preguntándose quién estaría ya dispuesto a participar en aquel juego. Solo unos cuantos, como Shinji Mimura, permanecían tranquilos.

Shuya rechinó los dientes de nuevo. «¡Estáis cayendo en su trampa! Pensadlo bien: somos un grupo. ¡No tiene ningún sentido matarnos unos a otros!».

—Muy bien entonces; ahora necesito asegurarme de que habéis comprendido lo que os he dicho. Encontraréis papel y lápices en vuestros pupitres.

Todos cogieron el papel y los lapiceros. Shuya no tuvo más remedio que seguir las órdenes.

—Muy bien, ahora quiero que escribáis una cosa. Para memorizar algo, lo mejor es tomar nota. Escribid esto: «Nos mataremos los unos a los otros». Apuntadlo tres veces.

Shuya oyó los lápices garabateando las letras sobre el papel. Noriko también sostenía el suyo, y parecía dudar. Mientras Shuya escribía aquel lema enloquecido, miró hacia el cuerpo de Yoshitoki. Recordó la cálida sonrisa de su amigo.

Sakamochi añadió:

—Muy bien, y ahora: «Si no mato, me matarán». Escribid eso tres veces también.

Shuya también buscó con la mirada a Fumiyo Fujiyoshi. Sus blancas manos, sobresaliendo de los puños de su trajecito escolar de marinero, formaban un delicado tazón. Le gustaba ser la ayudante de la enfermera en el botiquín del insti. Era callada, pero muy cariñosa.

Luego levantó la mirada hacia Sakamochi.

«¡Puto cabrón, te clavaría este lápiz en el pecho!».

QUEDAN 40 ESTUDIANTES