Capítulo XII

Mientras tanto, el éxito del programa seguía extendiéndose en todos sentidos, lo que significó una larga cadena de contrataciones personales en multitud de lugares. El espectáculo se presentaba generalmente conformado por dos actos: el primero estaba a cargo de toda la vecindad del Chavo e incluía diálogos, acción, bailables y canciones, todo armado en derredor de una trama que simulaba la actuación espontánea e improvisada de un grupo de vecinos del barrio en que vivían. En este contexto, los niños supuestamente se equivocaban mientras los adultos intentaban encubrir los errores. Pero la verdad era que todo había sido profusamente planeado y ensayado, de modo que fueron muy eventuales las improvisaciones. Y lo mismo se puede decir del segundo acto, protagonizado por el Chapulín Colorado y acompañado también por todo el elenco. El desenlace fue invariablemente premiado por los más idos y afectuosos aplausos

Ni siquiera con estos antecedentes nos imaginábamos la magnitud del éxito que nos esperaba en los países que habríamos de visitar posteriormente que, con excepción de Cuba, fueron todos los países de Hispanoamérica. También fuimos a muchas ciudades de Estados Unidos, lo que amerita la narración de un par de anécdotas.

Para poder cruzar por primera vez la frontera norte, tuvimos que solicitar una visa de trabajo en la embajada respectiva, de modo que acudimos a ella después de haber llenado los papeles correspondientes. Y todo el trámite había transcurrido sin problema alguno hasta que llegó el turno de quien comandaba a todo el grupo: yo.

Me tocó una ventanilla que estaba a cargo de una dama que, después de haber revisado mis papeles, señaló que yo no había llenado el renglón referente a tarjetas de crédito, y me preguntó la causa de tal omisión.

—Es que yo no tengo ninguna tarjeta de crédito —respondí.

—Pues entonces no le puedo dar una visa de trabajo —dijo ella hablando en spanglish. Pero le entendí. E igualmente entendí cuando me explicó la razón por la cual me negaba la visa: el carecer de tarjetas de crédito significaba que yo era un «mojado» potencial que trataría de permanecer en su país para buscar un trabajo de manera clandestina. Y de nada sirvió que yo argumentara que en México yo tenía un trabajo seguro que me permitía vivir decorosamente, y que si carecía de tarjetas de crédito se debía simplemente a que yo prefería pagar todo en efectivo. (Lo que en aquellos tiempos era más que común en nuestro país). Y, por si fuera poco, daba la casualidad de que esa semana la exitosa revista TeleGuía llevaba en su portada una fotografía del Chapulín Colorado; y también se dio la casualidad de que un muchacho que iba a nuestro servicio (al cual ya le habían otorgado su visa) traía un ejemplar de la revista en el bolsillo, de modo que me la pasó y yo la mostré a la cónsul, presumiendo: «This is me». Pero tampoco sirvió para nada, pues después de mirar la revista con un gesto de desprecio, me dijo tajantemente: «I’m not going to give you any visa» (o algo así).

Entonces mi hermano Horacio me tuvo que calmar, pues con total imprudencia me puse a despotricar:

—¡Con razón están perdiendo las guerras! (eran los tiempos en que estaban saliendo de Vietnam con síntomas de estreñimiento).

Por fortuna, en ese momento llegó una señora de mayor jerarquía que nos reconoció y nos preguntó si teníamos algún problema. Le explicamos lo que sucedía, y ella nos invitó con toda amabilidad a acudir a su oficina, donde se encargó personalmente de expedir mi visa de trabajo.

La otra anécdota se refiere a una ocasión en que viajaba yo solo rumbo a Los Ángeles, donde debía grabar una entrada con efectos especiales para mi programa. Ahí debía reunirme con Florinda y Carmelita Ochoa, quienes habían llegado antes.

Al arribar al aeropuerto de dicha ciudad yo tuve la tonta ocurrencia de hacer una broma, para lo cual me formé en una fila en cuya ventanilla había un letrero que decía claramente: «American Citizens». Ahí mostré mi pasaporte y la visa, lo cual motivó una mirada que significaba enojo, recelo, desconcierto o todo ello junto, al tiempo que se acercó un «hispano» que llegaba en mi auxilio después de haberme reconocido. Entonces permití que éste me ayudara, simulando que yo no entendía ni media palabra de inglés, a pesar de que sí lo hablaba y lo entendía medianamente. Pero aquí transcribo todo en español:

—Ellos preguntan —me dijo el amable hispano— que si no sabías que esta ventanilla es únicamente para ciudadanos americanos.

—Sí —respondí. Y añadí señalando el letrero—: Ahí lo dice.

—Pero tú no eres americano.

—¡Cómo de que no! —repliqué—. Nací en México: que está en América.

—Ellos se refieren a la nacionalidad de norteamericano.

—¡Por eso! —insistí—: México está en Norteamérica.

Pensaba seguir más o menos en el mismo tenor, pero me di cuenta de que ya les estaba empezando a caer en la mera… Bueno, el caso es que desistí, ofrecí una disculpa y me formé en la fila que me correspondía.

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Volviendo a Latinoamérica, la experiencia no podía haber sido mejor. En Santiago de Chile, por ejemplo, la gente formó una valla ininterrumpida desde el aeropuerto hasta el hotel donde nos instalamos (algo así como 17 kilómetros de valla humana). Luego, para ver el espectáculo, se estableció un récord que aún persiste en el Estadio Nacional de Santiago, con capacidad para 80 000 espectadores, donde se dieron dos funciones el mismo día. Y fue tan grande el éxito que se obtuvo en toda la República de Chile, que el empresario Leonardo Shults contrató un enorme jet particular para que, de manera exclusiva, se ocupara de trasladar al grupo de ciudad en ciudad. (Con las imágenes del Chapulín y el Chavo pintadas en los costados del avión, tal como habían pintado a Charlie Brown y Snoopy en los aviones de guerra norteamericanos). Y en la famosa Quinta Vergara, escenario de los festivales de Viña del Mar, la asistencia fue tan copiosa que gran parte del público se tuvo que instalar en las montañas aledañas al local.

Por cierto, mientras hacíamos este recorrido triunfal, todos pensábamos que tales éxitos serían ampliamente comentados por la prensa mexicana. Y sí: sí hubo comentarios, pero con características que me exigen regresar unos cuatro años en la historia.

En septiembre de 1973, un ataque sorpresivo a la sede del gobierno chileno provocó la caída de éste y el suicidio de quien lo encabezaba: el presidente Salvador Allende. El golpe de estado había sido obra de las poderosas fuerzas militares del país, encabezadas por el general Augusto Pinochet, quien, por cierto, llevaba entonces poco tiempo de haber ascendido al primer lugar de la jerarquía castrense por designio… del presidente Salvador Allende. (Entre paréntesis, me parecía imposible evitar la comparación de lo sucedido en México cuando Francisco I Madero otorgó el mando de sus tropas al general Victoriano Huerta, apenas unos días antes de que éste encabezara el golpe de Estado y el magnicidio que lo llevarían a la presidencia). Regresemos a Chile.

Tiempo después empezaron a esparcirse noticias que detallaban los inhumanos procedimientos de que se valían los nuevos gobernantes para asegurarse el dominio absoluto de la nación; entre estos procedimientos destacaban la tortura la eliminación de quien pareciera dar señales de inconformidad. No obstante, estas noticias se esparcían en lejanos países extranjeros mucho antes que en el propio territorio chileno. (Si especifico lo de «lejanos» es simplemente por señalar que un país «cercano» a Chile, como lo es Argentina, también ocultaba noticias al respecto, ya que entonces el gobierno de Buenos Aires ostentaba igualmente el carácter de dictadura castrense). Y aún cuatro años después —cuando nosotros estábamos ahí en gira de trabajo—, la información seguía sin alcanzar a la mayoría de los chilenos.

Regreso, por lo tanto, a lo que empecé a narrar varios párrafos atrás, donde me preguntaba si la prensa mexicana había hecho comentarios acerca de la exitosísima gira que estábamos realizando en Chile. Y ya dije que sí hubo comentarios al respecto, pero me falta añadir que la mayoría tenía el carácter de implacable reclamo:

—¡Despiadados! —nos decían—. ¡Cómo se han atrevido a hacer payasadas en el terreno que sirvió de infamante prisión a las víctimas del sangriento golpe de Estado! («Hacer payasadas» significaba presentar el espectáculo; y el «terreno» era el Estadio Nacional de Santiago). ¡Cómo han cometido la ignominia de enlodar la memoria de los miles de inocentes que fueron vejados ahí! ¡Pero, claro: con dinero baila el perro! Es decir: lo más seguro es que hasta se hayan atrevido a cobrar por su actuación (sic).

Es obvio que, para comenzar, ninguno de nosotros recordaba que el estadio hubiera sido alguna vez usado como «campo de concentración» o cosa semejante; y para terminar, también es obvio que, de haberlo recordado, de todos modos habríamos trabajado ahí. De lo contrario, ningún actor debería presentarse a trabajar en el Zócalo de México, por poner un ejemplo, «enlodando la memoria de todos los que fueron asesinados ahí durante la Decena Trágica».

De cualquier manera, el éxito obtenido en el Estadio de Santiago fue algo más que inolvidable. Y es que, cómo olvidar la prolongadísima ovación que nos brindaban mientras dábamos la «vuelta olímpica» (lo cual tuvimos que hacer dos veces) aun a costa de terminar resoplando de agotamiento. ¡Pero valía la pena! ¿No?

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Del Luna Park, enorme y legendario auditorio de Buenos Aires, se decía que solamente lo podía llenar Carlos Monzón, el popular boxeador argentino, pero las presentaciones de nuestro grupo abarrotaron totalmente el local durante siete días consecutivos. Y ocho años después, cuando regresamos, el número de días con boletaje agotado aumentó de siete a nueve. Pero los llenos se daban por todo el país, independientemente de que los escenarios fueran estadios de fútbol como el de Mendoza, el del Talleres de Córdoba, el del Independiente en La Plata, etcétera. En este último, por cierto, se presentó un fenómeno que parece extraído de otro tipo de escenarios. Digamos que era algo que podía haber sido común durante una presentación de Los Beatles o de algún otro grupo que tuviera fama universal y que estuviera constituido por músicos o cantantes jóvenes, pero no por un grupo de actores más que adultos y que ya se encontraban en el polo opuesto de lo que podría ser el galán ideal para una adolescente. Porque lo que sucedía era que las jovencitas se desgañitaban para expresar su amor por nosotros, al tiempo que un buen número de ellas se desmayaban presas de la emoción, tal como sucedía con Los Beatles o Los Rolling Stones. Y las reacciones de este tipo alcanzaron más de una vez grados superiores, como las ocasiones en que algunas admiradoras se las ingeniaron para estar en nuestras habitaciones del hotel cuando regresábamos después de las funciones. Entonces teníamos que exigir mayor rigor a los encargados de seguridad del hotel; aunque esto representaba un dilema, pues si es verdad que teníamos derecho a la privacidad, también es verdad que los actores «se deben a su público»… sobre todo cuando el público está conformado por damiselas de agradable presencia… (en mi caso, el objetivo de las damiselas era un mito: quiero decir que a quien ellas buscaban era al Chavo o al Chapulín, y no a Roberto Gómez Bolaños).

Por otra parte, también debo exponer un par de consideraciones: una era que entonces se daba la coincidencia de que mis relaciones conyugales estaban cada vez más lejos de ser las adecuadas. Otra: que yo habría cambiado todas las aventuras por cualquier migaja de lo que seguía siendo mi sueño imposible. Digamos: por un beso de Florinda.

Y claro que durante las giras se dieron las más diversas experiencias, en todos y cada uno de los sitios que visitamos. En el aeropuerto de Lima, Perú, el ejército tuvo que acudir para desalojar (afortunadamente sin violencia) a las 50 000 personas que invadieron la pista después de haber derribado la valla protectora. En Caracas, Venezuela, se tuvieron que suspender carreras de caballos porque el hipódromo está en el mismo trayecto que conduce al Poliedro, auditorio donde se presentó nuestro grupo. En Honduras nos vimos precisados a hospedarnos en un lugar secreto (un motel) porque la multitud formó una masa infranqueable en la cercanías del hotel al que debíamos ir. En Nueva York llenamos a reventar el grandioso y legendario Madison Square Garden en toda su amplia capacidad. Como fueron igual mente abarrotados todos los locales en Colombia, Ecuador Uruguay, Puerto Rico, Panamá y, sin excepción alguna, todos los lugares donde nos presentamos.

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En cierta ocasión, tiempo atrás, yo había descubierto que mi hija mayor, Graciela, parecía ser víctima de un gran desasosiego. La situación llegó a preocuparme hondamente… hasta que me armé de valor para preguntarle la razón de ese estado de ánimo.

—Es que no me gusta la carrera que estoy estudiando —me dijo hecha un mar de lágrimas. Lo cual me hizo suspirar con profundo alivio.

—¿Eso es todo? —le pregunté sonriente.

—¿Te parece poco? —insistió aún con lágrimas que inundaban esos hermosísimos ojos que tiene—. Llevo años haciéndote gastar por los estudios que he llevado —añadió—, y ahora te salgo con que prefiero estudiar otra cosa.

Graciela había estudiado diseño (¿gráfico o industrial?, da lo mismo). Lo importante fue que para entonces se había dado cuenta de que le atraían mucho más las actividades relacionadas con la docencia, y quería encausarse por esa vía. Entonces yo la abracé con toda la ternura que pude, la llené de besos y le dije que estudiara lo que quisiera, sin que le importara el tiempo o el dinero que pensara, haber desperdiciado. Que lo que podría ser imperdonable sería el tomar un derrotero equivocado consciente de que no era lo que anhelaba.

—Es más —añadí—, si estudias lo que ahora quieres, y 15 minutos antes de graduarte caes en cuenta de que te conviene más estudiar otra cosa, deja aquello y empieza con lo otro.

No hubo necesidad de llegar a ese extremo. Graciela estudió docencia, y no sólo se graduó brillantemente, sino que añadió una maestría a sus estudios y extendió éstos al campo de la psicología, donde también se graduó de manera relevante.

Su vida particular, por cierto, también partió de buen puerto, pues se casó con «el amor de su vida», el destacado contador público y economista Raúl Pérez Ríos, con quien ha procreado a mis dos adorables nietas mayores: Ana Lorena y Valeria, bellísimas adolescentes que encabezan la lista de mis nietos, lista que está conformada, ni más ni menos, por «los 12 mejores nietos del mundo». Raúl es un hombre cabal, de los que ya no quedan muchos, que ha sabido destacar como profesionista y como ser humano de una enorme calidad moral. A esto hay que añadirle una gran simpatía personal y estupendas dotes para cantar, tocar la guitarra, organizar grupos musicales y muchas otras cualidades.

A propósito: sin que haya relación alguna con esa anécdota, no puedo evitar el recuerdo de una costumbre que de alguna manera puede interpretarse como consejo para otros padres.

Cuando estaba de visita el novio de alguna de mis hijas, yo hacía lo más prudente y recomendable que se debe hacer en esos casos: bajar por la escalera tosiendo fuertemente, de modo que uno anuncie con toda claridad la inminencia de su arribo. Es el método más adecuado para evitar sorpresas embarazosas, tanto para la pareja novio-hija, como para los padres de la joven. Y uso el término «joven» deliberadamente, pues cuando la hija ya no es joven, lo aconsejable es dejar que suceda lo que haga falta.

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En el Vaticano falleció el papa Paulo VI, cuyo lugar fue ocupado por el cardenal Albino Luciani, quien había sido Patriarca de Venecia y cuyo pontificado (como Juan Pablo I) duró solamente 34 días.

Luego sucedió algo más que imprevisto: la Silla del Santo Padre no fue ocupada por un italiano, sino por un extranjero, lo que no había sucedido desde hacía muchísimos años. El nuevo Papa era un cardenal polaco, Karol Wojtyla, que había sido arzobispo de Cracovia, Polonia. Adoptó el nombre de Juan Pablo II, en homenaje a su antecesor.

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La OTI (Organización de Televisión Iberoamericana) llevaba algún tiempo de efectuar festivales de música en los que competían compositores de todos los países que conformaban la organización. En cierta ocasión, la convocatoria fue lanzada cuando yo había compuesto una canción que, en mi opinión, tenía los atributos necesarios para participar en dicha competencia. Por lo tanto, me puse en contacto con Polygram, grabadora de discos, y les llevé una grabación rudimentaria (pero excelentemente cantada por Florinda). Y Polygram quedó interesada en mi proyecto.

Sin embargo, propusieron el cambio de algo que a mí me parecía inadecuado, pero que ellos consideraban necesario: que la canción, en vez de ser interpretada por Florinda, lo fuera por Dulce, con la cual tenían un contrato establecido. Yo no pude oponerme a esto. Así pues, mi canción entró a competir en el festival interpretada por Dulce (quien, además, también es una estupenda cantante, y realizó una excelente interpretación en el festival).

Mi canción se llamaba «Nacer», y durante la competencia tuve el gusto de constatar que el público le proporcionó el aplauso de mayor duración de todas las que se presentaron, como se puede comprobar con la grabación respectiva. Mi emoción se vio acrecentada por las muchas lágrimas que reflejaban la emotividad que había producido mi composición. Esto quizá pueda ser comprendido al conocer la letra de «Nacer», que transcribo a continuación:

Había un ser muy pequeño

en las entrañas de una mujer

que veía en su sueño

que habría de nacer.

Lo deseaba con tal frenesí

y con tanta ilusión lo esperaba

que llegó a soñar que cantaba

este canto que dice así:

Yo quiero ya nacer

y quiero conocer

el color

que tiene cada flor.

Yo quiero ya jugar

y el juego disfrutar

con otros niños

Ya quiero recorrer

los campos por doquier;

escuchar

mil pájaros cantar.

Ya quiero sonreír

y quiero recibir

muchos, cariños.

Pero alguien pensó de otro modo

y en un instante fatal decidió

que terminara todo

… y todo terminó.

Y ahora ya nunca podrá

conocer el color de las flores

ni escuchar pajarillos cantores

ni decir: «yo te quiero, mamá».

Yo quiero ya nacer (etcétera).

Todos esperábamos con ansiedad el resultado de la votación de los jueces. Y este resultado decía que de las 40 canciones que habían participado, la mía ocupaba el lugar número 37.

No obstante, al salir del teatro recibí muchas felicitaciones por parte del público. Y no sólo del público, pues también recibí la felicitación de quien había obtenido el primer lugar en el concurso: Napoleón, el excelente compositor e intérprete, quien me dijo con un derroche de generosidad que agradecí infinitamente:

—Tú canción es mejor que la mía.

También me topé con algunos miembros del jurado, entre los cuales destacaba una buena amiga mía: Lourdes Guerrero.

—¿De veras merecía mi canción una calificación tan baja como la que le dieron ustedes? —le pregunté a la estupenda periodista y comentarista de televisión. Lourdes me miró fijamente durante un lapso de tiempo, que quizá fue tan sólo de unos cuantos segundos, pero que a mí me pareció durar una eternidad. Luego me dio un beso en la mejilla y siguió su camino sin haber pronunciado una sola palabra.

Tiempo después, durante una cita que tuve con Miguel Alemán en su oficina de Televisa Chapultepec, éste me dijo:

—Aparte de lo que hemos tratado, quiero aprovechar para decirte algo más. Espero que me comprendas.

—Tú dirás —le respondí.

—Televisa no debía acudir al Festival de la OTI con una tesis acerca del aborto. Ni a favor ni en contra. ¿Me entiendes?

Lo entendí, por supuesto. Y no sólo eso; también caí en cuenta de que así debía haber sido. No habría sido leal aprovechar el escenario del festival como tribuna proselitista. Y salí después de agradecer a Miguel la honestidad que implicaba su revelación.

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Mi relación con Graciela se había ido deteriorando paulatinamente. Al igual que en la gran mayoría de los casos semejantes de otras parejas, la culpa debía ser repartida entre los dos; pero lo más probable es que a mí me correspondía el porcentaje mayor de dicha culpa, pues mientras ella cometía fallas de mediana dimensión, como carencia de apoyo o falta de interés, mis errores se extendían hasta el campo de la infidelidad. Durante las giras, como ya he dicho, éramos frecuentemente asediados por damas que no se conformaban con el recuerdo que representaba un autógrafo, sino que solicitaban un testimonio más íntimo.

Pero esto sucedía acompañado por una circunstancia especial: a raíz del nacimiento de mi sexta hija, y por sugerencia del ginecólogo de Graciela (y aceptada por mí), yo me había sometido a la vasectomía, de modo que estaba imposibilitado para embarazar a una mujer. Por otra parte, era la época en que las enfermedades venéreas habían sido prácticamente erradicadas por los antibióticos, al tiempo que aún estaba lejano el día en que aparecería la terrible amenaza del sida, situaciones que ponían en bandeja de plata las experiencias fuera de casa. Está claro que eso no era un justificante, pero también está claro que, aunado a las fallas mutuas mencionadas anteriormente, esas circunstancias van cavando una zanja entre los cónyuges, poco profunda en un principio, pero abismal finalmente. Por si fuera poco, así como yo me aburría en los círculos que frecuentaba Graciela, ella rechazaba los que conformaban mi mundo.

Al mismo tiempo, la esencia de Florinda me iba inundando cada vez más. Pero yo tenía que ahogar mi sentimiento en silencio, ya que mi condición de jefe seguía conformando el obstáculo infranqueable: la barrera ética que me impedía intentar cualquier aproximación que rebasara los límites de un trato decoroso y honesto (¿con tintes de galanteo? Es posible…).