Valentín Pimpstein era uno de los productores de mayor renombre en Televisa, aparte de que intervenía en muchos otros aspectos de la organización. Fue él quien un día me invitó a cenar a su casa, a la que acudí acompañado por mi hija Graciela, que entonces tenía poco más de veinte años. Ahí me fue presentado alguien a quien habría de tratar más de una vez: Fabián Arnaud, productor de cine.
—Televisa —me dijo Valentín— se dispone a iniciar la producción cinematográfica, actividad que estará encabezada por Fabián.
—Y yo creo —añadió éste— que la primera película que hagamos deberá ser estelarizada por ti.
La noticia me dejó mudo por la sorpresa. Y más cuando me dijeron que yo escogería el argumento de la película (preferentemente escribiéndolo yo mismo), al igual que el elenco, el director y todo lo que considerara pertinente al respecto.
Y no recuerdo si fue Fabián o Valentín quien me preguntó:
—¿Qué crees que sea más conveniente: El Chapulín Colorado o El Chavo del Ocho?
—Ninguno de los dos —respondí al instante, causando el natural desconcierto de ambos. Mi decisión era, seguramente, producto de un acto intuitivo. Algo que me señalaba veladamente que ninguno de mis dos personajes era adecuado para la pantalla grande, pero fue hasta algún tiempo después cuando pude encontrar una explicación razonada para esta intuición.
Con respecto al Chavo, comenzaba por la limitación que imponía su escenario natural (la vecindad), escenario al que estaba acostumbrado el público de la televisión y del cual no sería fácil evadirse. Estaba también la dificultad de encontrar un argumento que fuera representativo de la serie, pero sin repetir lo que ya había mostrado la pantalla chica. Finalmente, me resultaba grotesco imaginar mi rostro proyectado en el enorme tamaño que acostumbra el cine. Es verdad que yo nunca había pretendido hacer creer que era un niño; que mi objetivo (supongo que bien logrado) había sido que el público aceptara que era un adulto representando a un niño. Pero entonces yo ya tenía 48 años (tenía 42 la primera vez que caractericé al Chavo). Y a pesar de que conservaba la agilidad necesaria, las arrugas harían poco menos que imposibles los acercamientos de la cámara. En lo referente al Chapulín Colorado, el cine exigiría trucos mucho más espectaculares que los presentados en la serie de televisión. Pero en el cine esto representaba (y sigue representando) un costo prohibitivo para las películas mexicanas. Se pueden invertir muchos millones en Hollywood, pero no en México. Por otra parte, la misma intuición me decía que al público no le agradaría pagar un boleto en el cine para ver más o menos lo que podía ver gratuitamente en televisión. Y mi intuición acertó en esto, como lo comprobarían después las películas de otros actores de televisión, que después de un inicio altamente prometedor terminaron por no ser atractivas para la gente que decía: «Eso lo puedo ver en el televisor de mi casa».
De cualquier manera, tenía que pensar muy a fondo acerca del argumento que debería tener esa mi primera película. Y tuve la suerte de recordar que mi pasión deportiva, el fútbol, era también la pasión deportiva de mucha gente. Entonces me fue fácil escribir el argumento de El Chanfle. E igual de fácil me resultó conformar el elenco con todos los actores de mi grupo, pero en papeles que no tenían nada que ver con los que desempeñaban en televisión. Yo representaba a un aguador del Club América de fútbol, apodado El Chanfle; Florinda hacía el papel de mi esposa; Rubén Aguirre era el presidente del equipo, cuyo director técnico estaba representado por Ramón Valdés; Carlos Villagrán era uno de los futbolistas; Edgar Vivar era el médico del club y María Antonieta era la secretaria del mismo. El Chato Padilla y Angelines Fernández formaban un matrimonio ajeno al equipo.
La trama del argumento estaba enmarcada en el mundo del fútbol profesional, pero diseñada abiertamente para hacer una apología de la honradez, virtud que tenía como representante a mi personaje. El antagonismo estaba a cargo del técnico, cuyas tácticas futbolísticas parecían extraídas del más acreditado manual de picardía, pues su meta era la consecución de un objetivo sin importar los medios de que se valía para alcanzarlo. «Hay que evitar que el otro equipo nos anote un gol; si para ello tenemos que romper la pierna de un contrario, pues qué mala suerte, ¿no?».
El humilde aguador, en cambio, era capaz de desobedecer al técnico cuando éste le ordenaba que entrara al campo para interrumpir tramposamente el juego. «¡Es que debemos cortarles el ritmo!», exclamaba el técnico. «Pero eso sería antideportivo», razonaba el Chanfle, quien luego llegaba al extremo de protestar contra el árbitro (interpretado por el famoso árbitro profesional Arturo Yamasaky) cuando éste marcaba un penal a favor de su equipo. «¡Pero si el penal es a favor de tu propio equipo!», explicaba el árbitro. «Pero nadie tocó a nuestro jugador; él se dejó caer intencionalmente. Y él mismo acaba por confesarlo», informaba el Chanfle. Réplica inútil: el árbitro siempre tiene la razón.
La honradez del aguador se extendía a todos los ámbitos. Por ejemplo: declararse culpable cuando su carcachita había chocado contra un carro que estaba estacionado… y buscar al dueño de éste para pagarle por el desperfecto causado. ¡Pero quién podía haberse imaginado que estos ejemplos llegarían a convertirse precisamente en el blanco de las críticas desfavorables para la película!
—Eso es ridículo —escribía un crítico—. No hay en el mundo una sola persona que actúe de esa manera.
—He conocido idiotas —escribía otro—, pero como el tal Chanfle, ninguno.
—¿Dónde van a encontrar un público que se trague semejante ridiculez?
No llegué a leer, en cambio, comentarios acerca de la actuación, la dirección, la fotografía, la iluminación, el ritmo, la edición, etcétera. ¡Lástima!, porque nos habría sido muy útil.
En cambio habíamos contado con el invaluable apoyo de Emilio Azcárraga Milmo y de Guillermo Cañedo, quienes pusieron a mi disposición el Estadio Azteca, el Centro de Capacitación Futbolística, uniformes y servicios del Club América, etcétera. Para dirigir la película escogí al director de cámaras de mi programa, Enrique Segoviano, quien con este trabajo debutaba como realizador cinematográfico. Y, al igual que en TV, su trabajo fue sobresaliente.
Tiempo después recibí una sorpresa más que agradable:
—¿De casualidad has pasado esta tarde por la esquina de Insurgentes y Baja California?
Era Valentín Pimpstein quien me hacía esa pregunta por teléfono.
—No —respondí con el natural desconcierto que me provocaba dicha pregunta—. ¿Por qué?
—Porque ahí está uno de los cines donde hoy se estrenó El Chanfle, y el tránsito está interrumpido por la multitud que acudió al estreno.
El fenómeno se produjo en muchísimos otros cines, tanto del Distrito Federal como del interior de la República, lo cual hizo que El Chanfle rompiera todos los récords de taquilla existentes hasta el momento. Además, tiene el privilegio de ser la primera película que obtenía mayores ingresos que los producidos por la cinta de Cantinflas exhibida en el mismo año.
Luego, con esta constancia de que en el cine encontrarían algo diferente a lo que veían en televisión, el público acudió también en forma masiva a las siguientes películas que hice.
La compañía Polygram me buscó con la intención de hacer algo que a mí no me había pasado por la cabeza: grabar un disco. En dicha oferta yo veía un lado positivo y otro negativo. Lo positivo era la oportunidad de dar a conocer algunas de las composiciones musicales que había hecho; y lo negativo era que a la compañía le interesaba que fuera yo mismo quien cantara, ignorando que el canto es un arte que jamás he podido dominar. Dije esto sin pretensiones de falsa humildad, pues en cambio aceptaba que mis composiciones no eran malas. Pero luego, ante la insistencia de la disquera, dije que aceptaba con una condición: que mis compañeros también intervinieran cantando, lo que aceptaron inmediatamente. Medida inteligente, pues entre los compañeros había algunos que sí cantaban muy bien, como era el caso de Rubén Aguirre, Edgar Vivar, Ramón Valdés y, destacadamente, Florinda Meza. Ella tenía (y sigue teniendo) una excelente voz, con un registro amplísimo, una sensibilidad fuera de serie y una experiencia sustentada por muchas clases de solfeo y canto.
Di la noticia a los integrantes del grupo, quienes manifestaron un gran entusiasmo por el proyecto, con excepción de Carlos Villagrán, quien nos dijo que él ya tenía una oferta similar (y personal) por parte de otra compañía disquera. Esta falta de integración parecía ir en contra del interés general, pero yo terminé por dar mi consentimiento.
Nos dedicamos entonces a la producción de un LP, para lo cual hacía falta algo muy importante: canciones. Porque la idea era que todas las canciones fueran composiciones mías, pero la mayoría de las que ya tenía, abordaban temas que no eran adecuados para el grupo. Aquí debo hacer una aclaración: cuando uso el término «temas» lo hago con su acepción original; la que dice que el término se refiere a un «asunto», «materia», «idea», etcétera, y no como algunos lo usan ahora, convirtiéndolo en sinónimo de «canción». Un disco, dicen, contiene 10 temas, lo cual es absolutamente falso; contiene 10 canciones y, muy probablemente, un sólo tema: el amor, por ejemplo.
De cualquier modo, la solución al problema que se presentaba era la más obvia: había que componer otras canciones hasta completar las 10 que integrarían el disco. Y eso fue lo que hice.
Este primer disco fue un éxito sensacional, lo que luego se tradujo en un premio por la venta masiva. En todas las estaciones de radio se oían mis canciones, entre las cuales destacaba «El Chapulín Colorado». (Actualmente, las grabaciones originales se venden como objeto de colección, a un costo que muchas veces equivale a multiplicar por 300 ó 400 su costo original).
Y lo mismo sucedió con otros dos discos que grabamos después, donde sobresalían las canciones referentes al Chavo; sobre todo destacó «¡Qué bonita vecindad!», canción que, cinco lustros después, aún se sigue vendiendo (a últimas fechas, por cierto, grabada por el famoso y eminente Kronos Quartet y con arreglos de Ricardo Gallardo, ese genio que dirige el Ensamble Tambuco).
• • •
¡Y sucedió durante una gira por el extranjero!
Habíamos llegado al hotel por la noche, después de haber efectuado una buena representación del espectáculo que llevábamos con el Chapulín Colorado y el Chavo del Ocho, de modo que el grupo mostraba esa sabrosa euforia, serena pero intensa, que suele presentarse al final de una jornada exitosa. Entonces, como acostumbrábamos hacer en situaciones semejantes, acudimos al restaurante bar del hotel para cenar y tomar una o dos copas, mientras la charla de sobremesa incluía, rutinariamente, comentarios acerca de la función, chistes, anécdotas, etcétera. Luego, también condicionado a una rutina, el grupo empezó a desintegrarse para dirigirse a las respectivas habitaciones, donde un sueño reparador pondría el broche de oro que cerraría la jornada. Poco después no quedaban ahí más que cuatro o cinco parejas que seguían bailando al compás de la música que brindaba el pequeño pero excelente conjunto musical del hotel… aparte de dos rezagados de nuestro grupo: «ella» y yo. «Ella» era, por supuesto, Florinda.
Ella y yo habíamos bailado en algunas ocasiones, pero esa vez yo sentía que las circunstancias del momento envolvían algo diferente, lo cual me impidió encontrar las palabras adecuadas para invitarla a bailar. Sin embargo, tras una pausa de mutuo silencio, decidí impulsivamente tomarla del brazo y conducirla a la pista. Florinda se dejó conducir sin hacer comentario alguno, pero fijando en mí una mirada que mezclaba sorpresa y docilidad. En la sorpresa se filtraba un atisbo de sonrisa; y la docilidad dejaba adivinar un mar de ternura.
Seguíamos sin pronunciar palabra cuando empezamos a bailar.
Música embriagadora; música excitante; música cómplice; música que me envolvió con su cadencia y me permitió tener a Florinda en una cercanía que rebasaba cualquier antecedente similar. Tanto, que no tardé en disfrutar la deliciosa suavidad de su mejilla apoyada en la mía, para sentir después que el rítmico roce de nuestros cuerpos se convertía en el más placentero y hechizante de los contactos… hasta que terminó la música y el maestro de ceremonias anunció que había llegado la hora de cerrar el local.
Sólo en ese momento se rompió el silencio entre Florinda y yo.
—Cuando estábamos aún con el grupo —me dijo ella— tú comentaste que tenías hambre… ¡y mucha hambre!, aclaraste. Pero cuando parecía que ibas a añadir algo, te quedaste callado repentinamente. ¿Recuerdas?
—Sí —contesté.
—¿Por qué? ¿Qué era lo que ibas a decir y que luego decidiste guardarlo?
—Era una tontería —dije con sinceridad—. Es que se habían hecho comentarios acerca de los muchos besos que nos dan las admiradoras, y yo comenté que en esta ocasión a mí no me tocó ninguno. ¡Y tenía que ser precisamente hoy, cuando estoy hambriento de besos!… Por eso dije que tenía mucha hambre.
Entonces volvió a reinar el silencio entre los dos. Un silencio cuya duración sería imposible calcular. ¿Un minuto? ¿Un siglo? No sé. Lo único que recuerdo (pero eso sí: con diáfana claridad) es la frase que interrumpió la pausa:
—Si quieres besar a alguien —me dijo Florinda—, ¿por qué no me besas a mí?
—¿…?
¡Y claro está que la besé!
Ese fue el inicio de un romance que perdura durante más de un cuarto de siglo (aparte de lo acumulado durante este y los años que faltan), todo ello alimentado con pasión, ternura, admiración, emoción y dicha.
Pero el siguiente paso representaba un inevitable trauma, pues no es cualquier cosa la ruptura de una unión como la de Graciela conmigo, que a pesar de las incompatibilidades, había perdurado por más de dos décadas. En el proceso hay un fiscal que actúa de manera implacable: el sentimiento de culpa. Ése que con cierto masoquismo hace que uno se considere como único responsable de lo acontecido, cuando la realidad señala que siempre hay que compartir la culpa. Pero la evidencia de esto sólo llega con el paso del tiempo, y mientras tanto, el remordimiento golpea de manera sistemática, a la vez que cuestiona: «¿Por qué hicieron mal las cosas? ¿Por qué permitieron que se fuera levantando ese muro infranqueable entre los dos? ¿Se han dado cuenta de que tienen hijos? ¿Qué culpa tienen ellos?». Etcétera, etcétera.
No obstante, después se analizan las circunstancias y de ahí surge una conclusión que es determinante: si la separación va acompañada por dolores y problemas, la unión forzada no haría más que acrecentar tales problemas y tales dolores, con el agravante de que los más perjudicados suelen ser precisamente los hijos. La solución de ruptura, por lo tanto, era la más razonable. Y para ello tomé la decisión de dejar en propiedad de Graciela todos los bienes raíces que teníamos, incluyendo las dos casas que habíamos construido, un buen número de terrenos, centenarios, el mejor de mis dos coches, todos los muebles…
No fue fácil, sin embargo, superar aquel lacerante sentimiento de culpa que mencioné líneas arriba, pues el proceso tuvo que ser lento, paciente y acompañado por actos que a veces eran de humildad y a veces de indulgencia, a lo cual hubo que añadir, el eventual hallazgo de cosas que marchaban bastante mejor de lo que se había augurado.
Luego, también de modo bastante lento, Florinda comenzó a ser aceptada por mis hijos, algunos más pronto que otros. Y puedo asegurar que esta aceptación ha alcanzado el grado de cariño.
Un día, a finales de 1977, Carlos Villagrán me había dicho que quería tratar conmigo un asunto muy importante, para lo cual me citó en el Vip’s de Insurgentes y Altavista.
—Lo he estado pensando a fondo —me dijo cuando estuvimos ahí—, y he llegado a la conclusión de que ya es tiempo de que yo encabece mi propio espectáculo; para lo cual, claro, necesito separarme del grupo.
La decisión era de esperarse, pues las últimas giras por el extranjero, sobre todo en Chile y Venezuela, le habían dado a probar de manera sustanciosa las mieles de la fama. Es verdad que los méritos correspondían básicamente al trabajo realizado en conjunto, pero más de un espectador había acicateado su ego diciéndole que él era la piedra angular del edificio, de modo que su decisión era irrevocable. Y, de cualquier manera, yo pensé que lo asistía el lógico derecho de superación personal que tiene todo individuo, de modo que acepté su propuesta deseándole la mejor de las suertes.
—Pero es que yo quisiera seguir actuando como Quico —añadió—. O sea, hablando con los cachetes inflados y todo eso. De modo que me gustaría contar con tu autorización para hacerlo.
—Cuenta con ella —respondí.
Carlos no sólo me dio las gracias más sinceras por las oportunidades que yo le había brindado, sino que, además, me pidió que le diera los consejos que yo considerara pertinentes.
—Sólo te voy a dar uno —le dije—: Quico es un personaje que te puede dar grandes satisfacciones y los triunfos correspondientes, pero no te limites a él. El hablar con los cachetes inflados resulta muy gracioso, pero el exceso puede ser dañinamente empalagoso. Por lo tanto, dosifícalo; combínalo con otros personajes que tú mismo puedes crear.
—¡Así lo haré! —me dijo con entusiasmo—. ¡Y muchas gracias!
Un caluroso abrazo puso punto final al breve encuentro.
Pero creo que Carlos no siguió el consejo muy al pie de la letra que digamos.