Mis hermanos ya habían planeado el viaje cuando me invitaron a participar en él. ¿Los gastos consecuentes? Mi hermano Paco me prestaría la cantidad necesaria para obtener un crédito por parte de la agencia de viajes que organizaba el proyecto. Y así fue como cruzaron el Atlántico los tres hermanos Gómez Bolaños, acompañados por las respectivas cónyuges: Anita con Paco, Luz María con Horacio y Graciela conmigo. El recorrido incluyó ciudades de Italia, Francia, España, Inglaterra, Austria, Dinamarca, Suecia y Noruega.
Sobra decir que la pasé estupendamente bien, a pesar de que nos hospedamos en hoteles de calidad entre modesta y mediana. En algunos de ellos, por ejemplo, las habitaciones carecían de baño propio (me refiero al excusado y la regadera, pues sí había un lavabo). Esto implicaba que si teníamos una necesidad, ya fuera del «uno» o del «dos», debíamos hacer uso de un baño general que comúnmente estaba en el extremo de un pasillo de cada piso, lo cual significaba que en muchas ocasiones era necesario hacer «cola» en la fila de huéspedes que iban a lo mismo; y en una de esas ocasiones, por cierto, me bastó contar a las personas que estaban formadas antes de mí, para decidirme a regresar a mi habitación a paso de marcha forzada (pero «apretadito» de rodillas). Y afortunadamente se trataba del «uno» (léase «pipí») pues lo que hice fue vaciar mi vejiga en el lavamanos. Pero eso sí: lo hice poniendo cuidado en que todo cayera en el agujerito de desagüe, para lo cual tuve que treparme a una silla. Y menos mal que Graciela me ayudó a detener la silla, pues ésta se tambaleaba como borracho en autobús de segunda clase (la silla, no Graciela). Al día siguiente, sin embargo, fuimos víctimas de una mala interpretación que nos causó la más desagradable de las sorpresas: resulta que abrí la llave del lavabo con intención de lavarme los dientes, cuando descubrí que el agua salía con un aterrador tono amarillento.
—¿Ya viste eso? —le dije a Graciela—. ¡El huésped del piso superior está haciendo lo mismo que yo!
—No seas menso —me dijo ella muerta de risa—. El agua sale así porque se oxida al paso por las tuberías viejas, pero sólo dura un momento; al rato empieza a salir mejor.
Así sucedió, afortunadamente, sin que el incidente lograra desviar el propósito que había manifestado mi hermano Horacio cuando acababa de elevarse el avión que cruzaría el océano:
—¡Bien! —dijo en aquella ocasión—. De aquí en adelante sólo vamos a tener una preocupación: cómo hacer todo lo posible para pasarla de maravilla.
Lo que, a decir verdad, no nos costó el menor trabajo. Más aún: podría decirse que uno de los escasos inconvenientes que tuvimos en aquel viaje fue la falta de noticias acerca de lo que sucedía en nuestras casas, ya que en ese tiempo eran muy contados y difíciles los contactos telefónicos. Por otra parte, nuestro amado México era entonces (y desgraciadamente lo sigue siendo) un lugar punto menos que inexistente para los europeos, de modo que los periódicos no nos dedicaban más de 14 líneas ágata a la semana. A menos que se tratara de alguna tragedia notable, pues el amarillismo sí es materia de consumo para toda la prensa del mundo; como sucedió cuando supimos que un avión se había estrellado en México y que entre las víctimas del accidente se encontraba el famoso tenista Rafael «El Pelón». Osuna. En el mismo percance falleció también Carlos Madrazo, destacado político mexicano, pero de esto nos enteramos después, ya en México, pues los políticos jamás han sido tan importantes como para merecer un espacio en los periódicos europeos, tal como lo pueden merecer algunos deportistas. (Esto no es exclusivo de los mexicanos; si muere un presidente de Brasil o Argentina, la noticia ocuparía un espacio mucho menor que si murieran Pelé o Maradona). Y en aquella ocasión, por cierto, se comentó que el accidente podía haber sido producto de un atentado contra Carlos Madrazo, dado que éste había inquietado más de la cuenta al gobierno con proyectos de una democratización que forzosamente reduciría las prebendas de la extensa y poderosa clase gubernamental. Pero la sospecha nunca se llegó a esclarecer (lo cual es raro que suceda en México, ¿no?).
Ese mismo año (1969) también habría de ser testigo de acontecimientos que resultaron positivamente trascendentes, el mayor de los cuales sería, sin lugar a dudas, el arribo del Apolo 11 a la superficie de la Luna, incluyendo la singular caminata que efectuaron Neil A. Armstrong y Edwin E. Aldrin, mientras Michael Collins permanecía circundando el satélite a bordo del módulo de mando, en espera del regreso de sus compañeros. Lo que había sido ciencia ficción devenía en espléndida realidad.
Mucho tiempo después, Florinda me comentaría algo que había dicho su abuelita en aquella memorable ocasión:
—Yo estaba totalmente segura de que tarde o temprano el ser humano realizaría la proeza de poner un pie en la Luna. Pero lo que jamás pude imaginar fue que yo misma estaría presenciando la hazaña, cómodamente sentada en la sala de mi casa.
Es que eso era parte importantísima del prodigio: la tecnología había llevado a cabo el avance más significativo en pos de constituir la «aldea global» anunciada por McLuhan. LA TELEVISIÓN (así: con mayúsculas) acercaba los lugares más remotos; y lo que acontecía en Australia sería contemplado simultáneamente en París, México, Buenos Aires, etcétera. Las noticias podían ser positivas y alentadoras (como ésta del viaje a la Luna) o aterradoras y tristes como había sucedido seis años antes con el asesinato de John F. Kennedy. Lo que ya no tenía lugar en el mundo era el aislamiento, ya que, desde muy poco después de su arribo, la TV dejó entrever que muchas transmisiones se convertirían en presas que serían disputadas por las fieras mundiales de la comunicación. Y, en aquella ocasión, México no fue la excepción, pues Telesistema Mexicano y Televisión Independiente de México entablaron la lucha por tener el mayor número de televidentes. No tengo datos al respecto, aunque me imagino que la balanza se inclinó del lado de Telesistema, cuyas transmisiones fueron encabezadas por Jacobo Zabludovsky y Miguel Alemán, quienes estuvieron en las instalaciones de lanzamiento del Apolo 11. Por el lado de Canal 8 destacó la presencia, en el foro, del popularísimo Mario Moreno «Cantinflas», quien hacía comentarios con su muy peculiar estilo. Me tocó presenciar esto en persona. (Debo reconocer que no me pareció adecuado el aderezo excesivamente humorístico para una transmisión que exigía un enfoque que evitara distracciones, de manera que pudiera centrarse en enfatizar la enorme trascendencia del acontecimiento).
Por otra parte, yo ya tenía un nuevo trabajo…
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Se trataba de una serie que se presentaría todos los sábados (con duración del horario completo de tales días). El programa estaría constituido por bailables, canciones, rutinas cómicas, magos, malabaristas y demás elementos circenses, así como toda clase de concursos y sorteos. El productor era, una vez más, mi ángel protector: Sergio Peña, quien me dijo:
—Che’pirito: te vo’ a dar do’ espacio’ de algo así como die’ minuto cada uno, para que tú haga’ lo que quiera; lo que te salga de lo’ cojone, mi socio.
Y no sé de dónde precisamente, pero sí me salió algo, porque lo que hice fue el preámbulo de sucesos que finalmente resultaron sobresalientes para mí, pues uno de mis espacios fue ocupado por La Mesa Cuadrada, que era algo así como una parodia de los programas de mesa redonda.
El grupo estaba constituido por tres «supergenios» (?) que responderían a todas las preguntas que supuestamente enviara el público (preguntas que, obviamente, estaban redactadas por mí, al igual que las respuestas). Y los seudo genios éramos Rubén Aguirre, a quien desde entonces bauticé como Profesor Jirafales; Ramón Valdés, hermano de los famosos Tin Tan y «el Loco». Valdés, al cual puse el nombre de Ingeniebrio Ramón Valdés; Tirado Alanís (en razón de que representaba a un borrachín); y yo, con el nombre y las características del doctor Chapatín, para lo cual usé la peluca, los bigotes y todo lo que había confeccionado para el personaje que iba a hacer en El Hotel de Kippy que se había eliminado tiempo antes. Sólo le añadí algo que después despertaría la curiosidad de más de un espectador: la bolsita (de papel) del doctor Chapatín.
Las preguntas de las supuestas cartas eran leídas por Aníbal de Mar, aquel comediante cubano que había sido compañero del gran Tres Patines. Había también una secretaria representada por la simpática Bárbara Ramson. Esta última, sin embargo, pronto fue llamada por la competencia (Canal 2) y fue sustituida por una chaparrita que terminó siendo uno de los pilares de mi grupo: María Antonieta de las Nieves. Después emigró Aníbal, y María Antonieta se encargó de leer las cartas.
Esta sección de Sábados de la Fortuna tuvo tanto éxito, que la empresa consideró conveniente darle la oportunidad de participar en una serie propia. Así fue como empezó el programa que durante varias semanas todavía se llamó Los Supergenios de la Mesa Cuadrada y que luego adquirió el título de Chespirito.
Después de la experiencia narrada muchas páginas atrás, cuando mi Club de los Aracuanes lidió a un novillo, yo pensé que nunca más volvería a intentar algo semejante. Sin embargo, cometí el error dos veces más.
Y la primera estuvo a cargo de La Mesa Cuadrada. ¿Qué era lo que hacíamos entonces? Pues nada menos que la rutina de preguntas y respuestas con María Antonieta de las Nieves, Rubén Aguirre (como Profesor Jirafales), Ramón Valdés (como el Ingeniebrio Tirado Alanís) y yo (como el doctor Chapatín). El número se presentaba en el centro del ruedo, y en determinado momento soltaban un novillo que se iba sobre nosotros, provocando la desbandada general del grupo, con las carcajadas correspondientes. Pero todos teníamos diseñada la actitud que debíamos adoptar: María Antonieta hacía mutis antes de que apareciera el novillo; yo corría hasta saltar la barrera, lo que resultaba cómico por la caracterización de ancianito del doctor Chapatín, mientras Ramón y Rubén, conocedores del arte taurino, darían algunos pases. Y todo salió casi al pie de la letra, con la excepción de lo hecho por Ramón, ya que éste decidió convertirse en héroe haciendo un tancredo. Los expertos me dicen que ésta es una suerte en la cual el torero permanece totalmente inmóvil, con lo cual se evita ser embestido, ya que los toros persiguen solamente aquello que se mueve (y no al color rojo, como piensan algunos). Pero esa vez tuvimos la mala suerte de que el novillo ignoraba el reglamento, pues dejó tremendo rayón en el costado derecho del valiente Ramón.
Y luego tuvimos otra experiencia similar cuando Rubén Aguirre y yo lidiamos un becerrito que era un poco más grande, pues pesaba algo así como 150 kilos. «Otro perrito faldero» dirían los taurófilos, pero un auténtico coloso según mi muy particular modo de ver al animal. Yo iba ataviado como Chapulín Colorado, y en vez de capote o muleta usaba el chipote chillón, lo que representaba una desventaja para mí, pero Rubén me aconsejaba que permaneciera tranquilo (su experiencia representaba la mejor garantía de seguridad). Y así fue, pues evitó la tragedia haciendo un quite profesional y oportuno con el que evitó que yo sufriera una cornada o algo parecido, aunque poco antes el novillo ya me había dado un tope que me dejó aturdido durante el resto del día.
Pero el público había reído a mandíbula abierta, sin importarle que yo hubiera caído a clavícula abierta (sin fractura, afortunadamente, pero bien pelada) lo cual fue suficiente para que, pocos días después, yo recibiera una jugosa oferta: un sueldo equivalente al que recibía el torero mejor cotizado del momento, a cambio de protagonizar una corrida en regla en el ruedo de la Plaza México. Pero yo rechacé la oferta como si me hubieran invitado a ser el protagonista de una ejecución en la guillotina de la Revolución Francesa. Y entonces sí cumplí lo que había prometido anteriormente, pues no volví a cometer el error de enfrentarme a uno de esos animales, fuera del tamaño que fuera.
Por otra parte, la parodia de corrida había sido «incruenta», como la llamaron los enterados. Esto es: no hubo banderillas ni picas ni espadas que hicieran sangrar al novillo… Pero era el tiempo en que comenzaba la era de la televisión a color, lo que colaboró para que los no aficionados, como yo (y como muchos otros, supongo) nos diéramos cuenta de que la sangre del toro también era roja. No era que antes hubiéramos pensado que la llamada fiesta brava fuera algo semejante a una ronda infantil; pero las pocas ocasiones en que se nos ocurría ver una corrida por televisión, el blanco y negro disfrazaba lo que luego se hizo evidente con el color: el toro iba quedando bañado por la sangre que brotaba por sus innumerables heridas; la llamada «fiesta» era en realidad un rito bestial, un rito de muerte.
Tengo muchos amigos que no sólo son auténticos aficionados a la tauromaquia, sino que además se yerguen en apasionados defensores de las supuestas bondades que contiene la práctica de esa actividad. Sé que debo respetar su manera diferente de pensar, pero también sé que nunca voy a compartir su convicción y que seguiré considerando al toreo como algo primitivo, como algo salvaje, como reminiscencia de un circo romano o de uno de aquellos terribles enfrentamientos que debían tener nuestros antepasados con las fieras que poblaban su entorno.
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Medio año antes había sucedido algo tan inesperado como hermoso: el nacimiento de la sexta y última de mis hijas: Paulina. Esto aconteció cuando Roberto, que hasta entonces había sido el menor de mi prole, tenía ya 6 años de edad, por lo que era difícil imaginar que pudiera haber un incremento en la familia. No obstante, eso fue lo que sucedió. Y el nuevo retoño llegó a colmar de dicha mi existencia, convirtiéndose muy pronto en mi consentida. Tanto, que ella fue la única a quien permitía que me interrumpiera cuando estaba yo trabajando en casa. Por ejemplo: me encontraba yo escribiendo a máquina, y Paulina se «escurría» hasta sentarse en mis rodillas, donde permanecía observando, primero con curiosidad y luego con atención, la forma en que se iban imprimiendo las letras en el papel. ¿Habrá sido eso una premonición de que la pequeña Pau llegaría a tener excelentes cualidades de escritora? Tal vez. Pero eso sí: lo que no admite dudas es que tiene un gran talento para ésta y muchas otras actividades relacionadas con la creatividad.
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Por todos lados se topaba uno con el singular anuncio: MÉXICO 70. Lo cual significaba que en el transcurso de ese año (1970). México sería la sede oficial del Campeonato Mundial de Fútbol. Era la primera vez en que un mismo país tenía el privilegio de organizar los dos eventos deportivos de mayor trascendencia en el mundo entero: los Juegos Olímpicos y el Mundial de Fútbol. ¡Y se realizaban con tan sólo dos años de diferencia entre ellos: Juegos Olímpicos en 1968 y Mundial de Fútbol en 1970! (Tiempo después, para colmo de privilegios, México se convertiría también en el primer país del mundo que alcanzara a celebrar en dos ocasiones el Mundial de Fútbol, pues salió al rescate del magno evento cuando Colombia se vio imposibilitada de llevar a cabo el Campeonato correspondiente a 1986, cuya sede le había sido otorgada de manera oficial).
En ambos mundiales, 70 y 86, la sede fue obtenida gracias al entusiasta (y poderoso) esfuerzo de un hombre: Emilio Azcárraga Milmo, quien contó además con la colaboración del estupendo equipo que se hizo cargo de los complicadísimos detalles de tecnología, logística, diplomacia y demás, entre los cuales destacaba el enorme talento de Guillermo Cañedo.
Como si todo eso no fuera suficiente privilegio, los mundiales celebrados en México se distinguieron por otro aderezo con el que fueron condimentados: la consagración de las máximas estrellas que ha habido en el fútbol: Pelé en 1970 y Maradona en 1986. Y no fue una coincidencia, por lo tanto, el hecho de que los campeones respectivos hayan sido Brasil y Argentina.
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Por esos días mi hermano Paco se divorció de Anita. La separación, como sucede en algunos casos, resultó benéfica tanto para ellos como para sus cuatro hijos, pues la relación matrimonial llevaba tiempo de mostrar enormes desajustes de compatibilidad. Poco después Paco se casaría con la inolvidable y tierna Marta Zamora, quien sería su entrañable pareja hasta su fallecimiento en mayo del año 2000, víctima de un despiadado cáncer pulmonar. Mi hermano no pudo resistir su ausencia y fue a su encuentro tan sólo tres meses después (en agosto), a consecuencias de un inesperado infarto cardiaco.
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En el programa Chespirito conservé la participación de Rubén, Ramón y María Antonieta, aparte de completar elencos con otros actores cuya participación era eventual. Y todo marchó muy bien, pero únicamente durante un par de semanas más, pues entonces tomé una decisión que no sólo era altamente sorpresiva, sino que, en opinión de todo mundo, constituía la peor de las tonterías: era la decisión de eliminar La Mesa Cuadrada. Esto, por supuesto, generó los comentarios más adversos:
—¡Pero si es el sketch que motivó a la empresa para darnos un espacio propio!
—¡Estás loco!
—¡Pero si es un exitazo!
Etcétera, etcétera.
Había un motivo poderoso: la constitución misma del sketch exigía que hubiera muchos chistes adecuados al momento, de modo que había funcionado muy bien en un programa como Sábados de la Fortuna, que se presentaba en vivo, pues esto permitía la mención de personas y acontecimientos actuales, pero perdía tal característica cuando el producto se almacenaba durante dos o tres semanas (como mínimo) para constituir la reserva necesaria de capítulos. Eso no sólo representaba una deficiencia en actualidad, sino que, inclusive, podía generar aspectos negativos. Como sucedió, por ejemplo, cuando María Antonieta leyó una carta que decía:
—¿Qué opinan de Zona roja? —una película de estreno reciente.
—Que no tiene la culpa el indio, sino el que lo hace Fernández —respondió uno de los supergenios.
El chiste reunía varios aspectos negativos. Para comenzar, emitía una opinión desfavorable acerca de la película, en un espacio que no tenía derecho para hacerlo. Por otra parte, el chiste se encerraba en una limitante: para entenderlo se hacía necesario saber que la película había sido dirigida por Emilio «el Indio». Fernández, y hay grandes sectores de la población que ignoran estas circunstancias. Dicha limitante se ampliaba al considerar al público de otros países. Finalmente, y esto fue lo peor del caso, en el lapso comprendido entre la grabación del programa y la proyección de éste por televisión, Emilio Fernández tuvo el infortunio de involucrarse en un accidente de tránsito que culminó cuando el director de cine mató de un balazo a un hombre de origen humilde. Una vez sucedido esto, imaginemos la reacción de quien oyó: «No tiene la culpa el indio sino el que lo hace Fernández».
—¡Cómo te atreves a burlarte —me decía la gente— del doloroso percance ocurrido a esa gente!
Y tenían razón. Yo no lo había hecho con dolo, pero sí con negligencia. Difícil de prever, sí, pero negligencia al fin. Y si a eso le añadimos la burla injusta que hacíamos de mucha gente famosa (actores, cantantes, deportistas, etcétera), la solución tenía que ser ésa: la eliminación del sketch que nos había dado fama.
Por otra parte, en aquel tiempo me resultaba imposible imaginar el grado de sangrienta ofensiva que alcanzaría la crítica, tal como se ejerce en la actualidad, cuando las burlas van aderezadas con los comentarios más nauseabundos, perniciosos y crueles.
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Dicen que las adversidades suelen ser productivas. Y yo lo creo así, pues como consecuencia de haber sufrido aquella adversidad (la eliminación de La Mesa Cuadrada) surgió la necesidad de crear algo nuevo que entrara en sustitución de dicho sketch; y entonces fue cuando recordé a aquel personaje que había sido rechazado por muchos comediantes: El Chapulín Colorado.
Inicialmente yo había puesto otro «apellido» al personaje, pues lo pensaba llamar Chapulín Justiciero. Pero después de haber diseñado un atuendo apropiado, me topé con un inconveniente: el color del atuendo. Porque yo daba por definido que, en el caso, tendría que ser verde. Sin embargo, las mallas y los leotardos que serían parte fundamental del atuendo sólo se encontraban fácilmente en cuatro colores: negro (demasiado fúnebre); blanco (demasiado reflejo para la iluminación de televisión); azul (inapropiado para los trucos de croma key, que ya planeaba utilizar); y rojo (que también presentaría problemas técnicos, pero entonces no lo sabía). De manera que, por eliminatoria, el personaje tendría que usar un atuendo rojo. Esto lo justifiqué cambiando el «apellido». Justiciero por el de Colorado, lo cual, además, representaba una doble ventaja: una singular eufonía y una asociación con el célebre remate de los cuentos: «y colorín colorado, este cuento se ha acabado». (Esto, por cierto, podría ser otro ejemplo de adversidad productiva). El atuendo se completaría con una trusa de baño amarilla, un corazón del mismo color en el pecho, con las letras «CH» en rojo, unos zapatos tenis que combinaban amarillo y rojo y una capucha de la que surgían un par de antenitas como las de los insectos, pero que yo di en afirmar que eran de vinil (material plástico que entonces se usaba mucho en la fabricación de juguetes). En un principio llevaba también un par de pequeñas alas, semejantes a las de los insectos, pero muy pronto opté por eliminarlas, ya que no tenían utilidad alguna y sí, en cambio, estorbaban mucho a la hora de actuar.
Lo que yo jamás había imaginado fue el inmediato e impactante éxito que obtendría mi personaje, pues a lo mucho habrían transcurrido dos o tres semanas de su debut cuando la gente ya repetía: «¡No contaban con mi astucia!», cada vez que encontraba la ocasión propicia para ello. (Que la encontraba a cada rato). El Chapulín Colorado había pronunciado la frase desde el primer programa en que hizo acto de presencia; luego iría añadiendo otras muchas que no sólo pasaban a formar parte del vocabulario del público, sino que llegaban a ser usadas en caricaturas con personajes políticos y hasta en la propaganda de estos mismos. En más de un país de Hispanoamérica se hicieron campañas electorales en las que los candidatos decían: «¡Síganme los buenos!», «Todos mis movimientos están fríamente calculados», «Se aprovechan de mi nobleza», «Lo sospeché desde un principio», etcétera.
El Chapulín Colorado popularizó también una rutina que diseñé especialmente para tal personaje, misma que consistía en la combinación de dos refranes populares cuya mezcla producía un buen efecto cómico: «No olvides que ya lo dice el viejo y conocido refrán», era la frase con que el Chapulín empezaba invariablemente la rutina, para citar a continuación las frases entremezcladas. Por ejemplo: «La suerte de la fea… amanece más temprano… No», corregía, para luego rectificar: «No por mucho madrugar… la bonita la desea… No», volvía yo a rectificar: «La bonita no desea madrugar muy temprano… y la fea tiene mala suerte desde que amanece… Bueno» —aclaraba finalmente—; la idea es esa.
Muy pronto nuestra popularidad creció a pasos agigantados, lo que constatábamos no sólo por los muchísimos autógrafos que nos pedían, sino también por la multitud de veces que nos llamaban para contratar presentaciones del grupo. De las contrataciones se encargaba mi hermano Horacio, con cuya colaboración tuve la suerte de contar a partir de esa época. Su desempeño fue tan eficaz, que después de presentarnos en más de 70 ciudades de la República Mexicana y otras tantas del extranjero, sólo en una de ellas dejamos de cobrar el pago de un día de hotel. Veo difícil que haya antecedentes de algo similar, pues en este ambiente es más que frecuente el toparse con seudos empresarios que emprenden el vuelo con el dinero que había en la taquilla.
Antes de alcanzar tales éxitos, el programa seguía contando con un incremento constante de auditorio, lo cual empezaba a ser considerado como todo un fenómeno, ya que la serie se proyectaba en el novel Canal 8, cuyo rating solía estar muy por abajo del prestigiado Canal 2 de Telesistema. Y entonces se presentó una vez más aquello de la adversidad productiva.
Aparte del Chapulín Colorado, el programa contaba con otros sketches de variado estilo, entre los cuales empezaba también a destacar uno titulado Los Chifladitos que, como su nombre lo indica, tenía como protagonistas a dos loquitos. Estos se llamaban Lucas Tañeda y Chaparrón Bonaparte, y los intérpretes éramos Rubén Aguirre y yo, respectivamente. Y a pesar de que tal sketch no alcanzaba a tener el enorme impacto del Chapulín, sí era un estupendo complemento en la serie… hasta que se presentó la adversidad en forma de un contrato que le ofrecían a Rubén Aguirre para trabajar como animador en un programa de la competencia.
—¿Qué puedo hacer? —me preguntó Rubén—. La oferta es tentadora por todos lados. Yo sería el titular del programa y mi sueldo estaría muy por arriba del que tengo aquí contigo. Además, ¡se trata del Canal 2!
—Yo creo que tú mismo tienes ya la respuesta, ¿no?
—Pues, digamos que sí. Pero tengo un compromiso contigo y con el programa.
Era una bonita manifestación de lealtad y ética profesional por parte de mi compañero y amigo. Y estaba claro que yo debía responder con las mismas virtudes, de modo que le dije:
—Acepta la oferta y ojalá que te vaya estupendamente. Pero si de casualidad no llegara a suceder esto o si hubiera algo que no marchara a tu satisfacción, ya sabes que aquí tú encontrarás las puertas abiertas en todo momento.