Capítulo VII

De los hermanos de mi mamá sólo permanecían con vida mis tíos Ramón y Fernando. Yo congeniaba más con mi tío Ramón, quien había sido boxeador, jockey del hipódromo, poeta, enamorado, inspector de aduanas, ameno charlista, monaguillo, masón, político, alburero, simpático, irresponsable, filatelista y algunas cosas más. Era, por supuesto, el más pobre de la familia, muy bajo de estatura (algo así como 1.55 metros) pero extremadamente bien parecido; esto último, ligado a su simpatía y amenidad, habían hecho de él un eficiente conquistador, que dejó de ser cuando se casó con una auténtica belleza (ex reina del famoso baile Blanco y Negro), que medía de 15 a 20 centímetros más que él. Se llamaba María Luisa; y era divorciada, lo que provocó más de un rechazo por parte de varios familiares; rechazo que se fue desvaneciendo cuando su bondad y su simpatía derribaron todas las barreras. A últimas fechas, habían vivido en una modesta casita en Cuernavaca a la que íbamos ocasionalmente mis hermanos y yo. Tenían un perico que nos mataba de risa cuando decía con singular volumen: «¡Ay, Rrrramoncito, no seas pedoooorrrro!».

—Nomás que me jubilen en la Oficina de Aduanas —decía mi tío—, me dedicaré por completo a ordenar mi colección de estampillas.

Era una colección muy modesta en cuanto a su valor económico, pero había sido formada con tal empeño y dedicación, que mi tío esperaba con entusiasmo aquel momento. Y de hecho le faltaba poco tiempo para alcanzar la jubilación. No sé exactamente cuánto, pero era cosa de meses. Entonces, sucedió lo imprevisto: falleció mi tía María Luisa, su esposa, y mi tío Ramón consideró que le sería imposible seguir viviendo en aquella casa de Cuernavaca que parecía reclamar en todo momento la presencia de la mujer que había sido complemento imprescindible de su vida, y decidió regresar a la Ciudad de México para instalarse en un pequeño departamento. Mi mamá le proporcionaba una pequeña ayuda económica que incluía el sueldo de la señora que se encargaba del servicio doméstico. Pero no habían transcurrido dos meses desde la muerte de mi tía cuando, muy de mañana, esta señora del servicio le habló por teléfono a mi mamá.

—¡Ay, señora! —le dijo—, fíjese que no he podido despertar al señor Ramoncito. Pá mí que ya se murió.

Mi mamá acudió rápidamente al departamento, donde comprobó que, efectivamente, mi tío Ramón había fallecido mientras dormía.

—Pero la expresión de su rostro reflejaba paz y tranquilidad —comentó después mi mamá—. Como si estuviera satisfecho de haber ido nuevamente al encuentro de quien fue la mitad de su vida, para compartir con ella el descanso eterno.

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Poco después me sometí a otra intervención quirúrgica que supuestamente debía corregir la desviación de mi tabique nasal, pero que en eso de corregir desviaciones resultó menos eficiente que un semáforo descompuesto. El cirujano, hay que reconocerlo, se especializaba en cobrar poco a los pacientes cuando éstos eran actores, cantantes o algo así. Era, además, muy simpático. Y por si fuera poco, tenía fama de haber conseguido que recuperaran la voz los cantantes que acudían a verlo por estar afónicos. Esto lo conseguía mediante inyecciones de cortisona. Y claro que había quien luego perdiera la voz para siempre o que sufriera de otros padecimientos que suele conllevar el uso indiscriminado de este medicamento. Pero, repito: el doctor cobraba poco y era muy simpático. Su único defecto era que no sabía intervenir quirúrgicamente una nariz.

Inmediatamente después se me presentaron otras complicaciones de regular dimensión, como la finalización de la serie del Estudio de Pedro Vargas y de otros programas que escribía para Sergio Peña, por lo que me quedé momentáneamente sin empleo fijo. Pero esto no me preocupaba mucho, pues sería fácil que me encargaran la elaboración de otros programas de televisión, aparte de que podía vender algún argumento cinematográfico, ya que entonces había una buena demanda de guiones.

Todavía faltaba un acontecimiento más que doloroso: Edy, el menor de los cuatro hijos de mi hermano Horacio, falleció a la tiernísima edad de cuatro años. El pequeño había tragado un objeto que se desvió hasta alojarse en un pulmón, y fue sometido a una intervención quirúrgica donde perdió la vida. Ahora, cuatro décadas después, aún conservo el recuerdo del acérrimo dolor que desdibujaba el rostro de mi hermano, así como las canas que inundaron su cabeza antes de que hubieran transcurrido dos meses.

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Luego, en mayo de 1968, vino lo peor: el diagnóstico de que mi mamá tenía un tumor canceroso en el páncreas, lo que vaticinaba que, sin alternativa alguna, su vida no se prolongaría más de 8 a 10 meses a partir del anuncio. Y el pronóstico se cumplió cabalmente, pues mi madre falleció el 22 de diciembre de ese año, después de que se le aplicaran poderosas drogas que mitigaban el dolor pero que, simultáneamente, hacían que fuera menguando el funcionamiento de ese cerebro que tan magníficamente había destacado siempre.

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Apenas 80 días antes de que llegara aquel triste final, se presentó el acontecimiento que haría estremecer al país: el tristemente célebre 2 de octubre de 1968, el cruento desenlace de una tragedia que había comenzado con apariencia de trivial sainete (un pleito entre alumnos de dos escuelas) y que terminaría convirtiéndose en derramamiento de sangre, en pérdida de vidas, en sepultura de cuerpos, en sepultura de afanes, en sepultura de ilusiones.

¿Quién tuvo la culpa? ¿Qué conciencia habrá de cargar las lápidas de todos aquellos muchachos, de aquellos soldados e, inclusive, de aquellos transeúntes casuales? Se comenta —y es lo más factible— que el número de muertos fue mucho mayor que el publicado oficialmente, y que rivaliza con el de desaparecidos. Abundan diferentes versiones al respecto, la gran mayoría de las cuales tiende a señalar como culpable al Estado Mayor Presidencial, a cuyo mando supremo está el presidente de la República (Díaz Ordaz en el caso), sin que falten señalamientos al Secretario de Gobernación (Luis Echeverría), a Fernando Gutiérrez Barrios, a Marcelino García Barragán, al Ejército y a otras personas o entidades diversas. Tampoco es desechable la teoría de que atrás de las protestas y manifestaciones haya habido algún plan subversivamente orquestado (que no justificaría, ni muchos menos, la cruenta acción) y que, juzgando con todo rigor, también son cuestionables la ingenuidad y las beatíficas intenciones en la conducción del movimiento.

Un día, mucho tiempo después, tuve un encuentro casual con mi primo Alfredo Díaz Ordaz, hijo del entonces ya fallecido expresidente de México. Y le pregunté abiertamente:

—¿Qué decía tu papá acerca del 2 de octubre del 68? ¿No dejó escrito algo acerca de aquellos acontecimientos?

Estábamos en la explanada principal de Televisa San Ángel, en cuyo centro había entonces una bandera del país, bandera que, me parece recordar, Alfredo miró fijamente antes de responder:

—Mi padre dejó escritas sus memorias.

—¿Y qué dicen al respecto?

—Su contenido se hará público después de algún tiempo. Eso fue lo que él dispuso.

—¿Dentro de cuánto tiempo?

No sé si Alfredo volvió a mirar el lábaro patrio o si esto no es más que una adecuación que hace mi subconsciente para dar tintes de dramatismo a la narración (lo que estaría en armonía con mi profesión). De cualquier modo sus palabras implicaron un elemento dramático, pues su respuesta fue:

—Sólo te puedo decir dos cosas: una, que lo que mi padre escribió fue la verdad; dos, que yo no estaré presente para confirmarlo.

Lo dramático fue la premonición, pues Alfredo falleció no mucho después. (Mi primo era mucho más joven que yo). ¿Pero a qué obedeció tal premonición? ¿Se sabía enfermo? ¿Simple intuición? No sé. Alfredo se llevó el secreto a la tumba. ¿O se llevó un número mayor de secretos?

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Muy poco después de los lamentables acontecimientos del 2 de octubre, la Ciudad de México fue sede de los Juegos Olímpicos del 68, magno evento que, según el decir de algunos, debía haber sido cancelado como una forma de expresar el dolor que había dejado la Tragedia de Tlaltelolco. Otros, en cambio, pensaban que los disturbios habían sido expresamente planeados en coincidencia con los juegos, de modo que sirvieran para atraer la atención de todo el mundo. De cualquier manera, el 12 de octubre se llevó a cabo la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos.

Pero, independientemente de las anteriores apreciaciones, el México 68 fue una fiesta de emoción y colorido, muchas veces aderezada con escenas de fraternidad universal que llegaban a constituir inesperadas sorpresas. En la ceremonia de clausura, por ejemplo, me tocó ver a un judío y a un árabe que se fotografiaron uno al otro para después intercambiar sus respectivas cámaras.

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Como lo había mencionado anteriormente, el remate de ese convulsivo año de 1968 fue el fallecimiento de mi mamá. El desenlace se presentó la noche del 22 de diciembre, cuando ella llevaba ya algún tiempo hospedada en la casa de mi hermano Paco, donde había mayores recursos para proporcionarle la atención que exigía su lamentable estado de salud, y aunque todos sabíamos que el acontecimiento debía presentarse más temprano que tarde, no pudimos evitar las lágrimas que rubrican ese sentimiento de dolor y de vacío que genera el último adiós de un ser tan querido. Para nosotros había sido madre, padre, confidente, guía, maestra, consejera y amiga entrañable. Fue sepultada en la misma tumba que alojaba los restos óseos de mi padre, fallecido 33 años antes, en el Panteón Francés de la Ciudad de México. Y 32 años después, coincidentemente, esa misma sepultura daría también cobijo a los restos de mi hermano Paco.