Aquel 19 de septiembre llenó de luto a muchísimos hogares del país. La ciudad había resistido anteriormente bastantes sismos de fuerte intensidad, pero éste rebasó todos los antecedentes, provocando que grandes sectores dieran la apariencia de haber sufrido un bombardeo despiadado. Edificios enteros se habían desplomado como si fueran castillos de arena, y muchísimos más habían quedado terriblemente dañados. Los muertos y los desaparecidos eran incontables; indudablemente muchos más que los reconocidos oficialmente. La tragedia extendía su sombra por todos los rumbos de la metrópoli.
A mí me despertó Florinda sacudiéndome y pronunciando la patética frase que se ha hecho común:
—¡Está temblando!
Bueno, como acabo de decir, no era la primera vez que esto sucedía en nuestra ciudad, aunque en esa ocasión se presentaban aspectos que parecían diagnosticar algo más. Es verdad que no había derrumbes a nuestro alrededor, pero, entre otras cosas, había quedado interrumpido el servicio de corriente eléctrica, lo cual, por otra parte, impedía prender un televisor o un radio que nos proporcionaran información. Esto lo conseguimos hasta después, cuando llegó Esther, la hermana de Florinda que era vecina nuestra, con un radio de pilas. Por medio de él empezamos a tomar conciencia de la magnitud del fenómeno natural; sobre todo cuando Jacobo Zabludovsky decía:
—Estoy frente a lo que ha sido mi casa durante mucho tiempo —se refería a Televisa Chapultepec—, y ésta ya no existe. Se ha derrumbado por completo.
Luego, como todos los habitantes de esta gigantesca ciudad, poco a poco nos fuimos enterando de las diversas consecuencias que había tenido el terremoto, consecuencias que en muchas partes incluían la pérdida irreparable de parientes, amigos y toda clase de seres queridos. Aunque, afortunadamente, no faltaban las excepciones que narraban ocasionales toques de suerte, como puedo calificar el ejemplo de la sobrina de Florinda, quien había nacido apenas unos día antes, ¡y precisamente en las instalaciones del Seguro Social de la avenida Cuauhtémoc!, las cuales se vinieron abajo como si fueran una estructura de naipes. Pero tanto Fabiola (la recién nacida) como su madre, (Ana Luz) resultaron ilesas.
El día del siniestro viajaban Rubén Aguirre y el Chato Padilla desde San Luis Potosí a la Ciudad de México, pero durante el trayecto, en plena carretera, un noticiario radiofónico les hizo enterarse de todo lo relativo al catastrófico terremoto; y entre las notas destacaba la destrucción de Ciudad Tlatelolco, conjunto de edificios de habitaciones particulares, muchos de los cuales se habían derrumbado en su totalidad. ¡Y daba la terrible casualidad de que el Chato Padilla vivía en uno de esos edificios! Yo no quisiera imaginarme siquiera la angustia que debe haber sufrido nuestro compañero y amigo durante el resto del trayecto, pues su familia había permanecido en México, precisamente en aquel edificio de Tlatelolco.
A su arribo, el Chato tuvo el particular alivio de constatar que su familia no había sufrido daños corporales, pues su departamento estaba en uno de los edificios que no llegaron a derrumbarse por completo. Aunque, eso sí: los perjuicios materiales habían sido enormes, al grado de que la familia tuvo que recurrir al auxilio de rescatistas para abandonar la semiderruida construcción. Y las pérdidas económicas, por supuesto, fueron cuantiosas. Por otra parte, alrededor había sangre, cuerpos mutilados y multitud de escenas patéticas que incluían lágrimas y lamentos de dolor.
Al mismo tiempo, el terrible suceso dio ocasión para que surgiera una infinidad de héroes anónimos: rescatistas que exponían su vida para liberar a quienes habían quedado atrapados por los escombros; voluntarios que, sin asomo de interés, barrían o apartaban dichos escombros para aligerar las tareas de rescate. Entre ellos cabe destacar al mismísimo Emilio Azcárraga, quien estuvo removiendo personalmente los desechos de lo que había sido Televisa Chapultepec, intentando el rescate de los empleados que pudieran haber quedado atrapados. Y lloró más de una vez al constatar que muchos de aquellos empleados habían perdido la vida como consecuencia del terrible sismo.
También hubo muchos, muchísimos, que donaban alimentos, mantas, cobijas, colchones y todo cuanto hiciera falta a los damnificados. Entre estos estuvo Florinda, quien acorde con su temperamento, formó parte activa de la legión de auxiliadores anónimos que tuvo la ciudad.
Por parte de nuestro grupo surgió una brillante idea que se tradujo en acto de solidaridad para con el Chato Padilla, pues se organizó una gira cuyas utilidades íntegras fueron entregadas a la familia de Raúl, a modo de que sirvieran como principal aporte para la adquisición de un nuevo departamento. Este fue mucho mejor que el anterior y estaba ubicado en un barrio también de mayor calidad. Ahí, en compañía de su familia, el Chato vivió con merecida tranquilidad hasta el momento de su deceso, acaecido varios años después.
En medio del infortunio que produjo aquel terrible suceso, tampoco faltó, desgraciadamente, el corrupto que lucró con el dolor ajeno. Y no menos lamentable fue la negligencia mostrada por quienes más debían haber hecho lo contrario. Dos días después del sismo, por ejemplo, fui a buscar a Emilio Azcárraga para informarme acerca de las providencias que se debían tomar en cuanto a los planes de producción y para decirle que contara conmigo para cualquier cosa en la que yo pudiera ser útil… y el encuentro fue tristemente revelador.
Emilio estaba en el comedor de ejecutivos de Televisa San Ángel, en compañía de Miguel Alemán Velazco y Víctor Hugo O’Farril Ávila, de modo que me disculpé por la repentina intromisión; pero me disponía a retirarme prudentemente, cuando Emilio me dijo:
—Espera. ¿Qué se te ofrece?
Le expuse brevemente el motivo que me había llevado a buscarlo, y su comentario fue acompañado por un suspiro de desánimo e impotencia.
—Bueno, puedes llevar alimentos, cobijas y todo eso que necesitan los damnificados.
—Ya lo está haciendo Florinda —le informé—. Pero yo quería ver si puedo ayudar como persona pública; como alguien a quien conoce la gente.
Emilio me miró fijamente y me dijo:
—¿No quieres tomar una copa con nosotros? Así fue como compartí la sobremesa con los tres grandes ejecutivos de la empresa, quienes se encargaron de ponerme al tanto de lo que sucedía: ellos también habían ofrecido su ayuda a nivel empresarial, pero su oferta no había sido aceptada. Por ejemplo: una de las peores consecuencias del sismo había sido el daño sufrido por las comunicaciones telefónicas, las cuales apenas podían funcionar a un bajísimo porcentaje de su capacidad. Pero el problema podía haberse resuelto en gran medida por medio de un enlace con sistemas telefónicos de Estados Unidos, enlace que sería muy fácil de realizar y que nuestros vecinos del norte brindaban de manera totalmente gratuita, gracias a gestiones que ya había realizado Emilio Azcárraga Milmo. Pero…
Pero los altos mandos del país dijeron que México no necesitaba ayuda ni de una empresa privada ni de Estados Unidos. De paso, la advertencia se hizo extensiva a todos los gobiernos extranjeros: «México no necesita ayuda —se declaró solemnemente—. Nos bastamos a nosotros mismos para resolver todos los problemas y salir adelante.» (¿¿??).
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Mi mujer y yo llevábamos tres años sin tomar vacaciones, de modo que nos pareció maravillosa la idea de emprender otro crucero en compañía de mis hermanos y sus esposas. Pero el que esta vez proyectaban sería de mayor duración y lejanía, para lo cual viajamos primero a San Francisco, donde abordamos un avión que nos llevó a Sidney, Australia, después de haber hecho una escala en Hawai. Durante dicha escala se acercó un caballero muy amable, acompañado por su esposa, quien se presentó ante nosotros diciendo:
—Lo más probable es que ustedes ni me recuerden ni me reconozcan, pero yo a ustedes sí, pues no me pierdo uno solo de sus programas de televisión.
Pero sí lo reconocimos y lo recordamos, ya que se trataba de un político de primera línea: don Carlos Gálvez Betancourt, quien había sido gobernador de Michoacán, secretario de Agricultura y, por algún tiempo, el más probable de los «presidenciables», esto es, de los que tenían mayores probabilidades de alcanzar la presidencia en México. De él se decía que había sido el máximo «cardenista» del país, refiriéndose a su gran apego a la persona y a la política del general Lázaro Cárdenas. Además, por la proporción entre la edad de uno y otro, y por el enorme parecido físico que había entre ambos, no faltó quien asegurara que don Carlos era hijo natural de don Lázaro. Claro que esto jamás pasó de ser un rumor, a diferencia de lo que sí era fácil de constatar: que don Carlos era un tipazo en toda la línea: culto, preparado, amable y simpatiquísimo. A lo largo del viaje, que se prolongó por seis semanas, establecimos con él una franca y cordial amistad, que incluyó encarnizadas pero amables partidas de dominó, alternadas con discusiones (también encarnizadas pero amables) acerca de política.
Después de recorrer Sidney y sus alrededores en la masa continental de Australia, el crucero se detuvo en lugares como las Islas Salomón, Vanuatu, Papua-Nueva Guinea, la exótica Bali, en Indonesia, para seguir por Singapur, Filipinas, Hong Kong, Corea del Sur, China y Japón, de donde volamos de regreso a San Francisco y luego a México.
Por demás está decir que el viaje fue un cúmulo de sorpresas, admiraciones y toda clase de experiencias. En las islas próximas a Australia, por ejemplo, compartimos los comentarios con veteranos de la Guerra del Pacífico, quienes recorrían aquellos lugares que fueron escenario de cruentas batallas, y que visitaban los enormes cementerios donde estaban sepultados los compañeros que, entonces en la flor de su edad, habían sucumbido en los fragorosos combates. En dichos cementerios fueron esculpidos los nombres de quienes habían perdido ahí la vida, y entre ellos, por cierto, era más que notoria la abundancia de apellidos como García, Fernández, López, González, etcétera, que evidenciaban su condición de hispanoamericanos.
Siguieron experiencias como la visita a Singapur, un lugar que es simultáneamente ciudad y país, que antiguamente se había distinguido, según decían, por la suciedad y el descuido de sus calles, y que entonces eran ya ejemplo de lo contrario: la ciudad más limpia y cuidada que pueda uno imaginarse.
Filipinas era, quizá, el mayor contraste con lo anterior. Los suburbios más sucios y los barrios más pobres, acumulados uno tras otro y esparcidos al lado de pocos pero magníficos palacios y hoteles de primerísima calidad, todo ello al servicio de aquel Ferdinando Marcos que entonces gobernaba dictatorialmente al país en compañía de su ambiciosa mujer, pero que en aquellos momentos ya comenzaba a enfrentar una rebelión popular que terminaría por despojarlo del poder.
El contraste se hacía más notorio cuando, después de transitar por aquellos barrios que eran sede de la suciedad y la pobreza, llegamos a la cena del tour que se efectuaba en un hotel que podía competir en ostentación y lujo con cualquiera de París, Londres o Nueva York.
Por otra parte, también eran magníficos los paisajes aledaños a Manila, donde el conjunto de ríos y montañas sigue siendo escenario de incomparable belleza. En uno de esos ríos, por cierto, tuvimos la audacia de embarcarnos en frágiles canoas que deberían bogar por entre un buen número de «rápidos», y así fue como conocimos algo que debe ostentar un récord mundial: aquellos eran los «rápidos más lentos del mundo»… De cualquier manera, Florinda y yo los disfrutamos a plenitud.
Aún era posible encontrar a uno que otro anciano que hablara español, lengua que en Filipinas había sido usual y oficial hasta medio siglo atrás, cuando el rescate por parte de las tropas estadounidenses en la Guerra Mundial había esparcido e impuesto el uso del inglés como idioma del país. Algunos nativos hablan también en tagalo, lengua nativa de singular composición, pues a un lado de las palabras indígenas contiene vocablos franceses (como los nombres de muebles «buró», «chifonier», etcétera) y términos hispanos (como los números «uno, dos, catorce, siete mil ochocientos»).
Hong Kong era otro lugar singular. Ciudad y país, al igual que Singapur, preparaba ya su integración a la nación China, lo cual debería suceder a punto de concluir el siglo XX, de acuerdo con el convenio establecido tiempo atrás. Ahí lo notorio es el poder financiero que ha adquirido la ciudad, entre otras cosas gracias a su condición de puerto libre (eso dicen, pues yo lo que más vi fue una acumulación de construcciones y de gente que termina por aturdir a quien se atreva a pasar por ahí).
Pero hay otra ciudad en la costa misma de la original: es la formada por los famosos «sampanes», construcciones que son simultáneamente embarcaciones y hogares. Más esto último que lo primero, pues aunque su apariencia es la de una embarcación su funcionamiento es el de un hogar, donde las personas habitan y viven comúnmente. (Si a eso se le puede llamar «habitar y vivir», ya que ahí no sólo duermen, comen, defecan y etcétera, sino que además van al mercado, a la escuela y a otros lugares comunes, por el sencillo método de pasar de un sampán a otro, pues también son simultáneamente calles y recintos. Todo ello, sin necesidad de pisar tierra en momento alguno. En resumen: una auténtica pesadilla en vivo y a todo —pero desvaído— color).
Estuvimos después en Shangai, otra ciudad que, en cierto modo, también tiene algunas características de pesadilla, como el hecho de ostentar tal multitud de estacionamientos de bicicletas que produce vértigo. Los lugares no son fijos, de modo que no puedo imaginar qué hace la gente para identificar su propia bicicleta. Porque son miles y miles las bicicletas que descansan una al lado de la otra, sin que haya marcas que ayuden a localizar el sitio donde quedó cada una. Y como todas son prácticamente iguales, a pesar de que cada una tenga su propia placa, se antoja imposible andar revisando placa por placa. ¿O se valdrá agarrar la primera bicicleta que tengan a la mano? Porque, con eso del comunismo, no creo que haya inconveniente alguno. Y, por otro lado, si a los chinos se les dificulta saber cuál es su bicicleta, a las bicicletas se les dificulta más el saber cuál es su chino. Pero, ojo: si yo afirmo tal cosa basado en aquello de que todos los chinos son iguales, sépase que los chinos afirman que más iguales somos todos los occidentales: que todos tenemos ojos tan redondos que parecen de perro. Excuso decir que no eran los chinos quienes despertaban curiosidad; éramos nosotros los turistas quienes despertábamos la curiosidad de los chinos. Y a veces algo más que su curiosidad: su risa. Aunque aquí se hace preciso aclarar que en esto sí tenían razón muchas veces, pues entre los turistas andaba cada gringa nalgona y vestida como piñata, que ya se imaginarán ustedes.
En la ciudad de Shangai es difícil dejar de constatar el enorme gentío que transita por sus calles, tanto a pie como en bicicleta. Pero los de a pie impresionan tanto por su número como por su atuendo. Este último es marrón o azul en los hombres y azul o marrón en las mujeres. Los niños, en cambio, suelen ir todos en marrón o todos en azul, aunque también es común que vayan todos en azul o todos en marrón. Pero además: son tantos los que van por las calles, que todo el tiempo dan la impresión de ser aficionados al fútbol que van saliendo del Estadio Azteca al finalizar un partido América-Guadalajara. Los transportes automotrices, en cambio, son mucho más parcos en eso de andar transitando por las calles, pues sólo pasan de uno en uno y allá de vez en cuando, de modo que los de a pie no tienen que preocuparse por aquello de los posibles atropellamientos. Y hasta es probable que la cosa sea al revés: que los automóviles se cuiden de ser atropellados, pues bastaría con echarles montón para asegurar la victoria a favor de los peatones.
Debo dejar en claro que China era el país que más me interesaba conocer, sobre todo en aquel entonces (1986) en que llevaba muy poco tiempo de haber abierto sus puertas al turismo internacional. Esto se traducía en una frescura que, según me han comentado después, ya no es tan natural como en aquel entonces. Como referencia puedo citar hecho de que nuestra visita se efectuó poco antes de matanza de Tiananmen (nombre de la plaza monumental de Pekín). En esta ciudad, al igual que en Shangai, la diversidad de colores en el vestuario se reducía al azul y el marrón. Para el turismo, en cambio, había una diversidad mucho mayor, además de que gran parte de esta mercancía; podía adquirir a precios de regalo; por ejemplo, era factible conseguir una camisa de seda por el equivalente a 3 ó dólares.
En el campo se estaban erigiendo multitud de edificios que funcionarían como condominios para los campesinos y había zonas donde se podían ver auténticos «bosques» de grúas de los equipos de construcción. Esta formaba parte del propósito de mejorar la calidad de vida del campesinado. Pero los obreros, en cambio, seguían padeciendo de condiciones laborales punto menos que infrahumanas. En una fábrica de alfombras, por ejemplo las obreras debían cubrir semanalmente 6 jornadas de 8 10 horas diarias, durante 51 semanas al año. En el interior de la fábrica, como pudimos constatar personalmente, el ruido de las cortadoras eléctricas era un suplicio insoportable para los oídos, pero no era necesario conseguir protectores auditivos para quienes trabajaban ahí, pues al mes de haber ingresado ya se habían quedado sordos. Pero eso sí, la semana número 52 era para vacaciones, mismas que se utilizaban para ir… al sitio que hubiera designado el «comité» respectivo.
En China era (al menos en aquellas fechas) casi imposible tener hermanos, hermanas, primos, primas, tíos y tías. Esto se debe a la prohibición de tener más de un hijo por pareja; pues se entiende que si el tal hijo carece de hermanos y hermanas, se suprime la posibilidad de que se produzcan primos, primas, tíos y tías. Claro que no falta el descuidado que engendra un segundo hijo, quizá porque se le pasó la mano (u otro miembro), pero cuando sucede, el segundo crío tiene que ser cedido al Estado, para que éste se encargue de buscar una pareja estéril que lo adopte.
Tuvimos un guía chino que hablaba muy bien el español. Lo había aprendido, nos dijo, en una universidad de su país, y había leído varias veces el Quijote, obra de la cual nos contó una curiosa anécdota: las sílabas de tal palabra «Quijote» significan en chino, eufónicamente, algo así como «hombre valiente». Animado, por todo esto, Florinda quiso regalarle una novela que llevaba (escrita en español, por supuesto) pero el simpático guía nos dijo que no podía aceptar el obsequio, pues todo material escrito debe superar una revisión del comité, a modo de evitar la posible entrada de «propaganda subversiva» al país.
Entre las muchísimas cosas interesantes destacaba, por supuesto, la histórica, legendaria, kilométrica y súper famosa Muralla China. Sin embargo, para mi interés particular, la mano del hombre hizo en China algo superior: el Gran Canal. Empezado en el siglo IV, a. C. y terminado en el XIII d. C. es el canal artificial más largo del mundo. (¡Por algo tardaron 17 siglos en construirlo!). Es transitable a bordo de embarcaciones de diversos tamaños, de modo que se usa para el transporte cotidiano de miles y miles de personas, así como de miles y miles de mercancías. Es obvio que, exceptuando el atractivo turístico, este canal es más útil que la Muralla.
También me quedan muy hermosos recuerdos de todos los demás lugares que visitamos durante aquel viaje, pero cuya descripción no parece adecuada para ser incluida en este relato. Lo que sí resulta necesario mencionar es que el crucero incluía un privilegio más: la gran oportunidad de contemplar el paso del cometa Haley desde el mejor punto de observación: en altamar del hemisferio sur. Para hacer aún más relevante el acontecimiento, la compañía naviera había contratado los servicios del célebre astrónomo Cari Sagan, quien se encargaría de ampliar la información mediante conferencias al respecto. El científico, sin embargo, no pudo acompañarnos en el crucero y envió a un sustituto en su lugar. Lo peor de todo fue que hubo otro ausente que debía haber sido aún más importante: el propio cometa Haley. Bueno, a decir verdad, no era precisamente que hubiera faltado a la cita, sino que su presencia se distinguió por una desilusionante mezquindad, ya que sólo se dejó ver como una pequeñísima raya, que apenas daba la impresión de ser un guión tipográfico escrito en la enorme página del firmamento celeste. Esto, comparado con lo que se había pregonado durante largos 76 años, produjo una total desilusión para el mundo entero, pero más para quienes habíamos supuesto estar en el mejor de los observatorios. Habrá que ver cómo se presenta dentro de otros 76 años.
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Mi cuarta hija, Marcela, también contrajo matrimonio. Su esposo, Enrique Penella, había adquirido la profesión de nutriólogo, actividad a la que añadió una mayor preparación mediante una beca obtenida para estudiar en París. Esto lo hizo en compañía de Marcela, quien también adquirió una beca para estudiar en Francia. Mi hija ya había vivido anteriormente en este país, como estudiante, en la ciudad de Besançon. Esto le había permitido alcanzar un estupendo nivel en el manejo de la lengua francesa, lo cual, a su vez, incrementó los amplios conocimientos que ya tenía en función de su profesión (la docencia). Y fue otro factor de colaboración en el desempeño de Henry (como llama todo mundo a su esposo Enrique). Y éste, por su parte, aprovechó excelentemente las ventajas que le proporcionaba la beca, de modo que a su regreso pudo aplicar diligentemente la instrucción adquirida.
Marcela y Henry han contribuido también, por supuesto, a incrementar el número de «los 12 mejores nietos del mundo» (los míos). Esto ha sido mediante la procreación de María y Andrés, otros dos extraordinarios ejemplares de la raza humana (suerte que uno tiene, ¿no?). Y la aportación familiar incluye también a mi simpatiquísimo consuegro, Antonio Penella, su mujer y sus hijos, todos excelentes personas.
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Colombia había obtenido los derechos para constituirse en sede del Campeonato Mundial de Fútbol correspondiente a 1986, pero algunos problemas internos le impidieron la construcción de estadios y otras instalaciones que debían realizar para el evento, de modo que anunciaron su imposibilidad para organizar la magna competencia. Entonces México salió al quite bajo los auspicios de la única persona del mundo que podía comprometerse a algo semejante: Emilio Azcárraga Milmo, quien se encargó de construir, entre otras cosas, las magníficas instalaciones que funcionarían como centro de comunicación para la prensa, la radio y la televisión de un número de países que era mayor al de los países que conforman la ONU. Dichas instalaciones fueron diseñadas de tal modo, que después de cumplir su función en el Mundial, serían fácilmente convertidas en oficinas, foros, comedores y espacios similares, todo ello levantado en los terrenos de Televisa San Ángel. Mis oficinas, por cierto, se ubicaron después en el segundo piso del enorme complejo.
Y así como 1970 había sido el más comentado y espectacular de los campeonatos efectuados hasta esa fecha, el de 1986 pasó a disputar esa relevante posición. Al igual que 1970 había sido la consagración de Pelé como rey indiscutible del hermoso deporte, 1986 se vistió de gala para la coronación del dignísimo heredero de la corona: Diego Armando Maradona.
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Florinda y yo llevábamos ya algún tiempo viviendo en uno de los pequeños pero agradables departamentos de la privada de Porfirio Díaz, el cual era propiedad de ella. Hasta que un buen día Florinda advirtió que estaba en venta, como terreno, el taller de reparación de automóviles que había estado siempre a un costado de la privada, y sugirió la idea de que lo compráramos para construir ahí una casa para nosotros. La idea me pareció magnífica, pues no obstante que el terreno era relativamente pequeño (unos 260 m2), pensamos que sería suficiente para una pareja. Por otra parte, estábamos más que satisfechos con su ubicación en un lugar a cuyo lado estaba la casa que para nosotros había sido el más bello nido de amor, lo cual puedo ejemplificar con una anécdota: Florinda había salido de la Ciudad de México en compañía de su hermana Esther; y a su regreso yo fui por ella al aeropuerto, donde el encuentro fue acompañado por todos los besos que se recomiendan para casos semejantes. Luego nos trasladamos a la casa, pero apenas habíamos cruzado la entrada, cuando yo pegué la carrera para subir al baño, ubicado en el segundo piso del departamento. Esto significaba que Florinda debería esperar al segundo turno, pero antes de lo cual hubo algo que llamó la atención de mi mujer: al pie de la escalera estaban esparcidas algunas flores con sus respectivos tallos, de donde dedujo lo que no admitía duda: «Roberto —pensó ella— compró un arreglo floral para recibirme, pero es tan torpe que ni cuenta se dio de que ya se le cayeron estas flores». Entonces las recogió e intentó iniciar el ascenso por la escalera, pero se detuvo al ver que también había flores en el siguiente escalón… y en el siguiente y en el siguiente… y en todos los que restaban para llegar al segundo piso. A partir de ahí ya resultaba obvio que las flores constituían un sendero que recorría el pequeño pasillo, seguía hasta entrar a la recámara y ¡ascendía! hasta la cama, donde los pétalos de las flores estaban alineados hasta forma un letrero que decía te amo. No hace falta decir que cuando ella vio eso yo ya la estaba espiando desde la puerta. Tampoco hace falta añadir que, un minuto después, el letrero quedó instantáneamente desbaratado.
Recién he dicho que nos habíamos interesado en comprar el terreno aledaño para construir un nuevo nido de amor, y eso fue lo que hicimos. Yo me encargué de diseñar el plano de la casa, para cuya construcción contratamos los servicios del arquitecto José Antonio Gaxiola, casado con la linda Vicky, hija mayor de mi hermano Horacio. Después, Florinda se daría a la tarea de escoger materiales para los acabados, así como la adquisición y el acomodo de todo aquello que contribuyera a la buena presentación del futuro hogar, objetivo que fue alcanzado con exquisito buen gusto.
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Para escribir los episodios de Los Caquitos yo recurría frecuentemente a la ironía, pues los personajes tenían diálogos como éstos:
Botija: (suspirando con preocupación). Sí, Chómpiras: esta ciudad se está echando a perder a pasos agigantados.
Chómpiras: ¿Por qué dices eso, Botija?
Botija: ¡Cómo por qué! ¿No te has dado cuenta de que las calles están cada vez más iluminadas? ¿Que cada vez hay más policías por todos lados?
Chómpiras: (triste y resignado). Es verdad. ¿Y sabes qué, Botija? para mí que el gobierno la trae contra nosotros.
Botija: ¿Tanto así?
Chómpiras: Po pa qué te digo que no, si sí… como dice la Chimoltrufia. ¡Si no los conociera!
Botija: ¡Pues vaya cinismo! A ese paso, van a acabar con la profesión.
Etcétera, etcétera.
Era obvio que llamar «profesión» a la actividad de los rateros era una concesión al humorismo pero ¿había la seguridad de que siempre fuera considerado así? Porque yo jamás había tenido una duda al respecto… hasta que vi en televisión una «entrevista» (de algún modo tengo que llamarla) que le hacían a un auténtico ratero.
Se trataba de un tipo experto en abrir las portezuelas de los autos sin necesidad de usar ganzúas ni nada por el estilo. Y el hombre hablaba de su actividad usando el término «profesión» con la mayor naturalidad del mundo. Esto me hizo recordar la forma en que usábamos ese lenguaje en mis programas y reflexionar acerca del daño que podría causar a algún televidente que no fuera capaz de discernir entre ficción y realidad. La reflexión no fue muy larga, pues pronto llegué a la conclusión de que no debía correr el riesgo. Por lo tanto, determiné hacer un cambio fundamental en cuanto se refería a Los Caquitos: decidí que éstos dejaran de ser un par de rateros, para lo cual solicité y obtuve el auxilio del Chavo… ¿Del Chavo? ¡Sí!
En un programa de Los Caquitos a principios de 1987, el Botija, la Chimoltrufia y el Chómpiras están viendo en la televisión un programa del Chavo en el que éste era acusado, evidentemente sin razón, de ser un ratero, lo cual hace llorar intensamente a los espectadores (tal como sucedió en la vida real con mucha gente). La más afectada fue la Chimoltrufia, la cual, hecha un mar de lágrimas, hace ver al Botija y al Chómpiras hasta dónde puede conducir la «estúpida actividad que ellos desempeñan»; y de ahí pasa a exigir la promesa de que nunca más volverán a robar, lo cual es aceptado con pleno convencimiento por su marido y su amigo. Y de ahí en adelante el Botija y el Chómpiras desempeñaron el papel de dos ex delincuentes que debían superar las barreras que esta condición impone a quienes intentan buscar un empleo. Y nunca jamás vuelven a delinquir.
Ahora bien: no sé si fue por esa razón (o «a pesar» de ella), pero la popularidad de los ex Caquitos siguió creciendo a tal grado, que no tardó en alcanzar la categoría de número estelar del programa. Había, desde luego, un factor que propiciaba de gran manera dicho crecimiento: el indiscutible aumento de experiencia y acoplamiento que habíamos acumulado todos nosotros.
Por ejemplo: si el Chato Padilla había destacado como don Jaimito el Cartero, aquí realizaba un delicioso Licenciado Morales, agente del Ministerio Público, que se distinguía por su honestidad y, sobre todo, por la caridad que mostraba en el ejercicio de sus funciones, y por la infinita paciencia con que soportaba a todo mundo.
A su lado estaba el adorable sargento Refugio Pazguato, un policía tan cándido como honesto, interpretado por el mismo Rubén Aguirre que tanto se había distinguido en su papel de profesor Jirafales, y que aquí, a juicio mío, alcanzaba a distinguirse aún más. Su candidez era tal, que no encontraba falla alguna en el hecho de enamorarse de Maruja (o Marujita, como la llamaba él con todo cariño), la cual no tenía empacho en mostrarse como lo que era: «una mujer de la calle».
Maruja, a su vez, estaba interpretada por María Antonieta de las Nieves; y yo podría jurar que es el único caso en que la televisión mexicana ha mostrado una comedia que incluya a un personaje de ese tipo sin incurrir jamás en el mal gusto o en la falta de respeto al público. La interpretación de María Antonieta era estupenda…
Lo mismo puede decirse acerca de Angelines Fernández, quien abandonaba por completo la posición de solterona venida a menos que ejercía como la Bruja del 71, para encarnar a la aguantadora vecina de los impredecibles Botija y Chimoltrufia.
Botija había sido el jefe «virtual» de la pareja de rateros conformada por él y el Chómpiras, dos ladronzuelos cuya torpeza había sido el obstáculo infranqueable que les impedía consumar el más simple de los robos; aunque aquél no tenía empacho en asegurar que su compañero había sido el causante de todos sus fracasos; mientras que éste, el Chómpiras, aceptaba de buena gana los cargos con tal de evitar posibles enfrentamientos. «Tómalo por el lado amable», decía siempre con intención conciliadora, sin tomarse la molestia de averiguar quién había tenido realmente la culpa.
Interpretar al Chómpiras era el mejor de los satisfactores que tuve en mi carrera de actor en televisión; y más con el privilegio que significaba el actuar al lado de Florinda, quien hacía el mayor derroche de talento, gracia y simpatía cuando daba vida al delicioso y adorable papel de la Chimoltrufia. Luchadora incansable, discutidora sin remedio, segura de sí misma, inculta pero inteligente, honesta en todos los sentidos, valiente, emprendedora, orgullosa cuando era necesario, pero dulce y tierna cuando las circunstancias lo exigían. Y, por si fuera poco, poseedora de una voz tan potente que cuando cantaba hacía peligrar los tímpanos de los vecinos próximos… y de los no tan próximos.
La Chimoltrufia se distinguió también por el uso de frases que luego serían frecuentemente repetidas: «Yo como digo una cosa digo otra»; «Pa qué te digo que no, si sí»; «Es como todo, porque hay cosas que ni qué», etcétera. Y lo mismo sucedió con los pleonasmos múltiples como: «Los restos del cuerpo de un cadáver difunto que ya está muerto porque desfalleció a mejor vida».
Entre las múltiples satisfacciones que ha recibido Florinda por su participación como la Chimoltrufia, ocupa un lugar muy importante el cúmulo de elogios expresados por la destacadísima poetiza y comentarista Margarita Michelena en la columna que escribía en Excélsior, donde se desbordó en alabanzas tanto para la actriz como para el personaje, enfatizando que el humorismo también sirve para dar buenos ejemplos.
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Mi grupo, mientras tanto, seguía efectuando giras por todos los países de Hispanoamérica y por un buen número de ciudades de Estados Unidos. Entre estas últimas podría destacar a Nueva York, donde en dos ocasiones logramos abarrotar el enorme y legendario Madison Square Garden, en cuyo exterior quedó un buen número de personas que no alcanzaron a comprar boleto.
En una de esas ocasiones, nuestro grupo encabezaba un espectáculo que iba secundado por un estupendo complemento artístico, entre el cual había un niño que tiempo después llegaría a ocupar un destacadísimo lugar de popularidad: Luis Miguel. También iba Capulina, quien se presentaba acompañado por un trío de cantantes. (Todo su número, por cierto, giraba alrededor de una canción que era composición mía: «La Sotaca»). Y el espectáculo incluía también un encuentro de lucha libre, a cargo de los máximos exponentes del deporte de los costalazos: nada menos que el Santo y Blue Demon.
Yo había tenido la oportunidad de conocerlos en persona anteriormente, razón por la cual ya estaba al tanto de que ambos luchadores tenían sendas características que permitían identificarlos aunque llevaran puesta la máscara: al Santo lo denunciaba su voz, que era mucho más aguda (casi tipluda) que la que lucía en las películas, donde siempre era doblado por alguien de voz gruesa; y a Blue Demon lo denunciaban sus manos, pues éstas no sólo eran enormes, sino que, además, mostraban la terrible deformación que le había causado una artritis de grado mayor, enfermedad que lo obligaba a sujetarse a una continua y dolorosa terapia (de tres horas diarias) como única forma de subsistir en la lucha libre y en la vida particular. Por lo demás, ambos tenían un trato más que amable y cordial, aparte de una preparación que rebasaba ampliamente lo que uno podía suponer.
Todos abordamos el mismo avión en vuelo a la ciudad de los rascacielos, vuelo en el que esa vez habían quedado muchos asientos vacíos. Por esta razón se organizó algo así como un intercambio continuo de lugares, de modo que durante un buen lapso viajé sentado junto al Santo, quien llevaba puesta su inseparable y famosa máscara plateada. Conversábamos animadamente cuando vimos que la azafata había comenzado ya a servir el almuerzo, momento en que el Santo se puso de pie para ir al gabinete de baño. Regresó pocos minutos después, pero luciendo otra máscara; digamos que similar a la anterior, sólo que incompleta, pues únicamente le cubría de la nariz para arriba, dejando al descubierto la parte inferior del rostro. El cambio se debía a una razón obvia: con esta máscara podría disfrutar mejor el almuerzo, ya que la anterior (la común y corriente) sólo tenía un agujero pequeño para la boca, lo que le permitía hablar pero no engullir un buen bocado. Luego, terminado el almuerzo, el Santo me avisó que iría nuevamente al gabinete para realizar un intercambio de máscaras, pero en «reversa» (es decir: para ponerse otra vez la original), y de paso me recordó que Florinda ya llevaba buen tiempo viajando sin mi compañía. Esto era verdad, de modo que regresé al lado de ella, justo cuando se anunciaba el arribo del avión a la ciudad de Miami, escala del viaje a Nueva York. Por lo tanto, no tardamos en tocar tierra.
Ahí debíamos pasar la revisión aduanal, de modo que nos formamos en la fila correspondiente. Pero yo notaba que faltaba algo que debía estar ahí. Ah, claro: lo que faltaba era un par de máscaras de luchador. Y mi mirada se paseó por todos los alrededores, sin alcanzar a ver ni el menor vestigio de máscaras. Pero al llegar a la ventanilla de migración oí una voz aguda idéntica a la que había charlado conmigo a bordo del avión. (Otro más observador se habría dado cuenta de que la ropa de quien hablaba también era la misma que llevaba puesta mi reciente compañero de viaje). Aunque con una diferencia: faltaba la máscara. Esto era más que notorio, a pesar de que el hombre estaba formado delante mío en la fila, por lo cual me daba la espalda. Para confirmar todo lo que iba yo deduciendo, el hombre estaba acompañado por otro, cuyas manos eran enormes y estaban notoriamente afectadas por la artritis.
Pues sí: eran el Santo y Blue Demon, quienes habían tenido que despojarse de sus máscaras para pasar la aduana, conscientes de que, en lugares como ése, los gringos son capaces de quitarle la máscara a Michael Jackson (aunque hay quien asegura que no es una máscara eso que trae éste en la cara). Por lo tanto, a los luchadores no les quedó otro remedio más que permitir que yo conociera su verdadera personalidad.
Después de haber cubierto el trámite nos fuimos por el pasillo que conducía al acceso del siguiente avión, trayecto durante el cual fueron varias las personas que me reconocían y me detenían para saludarme o pedirme un autógrafo, lo cual aproveché en varias ocasiones para decir, señalando al aludido:
—¿Por qué no aprovechan para pedirle un autógrafo al Santo? Porque ahí como lo ven, este señor es el gran luchador.
Excuso decir que estuve a punto de morir fulminado por las miradas que me lanzó entonces Rodolfo Guzmán, nombre verdadero del Santo. (¡Y menos mal que se limitó a lanzarme miradas en vez de patadas o yeguas voladoras!). Sobre todo cuando yo insistía:
—¡De veras es el Santo! Lo que pasa es que se quitó la máscara.
Pero la gente mostraba la mejor sonrisa de incredulidad que pueda uno imaginarse. ¡Cómo diablos podía ser el Santo ese inofensivo caballero, con cara de buena persona y cuyo aspecto general podía corresponder mucho más al de un burócrata!
Entonces el Santo se dio cuenta de que ésa era la realidad: nadie daba crédito a mis palabras. «Lo que sucede —debía suponer la gente— es que Chespirito le quiere jugar una broma a ese señor, que seguramente es su amigo». Y luego, siguiendo ya esa misma corriente, el Santo sonrió y dijo:
—Sí: yo soy el Santo. Y éste —añadió señalando a su compañero— es Blue Demon.
La gente, por supuesto, festejaba la «broma» y lo siguió haciendo cuando los luchadores mismos se detenían para decir:
—¡Yo soy El Santo, el famoso luchador!
—¡Y yo soy Blue Demon!
Después, cuando ya no había gente en nuestra cercanía, alguno de los dos (no recuerdo cuál) comentó con un suspiro que sugería un leve sentimiento de melancolía o resignación:
—Esa es la inobjetable realidad: sin la máscara no somos nadie.
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En Argentina volvimos a ser contratados nueve años después de la primera gira, lo que nos hacía temer que no alcanzáramos el mismo éxito de la vez anterior. Este temor quedó desechado desde que nos presentamos en el Luna Park, pues si la primera vez habíamos establecido el récord de más días consecutivos (siete) actuando ahí, la segunda vez superamos tal récord, ya que nos presentamos durante nueve días consecutivos, con el boletaje totalmente agotado.
Un día, durante esa gira, fuimos a una estación radiofónica de Buenos Aires donde, al finalizar una entrevista, nos tomaron una gran cantidad de fotografías (o «cualquier cantidad» de fotos, como dirían los argentinos). Entonces se nos acercó un grupo constituido por algo así como 4 ó 5 señores, uno de los cuales me dijo: «Me gustaría tener una foto donde aparezca yo al lado de ustedes. ¿Se puede?». «Por supuesto», le respondí. Y luego, una vez tomada la fotografía, me dijo: «Esta foto pronto va a estar en la Casa Rosada». La afirmación causó risa entre muchas personas, incluidas las que lo acompañaban, debido a que la Casa Rosada es la residencia oficial del presidente en Argentina, lo cual era tanto como afirmar que él sería el próximo primer mandatario de su país… ¡Y sí lo fue, pues el señor en cuestión era nada menos que Carlos Saúl Ménem! Ahora bien: ¿habrá cumplido su promesa?, porque no me extrañaría que al paso del tiempo hubiera preferido una fotografía de Cecilia Bolocco más que la nuestra.
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Al final de aquella gira por Argentina, mi hermano Horacio sugirió la idea de pasar la Navidad inmediata por aquellos lares. En un principio a mí no me agradó mucho la idea, pero después de haber ido a donde fuimos, quedé más que convencido de que aquello había sido un estupendo acierto. Pues resulta que el lugar escogido para pasar la Nochebuena, la ciudad de Bariloche y alrededores, es punto menos que la reproducción actual del Paraíso Terrenal. La ciudad en sí es una deliciosa réplica de los poblados suizos, pero no sólo por la arquitectura tradicional que domina el paisaje de los Alpes, sino también por algunas costumbres de sus pobladores (muchos de ellos descendientes de las regiones helvéticas), entre las que destaca la fabricación casera de exquisitos chocolates. Esto, para mayor identificación con sus ancestros, se da en una región que carece de la materia prima, que es el cacao, al igual que sucede en Suiza. Por otra parte, la belleza de los paisajes naturales no tiene par; multitud de lagos esparcidos entre montañas y colinas que lo mismo despliegan un abanico de florida vegetación que zonas tapizadas de espléndidos bosques, aire puro, cielo despejado, aguas cristalinas, en resumen: el Edén resucitado.
Nosotros fuimos en diciembre, como ya señalé, y es preciso recordar que en el hemisferio sur esa época corresponde al verano. No obstante, aun en esta temporada son heladas las aguas cristalinas a las que hice referencia, lo que impide nadar en los lagos, pero no resta belleza al imponente conjunto. En medio de uno de esos lagos (el Nahuel Huapí, al pie de los cerros Tronador y Mirador) hay una isla que parece extraída de una película de Walt Disney; aunque los habitantes de la región dicen que es al revés: que la película de Walt Disney fue extraída de la isla, ya que en ella se inspiró el célebre cineasta para dibujar los paisajes de su película Bambi. Y esto es muy posible, pues la isla está cuajada de bellísimos arrayanes y otros árboles de majestuosa presencia.
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Esther, la hermana de Florinda, se había encargado de realizar la mudanza para que, al regreso de Argentina, fuéramos a vivir a nuestra nueva casa. El resultado fue más que estupendo, pues aunque está a muchísima distancia de poder competir con las enormes y suntuosas mansiones en que reside la mayoría de los actores, nuestra casa tiene lo suficiente para que Florinda y yo podamos vivir en paz y con la tranquilidad necesaria.
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En México se acercaban las elecciones que habrían de convertirse en las más controvertidas de los últimos tiempos: las de 1988. Por el invencible PRI se postulaba como candidato Carlos Salinas de Gortari, seleccionado mediante el ya histórico método del «dedazo». Es decir: el emperador en turno (en este caso Miguel de la Madrid) había señalado a Salinas de Gortari como heredero al trono, para lo que, según cuenta Jorge G. Castañeda en su estupendo libro La herencia, había sido necesario rechazar a otros aspirantes. Pero éstos, por cierto, recibían generosas compensaciones por el sacrificio que significaba el no haber sido seleccionados.
—¿Qué le daremos a Fulanito para que no quede muy resentido? —decía más o menos el presidente en turno.
—Podría ser una embajada, ¿no? —sugería un asesor.
—¡Ándale! Creo que la de Bélgica está disponible.
—Así es.
(Este diálogo fue una versión mía, totalmente libre, de lo que cuenta La herencia. Pero el caso se repite de forma similar con todos y cada uno de los presidentes entrevistados por Castañeda, con la variante de que a algunos «sacrificados» les toca embajada y a otros les toca empleo en el gobierno, que puede ir desde burócrata meritorio hasta Secretario en el Gabinete; lo cual significa que para eso están los cargos públicos: para ser obsequiados como regalo de consolación a los que no alcanzaron algo más productivo).
En la oposición recientemente formada (el PRD) destacaba un dúo formado por disidentes del PRI: Porfirio Muñoz Ledo y Cuauhtémoc Cárdenas, de los cuales se escogió al último como candidato a contender por la Presidencia. Luego se añadió un tercer candidato, como abanderado de la antigua oposición llamada PAN: Manuel J. Clouthier, poseedor de un envidiable carisma, pero que entonces estaba lejos de alcanzar la popularidad que exigía una empresa tan grande como la de aspirar a ser electo presidente del país. Esto quedó claro cuando los resultados oficiales de la contienda lo colocaron en un tercer lugar, a buena distancia del ganador. Lo que no quedó muy claro fue que el ganador hubiera sido realmente el ganador. ¡Y mucho menos por el margen de ventaja que señalaba el conteo: 31 por ciento de Cárdenas contra 51 por ciento de Salinas de Gortari! (Clouthier alcanzó algo así como 17 por ciento). Lo más probable era que la votación real indicara un empate entre Salinas y Cuauhtémoc, aunque los partidarios de éste, posiblemente con la razón de su parte, aseguraban que el hijo de don Lázaro había sido el ganador. Hubo algo más que se hizo totalmente evidente: chanchullo mata voto.
No obstante, por alguna razón particular (que jamás se hizo pública) el ingeniero Cárdenas se abstuvo de capitalizar el disgusto de sus seguidores, cuyo número disminuyó entonces de manera notoria. Por su parte, don Manuel J. Clouthier (a quien apodaban «Maquío») competiría no mucho después por la gubernatura del Estado de Sinaloa, dejando ver que su natural carisma estaba creciendo a pasos agigantados. Luego, algún «maléfico designio» determinó que el carismático Maquío falleciera en un trágico accidente automovilístico.
Y lo mismo, por cierto, le había sucedió a Carlos Loret de Mola, periodista y ex gobernador de Yucatán, quien pereció víctima de un accidente similar.
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Nuestro trabajo seguía siendo tan gratificante como siempre; pero otra vez habíamos acumulado un buen número de años sin tomar vacaciones, por lo que decidimos aventurarnos en un nuevo crucero. Esta vez el barco navegaba por la región septentrional del planeta, con desembarcos en lugares tan remotos como El Cabo Norte, Berguen, Oslo, Estocolmo, Helsinki y Leningrado (ahora nuevamente San Petersburgo), pasando por Londres, Copenhague, Hamburgo, etcétera.
El crucero incluyó muchos otros lugares de interés, como las heladas estepas escandinavas, que son cotidianamente holladas por grandes manadas de renos, y donde pueden verse eventuales asentamientos de lapones ataviados con sus pintorescos ropajes, ofreciendo diversos artículos de artesanía al paso de los turistas. Pasamos también por los espléndidos fiordos noruegos, cuyas aguas son remanso y panorama, sendero y paisaje. Luego, el Cabo Norte, helado y majestuoso. Después, en la cubierta misma del barco, la fotografía clara y nítida tomada a las 2:00 de la mañana con la luz natural, pues en los veranos de esas latitudes el sol no llega a ocultarse; desciende en diagonal, y cuando parece que va a hundirse en el ancho océano, vuelve a cobrar altura trazando una diagonal simétrica a la anterior.
Durante buena parte del trayecto contamos con la compañía y la amistad de María Victoria Llamas, periodista y comentarista de radio y televisión, quien viajaba con su esposo Dick y el simpático hijo de ambos. Dick y yo, por cierto, tuvimos una pequeña controversia a raíz de que yo abandoné un show en el que un comediante narraba las mortificaciones sufridas por un turista en Cancún, entre las cuales incluía «la imposibilidad de encontrar un baño»… ¡En Cancún! ¡Hágame usted favor! Al oír eso yo me levanté de la mesa comentando (en mi pobre inglés) que en todo caso sería más difícil encontrar un baño en Europa (incluida la Gran Bretaña, de donde era originario el comediante), pues sólo así se comprendía el mal olor de muchos europeos. Dick me hizo ver que había yo exagerado (y tenía razón) aparte de haber mostrado el deficiente nivel de autocrítica que acusamos los mexicanos (también tenía razón). ¡Pero ni modo que uno cambie de temperamento así como así!, ¿no?
De cualquier manera, la controversia quedó reducida a ese pequeñísimo desacuerdo, pues al instante volvió a prevalecer la amistad con Dick y María Victoria, amistad que hemos mantenido con ella hasta el momento de escribir estas líneas (como lo fue con Dick, quien acaba de fallecer).
Y ya me disponía a decir que, fuera de aquel incidente con el comediante inglés, el viaje había transcurrido sin contratiempo alguno, pero recordé que sí se presentó uno que reunía todas las características de la tragedia y el desastre: se me infectó una muela. De ninguna manera se trataba de una simple infección de muela. ¡No! Se trataba de una señora infección como las que solía yo sufrir, con hinchazón de la mandíbula hasta convertirme en versión mexicana de Popeye el Marino, y debiendo soportar un dolor que sugería la invocación del Diablo como único remedio posible, aunque fuera al precio de un alma (como la mía, pequeñita pero, al menos hasta entonces, sin la mácula que pudiera suponer la venta de mis derechos patrimoniales). Y lo peor de todo era que mis encuestas particulares iban señalando un incremento en dirección a la fatalidad, principalmente cuando recurrí al médico del barco y éste me dijo:
—El antibiótico que usted trae es lo mismo que una royalshit (una real quién sabe qué), pues su organismo ya se hizo resistente a la fucking medicine (algo así como «la méndiga medicina»). Ahora bien: yo le voy a dar una pastilla que contiene un antibiótico diferente, pero si no le hace efecto usted tendrá que desembarcar en la próxima fucking city (Leningrado) para ser atendido por un soviet dentist (un dentista que agarra parejo).
Esto me alarmó sobremanera, pues no me imaginaba cómo podría darme a entender. «Porque —me preguntaba yo—, ¿qué tan adecuado podría ser el que me presentara ante el dentista ruso y exclamara algo así como: “¡Estoyff hasta la Matrushka!”»?
Afortunadamente, la pildorita que me dio el médico funcionó de maravilla, pues mi quijada se deshinchó con una más que reconfortante rapidez, al tiempo que mi dolor pasaba a ser un simple detalle de carácter anecdótico para la bitácora del viaje. Esto me permitió, además, disfrutar de los atractivos turísticos que tiene la histórica ciudad, entre los cuales destaca el enorme y magnífico Museo del Hermitage, hogar de obras de arte que conforman un espléndido tesoro. Y no menos interesante es el suntuoso Palacio de Invierno, con las esculturas doradas que flanquean la larga rampa de agua que desemboca en el mar Báltico.
Antes, en el mismo Leningrado, ya me había sucedido algo que también puedo calificar como anecdótico: nuestro autobús se detuvo frente al edificio que era sede del Ministerio de Turismo, situado frente a un enorme parque público; en esa parada quise aprovechar para ir al baño. ¿Pero dónde encontrar un baño? Quise preguntar, para lo cual recurrí al inglés, pero me fue imposible encontrar a alguien que entendiera esta lengua (¿una oficina de turismo donde nadie habla inglés?). Recurrí, pues, a la jovencita española que llevábamos como guía del tour, quien me auxilió haciendo las veces de intérprete; pero entonces mi sorpresa fue mayor, pues la respuesta que le dieron a la muchacha era que «el baño no se podía usar porque estaba en reparación». «¿Pero acaso no había más que un solo baño en un edificio de tres o cuatro pisos que ocupaba toda una manzana?», inquirí al respecto, recurriendo nuevamente al auxilio de la guía; pero la persona consultada, una gruesa matrona que parecía arrancada de una novela de Dostoievsky, respondió con gestos y ademanes bruscos algo que parecía decir «si le parece, bien, y si no, ni modo». Fue notorio que la españolita soslayó la brusquedad del tono y los ademanes, pero no podía cambiar el sentido de la respuesta, de modo que optó por señalar el enorme parque que estaba enfrente, diciéndome que ahí había baños públicos.
—Pero hay que pagar 10 kopeks por usarlos —añadió.
—Eso es lo de menos —dije yo al tiempo que echaba a correr en dirección al parque, temeroso de que mi vejiga fuera a reventar a consecuencias del esfuerzo.
Entonces pude al fin entrar a la rústica construcción que albergaba el baño… pero en la puerta había una matrona similar a la anterior, quien me detuvo haciendo gala de otra clase de brusquedad (la física), para luego vociferar algo que parecía decir: «Usted no puede entrar aquí». ¿La razón? Era un baño exclusivo para mujeres, como pude constatar cuando señaló un letrero en el que estaba pintada una silueta femenina. Luego me dio a entender que el baño para hombres era el que estaba en el extremo opuesto del parque, al que me dirigí a paso de marcha forzada (la vejiga me dijo con toda claridad que me sería imposible soportar una carrera).
El baño de hombres tenía pintada la silueta de un hombre y estaba atendido por hombres. Era fácil suponer que pertenecían a un estrato social inferior al de la matrona que nos atendió en la oficina de turismo, no obstante lo cual los dos que estaban ahí se dieron cuenta de que yo era un extranjero y se apresuraron a decir con bastante claridad:
—You pay money —dijo uno.
—Ten kopeks —completó el otro mostrando los diez dedos de la mano para que no hubiera dudas al respecto.
Yo no llevaba ni kopecs ni rublos ni nada por el estilo, de modo que extraje un dólar de mi bolsillo y lo mostré con un gesto de interrogación. La respuesta fue un hábil e instantáneo arrebatón del billete por parte de uno y la amable sonrisa por parte de los dos.
Y entonces, por fin, hice lo que tenía que hacer.
Pero luego, al salir, todavía fui objeto de otra demostración de cortesía, pues uno de los señores me detuvo sin abandonar la amable sonrisa, al tiempo que me decía:
—Change.
Y me entregó el cambio: 20 kopecs (que entonces representaban 20 centavos de dólar, según la apreciación cambiaría del gobierno soviético. Actualmente, por cierto, se necesitan más de 1000 kopecs para comprar un dólar).
El tour nos proporcionó muchas otras experiencias. Por ejemplo: pasamos también frente a los laboratorios donde el famoso químico Dimitri Ivánovich Mendeléiev diseñó su célebre tabla periódica de los elementos. Por otra parte, en medio de todas estas visitas había algo que llamaba poderosamente nuestra atención: que tanto en los muros de las ciudades como a la vera de los caminos, frecuentemente encontrábamos una palabra que entonces a nosotros no pasaba de causarnos curiosidad: Perestroika.
Lo cual merece sección aparte.
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Al frente de la Unión Soviética se encontraba uno de los políticos que quizá debería ser considerado entre los de mayor trascendencia del siglo XX: Mijail Gorbachov. Tal apreciación podría estar determinada por dos palabras que definieron su quehacer político: Glasnost (Transparencia) y Perestroika (Restauración). Y aunque él permaneció al frente del partido dictatorial que lo había llevado al poder, sus reformas iban abriendo los ojos a los muchos que permanecían aferrados a un sistema que ya daba clarísimas señales de putrefacción. El comunismo se estaba derrumbando estrepitosamente, en armonía con la enorme inconsistencia que le había dado fundamento y que le había permitido sobrevivir solamente por la fuerza del terror. Entonces cayó el tristemente célebre Muro de Berlín, símbolo de una reja que separaba al prisionero del hombre libre. El acontecimiento había sido llevado a cabo sin la violencia que podría haberse esperado, tal vez en prevención de lo sucedido poco antes (junio del mismo año) en la plaza de Tiananmen de Pekín, capital de China, donde el ejército había reprimido violentamente un movimiento de tendencia democratizadora organizado por los estudiantes.
Y muy poco después de la caída de aquel muro de nefasto recuerdo, en Rumania, el terrible Ceausesco perdería el poder y la existencia. Los Países Bálticos exigirían (y conseguirían) su independencia, y lo mismo haría un gran número de las demás repúblicas que conformaban la URSS. Algo similar sucedería con todos los estados de Europa oriental, países que aportaron una enorme cuota de cadáveres, tanto militares como civiles. Entonces quedó claro que si el mundo ya había identificado al verdugo de seis millones de judíos, ahora debía identificar al verdugo de algo así como 50 millones de personas, la mitad de las cuales fueron los humildes campesinos rusos cuya redención había sido el principal pretexto de la revolución bolchevique. La otra mitad estaba conformada básicamente por chinos y otros asiáticos que perdieron la vida en aras de la doctrina maoísta y de otras doctrinas similares a ésta.
Después Gorbachov quedó fuera de los grupos que determinan el derrotero por el que debe transitar el mundo, pero ya nadie le podrá quitar el mérito de haber sido quien hizo ver (Glasnost) la cloaca que inundaba a la dictadura, lo cual consiguió mediante la progresiva supresión de la censura, y quien introdujo los cambios iniciales (Perestroika) para suprimir aquella obsoleta administración económica y política que no había logrado más que empobrecer al pueblo, con el concurso de una bestial corrupción y el pesadísimo lastre de una abrumadora inercia burocrática.
Esto no significa, ni mucho menos, que el mundo se encuentre ya transitando por el sendero ideal. La tendencia opuesta, es decir: el capitalismo radical, representa otra enorme cloaca que, en mi personal opinión, quizá se encuentre a la espera del «Gorbachov occidental» que lleve a cabo las respectivas Glasnost y Perestroika (que en este caso deberán llamarse, Transparency and Restoration, como atención al lugar de donde deben surgir).
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Florinda había comenzado lo que podría considerarse como una tarea irrealizable: escribir, producir y estelarizar una telenovela, lo cual era algo que jamás había sido hecho por alguien y que jamás volvería a ser intentado siquiera. (Tal vez porque jamás hubo quien tuviera la capacidad y la tenacidad con que ella enfrentó el formidable reto). Por si los requisitos fueran pocos, además debía cantar y bailar una enorme cantidad de números musicales de diversas épocas.
Para conseguirlo tuvo que recorrer un camino que no estaba cubierto por cómodas alfombras, sino todo lo contrario. Para comenzar, no había una sola persona que confiara en que ella podría ser capaz de escribir una telenovela. De hecho, me apena confesar que yo mismo era uno de los que albergaban algunas dudas. Sabía que Florinda había escrito un buen número de diálogos que mostraban capacidad literaria y una excelente estructura dramatúrgica pero ¿una telenovela? Este género, nacido en el siglo XX, está condicionado a factores que son de su total exclusividad; como su dimensión, por ejemplo: de 180 a 250 capítulos (a veces aún más) que deben conservar continuidad sin destruir la esencia del tema central, pero admitiendo la inclusión de una serie de subtemas; y todo constituido de manera que haya «crestas» de emoción, interés e incertidumbre que ayuden a capturar la atención de los espectadores. Por si fuera poco, dichas crestas deben ser de mayor fuerza cuando se colocan al final del capítulo, y más aún cuando se trata del capítulo del viernes. Etcétera, etcétera.
Pero luego, cuando tuve oportunidad de leer un buen número de los capítulos iniciales, constaté que eran excelentes. Tanto, que pedí ser yo quien dirigiera la escena de la telenovela, con la ayuda de mi hijo Roberto en la dirección de cámaras. Florinda estuvo de acuerdo con ello, de modo que empezamos a realizar los trámites necesarios, sin imaginar que esto se convertiría en algo semejante a un viacrucis. Por principio de cuentas, se objetaba que una sola persona (Florinda, en el caso) pudiera ser simultáneamente escritora, productora y protagonista de una telenovela. Es verdad que en mi programa yo ejercía tres funciones: escribir, actuar y dirigir, pero me abstenía de intervenir en la producción ejecutiva, a cuyo cargo estaba mi hermano Horacio (después estaría Florinda, auxiliada por Horacio). Y si la producción, justo es decirlo, requiere de una mayor dedicación, igualmente es justo decir que cualquier deficiencia al respecto sería ampliamente superada por el entusiasmo y la capacidad de Florinda.
Pero había otra objeción aún mayor: «¿Cuándo se ha visto —preguntaba más de uno— que una comediante pueda interpretar un papel “serio”?». ¡Y los muy estultos decían en serio lo de «serio», como si en las comedias no se actuara en serio! «Si en los programas de Chespirito hace reír a carcajadas con el personaje de la Chimoltrufia —opinaban otros—, ¿quién podrá creer que está llorando en una escena de telenovela?». Sólo faltó que alguien dijera: «¡Cómo es posible que Richard Burton haya personificado a un homosexual, si él de lo que tenía fama era de macho sin mancilla!». O aún más: «¡Cómo es posible que se haya muerto Pedro Infante, si él estaba para hacer papeles de hombre eternamente sano y robusto!».
Podría citar un buen número de objeciones adicionales, casi todas basadas en razonamientos similares a los ya mencionados, pero prefiero soslayar los malos recuerdos e ir directamente a la narración de todo lo positivo que resultó después. La telenovela, que se llamaba Milagro y magia, era diferente a todas las que la habían precedido. Y terminó siendo también diferente a todas las que se hicieron posteriormente, pues aunque hubo algunas que intentaron copiar más de un detalle, nunca lo consiguieron. Por principio de cuentas, Milagro y magia puede ser considerada como la primera telenovela musical, ya que este elemento (la música) no era usado ahí como simple fondo o refuerzo emocional, sino que era componente fundamental de la trama, pues la protagonista era una profesional del canto. El argumento relata precisamente su desenvolvimiento a través de muchas épocas, desde su más tierna infancia hasta su fallecimiento en edad avanzada. (En su condición de actriz, Florinda encarnó a Elisa, la protagonista de la historia, desde que el personaje tenía alrededor de 15 años hasta que fallece después de haber rebasado los 85). Así pues, la historia despliega una extensa selección de números musicales, que van desde el chotis y la zarzuela de las épocas porfirista y revolucionaria, hasta las canciones que se hicieron famosas ya entrada la segunda mitad del siglo XX. Esto exigió, por supuesto, una enorme variedad de escenarios, ropa, confecciones, automóviles, mobiliario, maquillajes, caracterizaciones, etcétera, todo lo cual implicaba, a su vez, la más amplia y rigurosa documentación. Aquí cabe una observación importante: cuando la telenovela concluyó, después de haber mostrado el derroche que suponía todo ese despliegue de aportes, resultó ser la más barata de las telenovelas que se exhibieron en el año correspondiente. Pero esto no se consiguió mediante el milagro ni mediante la magia, sino mediante el ejercicio honesto e inteligente de la producción.
El trabajo requirió también de una fuerte inversión de tiempo y esfuerzo, principalmente en cuanto se refiere a la grabación de música y los agotadores ensayos de canciones, coreografías y escenas especiales. Pero, finalmente, todos los esfuerzos fueron compensados de mil maneras, entre las que destaca la delicia de contar con actrices y actores como Ofelia Guilmain, Miguel Palmer, Rafael Sánchez Navarro, Roberto Cañedo, Carlos Bracho, Juan Antonio Edwards, Tony Carbajal, Inés Morales y, por supuesto, Florinda Meza.
Milagro y magia tuvo además otro par de aportaciones que yo llamaría «familiares», pues también actuaron ahí mi hija Paulina y mi nieto Pedro. Paulina, la menor de mi prole, interpretaba a una niña consentida y, al paso del tiempo, al mismo personaje convertido ya en una adolescente. En ambas intervenciones dejó ver un talento histriónico más allá de lo común, pues superaba ampliamente lo que podía esperarse de una muchachita que tenía muy poca experiencia en lo relacionado con la actuación. Y mi nieto, Pedro, hizo el papel de un bebé que correspondía a la edad que tenía. En esta circunstancia no se puede saber si el «actor» lo hizo bien o mal, pero en el caso de Pedro se puede afirmar que mostró una insuperable imagen de bebé guapo y simpático.
Por otra parte, en la telenovela era un auténtico placer el ver y escuchar la escenificación de números como «El pichi», «La violetera», «La verbena de San Antonio», «Vino tinto con sifón», lo mismo que «Di por qué» y «El negrito bailarín» de Cri Crí, así como «Vereda tropical», «Azul» y muchas otras canciones, en las estupendas voces de Florinda y Alberto Ángel, el Cuervo, entre otros, más las excelentes coreografías de Carlos Feria, con escogidos bailarines de su escuela.
Pero Milagro y magia tenía otra particularidad que tampoco ha tenido parangón: ignorando las manidas «fórmulas probadas» que solían aplicar las telenovelas, en ésta ninguno de los «buenos» era ciento por ciento bueno, así como ninguno de los «malos» era ciento por ciento malo. Elisa, la protagonista, mostraba las debilidades propias del ser humano, aquellas que hacen perder el buen camino en más de una ocasión. Y sus antagonistas, hombres o mujeres, estaban muy lejos de ser la encarnación absoluta del demonio. Tenían, también como todo ser humano, destellos de bondad y arrepentimiento, por ejemplo.
La telenovela tuvo que soportar aún otra serie de embates, como su exhibición en horarios inadecuados y cambiantes, menor promoción que otras telenovelas y, sobre todo, acorde con lo que habían anticipado, el ataque despiadado y doloso del sector más rastrero del periodismo de espectáculos. Aquel que pergeña cuartillas deleznables porque ni siquiera consigue vender elogios. El triste iletrado que desconoce los más elementales rudimentos de lo que es la actuación, y que desde esa paupérrima perspectiva insistió en decir que Florinda seguía interpretando a la Chimoltrufia. El zafio que nunca supo distinguir un suspiro de un bostezo.
Desgraciadamente, los patanes consiguieron, al menos en parte, su propósito, pues a pesar de que Milagro y magia alcanzó un excelente rating, los elogios le fueron burdamente escatimados por ese tipo de prensa, tanto escrita como televisiva. Por fortuna no sucedió lo mismo con el público, el cual manifestó de mil maneras su predilección por la telenovela. Inclusive, como tardía compensación, Florinda y yo continuamos aún encontrando gente que muchos años después sigue deshaciéndose en alabanzas por el recuerdo de Milagro y magia, al tiempo que pregunta dónde podría conseguir los videos respectivos, así como la música que éstos contenían. (Estos videos, por cierto, fueron grabados por algunos espectadores y ahora son objetos de colección).
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Entre las anécdotas surgidas durante la grabación de la telenovela me gusta recordar la que tuvo lugar en un pasillo de la XEW, «la voz de la América Latina desde México», añorada estación de radio para la cual había yo escrito mi primer guión profesional. En cierta ocasión me encontraba supervisando la grabación en un monitor instalado frente a mi silla, cuando fui interrumpido por un jovencito que se acercó a pedirme un autógrafo.
—¡Soy su más grande admirador! —me dijo—. ¡He visto sus programas desde que yo empezaba a hablar!
Accedí con gusto y estreché la mano que él me extendió con abierta franqueza. Y luego, cuando se hubo retirado, me di cuenta de que Janete, la simpática y eficiente continuista de la telenovela, me miraba con una sonrisa ligeramente burlona en sus labios. Después se acercó y me dijo:
—Yo sé que usted no se dio cuenta, ¿pero se podría imaginar que hay miles y miles de muchachas que darían lo que fuera por conseguir un autógrafo del muchacho que acaba de pedir el de usted?
—¡No me diga! —comenté auténticamente sorprendido.
—Pues sí le digo. Ahora canta solo, pero quizá lo haya visto usted cuando el muchacho formaba parte del grupo Menudo.
—Bueno, claro que vi al grupo, pero…
—Se llama Ricky Martin —me interrumpió—, y apunta para convertirse en el máximo ídolo juvenil.
Janete tuvo razón: Ricky ha alcanzado alturas insospechadas, no sólo en Puerto Rico (su patria), sino también en toda Latinoamérica, Estados Unidos, Europa y otras latitudes.
Tiempo después, por cierto, yo fui objeto de un homenaje en Televisa en el que recibí gentiles felicitaciones de personajes famosos, una de las cuales iba firmada por Ricky, quien para entonces ya se encontraba instalado en la cima de la popularidad. En ese momento yo no podía imaginar que pocos años después Ricky Martin volvería a ser protagonista de una más de mis anécdotas, tal como lo narraré un par de páginas más adelante.
Mientras tanto, volviendo al tema de la grabación de Milagro y magia, debo decir que también tengo un recuerdo desagradable de aquellos días: estábamos grabando algunas escenas en los Estudios América, cuando mi hijo Roberto (que era el director de cámaras) recibió una llamada telefónica en la cabina de la unidad móvil que conducía la grabación, por medio de la cual le informaban que se acababa de incendiar la casa de su hermana Cecilia. No suspendimos la grabación porque mi hija Cecilia nos explicó personalmente que nadie, ni de la familia ni extraños, había sufrido daños físicos. Pero la pérdida material era cuantiosa y el susto inmenso.
El siniestro había sido provocado por la explosión de un camión repartidor de gas, cuyo efecto se extendió por la casa de mi hija y por otras dos. Después, como se ha vuelto costumbre, entre la compañía de seguros y la repartidora de gas se las arreglaron para no pagar más de un 15 ó 20 por ciento de lo que representaban las pérdidas.
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Roberto, ocupante del quinto lugar de mi prole y único representante del género masculino en el mismo conglomerado, decidió también abandonar la soltería. Se casó con Kim Bolívar, portadora de sangre colombiana (por parte de Tacho, su padre) y holandesa (por parte de Marielka, su madre), muchacha que conjuga su belleza natural con muchos otros atributos, entre los cuales destacan su integridad, su simpatía y, por si fuera poco, su conocimiento del español, el inglés, el francés, el holandés, el italiano, el alemán y algunas otras lenguas.
Roberto y Kim tuvieron después dos hijos tan guapos como diligentes: Roby y Tamara. ¡Y tan buenos deportistas! Pues, por ejemplo, a los 4 años de edad, Roby podía atravesar nadando, sin mayor esfuerzo, los 50 metros de una piscina olímpica. Y poco después inició su participación con el equipo escolar de fútbol, ayudando a que éste ganara los dos primeros juegos con marcadores de 4-0 y 5-1. ¿Que qué tanto contribuyó el Roby a dichos triunfos? Bueno, él «solamente» anotó los 9 goles de su equipo (¡claro: con los genes futboleros de un abuelo como yo!). ¡Y qué decir de Tamara, esquiando también a la edad de 4 años! (aunque aquí debo reconocer que no fue producto de mis genes, pues en toda mi vida no he sabido lo que es ponerme unos esquís).
El destino, sin embargo, se encarga muchas veces de trazar derroteros imprevisibles, pues Kim y Roberto decidieron dar por terminada su relación y recurrieron al divorcio. ¿A qué se debió esto? Sólo ellos dos lo saben. El caso es que Kim (a quien sigo queriendo entrañablemente) vive ahora en San Diego, California, en compañía de sus adorables hijos. Y Roberto debe realizar frecuentes viajes hasta allá para compartir con ellos el mayor tiempo posible. Pero yo me debo conformar con encuentros mucho menos frecuentes, aparte del orgullo de saber que Tamara y Roby son otros dos componentes del selecto grupo calificado como «los 12 mejores nietos del mundo». (Por cierto, no estoy muy seguro de que este récord esté registrado oficialmente por Guiness, pero en el peor de los casos supongo que ya sólo será cosa de cumplir con algunos trámites). Mientras tanto, creo que éste es el lugar apropiado para narrar la anécdota que prometí en páginas anteriores.
Mi nieto Roby, hijo de mi hijo Roberto, estaría tiempo después inscrito en una escuela de San Diego, California, donde los pequeños estudiantes debían responder varias preguntas, una de las cuales era: «¿Quién es tu personaje favorito?», y mi orgullo alcanzó alturas insospechadas cuando supe que Roby había respondido: «Mi personaje favorito es mi abuelo Róber» (que soy yo). Pero luego le preguntaron: «¿Y por qué es tu personaje favorito el abuelo Róber?». Y mi nieto respondió: «Porque es amigo de Ricky Martin».
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Durante toda la grabación de Milagro y magia, Florinda había estado soportando más que estoicamente un cúmulo de intensos dolores, a pesar de la advertencia médica que enfatizaba la necesidad de un tratamiento inmediato. No obstante, esperó hasta que hubo terminado el arduo trabajo y sólo entonces se sujetó a lo urgente e inevitable: la intervención quirúrgica que le quitó matriz, ovarios, etcétera. El trauma se complicó con la dificultad de conseguir sangre con el factor RH negativo que ella requería, pero, afortunadamente, contó con la muy hábil y muy cordial atención del prestigiado doctor Óscar Mendizábal, cirujano y amigo que realizó una estupenda operación, lo que contribuyó a que, inclusive, la recuperación de Florinda fuera más rápida de lo esperado.
Como consecuencia de dicha operación, Florinda perdió toda posibilidad de alcanzar algo que podría haber sido la más cara de sus ilusiones: la maternidad. Porque si alguna vez he conocido a una mujer que posea un enorme instinto maternal, ésa es Florinda Meza. No hay bebé que no despierte en ella el deseo de hacerlo depositario de toda su protección y toda su ternura. Y esto no se limita a los bebés, pues de igual manera se desvive por cobijar a cuanto niño o adolescente requiere de alguna ayuda, sin distinción de color, raza, credo o posición social. «Hay ocasiones —dice ella— en que un niño rico necesita más ayuda que un pobre», con lo cual se refiere, obviamente, al auxilio en atención y cariño, mucho más importante que el auxilio económico. En síntesis: si hay alguien maternal, repito, es Florinda Meza.
Todo lo anterior hace que crezca sin límites el reconocimiento de lo mucho que debo agradecer a quien decidió unir su destino con el mío. Porque, desde antes de iniciar nuestra venturosa relación, Florinda sabía que yo había recurrido a la vasectomía a raíz del nacimiento de mi última hija (Paulina), a petición de Graciela y su ginecólogo, quienes consideraron que tal operación era un recurso necesario para la salud de ella. Así pues, Florinda sabía que conmigo se liquidaba toda posibilidad de alcanzar algún día el don inapreciable de la maternidad. Y, consciente de ello, se unió a mí.
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En cierta ocasión el presidente Carlos Salinas de Gortari hizo una visita a las instalaciones de Televisa San Ángel, escoltado por Emilio Azcarra Milmo y un selecto grupo de la empresa. En ese entonces yo estaba dirigiendo la telenovela Milagro y magia, en cuyo foro fui presentado al primer mandatario, el cual me halagó al decir: «¡Claro! ¿Quién no conoce a Chespirito?».
No mucho después hubo un desayuno, también en la instalaciones de Televisa San Ángel, donde volví a compartir el espacio con el entonces presidente (en honor a la verdad, puedo asegurar que a él le dieron más espacio que a mí). Pero en esa ocasión tuve también un breve encuentro que tiempo después habría de ser mucho más importante para mí: Emilio Azcárraga Milmo me presentó a un jovencito de quien ya me había hablado muchas veces: su hijo Emilio Azcárraga Jean, entonces de no más de 23 o 24 años de edad. En aquel momento yo estaba muy lejos, de imaginar cuál llegaría a ser la trascendencia del muchacho para la empresa y, por lo tanto, para mí.
Todavía tuve un encuentro más con el presidente Salina; de Gortari; fue en una comida de los trabajadores de la Industria de la Radio y la Televisión, donde éstos me entregaron el trofeo anual (llamado Antena, creo) que fue depositado en mis manos por el presidente, a quien no he vuelto a ver personalmente. Por cierto, la aclaración de que no estoy seguro del nombre del trofeo no obedece, ni mucho menos a una «pose» mía. Lo que sucede es que nunca me han interesado los trofeos cuando éstos se obtienen tras una competencia, aquellos en que se conforman ternas o un numero mayor de competidores y que se otorgan después de que el animador dice «y el ganador es…». Aunque debo reconocer que he recibido algunos de ellos. Y los he agradecido, sí, pero sólo por la gentileza que han tenido quienes decidieron otorgármelos, mas no porque yo los haya apreciado como valiosos. También es preciso reconocer que hay una diferencia entre éstos y los muchos que no valen ni el pobre material con que fueron fabricados; pero ni aun los famosísimos Óscares son un reflejo fiel de la calidad de quienes los obtienen. En todos (absolutamente todos) los trofeos que se otorgan mediante una competencia en teatro, cine y televisión, los intereses creados representan el mayor acopio de votos a favor (o a «desfavor»). Por si fuera poco, las injusticias que se cometen son grandes y cotidianas. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que un actor sea considerado el mejor del año, si sus innumerables colegas no tuvieron la oportunidad de interpretar el delicioso papel que a él le tocó en suerte? ¿O cómo es posible que un guionista haya sido ignorado porque su buen argumento fue dirigido por un patán o porque fue actuado por un galán que usurpa sin el menor recato el título de actor? Más aún: ni siquiera el aplauso debe ser considerado como el trofeo sin mácula… porque depende de quién provenga y de qué circunstancias se derive.
Como ejemplo de las injusticias cometidas al respecto, baste con citar que Charles Chaplin jamás ganó un Oscar en Hollywood.