Capítulo X

Rubén regresaría tiempo después, pero mientras tanto su ausencia significaba la adversidad del momento, ya que el personaje que él representaba (Lucas Tañeda) era insustituible por múltiples razones; la principal de éstas era el hecho de que el público se acostumbra a una imagen y le resulta muy difícil aceptar otra en sustitución de aquella. La solución, por lo tanto, no radicaba en sustituir al actor, sino en sustituir el sketch. Es decir: quitar a Los Chifladitos del programa y poner en su lugar algo diferente. ¿Pero cuál sería ese algo diferente? Porque me pasé dos o tres días (con sus respectivas noches) intentando encontrar la respuesta, pero ésta no llegaba. Entonces, agobiado por la premura del tiempo, decidí salir del paso por una semana, escribiendo un sketch de los que yo llamaba «sueltos», en razón de que no tenían continuidad temática temporal. Para esto utilicé material que me había sobrado de otro sketch suelto que había hecho algunas semanas antes, el cual se había referido a un niño pobre que andaba por un parque público y tenía un breve altercado con un vendedor de globos. El niño había sido representado por mí y el vendedor de globos por Ramón Valdés. El resultado no sólo fue aceptable sino que, además, me volvió a sobrar material. Y mientras seguía cavilando, repetí la receta: usé el material sobrante para escribir algo de ambiente similar. Esta vez el resultado fue algo más que aceptable, y no se hicieron esperar los comentarios a favor. Hasta que un par de semanas después bauticé al personaje con el nombre que habría de ser conocido en muchas partes del mundo, rivalizando en popularidad con el Chapulín Colorado (y, en más de un aspecto, inclusive superándolo): el Chavo.

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Jamás pretendí que el público pensara que yo era un niño. Lo único que buscaba era que aceptara que yo era un adulto que estaba interpretando el papel de un niño. El reto no era sencillo, ya que las características del personaje diferían sustancialmente de las que habían distinguido a quienes habían hecho algo semejante. Porque todos (o al menos casi todos) han sido variantes diversas del clásico Pepito, cuya gracia radica precisamente en que es un niño, pero que actúa con la picardía propia del adulto, mientras que el Chavo era el mejor ejemplo de la inocencia y la ingenuidad: la inocencia y la ingenuidad propias de un niño. Y lo más probable es que esa característica haya sido la que generó el gran cariño que el público llegó a sentir por el Chavo; cariño que no sólo se reflejaba en los aplausos, las sonrisas y los comentarios de la gente, pues a todo eso hay que añadir a los cientos de personas (niños y adultos) que se acercaban para dejar en el escenario «una torta de jamón», un par de zapatos, juguetes, etcétera; al tiempo que repetían cotidianamente las expresiones usadas en los programas, como: «Fue sin querer queriendo», «Se me chispotió», «Bueno, pero no te enojes», «¡eso eso eso!», «¡Cállate, cállate, que me desesperas!», «¡Chusma, chusma!», «¡Tenía que ser el Chavo del Ocho!», etcétera.

A decir verdad, ese cariño del público fue también un obsequio para todos los actores que tuve a mi lado, los que llegaron a conformar el grupo de comedia más famoso en todo el mundo de habla hispana. Sin embargo, para alcanzar esa fama se tuvieron que aglutinar varias circunstancias, entre las cuales hay que destacar la selección de los actores que habrían de acompañarme. Había tres que ya formaban parte de mi equipo desde Sábados de la Fortuna: Rubén Aguirre, Ramón Valdés y María Antonieta de las Nieves.

Ya mencioné a Rubén y las circunstancias en que lo conocí, pero debo añadir que aparte de sus facultades como actor tenía características físicas que lo hacían inmejorable como compañero de trabajo, tales como su voz gruesa y segura (había sido locutor y cronista taurino) y su elevada estatura (1.92 metros), que lo convertían en contraparte ideal del Chapulín Colorado, razón por la cual fue el más reconocido de los «villanos» a los que se enfrentaba el héroe. Es, además, ventrílocuo y estupendo animador.

También narré ya el episodio de la partida de Rubén para trabajar en «la competencia». (Canal 2) y que en aquella ocasión le prometí que si alguna vez quisiera regresar, las puertas del programa estarían abiertas para él. Pues bien, eso fue lo que sucedió no mucho tiempo después, de modo que tuvo fácil acomodo en el entorno del Chavo, interpretando magistralmente al profesor Jirafales, el riguroso maestro de escuela que sufre por las travesuras de los niños, pero que siempre termina soportándolas con la bondad y el estoicismo que caracterizaba a aquellos auténticos apóstoles de la docencia. Su máximo enojo terminaba con la exclamación que se hizo famosa: «¡Ta ta ta ta ta!». El Profesor Jirafales y Doña Florinda estaban mutuamente enamorados y mantenían un romance chapado a la antigua que inundaba de miel las pantallas de los televisores.

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Dos años antes había tenido la suerte de contar con Ramón Valdés como compañero de actuación, en una película que se llamaba El cuerpazo del delito, conformada por tres episodios independientes entre sí. Ramón y yo trabajamos en uno que estaba encabezado por Mauricio Garcés, Angélica María y Pepe Gálvez, y me la pasé de maravilla durante el rodaje. Por un lado, el trío de estrellas desparramaba simpatía, calidad histriónica y algo que no se ve con demasiada frecuencia: compañerismo, ausencia total del «estrellismo» de que suelen hacer gala los actores consagrados. Y, por otro lado, ahí fue donde tuve la oportunidad de evaluar la gracia sin igual de Ramón Valdés. Ese fue, por tanto, el antecedente que me llevó a seleccionarlo para conformar el elenco de mi programa. Y fue él quien interpretó a Ron Damón (Don Ramón) uno de los más agraciados personajes que rodeaban al Chavo. Hacía el papel de uno de esos tipos que ocultan sus múltiples insuficiencias tras una mampara de arrolladora simpatía. Era holgazán, inculto, comodino, etcétera, pero poseedor de esa gracia natural que identifica al pícaro, y de ese ingenio que invariablemente lo ayudaba a salir del peor de los atolladeros. Por ejemplo: jamás pagaba la renta de la vivienda que ocupaba en la modesta vecindad, al lado de su hija, la Chilindrina.

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María Antonieta de las Nieves, como ya dije, entró a formar parte de la Mesa Cuadrada en sustitución de Bárbara Ramson. Cuando llegó dijo que haría ese papel temporalmente, mientras yo conseguía a otra actriz que entrara en su lugar, pues aseguró que lo suyo era la tragedia y no la comedia. Sin embargo, después de verla actuar, yo le hice notar que tenía la calidad más que suficiente para hacer comedia, ya que los papeles trágicos los hace cualquiera. A ella le extrañó aquello que parecía una especie de reto, pero tomó el toro por los cuernos. Poco después, reconoció que no cambiaría su posición por nada en el mundo. Y ahí fue donde alcanzó la cúspide de la fama con su inigualable caracterización de la Chilindrina, personaje que la lanzó a los más altos estratos de popularidad.

Diseñé a la Chilindrina como una niña que tendría tantas o más pecas que el Chavo, a modo de constituir un lazo de identificación entre ambos; pero ella sería traviesa a más no poder (chimuela, como suelen ser los niños traviesos debido a que su hiperactividad los induce a correr riesgos) y mucho más inteligente que él (con el uso de anteojos que ha llegado a ser paradigmático de los niños inteligentes). La Chilindrina figuraba como la hija de Don Ramón y de la esposa de éste que, según se mencionaba en el transcurso de la serie, había fallecido al dar a luz a la niña. Ésta dejaba ver que había heredado la picardía de su padre, aunque la manifestaba adecuándola al contexto infantil que le correspondía. Estaba ingenuamente enamorada del Chavo, y era quien generalmente se encargaba de urdir y encabezar las múltiples travesuras que llevaba a cabo en compañía de los niños de la vecindad y de la escuela.

María Antonieta representaba también, aunque con poca frecuencia, el papel de su propia bisabuela, Doña Nieves, una viejecita que reunía todos los defectos de Don Ramón, su hijo, a los que añadía una actitud de abuso sin barreras ni restricciones. Para poder interpretar tan diversos papeles, María Antonieta no sólo contaba con su gran calidad de actriz, sino que a esto añadía una vasta experiencia en el campo del doblaje, actividad en la que había alcanzado una sobresaliente reputación. Esto le permitía lo mismo hablar con voz de niña que con voz de anciana, con gran facilidad.

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Por aquellos días hubo una ocasión en que, para llegar al foro donde se grabaría mi programa, se cruzaba por el escenario de otro programa humorístico que se llamaba La Media Naranja, cuya figura principal era el gran comediante Fernando Luján, y cuyo escritor era su primo, el estupendo Toño Monzel. Y en cierta ocasión, al pasar por ahí, me llamó la atención una actriz que en ese momento realizaba un monólogo, con la caracterización de una de esas mujeres que esparcen chismes mientras lavan la ropa en el patio de una vecindad. Me impresionó lo bien que lo hacía. Luego seguí mi camino hasta llegar a mi foro, donde me encontré con Lalo Alatorre, director de cámaras de mi programa y estupendo amigo, quien me dijo:

—Oye: estoy buscando a alguna actriz que reúna muchas facultades y algunas características —y las enumeró antes de proseguir—: ¿Conoces a alguien así?

—Sí —respondí al instante.

—¿Quién es?

—No tengo ni la menor idea, pero ahora mismo te la enseño. Sígueme.

Regresamos al foro de La Media Naranja y, señalando a la actriz que hacía el monólogo, le dije a Lalo:

—Ahí la tienes.

—¡Estupenda! —exclamó Lalo después de haberla visto y escuchado.

—¡Más que estupenda! —dije yo exhalando un suspiro.

—Quiero decir: como actriz.

—Ah, sí: por supuesto.

Así fue como Lalo contrató a Florinda Meza García. Y poco después fue contratada también para hacer un papel en mi programa, donde realizó una actuación que me dejó más que satisfecho… Y su presencia me dejó más que impresionado aun antes de saber que tenía un caudal extra de cualidades, entre las que destacaba un talento excepcional para cantar, bailar, escribir, producir, etcétera, todo acompañado de una disciplina y un esfuerzo que pronto la harían sobresalir en cualquier cosa que emprendiera. En aquellos momentos, yo tampoco sabía lo mucho que significaría en mi futuro; pero fue entonces cuando empecé a transitar por el sendero que me conduciría al privilegiado destino llamado Florinda Meza.

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Antes de eso, Florinda había tenido que enfrentarse a mil obstáculos y contratiempos. Nacida en Juchipila, Zacatecas, el 8 de febrero de 1949, era la mayor de los tres hijos sobrevivientes de Héctor Meza Solano y Emilia García Valero, matrimonio que luego quedó desintegrado, con consecuencias directas para la prole, constituida por Florinda, Héctor y Esther. Los últimos habían nacido circunstancialmente en Estados Unidos, donde permanecieron durante algún tiempo, mientras Florinda quedaba en México al resguardo de varios parientes, entre los que destacaron sus abuelos paternos: Hipólito Meza y Lucía Solano.

Don Hipólito era hacendado y médico. Aunque quizá sería más apropiado decir que era médico antes que cualquier otra cosa, pues fue esa actividad la que hizo de él uno de los hombres más queridos y respetados de la región. Pero, simultáneamente, era su capacidad de hacendado la que aportaba lo necesario para solventar los gastos que exigía su apostolado médico, ya que la mayoría de sus pacientes eran los muchos pobres que había en la región. Paralelamente ejercía una actividad cívica que lo inducía a apoyar causas justas y a denunciar las injustas. Y fueron precisamente sus valientes denuncias las que lo llevaron a padecer el encierro en las húmedas y sórdidas mazmorras de La Loba, lóbrego recinto carcelario donde su salud sufrió el consecuente quebrantamiento, mismo que terminó por llevarlo a la sepultura. Había sido encerrado por órdenes del intocable cacique de la región, Leobardo Reynoso, quien, por cierto, siguió después viviendo largos y apacibles años al amparo de su también intocable partido político; amparo que además, fue suficiente para que, a pesar de su analfabetismo, fuera nombrado embajador en Bélgica.

A Florinda le quedó su abuela, con la cual, creo yo, llegó a establecer algo así como una relación simbiótica. Porque doña Lucía fue para Florinda la madre que ya no tenía a su lado, mientras que para la señora, Florinda era ese «alguien por quién vivir» que tanto suele necesitar la gente. Es decir: la niña había pasado a ocupar el centro de atención que había sido su querido esposo. No sé qué tan acertada sea esta apreciación, pero de lo que sí estoy seguro, es de que su abuela sigue y seguirá teniendo siempre un lugar privilegiado en la memoria de Florinda.

Ella dio una demostración más de seguridad y profesionalismo cuando aceptó hacer el papel de doña Florinda en los episodios del Chavo, pues la caracterización exigía que se sacrificaran sus encantos personales en pro de dar la apariencia de una mujer de más edad y que estaba muy lejos de cuidar su arreglo personal. Su actuación incluía, además, que su rostro irradiara toda la ternura y toda la dulzura que pueden anidar en el interior de una mujer enamorada, pero sin menoscabo del rigor con el que maquillaje y vestuario acentuaban su edad y su desarreglo personal. Esto, que sucedía cada vez que se encontraba con el profesor Jirafales, era un verdadero alarde de facultades histriónicas. Y con la misma capacidad interpretó después a la Popis, la bobalicona sobrina de doña Florinda, apareciendo en no pocas ocasiones al lado de su tía, lo cual provocaba que más de un espectador pensara que se trataba de dos actrices diferentes, pues era un recurso muy poco común con la tecnología de aquella época. Y otra característica de doña Florinda era la forma desmesurada y sin límites con que consentía a su hijo Quico.

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Carlos Villagrán hacía pequeños papeles en un programa que animaba Rubén Aguirre, pero yo no había tenido oportunidad de verlo. Sin embargo, lo conocí en una fiesta particular en casa de Rubén, donde éste y Carlos representaron un sketch en el que hacían los papeles de un ventrílocuo y su muñeco, que me hizo reír a más no poder. Carlos, en el papel del muñeco llamado Pirolo, hablaba con los cachetes inflados, lo cual le daba un aspecto abiertamente caricaturesco que favorecía ampliamente la comicidad del número. Esto me hizo recordar una de las causas de risa que destaca Henri Bergson en su excelente estudio: «Son frecuentes causantes de risa —dice el eminente filósofo y literato— la humanización de lo mecánico y la mecanización de lo humano». Era lo que estaba haciendo Pirolo (sin habérselo propuesto): aplicar la última parte del concepto bergsoniano: la mecanización de lo humano. Tanto, que Bergson incluye precisamente un ejemplo como éste cuando expone su razonamiento: «Los movimientos mecanizados de una persona nos hacen reír en cuanto nos hacen recordar la rigidez de un mecanismo o la producción en serie de títeres, muñecos, etcétera». Entonces me hice una pregunta: ¿qué tal funcionaría un niño con estas características como contraparte del Chavo? Al decir contraparte me refiero al hecho de que tal niño sería rico (en comparación con el Chavo), caprichoso, testarudo, consentido, envidioso, etcétera. Mi respuesta fue el diseño completo del personaje, al que puse como nombre Federico (Fede «rico»), pero que sería llamado por el cariñoso apodo de Quico. Su ubicación en la vecindad requería la presencia de un familiar adulto, lo que me llevó a diseñar el personaje de una mamá cuya conducta justificara lo consentido, caprichoso y demás características del niño, entonces inmediatamente pensé en Florinda, quien no tuvo empacho en llevar su propio nombre, que a mí me parecía adecuado si iba precedido por el clásico «doña», que representa un cierto nivel social. Y muy pronto se hicieron famosas las frases reiterativas de ambos personajes: «Vámonos, Quico; no te juntes con esa chusma»; «¡Chusma, chusma!»; «¡Cállate, cállate, cállate, que me desesperas!», etcétera.

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Yo había confiado el papel de dueño de la vecindad a un actor que tenía capacidad histriónica, pero que no era el ideal para representar a dicho personaje. Entonces se acercó un buen amigo mío (Nacho Brambila) y me dijo:

—Yo conozco a un actor que es excelente y que muy bien podría encarnar a ese personaje. ¿Quieres que te lo mande para que le hagas una prueba?

Y así fue como tuve el primer contacto con ese magnífico histrión que se llama Edgar Vivar, un actor cuyo peso físico (que es mucho) queda muy por abajo de su peso artístico. Con lo cual quiero decir que Edgar tiene una enorme calidad histriónica, misma que lo ha llevado a desempeñar toda clase de papeles, de tragedia, comedia o lo que sea, siempre con la destreza que caracteriza a los grandes actores. Sobra decir que yo aproveché estas cualidades encargándole la interpretación de muchos personajes, entre los cuales se encontraba el señor Barriga, propietario de la vecindad, quien muy difícilmente lograba cobrar una renta (jamás, por cierto, la de don Ramón).

Pero sus cuitas no se reducían al fracaso en el cobro de las rentas sino que, además, el infortunio lo había seleccionado como víctima fortuita de muchas de las travesuras o imprudencias que cometían los niños de la vecindad. Estas últimas, las imprudencias, provocadas casi siempre por el Chavo, eran las que generaban la expresión que luego se hizo popular: «¡Tenía que ser el Chavo del Ocho!». Obviamente, sus enojos iban conformando el predicamento de gruñón en que lo tenía todo mundo, hasta que el público descubría que tras esa apariencia había un hombre que esparcía bondad, ternura y, sobre todo, indulgencia. Su mano se extendía para exigir un pago, pero su corazón se encogía hasta perdonar la deuda.

Poco después el mismo Edgar interpretaría también a su propio hijo; es decir, al hijo del señor Barriga, un niño llamado Ñoño, que había heredado todas las características físicas de su padre y no pocas de las intelectuales. Jugaba con todos los niños de la vecindad y de la escuela, dejando ver que la infancia es democrática por naturaleza… Es después, en la edad adulta, cuando deleznables prejuicios llegan a desplazar a la Ética.

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Al grupo se integrarían también otros elementos, como Angelines Fernández, una actriz de reconocida trayectoria que había actuado con regular frecuencia al lado de Cantinflas, donde había demostrado tener un sentido del humor que la hacía idónea para mi programa. Al igual que Florinda, Angelines aceptó caracterizarse de manera que no permitía recordar ni por un instante la castiza guapura que había tenido, de modo que se encargó de interpretar a la quisquillosa solterona doña Clotilde, a quien los niños de la vecindad llamarían «la Bruja del 71».

Doña Clotilde decía frecuentemente que ella era soltera por convicción.

—Pero por convicción de aquellos a quienes ella ha perseguido —dijo alguna vez don Ramón.

Es que, la verdad, doña Clotilde suspiraba de amor por el simpático viudo. Y era obvio que en pos de ese amor habría sido capaz de sacrificar todos los principios que, según decía, le habían dado fuerza para seguir siendo una mujer honesta. Bueno, tampoco era cosa de sacrificar todos esos principios así, de golpe… Quizá uno por uno… Digamos que uno hoy, otro mañana y así: sin mucha prisa.

El grupo siguió incrementándose con la inclusión, como actor, de mi hermano Horacio; pero para escribir acerca de él (al igual que acerca de mi hermano Paco) podría gastar tantas páginas que excedería totalmente el cometido de este libro. Por tanto me limitaré a mencionar que también caracterizó estupendamente a diversos personajes, entre los cuales cabe destacar a Godínez, compañero de escuela del Chavo y los otros niños. Godínez se distinguía por ser el alumno que menos estudiaba; por lo tanto, no tenía la menor idea de lo que eran la historia, la geografía, la aritmética y demás materias escolares, pero, en cambio, era un verdadero experto en deportes, tanto en la práctica de éstos como en la información que tenía al respecto. No era capaz de recordar la fecha en que Cristóbal Colón descubrió América, pero podía citar con precisión el día en que Pelé anotó su gol número 1000. Si se hablaba de Di Stéfano, Godínez aludía al futbolista, por supuesto, y jamás al tenor. Los tigres no eran de la India; eran de Detroit, etcétera.

Raúl «el Chato». Padilla se incorporaría al elenco de planta del programa en una etapa posterior, pero se podría decir que su integración al grupo fue más que instantánea. Esto, debido a tres factores contundentes: sus facultades de actor, su enorme capacidad para caracterizar toda clase de prototipos y su enorme calidad de ser humano. En el conjunto del Chavo se distinguió por su caracterización del tierno y delicioso Jaimito el Cartero, el viejecito que «prefería evitar la fatiga» y acordarse de Tangamandapio, aquel «hermoso pueblecillo con crepúsculos arrebolados» donde había nacido y en el que «los tangamandapianos enamoraban a las lindas tangamandapianas con las que luego procrearían multitud de tiernos y amorosos tangamandapianitos».

Después, durante las muchas temporadas en que estuvo en el aire, el programa contó con la participación eventual de grandes actores que fueron invitados, entre los cuales puedo citar a la incomparable Ofelia Guilmain, Germán Robles, Patricio Castillo, Héctor Bonilla, Rodolfo Rodríguez, Rogelio Guerra y muchos otros cuya enumeración sería larguísima.

Con ese insuperable elenco, reforzado por un enorme cariño por el trabajo y un infatigable entusiasmo para realizarlo, el programa seguía ascendiendo en calidad y en popularidad. Tanto, que la empresa decidió dividirlo para conformar dos programas: El Chapulín Colorado y El Chavo del Ocho, proyectados en días diferentes (lunes y miércoles, respectivamente). Ambos se complementaban ocasionalmente con otros sketches, entre los que destacaban El doctor Chapatín, acompañando al Chapulín y Los Caquitos acompañando al Chavo. Estos últimos eran dos rateros tan torpes que jamás lograban robar algo: el Peterete, interpretado por Ramón Valdés y el Chómpiras, interpretado por mí. Al paso del tiempo, tras el fallecimiento de Ramón, el compañero del Chómpiras fue el Botija, interpretado por Edgar Vivar. A ellos se unirían luego la Chimoltrufia (quien muy pronto se convirtió en personaje fundamental del sketch), Rubén Aguirre como el sargento Refugio Pazguato y otros personajes, pero esto merece comentario aparte; que expondré a su debido tiempo.

Mientras tanto, mencionaré que el éxito de ambos programas seguía en auge, por lo que el Canal 8 decidió (¡al fin!) proyectar también El Ciudadano Gómez, aquella serie que había grabado inicialmente y que se había guardado como «arma de contraataque» para enfrentar a la competencia. Se le asignó el miércoles como día de proyección, con lo cual mis programas ocupaban el horario estelar (las 8:00 pm) los lunes, los miércoles y los viernes de cada semana. Sin embargo, al cabo de tres meses se terminó el material de El Ciudadano que teníamos almacenado (13 capítulos) y yo consideré que no tendría tiempo suficiente para escribir tres programas a la semana conservando la misma calidad que habían tenido en todo momento, por lo que solicité que se suprimiera uno de ellos. Y, a pesar de que también había alcanzado un gran éxito, fue El Ciudadano Gómez el seleccionado para salir del aire, dado que El Chapulín y El Chavo ya llevaban una buena temporada ocupando los primeros lugares en la preferencia del público. Y tanto, que poco después alcanzaron algo que se consideraba inalcanzable: superar el rating de la competencia (Canal 2) en el mismo horario. Pero esta circunstancia generó una reacción que también merece capítulo aparte.