La Sección de Directores del STPC se había convertido en algo así como un club cuya membresía estaba vedada para todo profano; es decir, para todo aquel que no hubiera tenido la suerte de haber ingresado muchos años antes o el privilegio de tener un papá que fuera productor de películas. No obstante, llegó el momento en que una serie de circunstancias hizo que fueran más flexibles las condiciones de ingreso; una de estas circunstancias fue el nombramiento de Sergio Véjar como Secretario General de la Sección, a la que llevó el aire fresco que tanta falta le hacía. Entonces, después de haberlo deseado durante mucho tiempo, tuve la oportunidad de dirigir mi primera película.
Se llamó Charrito, y fue una de esas películas a las que se puede calificar como «cine en el cine». Esto es debido a que el tema es precisamente la filmación de una película. En ella hay un actor secundario (que interpreto yo) al que apodan Charrito, mote que va de acuerdo con los papeles de maldoso campirano para los que ha sido comúnmente contratado. La parte cómica radica en la torpeza del actor, misma que obliga a repetir muchas escenas, con el consiguiente aumento de gastos que esto implica. Pero dichas torpezas desembocan en lo que podríamos llamar la «tesis» del argumento: la que dice que toda película es un conjunto de escenas hilvanadas en un orden riguroso, en el que cada escena tiene una estrecha relación con la anterior y con la posterior, así como las letras que se hilvanan para formar una palabra. Si las letras a, m, o, y r se unen en este orden, forman la palabra amor, pero el significado cambia totalmente si se invierte el orden en que se colocan las letras, pues resulta roma. Y con otras variaciones se puede obtener ramo, mora, ornar. De manera semejante, la supresión de una letra puede generar una nueva palabra; por ejemplo: mar. Y en Charrito se muestra cómo cambia el significado de una secuencia cuando se altera el orden en que se colocan las escenas o se suprime alguna de ellas.
La dama joven de la película era Florinda, quien interpretaba a una maestra rural cuya escuelita no cuenta con más «pupitres» que unos burdos cajones de madera acomodados al aire libre. Y la trama comienza cuando el remedo de escuela se ve de pronto invadido por el rodaje en locación de algunas escenas de la película, donde Rubén Aguirre hace el papel de director y cuya actriz principal es interpretada por María Antonieta. Actúan, además, el Chato Padilla en el papel de sheriff del pueblo y padre de la maestra, Angelines Fernández, Horacio Gómez, Víctor Alcocer, Beny Ibarra, Arturo García Tenorio y Gilberto Román.
Antes de que se estrenara Charrito, la empresa consideró que el éxito sin precedentes de El Chanfle exigía la filmación de una secuela. Yo condicioné esto a que pudiera tener un argumento que justificara el hecho, lo cual fue relativamente fácil, puesto que los caracteres de los personajes habían quedado totalmente definidos. Entonces escribí El Chanfle II en el que intervinieron los mismos actores de la primera, con excepción de Carlos y Ramón (quienes se habían separado del grupo) y el añadido de Sergio Ramos «el Comanche» (y la presentación del pequeño Héctor Meza en el papel de bebé).
Lo que no resultó tan fácil fue hacerme cargo de la dirección de El Chanfle II. Emilio Azcárraga me dijo que él y varios ejecutivos de Televisa habían visto la copia ya terminada de Charrito y no les había gustado. Como consecuencia de esto dedujeron que yo había fallado como director y, por lo tanto, buscarían otro director para El Chanfle II. Yo me negué rotundamente.
—Estoy seguro —les dije— de que mi dirección fue buena.
Lo mismo dijo Javier Carreño, el excelente ayudante de director que me había auxiliado en Charrito. Y si alguien sabía de cine, ése era Javier Carreño (como que por eso lo escogí).
—Pero si no quieren que dirija esta otra —añadí—, pues no la dirijo y se acabó el asunto. Pero se acabó totalmente, pues tampoco acepto que la dirija otro.
La discusión se prolongó durante un buen número de días, hasta que culminó en la oficina de Emilio Azcárraga, quien terminó diciéndome:
—¡Carajo! ¡Vaya que eres terco!
Sin decirme más, tomó el teléfono, marcó la extensión de su secretaria y dijo secamente:
—Elisa, háblale a Fernando (Fernando de Fuentes, entonces al frente de Televicine) y dile que se hará como diga Roberto.
Por lo tanto, dirigí El Chanfle II, película que sería exhibida inmediatamente para aprovechar el boom que había significado la anterior. Esto fue un acierto, pues El Chanfle II fue otro éxito de taquilla.
Pero luego, cuando llegó el turno de estreno para Charrito se revivió la discusión que había surgido inicialmente:
—Seguimos pensando que le falta o le sobra algo —me dijo Fernando de Fuentes—. Pero ya tenemos la solución: se estrenará directamente en televisión, sin pasar antes por la pantalla grande.
—¡No! —supliqué.
—Pero es que…
—¡Nooo! —exigí.
—Pero es que…
—¡Nooo! —grité. Y abandoné la oficina de Fernando.
Al día siguiente acudí al despacho de Emilio Azcárraga, en Televisa Chapultepec, donde Emilio y yo escenificamos una nueva versión de la misma discusión. Y todo siguió igual: sin alcanzar acuerdo alguno y rematando con la misma expresión de mi patrón:
—¡Carajo! ¡Vaya que eres terco!
Yo sabía que en mi contrato no había una cláusula que me permitiera oponerme a que la película fuera distribuida o exhibida de acuerdo con mi criterio, pero en Televicine sabían que yo no tenía firmado ningún contrato que me obligara a filmar otra película con ellos, lo que me daría libertad para arreglarme con cualquier otra compañía (y ya había varias que me habían hecho propuestas al respecto). No obstante, yo me sentía éticamente obligado a esperar durante un lapso razonable antes de entablar pláticas con otra compañía; pero pasaron dos largas semanas antes de que recibiera noticia alguna, hasta que recibí una invitación para ir a las oficinas de Televicine.
—Creo que ya tenemos la solución conciliadora —me dijo Fernando, al tiempo que me conducía a la sala donde veríamos la copia en videotape de Charrito—. Se le hicieron algunos cambios en la edición —añadió—, y se le cortaron algunas escenas, pero creo que quedó bastante aceptable.
Y vimos mi película tal como había quedado después de haber sido recortada y editada de manera diferente. Por un momento pensé que se trataba de una broma, pues lo que habían hecho era precisamente parodiar la «tesis» que contenía Charrito: «Cómo cambia el significado de una secuencia cuando se altera el orden en que se colocan las escenas o cuando se suprime alguna de ellas». Pero no, no se trataba de una parodia; lo habían hecho con la «sana» intención de mejorar mi película, tal como me aclararon cuando yo reía por lo que había considerado como «broma».
—¿Qué te parece? —me preguntó Fernando al tiempo que se encendía la luz de la sala.
—Pues me parece que agradezco mucho la buena intención —respondí—. Pero repruebo por completo la edición que hicieron. Mi película debe conservar la edición que tenía. Y en cuanto a cortar escenas, ni de casualidad.
Días después hubo una comida en el Foro A de Televisa Chapultepec, en la que yo compartí una mesa con Rubén Aguirre y mi hermano Horacio, a la cual se acercó Emilio Azcárraga Milmo para decirme, sonriendo y con un volumen de voz intencionalmente alto (como para que fuera oído en los alrededores):
—Quiero que me disculpes por haber opinado que Charrito no era una buena película. La acabo de ver nuevamente, ahora en compañía de varias personas, y creo que es muy buena y que está muy bien dirigida. Te felicito por el trabajo… y por lo terco.
De ahí es fácil desprender que Charrito se estrenó en salas cinematográficas. Y afortunadamente fue otro éxito rotundo.
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Durante mi niñez y mi juventud yo había sido admirador de diversos actores, tanto mexicanos como extranjeros. Y supongo que fue una coincidencia el hecho de que mis preferencias apuntaran directamente a los comediantes, pues en aquel entonces yo no tenía la menor idea de que algún día llegaría a ser uno de ellos.
Entre los mexicanos había tres que sobresalían en mi muy particular apreciación: Mario Moreno «Cantinflas», Germán Valdés «Tin Tan» y Joaquín Pardavé. (Los he citado en orden aleatorio, pues me resulta difícil destacar a alguno de ellos por sobre los demás).
De Cantinflas se ha dicho todo. O casi todo, pues los elogios a su gracia y su comicidad han construido, paradójicamente, una barrera que no da oportunidad al comentario acerca del excelente desempeño que tenía como actor. Sólo en tres ocasiones pude tratar de manera personal, aunque muy brevemente, al celebérrimo comediante, y de las tres guardo un estupendo recuerdo. Principalmente de la que se refiere a la ocasión en que Florinda y yo entrábamos a un restaurante y nos topamos con don Mario, quien ocupaba una mesa situada en nuestro trayecto hacia la mesa que teníamos reservada. Ahí, Cantinflas se puso de pie y fue a nuestro encuentro para felicitarnos, a mí por los programas y a Florinda por su producción y actuación en la telenovela Milagro y magia. La distinción fue un verdadero halago para nosotros.
A Tin Tan sí tuve el privilegio de conocerlo personalmente. Y puedo asegurar que su trato tenía la misma excelencia que mostraba como estupendo actor. Pero, al igual que sucede con Cantinflas, la simpatía y el don de gentes de Tin Tan han impedido que se aprecie totalmente la enorme calidad histriónica que tenía el gran comediante.
No sucede lo mismo, por ventura, con Joaquín Pardavé, a quien sí se le ha hecho justicia en este aspecto, ya que de éste se ha dicho muchas veces (y con total acierto) que era un actor en toda la extensión de la palabra. No tuve la suerte de tratarlo en persona.
Me resulta más difícil seleccionar a mis favoritos entre los comediantes extranjeros, los cuales conforman una lista tan amplia como heterogénea, de modo que me limitaré a mencionar a los más sobresalientes, como Charles Chaplin y la pareja formada por el Gordo y el Flaco. Pero éstos, Oliver Hardy y Stan Laurel, son para mí la esencia de la gracia y la ternura. A Chaplin lo seguiré admirando siempre… así como siempre seguiré amando a Stan Laurel y Oliver Hardy. Pero no es justo que deje de nombrar por lo menos a algunos más de los que conforman lo que yo podría titular como «mi elenco de favoritos». Por ejemplo: Benny Hill, Carol Burnet, Groucho Marx, Buster Keaton, Louis de Funes, Gila, etcétera. Pero hay alguien más; alguien que tal vez no ha alcanzado un reconocimiento semejante a nivel mundial porque no tuvo la suerte de haber sido estadounidense, inglés, francés o algo semejante. Se trata de un argentino que debería tener residencia oficial en el Olimpo de los comediantes: el señor don Luis Sandrini, un actor en toda la extensión de la palabra, que lo mismo nos arrancaba carcajadas que lágrimas. Había sido mi ídolo desde la infancia y lo siguió siendo siempre. Y con él me sucedió algo que merece párrafo aparte.
Estábamos de gira en Argentina, país que nos había recibido con los brazos abiertos (y con las taquillas cerradas, pues el boletaje se agotó, afortunadamente, en brevísimo tiempo). Pero además de las representaciones concedíamos entrevistas de prensa, radio y televisión, y durante una de éstas mencioné la admiración que sentía por el incomparable Sandrini, lo cual trajo para mí la más agradable de las sorpresas cuando alguien me dijo:
—Don Luis Sandrini acaba de escuchar recién lo que vos decís y te invita para que vayas mañana mismo a su casa.
Tuve que pellizcarme para certificar que no estaba soñando. ¡Mi ídolo me invitaba personalmente a su casa! ¿Cuándo podía yo haber imaginado que algún día llegaría a gozar de semejante privilegio? Y por supuesto que acepté gustoso la invitación (que el señor Sandrini, con esa gentileza que lo caracterizaba, hizo extensiva a todos los actores y actrices de mi grupo).
Sólo hubo un pequeño inconveniente: todo esto se dijo durante la entrevista que se transmitía en vivo y en directo… de modo que al día siguiente, a la hora de la cita, una multitud se arremolinaba en las tres o cuatro manzanas adyacentes al domicilio del gran actor. La multitud estaba conformada lo mismo por periodistas que por aficionados, y todos ellos impedían cualquier intento de acercarse a la casa. Hasta que, finalmente, también hizo acto de presencia un considerable número de policías, quienes nos ayudaron a cruzar por entre aquel mar de personas hasta introducirnos en la residencia de don Luis.
El encuentro fue altamente conmovedor, pues además de halagarnos diciendo que no se perdía uno solo de nuestros programas, el comediante nos hizo pasar una velada realmente deliciosa, dejándonos ver que era, además, un ser humano de arrolladora personalidad y de insuperable calidad moral.
Al año siguiente, por desgracia, don Luis Sandrini se despidió de este mundo, quizá en cumplimiento de aquello que dijo en una película cuando le preguntaban si continuaría: «Y bueno… mientras el cuerpo aguante».
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El recuerdo de aquella anécdota me remite al de otro par de circunstancias que tuvieron lugar tiempo después, pero que también fueron producto de un hecho similar: el haber sido objeto de la atención por parte de destacadísimos personajes que habían sido mis ídolos.
Yo estaba en un foro de Televisa San Ángel, encargado de la dirección escénica de Milagro y magia, la deliciosa telenovela que escribió y protagonizó mi deliciosa Florinda, cuando llegó alguien a decirme que en la cabina había una llamada telefónica para mí.
—¿De parte de quién? —pregunté con indiferencia.
—Es de Brasil.
Eso era totalmente inusual, de modo que insistí:
—¿Pero quién me habla?
—Te habla Pelé.
¿Pelé? ¿Nada menos que Pelé? ¿Edson Arantes do Nascimento? ¿Uno de los dos genios que ha producido el fútbol de todo el mundo? ¡Y sí: sí era él! ¡Y sí quería hablar personalmente conmigo! Esto lo comprobé cuando acudí a la cabina y, presa de un nerviosismo enorme, me identifiqué.
—Hola, «Chaves» —me dijo «o Rey», usando el término portugués brasileño que designa al Chavo del Ocho—. ¿Cómo estás?
A continuación me detalló el motivo de su llamada: quería que filmáramos un largometraje, compartiendo créditos; pero había un inconveniente que nos impediría realizar tal proyecto: él quería que yo actuara caracterizando al Chavo, y esto era algo que yo había evitado siempre y que seguiría evitando.
—Desde hace mucho —le dije— he tomado la determinación de que el Chavo jamás debe aparecer en las pantallas cinematográficas. Es un producto de la televisión y ahí debe permanecer.
Le expliqué brevemente las razones que tuve para tomar tal determinación, como lo grotesco que sería el personaje en la pantalla grande, la ausencia del fallecido Ramón Valdés, lo reducido del escenario natural (la vecindad), etcétera, y Pelé comprendió que yo tenía razón. Por tanto, no quedó más que despedirnos afectuosamente. Pero eso sí: no hubo persona a la que no le contara lo que me acababa de suceder.
Diez u once años después recibí otra llamada telefónica. En esta ocasión yo estaba en mi casa, cuando me dijo Florinda:
—Te hablan por teléfono.
—¿Quién? —pregunté con la misma naturalidad con que lo había hecho la vez anterior.
—¡Maradona! —respondió Florinda con la más amplia de sus sonrisas.
¡Efectivamente! Era el mismísimo Diego Armando Maradona, el otro genio mundial del fútbol, quien me hablaba simplemente para saludarme, aprovechando que estaba de pasada en la Ciudad de México. Había venido para estar presente en un partido del equipo de sus amores (Boca Juniors) contra el mío (América), aunque, por desgracia, no había llegado a tiempo para acudir al Estadio Azteca, escenario del encuentro. (Que, por cierto, representó una victoria de 3-1 a favor del América). Maradona procedía de Cuba, donde había estado sujeto a un tratamiento médico, y lo que me dijo (lo cito de memoria) no pudo haber sido más halagador:
—Vos tenés que saber que sos mi ídolo. Que no me pierdo uno sólo de tus programas. Que a Cuba llevé un buen número de esos programas, grabados en vídeo, y que verlos era (y sigue siendo) la mejor medicina que he tenido para combatir mis estados de depresión. Que Dios te bendiga a vos y a todos los tuyos.
Gracias, Diego Armando (ahora soy yo quien habla, escribiendo). Gracias por lo que me dices y, por supuesto, gracias por los momentos en que tu maestría futbolística me colmó de placer y emoción. Que Dios te bendiga a ti y a todos los tuyos.
Ahora, presumiendo como un pavorreal, me pregunto si habrá muchas personas que hayan sido objeto de las atenciones de dos personalidades del tamaño de Pelé y Maradona. Es decir: tengo motivos más que suficientes para envanecerme, ¿no?
Ya que mencioné a futbolistas extranjeros, debo añadir a otro par que no han alcanzado la fama de los anteriores, pero que son personas extraordinarias y de cuya amistad puedo presumir en cualquier momento: uno de ellos es Alex Aguinaga, un ecuatoriano que dio en México el mejor ejemplo de lo que debe ser un jugador profesional, con los atributos de calidad y honestidad en el juego, y de un gran ser humano en todo momento. Alex me habla con frecuencia desde su patria, Ecuador, y me enorgullezco al contarlo. El otro es el chileno Sebastián González, el famoso «Chamagol», quien aparte de ser un excelente goleador nato, me halaga personalmente cuando festeja sus goles caracterizando al Chapulín Colorado, al Chavo del Ocho, a Don Ramón, a Doña Florinda e inclusive al Chanfle, de la película que hice hace muchos años. Mil gracias a ambos.
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Poco antes de aquella gira por Argentina (cuando tuve la oportunidad de visitar a don Luis Sandrini) sucedió algo que con justicia podría calificarse como desagradable, pero que para mí merece más bien el calificativo de triste:
Emilio Azcárraga me llamó a su oficina y me dijo:
—Vino a verme Carlos Villagrán y se ofreció para realizar una serie de televisión encarnando al personaje de Quico; y yo creo que podría ser un acierto. Pero todos sabemos que el creador de ese personaje eres tú. ¿No es así?
—Por supuesto —le respondí.
—Pues entonces dime si das tu autorización para hacerlo, y bajo qué condiciones. Por ejemplo: ¿cuánto cobrarías por ese permiso?
—No —le aclaré—; no me interesa cobrar por eso. La única condición que yo pondría es que en los programas apareciera un testimonio de agradecimiento por el permiso, que al mismo tiempo sería un reconocimiento de mi autoría. Algo así como: «Agradecemos a Roberto Gómez Bolaños su autorización para usar el personaje de Quico, que es de su creación».
—Entiendo —me dijo Emilio—, temes que alguien pueda alegar después ser el creador del personaje.
—Exactamente. Yo tengo todos los registros que avalan mi propiedad, pero nunca faltan vivales que causan molestias.
—Yo lo sé: pero, por principio de cuentas, Televisa es un testigo a tu favor, al igual que los programas mismos. Y de cualquier modo no hay problema: se hará como tú lo pides.
Pero días después, estando Emilio fuera de México, recibí una llamada de Othón Vélez, quien era brazo derecho de Emilio, tanto en el trabajo como en la relación personal. Othón me pedía que fuera a su oficina y así lo hice.
—Vino Carlos Villagrán —me dijo cuando estuve frente a él— y me dijo que no aceptaba la condición.
—¿A qué te refieres? —le pregunté.
—A la condición que pusiste para permitir que se haga la serie de Quico: el señalar que tú eres el creador del personaje.
—¡Pero es que sí lo soy! —protesté.
—Todo el mundo lo sabe, pero este muchacho dice que él mismo es el creador, ya que ha sido él quien lo ha interpretado en los programas.
—Sería algo así como afirmar que el creador de Hamlet no es Shakespeare sino Laurence Olivier o Richard Burton.
—Digamos que algo así.
—Pues en tal caso yo no doy mi autorización para que se haga dicho programa.
—Me tomé la libertad de anticiparme a dar esa respuesta —me dijo Othón con aquella sonrisa que lo caracterizaba—. Pero yo fui un poco más explícito: me puse en contacto con el muchacho y le dije que se fuera mucho a… Bueno, a donde él quisiera, menos a Televisa.
Después de eso yo pensé que Carlos se arrepentiría de haber actuado así, que ofrecería una disculpa y que buscaría nuevamente la oportunidad de llevar a cabo su proyecto, lo cual yo estaría nuevamente dispuesto a aceptar, sin más condición que la que ya había puesto anteriormente: el reconocimiento de mi paternidad en función del personaje Quico. Pero lejos de que sucediera esto, Carlos interpuso una demanda contra mí, alegando ser él mismo creador y propietario de dicho personaje.
Entonces yo recurrí a la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México), organización que me concedió inmediatamente la razón, como consecuencia de lo cual puso en mi defensa al licenciado Magallón, excelente abogado que en un dos por tres obtuvo la decisión del juzgado a mi favor.
—La verdad —me dijo el abogado— fue que las pruebas eran abrumadoras en favor suyo.
Entre otras, por ejemplo, el testimonio escrito y firmado por el mismo señor Villagrán. Se refería a un documento que me habían solicitado poco antes unos empresarios del Perú, quienes harían un pequeño negocio de mercadotecnia con Horacio mi hermano como representante mío. En esa ocasión los peruanos le habían dicho a Horacio:
—Necesitamos un documento que certifique que el señor Roberto Gómez Bolaños es el creador de los personajes que aparecen en el programa; principalmente los que acompañan al Chavo del Ocho, y que los creadores no son los actores que los interpretan.
—¿Será suficiente un testimonio firmado por los actores?
—¡Más que suficiente!
Entonces Horacio explicó eso a los compañeros, redactó una declaración mediante la cual daban dicho testimonio y pidió a los actores que la firmaran, lo que hicieron todos (absolutamente todos) los actores. Esto es: Florinda Meza, María Antonieta de las Nieves, Angelines Fernández, Ramón Valdés, Rubén Aguirre, Edgar Vivar, Horacio Gómez y Carlos Villagrán (el Chato Padilla no estaba aún integrado al grupo).
Luego, durante las declaraciones por la demanda, Carlos dijo que yo lo había obligado a firmar dicho documento, presionándolo mediante la retención de su sueldo. El argumento, seguramente sugerido por sus abogados, era plenamente infantil, ya que era Televisa y no yo quien pagaba dichos sueldos (y la empresa jamás retrasó un sólo pago). Por otra parte, estaba el testimonio de todos los demás actores. En fin: que el fallo fue total y fácilmente favorable a mí.
—Ahora —dijeron después los abogados de SOGEM— tú puedes hacer dos cosas: contrademandarlo e impedir que trabaje en cualquier país usando el personaje de tu creación.
—No —respondí—; no haré ninguna de las dos cosas.
—¿Por qué no?
—Mira —expliqué—, si te roban un automóvil, tú vas a la Procuraduría y denuncias el robo. ¿No es así?
—Por supuesto.
—¿Pero harías lo mismo, ir a poner una denuncia, si te roban el espejito lateral del auto?
—Bueno, no… claro…
—Pues eso fue más o menos lo que me pasó a mí: se robaron uno de los espejitos laterales de mi auto. Pero, además, si ese espejito le ayuda a comer tres veces al día, que lo haga… y buen provecho.
No solamente lo ayudó a comer tres veces al día. Le dio, además, los recursos necesarios para comprar casas en Caracas, en el Distrito Federal y en Cuernavaca, varios automóviles último modelo, oro, joyas y algunas otras cosas. Pero debo reconocer que nada de eso me lo quitó a mí. Es más: tampoco me quitó lo que podía haber sido mucho más valioso: la popularidad y el éxito de mis programas. Lejos de eso, a partir de su ausencia, mis ratings se mantuvieron en primerísimo lugar, se incrementaron las exitosas giras por todo el continente, y mis series continuaron al aire por 17 años más. Y podían haber seguido ahí durante mucho tiempo más, pero un día la empresa retiró todos los programas humorísticos de Canal 2, para concentrarse únicamente en la proyección de telenovelas. Afortunadamente (no para mí, sino para el público) tal medida fue revocada tiempo después.
En ocasiones posteriores, por cierto, María Antonieta de las Nieves sintió también el legítimo deseo de encabezar su propia serie de televisión, lo mismo que una película de largometraje, y yo rechacé igualmente la compensación económica que me fue ofrecida a cambio de otorgar mi autorización, volviendo a poner como única condición el reconocimiento de mi paternidad como creador de la Chilindrina. Pero, contrario a lo sucedido con Carlos, María Antonieta estuvo totalmente de acuerdo. Por ello, para grabar la serie de televisión Aquí está la Chilindrina, así como para filmar la película La Chilindrina en apuros, la empresa solicitó mi autorización al respecto, misma que concedí sin exigir pago alguno, y conformándome con el reconocimiento de mi autoría, razón por la cual la pantalla mostraba claramente la leyenda que decía: «Agradecemos a Roberto Gómez Bolaños su autorización para usar el personaje de la Chilindrina, que es de su creación».
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Yo formé parte del Comité Directivo de la SOGEM donde tuve la suerte de convivir con inolvidables compañeros, entre los cuales se encontraban José «El Perro». Estrada, Héctor Azar, Ramón Obón, Raúl G. Basurto, el destacadísimo Vicente Leñero y, presidiendo la sociedad, José María Fernández Unsaín. Nacido en Tucumán, Argentina, pero avecindado en México desde hacía mucho tiempo, José María había adquirido ya la nacionalidad mexicana, de la cual se sentía orgulloso (sin perder la oportunidad de hacer actos de presunción que recordaran, humorísticamente, su origen argentino). El y yo mantuvimos una relación de amistad que perduró durante muchos años (hasta su fallecimiento), sustentada por un buen número de afinidades comunes, tanto artísticas como profesionales. A su esposa, la estupenda y bella actriz Jaqueline Andere, la había conocido personalmente durante la filmación de una película, escrita por mí, en la que ella era la protagonista femenina y yo tenía una breve actuación especial.
Ya que hablamos de la SOGEM, me brinca a la memoria lo que sucedió el día en que fue inaugurado su flamante edificio ubicado en la colonia San José Insurgentes: una vez terminada la ceremonia, yo bajé al piso inferior en compañía de Alfonso Anaya (el prolífico autor de exitosas comedias), Óscar, el contador de la sociedad y un amigo de éste, cuyo nombre no recuerdo, y nos pusimos a jugar dominó. Lo hicimos durante un buen rato y sin preocuparnos en lo absoluto, hasta que decidimos dar por terminada la sesión. Entonces nos despedimos afectuosamente y nos dispusimos a retirarnos rumbo a los respectivos domicilios particulares, hasta que nos dimos cuenta de que no podíamos abandonar el flamante edificio, pues todo mundo había abandonado ya el lugar, incluyendo al portero, quien había cerrado cuidadosamente todas las puertas y se había marchado llevándose las llaves correspondientes. Claro: lo que había pasado era que ni él ni nadie más se dio cuenta de que los viciosos del dominó estábamos en el piso inferior enfrascados en la disputa de un buen número de rondas. ¿Qué podíamos hacer? Bueno, por principio de cuentas, hablar por teléfono a nuestras casas para que supieran lo que sucedía y no se preocuparan por la tardanza con que habríamos de llegar. Esto se hizo rápidamente y sin problema alguno, pues en el edificio había un buen número de aparatos telefónicos, todos a nuestra disposición en esos momentos. El único que pareció tener un pequeño problema fue Alfonso Anaya, cuya esposa sospechó que el hombre andaba en alguna de esas parrandas que de vez en cuando solía correr. Entonces Alfonso decidió eliminar dichas sospechas, diciéndole a su mujer:
—De veras, mi amor; te estoy diciendo la verdad. Y si no me crees, le voy a pasar la bocina a Chespirito, a quien tú conoces bien, para que te explique y te saque de dudas.
—Sí, señora —dije yo al teléfono—, eso fue lo que nos pasó; y no hay manera de salir de aquí.
—Pues más vale que sea verdad —me respondió la celosa mujer de Alfonso, un instante antes de que éste me quitara la bocina para añadir a manera de prueba adicional:
—Es más —dijo con la seguridad que brinda una conciencia tranquila—, ¿qué tal si tú misma hablas por teléfono a estas oficinas de SOGEM, que acabamos de estrenar, para que confirmes que estamos aquí?
Era una propuesta razonable, de modo que la señora debe haber contestado que estaba de acuerdo, pues Alfonso añadió entonces:
—¡Por supuesto! —y luego, dirigiéndose al resto de nosotros, preguntó—, ¿cuál es el número de teléfono que tiene ahora la Sociedad?
¡Pero nadie pudo responder a su pregunta, pues, por más que buscamos en todos los flamantes teléfonos de la SOGEM, no encontramos uno sólo que ostentara el número respectivo! Por lo tanto, supongo que será fácil imaginar cuál fue la reacción de la señora Anaya, y cuáles serías las consecuentes tribulaciones que habría de soportar el buen Alfonso.
No obstante, fue el mismo Alfonso quien sugirió que lo tomáramos por el lado amable, aprovechando que las circunstancias nos permitían seguir jugando un buen número de rondas de dominó, acompañadas por los bocadillos y los tragos que habían sobrado cuando terminaron los actos referentes a la inauguración del nuevo edificio. Y la divertida velada duró hasta las nueve de la mañana del día siguiente, que fue la hora en que nos dimos cuenta de que ya había llegado el portero, quien cargaba el manojo de relucientes llaves que abrirían las puertas de la SOGEM.
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Nuestro grupo seguía efectuando giras al extranjero, y en todas ellas, afortunadamente, el éxito había sido glorioso. Por otra parte, los contratiempos eventuales habían sido mínimos en frecuencia y en intensidad, de modo que no podíamos pasarla mejor. Digamos que uno de esos pequeños contratiempos se presentó en Perú, cuando los empresarios no habían cumplido las normas de pago establecidas en el contrato, por lo que, a instancias de Horacio, nos negamos a ir a Cuzco. Los empresarios consiguieron luego superar el problema, pero lo hicieron tardíamente, lo que motivaba que ya no hubiera vuelos comerciales de Lima (donde estábamos) a Cuzco. Entonces el contratiempo se redujo a la necesidad de volar a bordo de un avión del ejército, de los que sirven para transportar tropas y que, por lo tanto, no se distinguen precisamente por su comodidad. Para volar a Cuzco es necesario cobrar una considerable altura, y el avión de marras no contaba con la oxigenación adecuada, de modo que tuvimos que recurrir a unos tubitos que colgaban del techo del rústico aparato, por los cuales se administraba el oxígeno necesario mediante la introducción de dichos tubitos en la nariz (de hecho, esto es lo que hacen los estoicos soldados cuando son transportados en uno de esos aviones por rutas inadecuadas). Afortunadamente, la gente seguía esperándonos con toda paciencia en el aeropuerto de Cuzco, para luego acudir en forma masiva a la presentación del espectáculo.
Fue precisamente en Perú donde tuvimos la oportunidad de disfrutar de otras hermosísimas e inolvidables experiencias: una de ellas fue la visita a la imponente y asombrosa Machu Pichu, la ciudad sagrada que se levanta majestuosamente en lo alto de una enorme montaña. Dotada de sistemas de riego y otros adelantos que superan todo lo imaginado para su época de origen, Machu Pichu es un vestigio insuperable del esplendor de aquella llamada cultura Inca. Aunque, a decir verdad, la magnificencia de aquellas construcciones se encuentra igualmente en Tiahuanaco, en los enigmáticos trazos que tapizan las llanuras de Huasca y muchas más de las zonas arqueológicas que se esparcen por todo el territorio de Perú y Bolivia.
Y fuimos también a Iquitos, puerto fluvial donde emprendimos un viaje por el Amazonas a bordo de una barcaza, hasta llegar a un campamento enclavado en lo profundo de la enorme selva que flanquea el río. La travesía es más que imponente, pues por un lado desfila el cambiante paisaje conformado por una insuperable diversidad de árboles, helechos, lianas, etcétera, y por el otro lado, hay tramos del río en los que no se alcanza a distinguir la ribera opuesta. El campamento al que llegamos estaba compuesto por cabañas interconectadas entre sí, todas construidas sobre palafitos. Y se hace preciso dormir al amparo de mosquiteros que protejan de los insectos nocturnos. El baño estaba a buena distancia. Tenía una cubeta con agujeros que hacía las veces de regadera y un agujero en el suelo que funcionaba como excusado (con huellas para apoyar los pies y travesaño para sujetarse con las manos).
Hicimos un par de excursiones alrededor del campamento. Una diurna a algo que viene siendo una mínima aldea de los Yaguas, tribu que, desgraciadamente, parece estar en vías de extinción. Ahí nos dieron una demostración de sus habilidades para disparar dardos con una cerbatana de más de dos metros de longitud, y nos mostraron cómo fabrican los dardos usando como herramienta las fauces dentadas de una piraña. Asimismo, nos explicaron que cuando van de cacería los dardos son previamente impregnados de curare, el veneno original de la región que mata porque inmoviliza a la víctima al afectar su sistema nervioso. Y por la noche hicimos otra excursión, esa vez a bordo de una canoa que se deslizaba silenciosamente por uno de los miles de esteros que forma el Amazonas durante su extenso recorrido. Y si la canoa iba en silencio, igualmente silenciosos debíamos ir nosotros, ya que el atractivo de la excursión radicaba en escuchar los múltiples y diversos sonidos de tantos y tantos animales que pueblan la exuberante selva. Puedo asegurar que la experiencia no tiene parangón.
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Teresita del Niño Jesús (Tere, para los amigos) también decidió casarse. Es la tercera de mis hijas, y al igual que sus hermanas es muy bonita. Y no es porque lo diga yo, que soy el papá de la novia; es porque es muy bonita y punto. ¿Por genética de su mamá, al igual que sus hermanas? Seguramente.
Se casó con Luis Jorge Arnau, ingeniero, escritor, poeta y su novio de toda la vida. Tere es la más reservada de la familia, debido, quizá, a su timidez (ésa sí producto de mis genes) o porque evita preocupar a los demás con sus problemas personales. Para el caso da lo mismo. Lo importante es que se trata de otra muchacha excepcional, nutrióloga (de profesión), excelente cantante (por afición) y madre (por bendición del cielo) de tres estupendos hijos que integran parte de ese maravilloso clan que se llama «los 12 mejores nietos del mundo». En esta ocasión estamos hablando de José Pablo, Diana y Pedro, un trío insuperable.
Luis Jorge es ingeniero, como ya dije, y ha destacado no sólo como exponente de su profesión, sino que además ha resaltado por el humano y estupendo trato que tiene para con parientes, amistades, subalternos o simples conocidos. Y por si esto fuera poco, mi yerno escribe poemas y excelentes cuentos, actividad a la que también podría dedicarse profesionalmente.
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Entre las múltiples giras de trabajo que realizó nuestro grupo me gusta destacar la que hicimos a lo que entonces se llamaba Puerto Stroessner (apellido de quien a la sazón detentaba el poder en Paraguay) luego, como consecuencia de la caída del dictador, la ciudad pasó a llamarse Ciudad del Este.
Nosotros habíamos acudido a dicha ciudad para presentar nuestro espectáculo, pero a la hora de pernoctar nos dijeron que mejor lo hiciéramos en el contiguo Brasil; precisamente en Foz do Iguacú, ciudad aledaña a las imponentes Cascadas de Iguazú. Al día siguiente fuimos a conocer las cascadas, las más grandes del mundo (en anchura) y quizá las más hermosas. Son cientos de «cortinas» de agua, de diversos tamaños y colocadas en diversos niveles, de modo que conforman un espectáculo que se puede calificar como espléndido.
No menos hermoso resulta otro espectáculo muy próximo al anterior, sólo que éste no es producto de la madre naturaleza sino del hombre, ese ente maravilloso que ha logrado incluso modificar a la misma naturaleza (a veces con resultados negativos, cierto; pero ése es otro boleto). Aquí me estoy refiriendo a la famosa Presa Itaipú, cuyas dimensiones son mayores que la no menos célebre Presa de Asuán, en Egipto. Esta, Itaipú, fue construida en consorcio con Brasil y Paraguay; y se considera que tiene capacidad para dotar de electricidad a todo Paraguay, además de a gran parte del sur brasileño. Pero lo mejor de todo, para nosotros, fue que tuvimos la suerte de acudir a este lugar precisamente una semana antes de que fuera inaugurada la monumental presa, de modo que nos invitaron a cruzar el lecho del enorme embalse a bordo de un Jeep. Lo singular radicaba en que a la semana siguiente ya no sería posible hacer esto, pues el embalse volvería a rellenarse con las aguas del río Paraná, cuyo curso había sido previamente desviado. Una vez terminada, la presa alimentaría la mayor central hidroeléctrica del mundo.
De esa misma gira, por cierto, también queda el recuerdo de una circunstancia que puede ser anecdótica: el día en que debíamos actuar en Asunción, capital de Paraguay, se soltó un aguacero que tenía poco que envidiar al Diluvio Universal, lo cual sería un impedimento para la presentación de nuestro espectáculo, ya que éste se efectuaría al aire libre (en el estadio de fútbol). Sin embargo, los empresarios nos dijeron que no nos preocupáramos, pues ese tipo de tormentas sólo se presentan de vez en cuando y nunca duran más de un día, de modo que la función podría efectuarse sin contratiempo alguno al día siguiente. Pero sí había inconvenientes: por principio de cuentas, ya no teníamos reservación para el hotel, que estaba ocupado en toda su capacidad; además, de ahí debíamos partir rumbo a Córdoba, Argentina, a bordo del único vuelo que cubría dicha ruta, vuelo que perderíamos si prolongábamos la estancia. Por si eso fuera poco, nosotros sabíamos que ese tipo de cambios repentinos en las fechas de presentación solían traducirse en disminución de asistentes al espectáculo, ya que no hay tiempo suficiente para hacer la publicidad requerida.
—Por esto último no se preocupen —nos dijeron—. Ya dio comienzo la publicidad respectiva y es más que suficiente: anuncios detallados en televisión, cada quince minutos, desde hoy hasta la hora de función de mañana. —Y añadió con toda naturalidad—: Ah, por supuesto que se hace esto en todos los canales.
¡Y era verdad! Lo pudimos comprobar personalmente.
—¡Pero esto es incongruente —objetamos—, el costo de una publicidad semejante no se cubre ni llenando veinte veces el estadio!
—Eso es relativo —respondieron—, dado que nosotros somos los propietarios de las televisoras.
Fácil de entender. ¿Pero el problema del hotel? Con toda claridad nos habían advertido que la demanda de habitaciones haría imposible prolongar la estancia.
—Tampoco hay problema —nos dijeron—, el hotel también es de nuestra propiedad, y siempre hay manera de encontrar huéspedes a quienes se les pueda decir: «Lo sentimos, pero su reservación no está confirmada».
—Bueno —comenté yo—, tampoco cuesta trabajo entender eso. ¿Pero el vuelo en avión a Córdoba? ¡No me diga que pueden retrasar el vuelo para el día siguiente porque también son dueños de la línea de aviación; se trata de Aerolíneas Argentinas! —especifiqué.
—Efectivamente: eso no podremos hacerlo. Pero supongo que no les molestaría viajar a Córdoba a bordo del avión presidencial paraguayo.
Claro que no nos molestó. Como tampoco nos molestó que se encargaran de realizar los trámites necesarios para pasaportes, visas y demás, incluyendo las deferencias reservadas en forma exclusiva para los cuerpos diplomáticos.
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—¿Yooo? —pregunté entre sorprendido y alarmado—. ¿Qué yo me ponga a tomar clases de tap?
—¿Y por qué no? —replicó Florinda.
—Porque ya tengo más de 50 años —respondí—. Porque ya no estoy en edad de empezar a hacer algo como eso.
—Te equivocas —objetó ella—. Tienes todo lo que hace falta para bailar: agilidad, sentido del ritmo, facilidad para coordinar movimientos, etcétera. Y no se trata de que llegues a ser Fred Astaire o Gene Kelly; el objetivo es solamente que bailes de una manera que pudiéramos llamar «aceptable». Digamos, lo suficiente como para que te puedas parar en un escenario y que la gente diga: «¡Pues mira: no lo hace tan mal!».
Alentador, ¿no?
Seguí objetando la idea hasta que, como ha sucedido con frecuencia, mi mujer terminó por convencerme. De modo que empecé a tomar clases de una disciplina que jamás había imaginado llevar a cabo: ¡bailar tap! ¡Hágame usted favor! Florinda lo hace muy bien, pero tiene 20 años menos que yo, aparte de que ha tomado clases de ballet, de danza española y de otras variedades de baile, incluidas algunas lecciones de tap. Pero, en fin…
Se presentaron, sin embargo, circunstancias que atenuaban un poquito el trago amargo. Una era que, efectivamente, yo parecía dar señales de que podía aprender algunos pasos. Y otra, la más importante, que tuvimos la suerte de contar con una maestra de calidad superior: Gabriela Sala. Bonita, excelente persona, de pequeña estatura (pero casada con el grandulón y simpatiquísimo industrial Carlos Núñez) y, sobre todo, dotada de una paciencia, un tacto y una técnica que hacían de ella la profesora por excelencia.
Luego, cuando ya habíamos tomado un considerable número de lecciones, una película nos brindó la oportunidad de mostrar que las lecciones no habían sido totalmente en vano. La película se llamó Don Ratón y don Ratero, y en ella aparecía Florinda cantando y bailando en dos números musicales, aparte de otro en el que yo también bailaba a su lado. La música, estupenda, era original de ese genio que es Nacho Méndez.
El reparto de la película era casi el mismo que habíamos tenido en Charrito, con el añadido de Edgar Vivar y el juvenil Alfredo Alegría. La acción tenía lugar en el México de los veinte, por lo que requirió una ambientación complicada que incluía el alquiler de autos antiguos y vestuario de la época. Tampoco ahí faltaron los contratiempos, como el negarme la contratación de extras adecuados para asistir a un cabaret de lujo. Éstos debían portar, además, un vestuario que estuviera de acuerdo con la calidad del lugar. Y no me quedó otro remedio que echar mano del eterno recurso: Emilio Azcárraga.
—¡Hombre, no jodas! —exclamó Emilio por teléfono. Pero esta vez no me lo dijo a mí sino al gerente de producción de la película. Y añadió—: Dale a Roberto lo que considere necesario, ¡y punto!
Don Ratón y don Ratero, quizá la película mejor elaborada de las que hice, fue otro éxito. Y en esa cinta, por cierto, actúan como «extras» la bella hermana de Florinda, Esther, y los guapos hijos de ésta, Roberto y Lucía Quiroz Meza, entonces de 6 y 4 años. Aquel «niño» es ahora un egresado con todos los honores del Tecnológico de Monterrey. Lucía, por su parte, no se conforma con ser una auténtica belleza, pues además está graduada con mención honorífica en la carrera de Artes Plásticas. Y sobra decir que para Florinda, Beto y Lucy son los hijos que nunca tuvo; así como para ellos, Florinda es una segunda madre.
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La ausencia de Ramón Valdés me hacía pensar en la necesidad de conseguir a otro actor de mayor edad, principalmente para los programas del Chavo. Pero yo no quería que sustituyera a don Ramón (en el programa se decía que el personaje había salido en busca de fortuna), sino que interpretara a otro personaje cuyas características ya había yo delineado. Se llamaría Jaimito, tendría algunos años más que don Ramón y trabajaría como cartero. Pero sus características principales serían «evitar la fatiga» y hacer bucólicas remembranzas de su pueblo natal: Tangamandapio, Michoacán. Y había la coincidencia de que ya tenía a la mano al actor apropiado para esto: se trataba de alguien que había participado en todas las películas que hice: Raúl el Chato Padilla. En un principio, sin embargo, Raúl no estaba plenamente convencido de que le gustaría «encasillarse» en un personaje fijo, pero cambió de parecer después de que fuimos a Colombia. Evento que merece narración aparte.
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No se trataba de una gira de trabajo, sino de una colaboración para Solidaridad, una institución de ayuda para los necesitados, organizada desde hacía algunos años por doña Nidia Quintero, esposa del entonces presidente de la República de Colombia, Julio César Turbay Ayala.
—En años anteriores —nos habían dicho los representantes de doña Nidia— se han organizado marchas de actores famosos por las calles de Bogotá, durante las cuales se solicita el apoyo económico de la gente para ayuda de los necesitados.
—El año pasado —precisaron— la marcha tuvo que efectuarse a bordo de vehículos, pues el actor invitado tenía una trayectoria con fama internacional (el gran Mario Moreno Cantinflas), y la multitud congregada era excesiva. Tanto, que el desfile partió a las 9:30 de la mañana y llegó a su destino hasta la 1:30 de la tarde. El destino era el célebre Campín, complejo monumental formado por un estadio deportivo, un auditorio y otras instalaciones.
—Ahora —continuó explicando la representación colombiana— calculamos que sucederá lo mismo con la presencia del Chavo y su grupo. Por lo tanto, también ustedes irán a bordo de camiones de bomberos.
Y así fue. En el primer camión iba yo en compañía de doña Nidia y otros altos personajes del gobierno colombiano. A continuación, también a bordo de camiones de bomberos, iban mis compañeros, igualmente en comitiva con dignatarios y personalidades importantes. Pero si bien habíamos iniciado el desfile a las 9:30 de la mañana, igual que lo habían hecho el año anterior con Cantinflas, esta vez el arribo al Campín no fue a la 1:30 de la tarde, sino hasta las 6:00 pm. Y es que la multitud, compuesta por algo así como 4 millones de personas (según los cálculos oficiales) exigía que la comitiva se desplazara a una velocidad que en muchos momentos era nula.
El apoyo económico superó también todos los antecedentes, pues la recaudación fue 15 veces mayor (1500 por ciento) que cualquiera otra que se hubiera efectuado antes. La base principal de dicha recaudación provenía de la venta de playeras o camisetas que ostentaban un retrato del Chavo. Resultaba impresionante la cantidad de personas que lucían tales camisetas. Y resultaba singular el comprobar que un buen número de esas camisetas era portado incluso por diversas mascotas, entre las que obviamente destacaban los perros.
Esa misma noche fuimos invitados a la residencia oficial del presidente de Colombia, donde nos recibieron éste y su gentil esposa, doña Nidia, además de los principales ministros del gabinete. Los invitados éramos los actores y cónyuges respectivos, además de mi hermano Paco y Marta, su esposa. En el transcurso de la reunión, por cierto, yo sentí la molestia que siempre me ha causado el uso de una corbata, hecho que fue notado por la esposa del presidente, quien me interrogó al respecto. Yo le expliqué lo que me sucedía y, para mi gran sorpresa, pidió la atención de toda la concurrencia y dijo:
—Señores: creo que Roberto (se estaba refiriendo a mí, por supuesto) se sentirá más a gusto si se quita la corbata. Por lo tanto, ¿que tal si todos los caballeros le brindan su apoyo despojándose de la suya?
Así lo hicieron: tanto los ministros como el mismísimo señor presidente de Colombia se quitaron sus respectivas corbatas. Y todos estuvimos más cómodos.
Por demás está decir que, después de haber sido testigo y partícipe de todo esto, el Chato Padilla consideró que sí le convenía adherirse al grupo. Y durante toda su vida siguió manifestando lo feliz que estaba de haber tomado tal decisión.
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La presidencia de México había estado en manos de José López Portillo durante el sexenio en curso, mismo que ya estaba próximo a concluir. Cuando fue elegido todo hacía suponer que México estaba a punto de emprender el vuelo que lo llevaría a la privilegiada cumbre que ocupaban los países del Primer Mundo, impulsado por el «oro negro» que surgía a borbotones del bendito subsuelo que nos había dado Dios. «Los beneficios serán tales», había dicho más o menos el presidente, «que nuestro único problema radicará en cómo administrar la exultante riqueza». Luego, cuando las cosas no parecían marchar muy bien que digamos, y ante la amenaza de una devaluación monetaria, don José nos aseguró que «defendería el peso como perro». Finalmente decidió abandonar la escena con un mutis que dejará un recuerdo imborrable en los espectadores (los mexicanos)… para lo cual estatizó la banca.
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A mi segunda hija, Cecilia, le llegó el turno del matrimonio. Se casó con Luis Felipe Macías, muchacho que había estudiado y trabajado en ciencias de la comunicación. Ambos estaban realmente enamorados, de modo que, tiempo después, su separación fue algo más que sorpresivo. Pero, antes de esto habían procreado a otros dos de la lista de «los 12 mejores nietos del mundo»: Andrea y Alejandro. No debo (ni deseo) juzgar las razones o los motivos que produjeron el rompimiento de esa unión. Pero sí sé que mi hija ha soportado el trago amargo con toda la dignidad que era precisa, y que ha sabido enfrentar las consecuencias con honradez y valentía. Cuenta con mi apoyo, es cierto, pero también con otros apoyos que son mil veces más importantes y efectivos, como son su propia integridad moral, su estoicismo para enfrentar los contratiempos y su capacidad profesional. (Ella también escogió la docencia, actividad en la que ha destacado tan ampliamente, que llegó a ser directora de una importante escuela: el CIE).
Pero su otro apoyo, seguramente el mayor de todos, es el de Andrea y Alejandro, sus hijos. Estos, por su parte, creo que siguen contando con el amor y el apoyo de su padre, a quien también aman y respetan como debe ser.
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En 1983, aprovechando la circunstancia de que coincidían las vacaciones de uno y otro, mis hermanos acordaron abordar un crucero que recorrería el archipiélago griego y lugares adyacentes. Afortunadamente, el viaje había sido planeado con anticipación, de modo que yo me pude adherir a él, ya que, aunque no tenía un tiempo fijo para vacaciones, sí podía crear dicho tiempo mediante el adelanto de programas grabados. Entonces me puse a escribir a un ritmo mayor que el acostumbrado, hasta completar el número suficiente de libretos que haría falta. Luego se grabaron los programas correspondientes a los libretos, y tanto Florinda como yo quedamos listos para sumarnos al ansiado crucero, aprovechando para considerar el viaje como la luna de miel que no habíamos tenido antes.
El barco era uno de los tres que componían la prestigiada Royal Viking Line, una compañía naviera que organizaba cruceros por muchas partes del mundo. El nuestro partía de Venecia, lugar en el que nos reunimos los tres hermanos Gómez Bolaños, acompañados por las respectivas mujeres: Marta con Paco, Luz María con Horacio y Florinda conmigo. Esto sucedió después de que mis hermanos y sus esposas habían ido a Egipto e Israel, en viaje organizado por cuenta propia, independiente del organizado por la agencia de viajes, mientras que Florinda y yo habíamos ido, también de manera independiente, a París, Madrid, Roma, Venecia y Florencia, más lugares circunvecinos. El crucero recorrió varias de las islas griegas y algunos puntos de la costa occidental de Turquía, todo ello tapizado de ruinas y demás vestigios de la colosal cultura que floreció por aquellos lares. Después cruzamos el Estrecho de los Dardanelos hasta la legendaria Estambul. Visitamos esta ciudad situada en ambos lados del Bósforo, el cual cruzamos para llegar al Mar Negro. Ahí desembarcamos también en Odessa y en Yalta, dos ciudades que hoy pertenecen a Ucrania, país que en ese tiempo aún formaba parte de la Unión Soviética. En Odessa ascendimos por la enorme escalinata que se hizo célebre como uno de los escenarios de la película El acorazado Potemkin: aquella donde la tropa acosa al pueblo, con la dramática escena de la carriola que rueda peldaños abajo con un bebé en su interior. La otra ciudad, Yalta, tiene una relevancia histórica, ya que fue ahí donde se firmaron los famosos tratados acordados por Roosevelt, Churchill y Stalin al final de la Segunda Guerra Mundial, mediante los cuales se repartieron buena parte del planeta como si fueran rebanadas de un pastel. Y en el mismo Mar Negro visitamos Varna, puerto de Bulgaria, que entonces era uno de los muchos países situados al este de la llamada «cortina de hierro»; es decir, también bajo la hegemonía soviética. Finalmente, el crucero concluyó en El Pireo, puerto aledaño a Atenas, la cuna de la civilización occidental en la que permanecimos algunos días, disfrutando con la visita a la Acrópolis, al Ágora y a muchos otros lugares donde abundan vestigios de la grandeza que había alcanzado la gran Ciudad Estado.
Y algo similar encontramos en la península del Peloponeso, donde destaca el espléndido teatro de Corinto, uno de los más grandes y mejor conservados de aquellas épocas. Pero, coincidentemente, la estancia en aquellos lugares nos permitió establecer algunas comparaciones con la multitud de zonas arqueológicas que hay en México, hasta establecer que hay factores en que lo nuestro no desmerece en comparación con lo helénico. Por ejemplo: la grandiosidad de las construcciones que hay en Teotihuacán y, lo que es más meritorio, la vigilancia que hay en dicho lugar, lo que evita, por ejemplo, los graffiti que inundan el Ágora con expresiones que van desde el «Johnny was here» hasta el «Figlio de putana».
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Estábamos nuevamente fuera de la Ciudad de México cuando recibimos una noticia muy triste: víctima de un cáncer, acababa de fallecer el querido e inolvidable Ramón Valdés. Aunque ya llevaba algún tiempo de haberse separado del grupo, su ausencia definitiva representaba un impacto doloroso para nosotros, y la imposibilidad de que algún día pudiera retornar.
Paradójicamente, Ramón ha «resucitado» para todos nosotros y para las nuevas generaciones, gracias a la repetición de los programas a todas horas y por todos lados. Y nuevamente me hace reír como sólo él podía hacerlo.
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Aprovechando las nociones de tap que habíamos adquirido, Florinda y yo empezamos a planear una aventura que implicaba muchos riesgos: actuar en un centro nocturno.
¿Cómo reaccionaría la gente? —nos preguntábamos—. Porque a pesar de que yo siempre dije que mi programa estaba hecho para toda la familia, muchas personas insistían en que era un programa «infantil». Esta clasificación siempre me pareció tan tonta como la que establecía lo mismo para Mafalda, la incomparable creación del argentino Quino, pero de cualquier manera no eliminaba el riesgo. No obstante, nos lanzamos a la aventura formando una especie de sociedad con Gabriel García, esposo de nuestra productora Carmelita Ochoa, el cual se interesó en participar proporcionalmente en el aspecto administrativo con un porcentaje económico para la producción.
Lo primero que haría falta sería contar con un libreto que resultara apropiado con lo que planeábamos, lo cual exigía que fuera simultáneamente gracioso, de calidad y con la picardía necesaria para entretener a la clase de adultos que suele ir a los centros nocturnos, pero sin echar mano del albur o del chiste corriente y procaz que tanto abunda en dichos lugares. Tarea difícil, en verdad; pero creo que pude escribir un guión que cumplía con aquellos requisitos.
Sin embargo, todavía haría falta solucionar otros problemas, entre los cuales destacaba el conseguir un centro nocturno que fuera adecuado para el proyecto. Ya habíamos puesto el ojo en el Marraquech, del Conjunto Casablanca, pues sabíamos que el local sería desocupado por el espectáculo que estaba entonces, pero los empresarios que manejaban el conjunto nos dijeron que la gente no acudiría a dicho lugar a ver un espectáculo de Chespirito, de modo que rechazaron nuestra petición. No obstante, yo estaba seguro de que el público asistiría a cualquier lugar donde se supiera que había un buen espectáculo, de modo que decidí hacer la petición directamente al propietario del mismo: don Emilio Azcárraga Milmo.
—Es que esta gente tiene razón —me dijo Emilio—. ¿Dónde vas a encontrar adultos que quieran ver a Chespirito en un centro nocturno?
Pero yo insistía en lo contrario, hasta que terminó por decir:
—Está bien: después de todo es tu riesgo.
Y dio la orden a los empresarios para que se me permitiera montar el espectáculo en el Casablanca.
La noche del estreno fue positivamente inmejorable. La concurrencia fue mucha (aunque la mayoría eran invitados) y hubo un derroche de aplausos para los números musicales que encabezaba Florinda, contando con el discreto pero entusiasta complemento mío y la magnífica colaboración de Fernando Madrid Campos al frente de su conjunto musical, además de los excelentes coros de las Hermanitas Salinas, que cantaban estupendamente. Y no menor fue el derroche de carcajadas que rubricaban nuestra participación humorística. Pero al día siguiente… ¡ay, mamá!
—La concurrencia —comentábamos con tristeza— no llega a ocupar ni la cuarta parte de la capacidad que tiene el centro nocturno.
—¡Pero ayer la gente festejó todo: los diálogos y la acción cómica, así como las canciones y los bailes!
—¡Y hoy también festejaron todo! Digo, los pocos que vinieron.
—Eso sí. A ver si mañana asisten algunos más.
Pero al día siguiente, en vez de asistir algunos más… asistieron algunos menos.
Y algo similar ocurrió los días siguientes: el público festejaba sin reservas todo lo que presentábamos en el escenario, pero el número de espectadores no alcanzaba para ocupar la cuarta parte de las sillas. Es decir: un paupérrimo 25 por ciento.
—Tenían razón los empresarios —comentó alguno de nosotros—: ¿A qué persona adulta le puede interesar ver a Chespirito y Florinda Meza en un cabaret?
No pudimos evitar la tristeza que nos invadió; tristeza que fue aún mayor cuando acordamos con los empresarios que empezaban a correr los siete días de rigor para dar por terminado el contrato. Mucho más que la pérdida económica nos dolía el fracaso que constituía la aventura, y más sabiendo que muchos familiares y amigos no tendrían ya la oportunidad de ver el espectáculo. Uno de ellos sería nuestro amigo y compañero de trabajo Raúl el Chato Padilla, el cual, sin saber todavía que estaba por terminar la pequeñísima temporada, me habló por teléfono y me dijo:
—Oye, Roberto: Lili y yo no hemos podido verlos ahí en el Casablanca. ¿No sería posible que añadieran una mesita y un par de sillas para que podamos ir mi mujer (Lili Inclán) y yo?
—Lili y tú pueden ir en el momento en que quieran —le dije— y como invitados nuestros. Pero además: no hace falta añadir mesas ni sillas.
—Bueno… yo pensé… Con eso de que está agotado…
—¿Que está agotado qué? —le pregunté.
—El boletaje. O sea: que ya no hay lugar.
—¿Quién dice? —pregunté con la furia que empezó a invadirme desde ese instante.
—Llevamos tres noches tratando de ir —respondió el Chato—, y tres veces nos han dicho que está agotado; que no hay lugar.
—¿Quién carajos ha dicho eso?
—Pues la persona que responde el teléfono.
La información era suficiente, de modo que, después de decirle al Chato que fueran esa misma noche al Casablanca, en cuya entrada habría alguien encargado de recibirlos, me apresuré a marcar el número telefónico del cabaret, acción que tuve que repetir un buen número de veces (porque sonaba ocupado) antes de que me contestaran:
—Casablanca a sus órdenes —dijo una amable voz femenina.
—Buenas noches —respondí con la misma amabilidad, pero fingiendo la voz para no ser reconocido—. ¿Sería tan amable de apartarme una mesa para la segunda función de esta noche? Somos cuatro personas.
—Lo siento mucho, señor, pero no hay lugar.
—Eso sí que es mala suerte… Pero entonces para mañana.
—Está todo vendido, señor. Tal vez si intentara usted hablar la semana próxima.
—Mejor ahora mismo —dije entonces secamente y dejando de fingir la voz—. Pero le voy a decir quién habla: me llamo Roberto Gómez Bolaños y me dicen Chespirito.
Como respuesta obtuve un repentino silencio. Pero volví a tomar la palabra, otra vez con la mayor amabilidad, pero ya sin fingir la voz:
—¿Me podría decir por qué asegura que no hay lugar?
—Pues —balbuceó la telefonista— pues… pues porque me dijeron que dijera eso.
—¿Quién le dijo que dijera eso?
—Pues… pues no sé.
—¡Cómo de que no sabe!
—Es que… es que me dejaron un recado aquí en mi máquina de escribir.
—¿Quién lo firma?
—Nadie. No está firmado.
—¿Y usted obedece órdenes de fantasmas que le dejan recados en cualquier parte?
Entonces la telefonista perdió la paciencia y, soslayando también la hipocresía, exclamó:
—¡Oh, ya estuvo bueno! ¿No le parece?
—¡Pues no —le dije—; no me parece! Y sólo me gustaría preguntarle si se da cuenta de que esto le puede costar el empleo.
Y su respuesta no pudo ser más expresiva, a la vez que contundente:
—¡Ptch, me vale! —dijo antes de colgar la bocina.
Entonces me enteré de que la experiencia del Chato no había sido un caso aislado, sino que había otros testimonios similares. Y uno de ellos fue nada menos que el de mi hija mayor, Graciela, quien asistió en compañía de su esposo Raúl y de un matrimonio conformado por un par de amigos. No habían intentado hacer reservaciones por teléfono porque yo les había comentado lo reducida que había sido la asistencia. Y los cuatro pasaron al interior del ni unto Casablanca, pero…
—¿No que venía muy poca gente? —le preguntó alguien a mi hija—. ¡Está casi lleno!
—Pues sí. ¡Qué bueno que pudimos encontrar lugar!
Y poco después empezaron a ver un espectáculo en el que la presentación de Florinda y Chespirito parecía retardarse más de la cuenta.
—Será porque primero va esto, que es un número de relleno —comentó alguien.
—Seguramente.
Pero no, no era eso lo que pasaba.
—Es que Chespirito no se presenta aquí —dijo un mesero que fue interrogado al respecto por los componentes del grupo—. El está en el salón de junto: el Marraquech.
—¿Y nosotros dónde estamos? ¿No es esto el Marraquech?
—No. Lo que pasa es que los dos centros nocturnos son parte del Conjunto Casablanca —explicó el mesero con una sonrisa indulgente—; pero éste es el Madelón. Ja ja ja. Se equivocaron.
—¡No! ¡Nosotros no nos equivocamos! Ya sabemos que aquí en el Conjunto Casablanca no hay sólo dos cabarets, sino cuatro. Por eso en la puerta dijimos con toda claridad que veníamos a ver a Chespirito. Y nos condujeron a este lugar.
Sin embargo la discusión no pasó a mayores, pues el grupo abandonó el lugar y pasó al contiguo, que era donde estábamos nosotros, y en el que aún alcanzaron a ver la parte final de nuestro espectáculo. Pero este percance, aunado al del Chato y otros más, sólo podían estar incluidos en un término común: boicot.
Emilio Azcárraga no estaba en la Ciudad de México, de modo que en ese momento no podía presentarle una queja al respecto. Por lo tanto, di por terminada la corta temporada y esperé hasta el retorno del jefe para contarle lo que había ocurrido. Pero poco después de haber hecho esto, nuestro amigo y socio Gabriel García se puso en contacto conmigo y me preguntó:
—Oye, brother (como solía llamarme), ¿tú le contaste al señor Azcárraga lo que nos pasó en el Casablanca?
—Pues sí —le dije—. ¿Por qué?
—Porque acaba de poner de patitas en la calle a todo el personal.
—¿Qué quieres decir con eso de todo?
—Lo que significa la palabra: que despidió a todos los que laboraban ahí: ejecutivos, empleados, meseros, etcétera.
Era una manifestación del estilo personal que tenía Emilio para responder cuando se sentía agredido. ¿Una de las que habían contribuido a cimentar la fama de «Tigre» que le acomodaban como apodo? No lo sé, pero podría ser. De lo que no me queda la menor duda, sin embargo, es de que en esa ocasión había reaccionado en función de la amistad que nos unía. No obstante, me apresuré a verlo para decirle:
—Yo te agradezco el apoyo, pero entre los despedidos puede haber muchos que no tengan ni un gramo de culpa.
—Por supuesto —me dijo con esa sonrisa que también mostraba con frecuencia y que se oponía por completo al concepto de Tigre—; pero no te preocupes, ya ordené dar marcha atrás: nadie va a perder ahí su empleo.
—¡Menos mal! —comenté con alivio.
—Lo hice para meterles un poquito de susto a estos cabrones. Porque, además, yo ya sabía que hacían ésas y otras cosas por el estilo. Y sé quiénes son los responsables, pero quiero darles otra oportunidad.
Volvió a sonreír y añadió en tono paternal:
—En cuanto a ti, te recomiendo que no intentes presentarte otra vez en un cabaret; no es un sitio adecuado para Chespirito.
Y le hice caso.
Al menos hasta la fecha.
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Florinda y yo continuábamos tomando regularmente nuestras clases de baile, lo cual fue más que útil cuando al año siguiente llegó la experiencia definitiva, pues el tap era una de las muchas disciplinas que integraban un proyecto espectacularmente ambicioso: una comedia musical.
Llevábamos buen tiempo especulando acerca de la posibilidad de hacer algo así, hasta que, después de muchas cavilaciones, acordamos que el tema de la obra podría estar basado en el inolvidable Pinoccio de Carlo Collodi. La decisión tuvo aspectos que resultaron ser buenos y otros que no lo fueron tanto. Entre estos últimos figura el hecho de que se podía pensar (y de hecho así sucedió) que se trataba de algo dirigido a los niños. Pero nada más erróneo que eso, pues la pieza contenía variaciones que no sólo la diferenciaban del original, sino que, modestia aparte, la enriquecían con un mensaje de mayor valor. Porque, por una parte, el original no hace el énfasis necesario acerca de lo trascendental que resulta el premio que recibe el personaje: ¡nada menos que la vida! En mi obra, este desenlace se presenta notoriamente sublimado. Pero, además, el heroísmo de Pinoccio en el original consiste en la salvación de Gepeto, personaje que es el creador y «papá» del muñeco, mientras que yo lo hago sacrificarse también, pero no por alguien tan querido, sino por sus ¡enemigos!, los villanos a quienes salva del fuego cuando el populacho pretende quemarlos vivos. Esto, creo yo, es otra manera de sublimar el sacrificio.
La comedia musical se llamó Títere y en ella intervine como actor (en el papel de Pepe Grillo, maestro de escuela), como escritor del guión, director, y autor de la música y la letra de las canciones (me faltó vender billetes de lotería a la salida del teatro). Florinda intervino como actriz (era Bétel, diminutivo de Betelgeuse —por la hermosa estrella de la constelación de Orión— y ejercía las funciones de Hada Madrina Debutante). Su desempeño artístico fue insuperable como actriz, cantante y bailarina. Pero también tuvo a su cargo la complicadísima producción de la obra y todas las funciones de asistencia en la dirección musical, así como en el diseño de las coreografías. Éstas, por cierto, estuvieron a cargo de Carlos Feria, como coreógrafo general, y de Gabriela Salá en lo referente al tap. La orquestación y dirección de la música (en grabaciones y en vivo) corrió por cuenta de alguien que, hasta ese momento, jamás había sido llamado para hacer algo semejante y que a partir de entonces se convirtió en arreglista y director de todo aquel que quería montar una obra musical de alta calidad. Me refiero al excelente maestro Willy Gutiérrez, quien contó con el auxilio de su hermano Nacho, destacado maestro de música y canto, así como los demás hermanos Gutiérrez, todos ellos músicos y cantantes de primera. Como si fuera poco, entre las voces femeninas del coro se encontraban chicas que llegarían a lucir ampliamente en el ámbito profesional, entre las cuales podríamos mencionar a Alejandra Ávalos, Fernanda Meade (del grupo Pandora) y Laura Luz.
En cuanto a la iluminación, escogimos al estupendo Sergio Treviño, quien no sólo hizo un magnífico trabajo en nuestra obra, sino que después de eso, sus servicios no sólo han sido disputados por muchos teatros, sino también por Televisa y Televisión Azteca.
Yo había planeado que María Antonieta interpretara a Pinoccio, pero ella rechazó el papel cuando supo que no llevaría el primer crédito. Y debe haberse arrepentido en grado máximo, pues entonces contratamos a un joven comediante cuya actuación fue insuperable: Rodolfo Rodríguez. Éste había sido uno de los integrantes de Cachún cachún ra ra, un programa juvenil de mucho éxito en la televisión, producido por Luis de Llano Macedo. Rodolfo tenía los dones del canto y el baile, aparte de una enorme simpatía personal. E igualmente enorme fue su lucimiento.
Para el papel de Gepeto teníamos un actor que ni mandado hacer: el Chato Padilla. Hasta podría decirse que Walt Disney lo había copiado para su película Pinocho. Los villanos debían ser dos grandulones, a cargo de Rubén Aguirre y Arturo García Tenorio, pero ninguno de los dos llegó a participar, pues Rubén no aceptó el papel, mientras que Arturo nos comunicó que una dolencia le impediría trabajar. Fueron sustituidos por Ramiro Orcí, actor de gran experiencia y excelente presencia (fortachón como pocos) que había sido, además, amigo mío desde la infancia; y por mi hijo Roberto, entonces de 20 años, quien me pidió que le diera la oportunidad. Yo accedí a ello, y estuve lejos de arrepentirme, pues a pesar de que se trataba de su primera experiencia al respecto, su desempeño fue sorprendentemente bueno.
En el papel de Strómboli también teníamos un actor que parecía haber sido mandado hacer para encarnarlo: Edgar Vivar, pero a él tampoco le interesó hacerlo, de modo que recurrí a mi hermano Horacio, quien no tenía la experiencia actoral ni la pinta exacta del personaje como las tenía Edgar, pero que, finalmente, realizó un buen trabajo.
Para el papel del Hada Madrina que comandaba a sus colegas contábamos con Angelines Fernández, la cual tuvo un magnífico desempeño… hasta que un problema de salud nos orilló a cambiarla por Lily Inclán, la esposa del Chato Padilla, quien también se desenvolvió con gran acierto.
Pero la obra tenía, además, 32 bailarines (16 hombres y 16 mujeres) y, por supuesto, una estupenda escenografía que lucía esplendorosa. Todo el montaje requirió de una gran inversión, en la que colaboró durante algún tiempo nuestro buen amigo Gabriel García, a manera de inversionista (su esposa Carmelita, como ya dije, llevaba buen tiempo de participar en la producción y en la dirección de cámaras de mi programa).
Títere se estrenó en uno de los Televiteatros originales de Puebla y avenida Cuauhtémoc, pésimamente planeados pues, por ejemplo, no había manera de introducir determinados elementos de escenografía o utilería al foro: por tanto, tenían que ser construidos en el escenario mismo; los camerinos estaban en el fondo de un laberinto; y lo más destacado: una acústica de primera (de primera fila, porque en la segunda ya no se oía nada). Esto nos obligó a usar micrófonos inalámbricos todo el tiempo.
La temporada se inició a mediados del 84 con dos funciones diarias de martes a domingo (como se acostumbraba entonces). La concurrencia era bajísima, lo que nos producía enormes pérdidas económicas (solamente económicas, pues la poca concurrencia salía más que complacida, lo cual evitó que hubiera pérdida de prestigio, que es mucho más dolo rosa que la económica). No obstante, el factor económico representaba una verdadera angustia, pues era necesario sacar dinero del banco diariamente para pagar con puntualidad a los actores y a los técnicos. Esto fue, quizá, lo que orilló a Gabriel García a dar por terminada su participación como inversionista, a pesar de que lo hizo en el momento en que la situación daba algunas señales de invertir el rumbo. Y así sucedió, pues poco después la publicidad «de boca en boca» se empezó a reflejar en la venta de boletos, al grado de que no tardamos en colgar en la taquilla ese hermoso letrero que dice «AGOTADO». Esto se repitió muchas veces, lo que hizo que, en un teatro de 1400 butacas, la recuperación se lograra en poco tiempo. Y después de la recuperación vino la ganancia, misma que fue incrementada cuando salimos de gira por el interior de la República, gira que terminó con 40 «agotados» consecutivos en la ciudad de Monterrey, donde, por cierto hubo un par de anécdotas dignas de contarse.
Una de ellas aconteció, afortunadamente, en la última función que dimos en Monterrey, lo que significa que era también la última función de Títere. Lo anecdótico fue la ruptura de una vara de la que pendían cuatro bailarinas, suspendidas por cuerdas que semejaban ser los hilos que sostienen a los títeres. Y si dije que esto aconteció «afortunadamente» en la última función fue porque, de haber acontecido en cualquier otra función, no habríamos tenido tiempo para subsanar el desperfecto. Por otra parte, el hecho ocurrió atrás del telón, cuando éste había ya descendido para convertirse en fondo de un monólogo del Títere (Rodolfo Rodríguez), de modo que el público no se percató de lo sucedido. Además, las cuatro bailarinas no pasaron de sufrir el susto que les produjo el accidente.
La otra anécdota sucedió en una función previa, pero fue más trascendente. O por lo menos más inusual: se aproximaba el final del primer acto, el cual debía culminar con «La vida», canción tema de la obra, interpretada por el Hada Madrina (Florinda) y dedicada al Títere (Rodolfo) en presencia de Gepeto (el Chato Padilla) y el Profesor Grillo (yo). Todo iba saliendo muy bien, hasta que vimos aparecer en escena a alguien que no debía estar ahí. Y el desconcierto aumentó cuando nos dimos cuenta de que el recién llegado era un robusto mocetón que padecía ostensiblemente síndrome de Down. El Chato Padilla intentó tomarlo del brazo como invitándolo cortésmente a que abandonara el escenario, pero el muchacho rechazó la invitación con lujo de facilidad (por su fortaleza física). Yo vi esto y permanecí estúpidamente estático, sin tener la menor idea de qué se podría hacer para solucionar el problema, pues era obvio que, aunque no habían transcurrido más que unos cuantos segundos desde su inicio, el público ya había asimilado lo que pasaba. Lo único que estaba claro era que la solución debía estar condicionada a un principio de caridad, pero que, al mismo tiempo, no sería conveniente interrumpir la función. Y entonces surgió la providencial e inteligente intervención de Florinda, quien empezó a cantar «La vida», dedicándola de manera evidente al muchacho. Después alternó su atención dirigiéndose brevemente a Rodolfo Rodríguez, para luego regresar hacia el joven, quien sonreía extasiado y en la más tranquila inmovilidad, actitud que conservó hasta que descendió el telón acompañado por el más atronador y efusivo de los aplausos.
Me falta aclarar que la gira tuvimos que hacerla antes de tiempo, pues ya nos habían impedido permanecer en el teatro del Distrito Federal cuando estábamos consiguiendo taquillas que rebasaban el 90 por ciento de su capacidad. Pero quizá esto obedeció a un designio del destino (que estaba obviamente de nuestra parte) pues apenas tres meses después, en septiembre, un inclemente terremoto derribó innumerables edificios de la Ciudad de México entre los cuales se encontraban aquellos Televiteatros.