Cuando el autobús entró en la capital de la prefectura, Takamatsu, los barrios ajardinados se transformaron en calles urbanas repletas de neones multicolor, faros de coches a toda velocidad y luces cuadriculadas en los edificios de oficinas. Un grupo de hombres y mujeres bien vestidos estaban hablando enfrente de un restaurante, en la acera, mientras esperaban un taxi. Unos jóvenes desgarbados holgazaneaban y fumaban en el aparcamiento vacío de una tienda abierta las 24 horas. Un obrero en bicicleta esperaba a que cambiara el semáforo para cruzar. Hacía bastante frío para ser una noche de mayo, y el hombre llevaba puesta una chaqueta raída. Junto con las otras escenas, el obrero desapareció tras la ventana del autobús, engullido por el ronco murmullo del motor. La pantalla digital del autobús, sobre la cabeza del conductor, señalaba las 8:57.
Shuya Nanahara (el estudiante número 15, de tercero B, del instituto Shiroiwa, de la ciudad de Shiroiwa, en la prefectura de Kagawa) había estado mirando por la ventana, inclinado por encima de Yoshitoki Kuninobu (el estudiante número 7), que tenía el asiento de la ventana. Cuando Yoshitoki empezó a rebuscar en su bolsa, Shuya se miró el pie derecho, que sobresalía en el pasillo, y estiró los dedos de los pies dentro de sus zapatillas Keds. Antes las Keds no eran difíciles de encontrar, pero ahora eran extraordinariamente raras. La loneta de la zapatilla derecha de Shuya estaba rajada en el talón, y la tela se estaba deshilachado y adquiriendo el aspecto de los bigotes de un gato. La empresa que fabricaba las zapatillas era americana, pero el calzado en realidad se fabricaba en Colombia. Era 1997, y la República del Gran Oriente Asiático apenas sufría escasez de bienes. De hecho, la región contaba con todo tipo de productos, pero últimamente los bienes de importación tardaban en llegar. Bueno, era de esperar en un país con una política oficial de aislacionismo. Además, los Estados Unidos —tanto los miembros del Gobierno como los libros de texto se referían a ese país como «los americanos imperialistas»— eran enemigos del Estado.
Desde la parte trasera del autobús, Shuya observó a sus cuarenta y un compañeros de clase, iluminados por las turbias luces fluorescentes fijadas en los deslucidos paneles del techo. Todos ellos habían estado en la misma clase los dos últimos años. Todavía estaban nerviosos y parloteaban, porque apenas había transcurrido una hora desde que salieron de la ciudad donde vivían, Shiroiwa. Pasar la primera noche de un viaje de estudios en un autobús parecía un poco cutre… Peor todavía: parecía como si fueran a una de aquellas marchas militares forzosas. Pero todo el mundo se tranquilizaría en cuanto cruzaran el puente Seto, cogieran la autopista Sanyo, y se encaminaran hacia su destino: la isla de Kyushu.
En la parte delantera del autobús, sentadas alrededor del profesor, el señor Hayashida, había un grupo de chicas gritonas: Yukie Utsumi (la estudiante número 2), la delegada de la clase, con sus coletas, estaba muy guapa; a su lado estaba Haruka Tanizawa (la estudiante número 12), la altísima compañera de Yukie en el equipo de voleibol. Izumi Kanai (la estudiante número 5) era una pijita cuyo padre era concejal en un ayuntamiento. Satomi Noda (la estudiante número 17) tenía fama de ser una estudiante modélica; llevaba gafas con moldura metálica que cuadraban perfectamente con su rostro sosegado e inteligente. Luego estaba Chisato Matsui (la estudiante número 19), que siempre estaba callada y apartada. Esas eran las chicas que manejaban el cotarro. Se las podría llamar «las Neutrales». Las chicas tendían a formar camarillas, pero en la clase de tercero B del instituto Shiroiwa no destacaba ningún grupo en particular, así que hacer un listado de ellos tampoco parece pertinente. Si había algún grupo, era la pandilla rebelde o —para decirlo, francamente— la pandilla de delincuentes liderada por Mitsuko Souma (la estudiante número 11). Hirono Shimizu (la estudiante número 10) y Yoshimi Yahagi (la estudiante número 21) completaban la banda. Shuya no podía verlas desde donde se encontraba sentado.
Los asientos situados a la derecha del conductor estaban ligeramente levantados, y sobresaliendo de ellos se veían las cabezas de Kazuhiko Yamamoto (el estudiante número 21) y Sakura Ogawa (la estudiante número 4), la pareja más formal de la clase. Seguramente se estaban riendo, porque las cabezas se movían ligeramente arriba y abajo. Eran tan cortos y siempre estaban tan aislados que la cosa más trivial podría haberles hecho gracia.
Al lado de Shuya, junto al pasillo, se veía el enorme uniforme escolar de Yoshio Akamatsu (el estudiante número 1). Era el chico más grande de la clase, pero era muy tímido, el tipo de chico que siempre acaba siendo objeto de bromas e insultos. El gigantesco cuerpo de Yoshio parecía doblado sobre su consola de videojuegos, así que Shuya solo veía su uniforme.
También sentados juntos al lado del pasillo estaban los deportistas: Tatsumichi Oki (el estudiante número 3, del equipo de balonmano), Kazushi Niida (el estudiante número 16, del equipo de fútbol), y Tadakatsu Hatagami (el estudiante número 18). El propio Shuya había jugado en la Liga Infantil de Béisbol en la escuela y tenía fama de ser un espectacular stopper de segunda y tercera base. En realidad había sido muy amigo de Tadakatsu, pero al final se habían distanciado. En parte aquello se debió a que Shuya había dejado de jugar al béisbol, pero también tenía que ver con el hecho de que hubiera empezado a tocar la guitarra eléctrica, lo que se consideraba una actividad poco patriótica. La madre de Tadakatsu se ponía de los nervios con ese tipo de cosas.
Sí, el rock era una actividad ilegal en el país. (Desde luego, había fisuras y lagunas legales. La guitarra eléctrica de Shuya venía con una pegatina aprobada por el Gobierno que decía: LA MÚSICA DECADENTE ESTÁ ESTRICTAMENTE PROHIBIDA. El rock era música decadente).
«Ahora que lo pienso —reflexionó Shuya—, yo también he cambiado de amigos».
Pudo oír que alguien se reía calladamente detrás del gran Yoshio Akamatsu. Era uno de los nuevos amigos de Shuya, Shinji Mimura (el estudiante número 19). Shinji tenía el pelo corto y llevaba un arete con un intrincado diseño en la oreja izquierda. Shuya sabía quién era Shinji antes incluso de que llegaran a ser compañeros de clase en segundo. Shinji era conocido como El Tercer Hombre… el alero del equipo de baloncesto. Sus talentos deportivos eran similares a los de Shuya, aunque Shinji le había dicho en alguna ocasión: «Yo soy mejor, hermanito». Juntos, en la cancha de baloncesto por primera vez en la competición de segundo curso, habían formado un tándem letal, así que simplemente era normal que acabaran siendo colegas. Sin embargo, Shinji destacaba en muchas otras cosas además de ser muy bueno en deporte. Sus notas en otras materias que no fueran mates e inglés no eran nada del otro mundo, pero su conocimiento del mundo real era increíble, y sus opiniones eran propias de un chico mayor, mucho más maduras que las de sus compañeros. De algún modo, tenía respuesta a cualquier pregunta que se le hiciera sobre el mundo exterior, una información que desde luego no se podía conseguir en el país. Y siempre sabía qué decir cuando uno estaba hecho polvo, como «Ya lo sabes, aquí me tienes». Pero nunca era arrogante. En vez de mostrarse soberbio, sonreía y guiñaba un ojo. Nunca estuvo pagado de sí mismo. En resumen, Shinji Mimura era un buen tío.
Shinji estaba sentado al lado de su colega, Yutaka Seto (el estudiante número 12), el graciosillo de la clase y amigo de Shinji desde la escuela. Yutaka debía de haber soltado otro chiste, porque Shinji se estaba riendo.
Hiroki Sugimura (el estudiante número 11) estaba sentado tras ellos. Su cuerpo larguirucho y flaco apenas cabía en el estrecho espacio de su asiento. Estaba leyendo un libro de bolsillo. Hiroki era un muchacho reservado y estudiaba artes marciales, así que proyectaba un aura de cierta dureza. No se juntaba mucho con los otros muchachos, pero cuando se le conocía un poco resultaba que era un chico muy agradable. Solo que era un poco tímido. Shuya era colega suyo. ¿Estaría leyendo aquel libro de poesía china que tanto le gustaba? (Los libros chinos traducidos eran fáciles de conseguir, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta que la República consideraba a China como «parte fundamental de nuestra patria»).
Shuya se quedó colgado en cierta ocasión con una frase de una novela barata americana que había encontrado en una librería de segunda mano (se las arregló para entenderla con ayuda de un diccionario): «Los amigos vienen y se van». A lo mejor así eran las cosas. Y así como Tadakatsu y él habían dejado de ser amigos, podría llegar un momento en el que ya no fuera amigo de Shinji e Hiroki.
Bueno, o a lo mejor no.
Shuya miró de reojo a Yoshitoki Kuninobu, que todavía andaba rebuscando en el interior de su bolsa. Shuya y Yoshitoki Kuninobu eran amigos desde siempre. Y eso nunca cambiaría. Después de todo, eran amigos desde que mojaban la cama en aquella institución católica que ostentaba el pretencioso nombre de Casa de Caridad, donde acogían a huérfanos y a otros niños que, debido a determinadas «circunstancias», ya no podían estar con sus padres. Se podría decir que casi estaban condenados a ser amigos.
La religión era otro asunto curioso. En realidad, el país, bajo un sistema exclusivo nacionalsocialista, regido por una autoridad ejecutiva autodenominada «el Dictador», no tenía una religión oficial nacional. (Shinji Mimura dijo una vez, con una mueca de asco: «Esto es lo que se llama “fascismo eficaz”. ¿En qué otro lugar del mundo podrías encontrar algo tan siniestro?»). La cosa más aproximada a una religión era la fe en el sistema político… pero este ni siquiera se podía comparar con ninguna religión conocida. Así pues, la práctica religiosa estaba permitida en tanto en cuanto se ejerciera moderadamente, pero al mismo tiempo no se garantizaba la libertad de credo. Así que los fieles más pertinaces solo la practicaban en privado. El propio Shuya nunca tuvo verdaderamente ninguna inclinación religiosa, pero ello se lo debía precisamente a aquella institución religiosa concreta, en la que consiguió crecer relativamente ajeno a cualquier fanatismo. Pensaba que debía estar muy agradecido por ello. Había orfanatos estatales, pero al parecer sus instalaciones y programas estaban dirigidos de mala manera y, por lo que había oído, servían como escuelas de adiestramiento para soldados de las Fuerzas Especiales de la Defensa.
Shuya se volvió y miró a su espalda. El grupo de delincuentes entre los que se encontraban Ryuhei Sasagawa (el estudiante número 10) y Mitsuru Numai (el estudiante número 17) estaba sentado en los amplios asientos del final del autobús. Allí estaba el otro… Shuya no podía verle la cara, pero entre los asientos podía verle la cabeza, con aquel pelo largo, extrañamente peinado, engominado hacia atrás, apoyado en la ventana de la derecha. Aunque a su izquierda (bueno, parecía que Ryuhei Sasagawa había dejado dos asientos libres entre medias) los otros estaban hablando y riendo sobre alguna guarrería, su cabeza permanecía absolutamente inmóvil. A lo mejor se había quedado dormido. O a lo mejor, como Shuya, estaba observando las luces de la ciudad.
Shuya estaba completamente desconcertado por el hecho de que aquel muchacho, Kazuo Kiriyama (el estudiante número 6), hubiera querido participar realmente en una actividad tan infantil como un viaje de estudios.
Kiriyama era el líder de los matones en su barrio, un grupo en el que estaban también Ryuhei y Mitsuru. Kiriyama no era un tipo grande, de ninguna manera. Como mucho, era de la misma altura que Shuya, pero podía acabar en un santiamén con cualquier estudiante del instituto, e incluso enfrentarse al yakuza local. Su reputación era legendaria en toda la prefectura. Y que su padre fuera el presidente de una empresa importante no le perjudicaba. (De todos modos había rumores de que era hijo ilegítimo. A Shuya eso le traía sin cuidado, así que nunca se preocupó de averiguar más). Por supuesto, eso no habría sido suficiente. Tenía un rostro inteligente e interesante, y su voz no era particularmente grave, pero había algo intimidatorio en ella. Era el estudiante más listo de tercero B, y el único que apenas podía disputarle el puesto era Kyoichi Motobuchi (el estudiante número 20), pero este estudiaba tanto que apenas dormía. En deportes, Kazuo Kiriyama era mejor y más diestro que casi todos los de la clase. Los únicos del insti Shiroiwa que podían competir con él en serio eran, sí, el antiguo astro del béisbol, Shuya, y el actual alero estrella de baloncesto Shinji Mimura. Así que, en todos los aspectos, Kazuo Kiriyama era perfecto.
Pero entonces… ¿cómo demonios un tío tan perfecto podía haber llegado a ser el líder de una banda de matones? Bueno, en realidad eso no era asunto de Shuya. Pero sí había una cosa que podía asegurar y era que, en cierto sentido, casi tangible, Kazuo era diferente. Shuya no podría explicar exactamente en qué sentido. Kazuo nunca había hecho nada malo en la escuela. Nunca andaba incordiando a nadie como Yoshio Akamatsu, o como hacía Ryuhei Sasagawa. Pero había algo en él, como un… distanciamiento. ¿Sería eso? Al menos eso era lo que parecía.
Faltaba mucho a clase. La idea de Kazuo estudiando era un completo absurdo. Y cuando iba a clase, Kiriyama permanecía sentado en su pupitre, callado, como si estuviera pensando en algo que no tuviera nada que ver con la lección. Shuya pensaba: «Si el Gobierno no tuviera el poder para obligarnos a cumplir con la enseñanza obligatoria, este probablemente no vendría a clase nunca. Por otro lado, quizá se dejara caer por clase solo porque no tenía otra cosa que hacer. No sé…». En cualquier caso, Shuya se había imaginado que Kazuo pasaría de una cosa tan trivial como un viaje de estudios, pero al final se presentó de repente. ¿Sería también que no tenía otra cosa que hacer?
—Shuya.
Shuya estaba concentrado en las luces del techo del autobús, pensando en Kazuo Kiriyama, cuando una voz alegre y vivaracha interrumpió sus pensamientos. Desde el asiento inmediato, al otro lado del pasillo, Noriko Nakagawa (la estudiante número 15) le ofreció algo envuelto en una bolsa de celofán. El paquete crujió y centelleó como agua bajo la luz blanca: estaba lleno de galletas redondas de color marrón claro. Estaba atado en la parte de arriba con una cinta dorada.
Noriko Nakagawa era otra chica perteneciente al grupo Neutral, como las del grupo de Yukie Utsumi. Aparte de sus alegres ojos, que eran llamativamente oscuros, tenía una cara redonda y aniñada, y una melena hasta los hombros. Era pequeñita y alegre. En definitiva, una chica normal. Si había algo que mereciera resaltarse de ella, era probablemente el hecho de que escribía los mejores trabajos en clase de literatura. (Por eso Shuya había conocido a Noriko: él se pasaba las horas muertas escribiendo letras para sus canciones en los márgenes de sus cuadernos, y ella insistió en leerlas). Noriko habitualmente andaba con el grupo de Yukie, pero como aquel día había llegado tarde, no había tenido más remedio que coger uno de los asientos que habían quedado libres.
Shuya medio extendió la mano y levantó las cejas como si quisiera preguntar qué era aquello. Por alguna razón, Noriko pareció un tanto turbada y le dijo:
—Mi hermano me pidió que le preparara unas galletas. Estas son las que han sobrado. Están recién hechas, así que las traje para ti y para el señor Nobu.
«Señor Nobu» era el apodo de Yoshitoki Kuninobu. Aunque tenía los ojos saltones y amistosos, el apodo parecía muy apropiado para alguien que podía ser —extrañamente— maduro y prudente. La mayoría de las chicas lo llamaban por su verdadero nombre, pero Noriko no tenía problemas en llamar a los chicos por sus apodos, y el hecho de que aquella costumbre apenas incomodara a los afectados indicaba únicamente hasta qué punto era inofensiva. (Shuya tenía un apodo relacionado con las prácticas deportivas, el mismo nombre de una famosa marca de cigarrillos, pero al igual que le ocurría a Shinji con su apodo de El Tercer Hombre, nadie lo utilizaba delante de él). Shuya ya se había dado cuenta de aquello, pero recordó que Noriko era la única chica que lo llamaba por su nombre de pila, en vez de usar el apellido.
Yoshitoki, que había estado escuchándolos, se metió en la conversación.
—¿De verdad? ¿Son para nosotros? ¡Muchas gracias! Si las has hecho tú, me apuesto lo que quieras a que estarán deliciosas.
Yoshitoki le arrebató la bolsa de la mano a Shuya, desató inmediatamente la cinta y cogió una galleta.
—¡Vaya… están increíbles!
Mientras Yoshitoki alababa a Noriko, Shuya hizo una mueca de humorística desesperación. ¿Se podía ser más torpe en el arte del halago? Cuando Noriko se sentó al lado de Shuya, Yoshitoki había empezado a lanzarle miraditas a la chica, por encima de su amigo, estirándose en el asiento, presa de los nervios.
Aquello había ocurrido hacía un mes y medio, durante las vacaciones de primavera. Shuya y Yoshitoki habían ido a pescar percas trucheras al embalse que proveía de agua a toda la ciudad. Yoshitoki le confesó a Shuya:
—Eh, Shuya, estoy un poco colgado por una chica…
—¿Ah, sí? ¿Quién es?
—Nakagawa.
—¿La de nuestra clase, dices?
—Ajá.
—¿Cuál? Hay dos Nakagawas, ¿Yuka Nakagawa?
—¡Eh, tú…! Al contrario que a ti, a mí no me van las gordas…
—¿Pero qué…? ¿Me estás diciendo que Kazumi está gorda? Solo está un poquito rellenita…
—Lo siento. En fin, bueno, eeeh, sí, esto… es Noriko.
—Hum. Bueno, es maja —dijo Shuya.
—¿A que sí? ¿Verdad que sí?
—Que sí, que sí…
Sí. Yoshitoki era absolutamente transparente. Pero a pesar de su comportamiento, Noriko parecía no darse cuenta en absoluto de los sentimientos que Yoshitoki sentía hacia ella. A lo mejor era un poco lentita en asuntos de ese tipo o algo. No sería de extrañar, dada su personalidad.
Shuya cogió una galleta de la bolsa, todavía en manos de Yoshitoki, y la examinó detenidamente. Luego se volvió hacia Noriko.
—Entonces, ¿las galletas que no están recién hechas pierden sabor?
—Ajá, sí —asintió, con los ojos extrañamente bizcos.
—Lo cual significa que las has probado y estás segura de que saben bien.
Puede que hubiera aprendido esa forma de sarcasmo de Shinji Mimura. Shuya a menudo lo utilizaba últimamente para zaherir a otros compañeros de clase, pero Noriko solo emitió una risa divertida y dijo:
—Creo que sí.
—¡Vamos…! —interrumpió Yoshitoki otra vez—. Ya te he dicho que estaban buenas, ¿verdad, Noriko?
Ella sonrió.
—Gracias. Eres muy amable.
Yoshitoki se quedó petrificado de repente, como si hubiera metido los dedos en un enchufe y se hubiera quedado mudo. Mirando en silencio hacia su regazo, procedió a devorar su galleta.
Shuya sonrió y se comió el resto de su galleta. El cálido y dulce sabor, y el agradable olor se dispersaron por su boca.
—Mmm… Están buenas —dijo Shuya.
Noriko, que había estado observándolo durante todo ese tiempo, exclamó:
—¡Gracias!
Puede que estuviera equivocado, pero había algo en su tono de voz muy distinto a lo que había podido percibir cuando le dio las gracias a Yoshitoki. Bueno, un momento… es verdad, estaba mirándolo mientras se comía la galleta. ¿Eran realmente las sobras de la hornada que había preparado para su hermano? A lo mejor las había hecho para otra persona… O a lo mejor simplemente estaba pensando tonterías.
Entonces, por alguna razón, Shuya pensó en Kazumi. Iba un año por delante y había sido compañera en el club de música hasta el año anterior.
En la República del Gran Oriente Asiático, el rock estaba estrictamente prohibido en las actividades de los clubes escolares, pero cuando su tutora, la señorita Miyata, estaba ausente, los miembros del club de música tocaban rock por su cuenta. Naturalmente, el club de música solía atraer a ese tipo de alumnos. Kazumi Shintani era la chica que mejor tocaba el saxo. Sin embargo, cuando se ponía a tocar el saxo en clave de rock, era la mejor de todo el club de música. Era alta (casi de la misma estatura que Shuya, que medía uno setenta) y un poco rellenita, pero como tenía un rostro notablemente maduro y el pelo le caía sobre los hombros, tenía un aspecto alucinante con el saxo entre las manos. Shuya se quedó prendado ante aquella visión. Luego Kazumi le enseñó a tocar algunos acordes difíciles a la guitarra. (Decía que había tocado un poco antes de empezar con el saxo). Desde ese momento en adelante, Shuya se pasó cada minuto que tenía libre practicando con la guitarra, y cuando llegó a segundo ya era el mejor guitarrista del club de música. Y todo porque quería que Kazumi lo oyera tocar.
Entonces, un día, cuando dio la casualidad de que los dos se encontraban solos en la sala de música, después de clase, Shuya tocó y cantó una versión de «Summertime Blues» que la dejó impresionada.
—Eso ha estado genial, Shuya. Ha sido alucinante… —dijo Kazumi.
Aquel día, Shuya se compró una lata de cerveza por primera vez en su vida y lo celebró con una fiesta solitaria y privada. Sabía genial. Pero tres días después, cuando le pidió salir, confesando que «Eeeeh, de verdad, me gustas mucho», ella respondió que «Lo siento, pero ya estoy saliendo con otra persona». Al final se graduó y se fue a otro instituto de bachillerato que contaba con un buen departamento de música. Con su novio.
Lo cual devolvió a Shuya al momento de su conversación con Yoshitoki en el embalse durante las vacaciones de primavera. Después de compartir sus sentimientos por Noriko, Yoshitoki le preguntó:
—¿Estás todavía colgado por Kazumi?
—Sí —contestó Shuya—, creo que estaré colgado por ella lo que me queda de vida.
Yoshitoki parecía perplejo.
—Pero tiene novio, ¿no?
Lanzando el anzuelo plateado con todas sus fuerzas, como si estuviera lanzando una bola dentro del estadio desde el jardín en un partido de béisbol, contestó:
—Eso no importa.
Shuya le cogió la bolsa de galletas a Yoshitoki, que todavía estaba mirándose el ombligo.
—¿Es que no vas a dejar ninguna para Noriko?
—Oh… oh, sí, claro… Lo siento…
Shuya le devolvió la bolsita a Noriko.
—Lo siento.
—No, está bien. No importa. Quedáoslas todas vosotros…
—¿De verdad? Pero no deberíamos ser los únicos que…
Shuya se dio cuenta por primera vez de la presencia del chico que estaba sentado al lado de Noriko. Ataviado con su uniforme escolar, Shogo Kawada (el estudiante número 5) permanecía apoyado contra la ventana, con los brazos cruzados y los ojos cerrados. Puede que estuviera durmiendo. Llevaba el pelo tan corto que parecía un monje. Su cara, con una barba ligeramente incipiente, le recordaba a Shuya uno de esos personajes de feria, en una atracción barata. «¡Vaya! ¡Atención todo el mundo: un tipo con barba! ¿No es demasiado viejo para ser estudiante en un instituto de secundaria?».
Bueno, él solo sabía una cosa: que aunque en tercero B estaban los mismos estudiantes que el año anterior, Shogo Kawada había llegado en abril desde Kobe. Y por alguna circunstancia concreta, algún accidente o alguna enfermedad (no parecía que fuera uno de esos tipos que se quedan postrados en la cama, así que debió de ser algún accidente), Kawada tuvo que repetir curso, porque no pudo acudir a clase durante más de seis meses. En otras palabras, era un año mayor que Shuya y sus compañeros de clase. El propio Shuya nunca le había contado a nadie aquello, pero eso era lo que había oído.
En realidad, no había oído muchas cosas buenas de Shogo. Corría el rumor de que había sido un conocido matón en su último colegio y que su hospitalización era el resultado de una pelea. Su cuerpo estaba cubierto de cicatrices, que concedían algún fundamento a las murmuraciones. Una enorme cicatriz, que parecía la herida de un cuchillo, le cruzaba la frente sobre la ceja izquierda, y cuando se cambiaban en los vestuarios del gimnasio (por cierto, Kawada tenía la complexión de un boxeador de los pesos medios), Shuya no pudo sino estremecerse al descubrir el mismo tipo de cicatrices por sus brazos y por toda la espalda. Tenía dos cicatrices redondeadas, bastante juntas, en el hombro izquierdo. Parecían heridas de disparos, pero eso era inconcebible.
Cada vez que escuchaba aquellos rumores sobre Shogo, alguien inevitablemente sugería:
—Seguro que acaba pegándose con Kazuo.
Justo después de que Shogo fuera trasladado a su colegio, aquel idiota de Ryuhei Sasagawa había intentado intimidarlo. Los detalles exactos de lo que había ocurrido a continuación solo los conocía de oídas, pero al parecer Ryuhei se puso pálido, se retiró, y se alejó lloriqueando y llamando a gritos a Kazuo para que lo ayudara. Sin embargo, Kazuo se mostró indiferente y solo le dedicó una mirada de desprecio a Ryuhei. Ni siquiera le dirigió la palabra a Shogo. Así que, hasta el momento al menos, ambos habían conseguido evitar la confrontación. Kazuo no parecía muy interesado en Shogo. Y Shogo no parecía interesado en Kazuo. El resultado era que tercero B vivía en paz y armonía. Una suerte.
Todo el mundo evitaba a Shogo por su edad y por culpa de los rumores. Pero a Shuya no le gustaba juzgar a la gente basándose únicamente en los rumores. Como alguien dijo una vez, si puedes ver las cosas con tus propios ojos, no hay necesidad de que pongas la oreja para averiguar lo que dicen los demás.
Shuya miró a Noriko y apuntó con la barbilla a Shogo.
—¿Estará dormido?
—Humm… —murmuró Noriko, mirando de reojo a Shogo.
—No querría despertarlo.
—No parece de esa clase de chicos a los que les apasionan las galletas, de todos modos.
Noriko ahogó una risilla, y justo cuando Shuya se disponía a ofrecerle las galletas, oyeron:
—No, gracias.
Shuya clavó la mirada en Shogo.
Aquella voz fuerte y grave resonó en su cabeza.
Aunque Shuya no había escuchado muchas veces su voz, era obvio que aquellas palabras las había pronunciado Shogo, que aún mantenía los ojos cerrados, aunque al parecer no estaba dormido. Shuya de repente se dio cuenta de que apenas había oído hablar a Shogo, a pesar de que lo habían trasladado a su colegio hacía más de un mes.
Noriko observó a Shogo y luego se volvió hacia Shuya. Este se encogió de hombros como toda respuesta y se metió otra galleta entera en la boca.
Siguió charlando con Noriko y Yoshitoki durante un rato hasta que…
Eran casi las diez en punto cuando Shuya notó algo extraño.
Algo muy raro estaba ocurriendo en el interior del autobús. Yoshitoki, que estaba a su izquierda, de repente se había quedado dormido y respiraba suavemente. El cuerpo de Shinji Mimura estaba resbalando hacia el pasillo. Noriko Nakagawa también se había quedado dormida. Nadie estaba hablando, al parecer. Nadie estaba despierto. Bueno, vale… a esa hora cualquiera con un sentido estricto de los horarios saludables podría estar ya en la cama, pero aun así, aquel era un viaje que habían estado anhelando durante mucho tiempo. ¿No era un poco pronto para quedarse dormidos, cuando apenas habían salido de la ciudad? ¿Por qué nadie cantaba o algo? ¿No tenía aquel autobús una de aquellas atroces y odiadas maquinillas que tanto detestaba Shuya… un karaoke?
Lo peor de todo era que el propio Shuya estaba sucumbiendo al sueño y se estaba quedando adormilado. Miró a su alrededor medio aturdido… y luego ya no fue capaz de mover la cabeza, en la que sentía una enorme pesadez. Se desmoronó contra su asiento. Su mirada deambuló hasta dar con la estrecha franja del espejo retrovisor que había en el centro del parabrisas, envuelto en la oscuridad. A duras penas consiguió discernir la diminuta imagen de la parte superior del cuerpo del conductor.
El rostro del conductor estaba cubierto con lo que parecía ser una máscara. Una especie de tubo le salía de la máscara. Había unas finas tiras de goma que se la sujetaban a la cabeza, por encima y por debajo de las orejas. ¿Qué significaba todo aquello? Salvo por la especie de tubo, aquello parecía una máscara de oxígeno de las que se utilizan en las emergencias de los aviones.
«¿Y si no se puede respirar en el interior de este autobús? Damas y caballeros, este autobús va a efectuar un aterrizaje de emergencia debido a un problema mecánico. Por favor, asegúrense de mantener abrochados sus cinturones de seguridad, utilicen las máscaras de oxígeno y sigan las instrucciones de la tripulación de cabina…». ¿Era algo así…? Sí, claro.
Escuchó un crujido a su derecha. Shuya tuvo que esforzarse para conseguir echar un vistazo. Sentía una enorme pesadez en todo el cuerpo. Era como si estuviera sumergido en un inmenso bote de gelatina transparente.
Shogo Kawada se había conseguido levantar y luchaba a brazo partido para abrir una ventana. Pero bien fuera porque estuviera atascada por el óxido y la suciedad, o bien porque se hubiera roto el cierre, lo cierto es que la ventana se negó a abrirse. Shogo golpeó con el puño izquierdo el cristal. «Está intentando romper el cristal. ¿Qué es toda esta mierda?».
Pero el cristal no se rompió. El puño, dispuesto a golpear el cristal una segunda vez, pareció debilitarse de repente y cayó torpemente. El cuerpo de Shogo se derrumbó en el asiento. Shuya creyó oír aquella voz grave que acababa de oír hacía solo un rato, como en un grito ahogado.
—Maldita sea…
Casi inmediatamente, Shuya se quedó dormido también.
Aproximadamente a esa misma hora, unos coches oficiales con hombres de negro en su interior comenzaron su ronda de visitas a las familias de los estudiantes en la ciudad de Shiroiwa. Asustados, los padres se sintieron paralizados cuando los visitantes les presentaron documentos con el sello oficial del Gobierno.
En la mayor parte de los casos, los padres no pudieron hacer más que asentir en silencio, al tiempo que pensaban que probablemente jamás podrían volver a ver a sus chicos, pero también hubo quien protestó. A los rebeldes se les propinaron descargas eléctricas o, en el peor de los casos, fueron eliminados con una ráfaga de ametralladora y abandonaron este mundo un poco antes que sus hijos.
Para entonces el autobús asignado para el viaje de estudios al tercer curso, clase B, del instituto Shiroiwa, hacía mucho rato que ya se había desviado y se había apartado de la caravana de otros autobuses, y había cogido una rotonda para regresar a la ciudad de Takamatsu. Después de volver a la ciudad, zigzagueó por varias carreteras antes de detenerse finalmente y parar el motor.
El conductor, cuyo pelo ya empezaba a encanecer, parecía rondar los cuarenta y tenía todo el aspecto de ser un agradable conductor de autobuses. Todavía con la máscara de oxígeno en la cara —ahora la llevaba colgando de la mandíbula levemente prominente—, se volvió a mirar a los estudiantes de tercero B con un leve gesto de compasión. Pero en cuanto otro hombre se asomó a la ventana, su rostro se puso rígido. Hizo el imperativo y habitual saludo de la República. Luego presionó el interruptor para abrir la puerta. Shuya miraba al exterior cuando unos hombres enmascarados y ataviados con indumentaria militar entraron corriendo en el autobús.
Bajo la luz de la luna, el cemento del muelle resplandecía en un tono blanco azulado y, al final del dique, el barco que debía transportar a los jugadores se balanceaba perezosamente en las aguas oscuras del puerto.
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