Capítulo VI

Mucho tiempo antes, cuando estudiaba el 2o año de secundaria en el Instituto México, un condiscípulo, Fernando Pacheco, me invitó a formar parte del grupo de teatro experimental que habían constituido él y otros compañeros de la escuela.

—¿Yo? —le pregunté entre extrañado e indignado—. ¿Hacer yo el ridículo frente a la gente? ¡Jamás!

Sin embargo, el porvenir se encargaría de mandar dicha convicción al enorme depósito de promesas incumplidas. ¿Cómo pudo suceder esto? Mediante la inesperada ausencia de un actor en el programa Cómicos y Canciones, cuando la televisión se hacía en vivo, en directo (en blanco y negro, por supuesto) y sin el recurso del muy discutido apuntador electrónico. Esto último no es más que un traspunte, auxiliar con el que ha contado el teatro desde hace mucho tiempo y que en la televisión era sustituido mediante varios recursos, el más común de los cuales era la colocación de «acordeones» (letreros) en lugares estratégicos de la escenografía. Esto, al igual que en el teatro, no era más que otro auxiliar de la memoria, no un sustituto de ella. Es decir: de nada le serviría a un actor que no conociera el texto de lo que representaría. Pero aquella vez había alguien que sí conocía el texto, puesto que lo había escrito: yo.

Por lo tanto, no me quedó otro remedio más que «entrar al quite», como se decía en la jerga correspondiente, de modo que leí rápidamente el libreto para reforzar la memoria y me lancé a la aventura.

—Oye: lo hiciste muy bien —me dijeron varios técnicos y hasta uno que otro actor—. ¿Por qué no lo vuelves a hacer?

Y lo volví a hacer en repetidas ocasiones, aunque la ética personal me señalaba que, ya que yo los escribía, mis papeles debían ser pequeños, a modo de que no compitiera con quienes llevaban los roles principales, como Viruta, Capulina, cantantes y otros actores de reparto. No obstante, la gente empezó pronto a distinguirme, principalmente debido a los brincos, las caídas y todo aquello que requería agilidad y capacidad atlética, cualidades que me había proporcionado mi continua práctica de diversos deportes. (Aquí me fue útil, inclusive, la experiencia adquirida como peleonero, pues sabía «actuar» bien esto).

De hecho, hubo un día en que pensé que ya era famoso. Sucedió a la salida de Televicentro, donde fui rodeado por un grupo de muchachos que hasta parecían luchar por conseguir un autógrafo mío. Pero luego, cuando no había firmado ni la mitad de los autógrafos que me pedían, el grupo se disolvió y se alejó con rapidez. Tuvo que pasar un rato para que me diera cuenta de que mi cartera había desaparecido. En otras palabras: la «lucha» por acercárseme, que incluía empujones y apretujones, había tenido un propósito.

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Un día estaba yo en casa de Graciela, que entonces era mi novia, cuando llegó el cuñado de su cuñado. (Me explico: Benjamín Bueno era cuñado de Graciela porque estaba recién casado con la hermana mayor de ésta; y el que llegó, Panchito Méndez, estaba casado con una hermana de Benjamín). Pronto me di cuenta de que Panchito era un tipo simpatiquísimo, músico de profesión (excelente pianista) y director artístico de la Peerles, que era una de las más importantes grabadoras de discos del país. Había acudido básicamente a solicitar el auxilio de doña Esther, mamá de Graciela, para que tradujera la letra de una canción francesa y para que escribiera la versión respectiva en español. Esto era debido a que mi futura suegra hablaba, leía y traducía el idioma francés a la perfección.

—Bueno, yo puedo hacer la traducción con mucho gusto —dijo doña Esther—, pero no creo estar capacitada para escribir la letra de una canción.

«Pero yo sí podría intentarlo —pensé para mis adentros—, pues me gusta la poesía y he compuesto algunas canciones con letra y música». Y me atreví a insinuar:

—¿Qué tal si la señora hace la traducción y yo intento escribir la versión en español?

—¿Tienes alguna experiencia al respecto? —me preguntó Panchito.

Yo le expliqué lo de mis modestas composiciones y él me respondió:

—Bueno, nada se pierde con intentarlo.

Entonces la mamá de Graciela oyó el disco que llevaba Panchito, y una sola pasada le fue suficiente para escribir la traducción literal en español. Un momento después, sin embargo, se presentó un problema:

—No puedo dejarte el disco —me dijo Panchito—. Éste es el único ejemplar que tengo y lo necesito para trabajar en el arreglo musical.

—¿Pero entonces cómo le hago para tener la métrica de las frases? —pregunté—. Esa canción es totalmente nueva para mí; y mi memoria musical no es precisamente igual a la de Mozart.

—Pues ni modo —dijo Panchito—. Yo me tengo que llevar el disco porque urge hacer el arreglo. Pero, bueno, me llevo la traducción que hizo doña Esther y ya encontraremos a algún letrista profesional que se encargue del resto.

—¡Espera! —me apresuré a decir cuando él se disponía a salir—. ¿Puedo escuchar de nuevo el disco? Sólo una vez más.

Panchito me miró con recelo y luego preguntó:

—¿Crees que sea suficiente para alguien que no tiene memoria musical?

—Es que… Mira: el significado de la letra sí es muy fácil de memorizar. Y en cuanto a la melodía, se me ocurre algo que podría funcionar como mnemotecnia.

Creo recordar que esto provocó que su gesto pasara del recelo a la curiosidad, pues preguntó:

—¿Así sin más ni más?

—Bueno, sólo necesito el cuaderno y el lápiz que usó la señora para escribir la traducción.

La exigencia era mínima de modo que, una vez que estuve armado de papel y lápiz, Panchito puso a funcionar nuevamente el disco. Y lo que hice fue muy sencillo: en vez de palabras escribí números, cuidando solamente que los acentos de dichos números coincidieran con los acentos de las palabras. Aunque claro que yo no estaba seguro de que el método diera resultado, pues nunca lo había usado; pero pronto me di cuenta que no sólo funcionaba, sino que además era de fácil manejo. (Tanto, que posteriormente he recurrido a él en más de una ocasión como auxiliar de mis actividades como compositor).

Lo mejor fue el desenlace de este episodio, pues la canción era «Cerezo Rosa», que obtuvo el Disco de Oro del año respectivo en la versión del trío Los Tecolines, cuya primera cuarteta decía:

En jardín de los cerezos

cortaste, niña, aquella flor;

la perfumaste con tus besos

y tu candor.

Sólo hubo un inconveniente: Panchito Méndez no recordó mi nombre a la hora del registro, de modo que «por vía de mientras» registró como autora de la letra a su concuña Esther, esposa de su cuñado Benjamín. Pero ella, para colmo, se apellida Fernández; de modo que mucha gente pensó que se trataba de la célebre Esther Fernández, quien había sido renombrada actriz del cine mexicano e hizo el estelar femenino de Allá en el Rancho Grande. Sin embargo en muchas ocasiones he recibido testimonios de mi autoría por parte de los principales actores del caso, como son el propio Panchito Méndez, el trío de Los Tecolines y la misma Esther.

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Una vez, no recuerdo por qué razón, Graciela y yo pusimos fin a nuestro noviazgo. Y entonces fue cuando me di cuenta de que estaba enamorado, pues su ausencia me era muy dolorosa. Por tanto, le pedí que volviera conmigo, a lo cual accedió diciéndome que ella también estaba enamorada de mí. De modo que el siguiente paso quedaba definido: nos casaríamos.

En Publicidad D’Arcy me habían aumentado el sueldo hasta mil pesos. Seguía siendo un pésimo sueldo, pero de esto me di cuenta hasta mucho tiempo después, cuando me enteré de lo que ganaban mis colegas en otras agencias de publicidad. Y de cualquier manera, Graciela y yo estábamos en plan de «contigo pan y cebolla» de modo que sin pérdida de tiempo nos dimos a la tarea de hacer los preparativos de la boda. Lo más importante era conseguir un departamento donde vivir, pero tuvimos la enorme suerte de conseguir uno que parecía hecho a la medida. Estaba en el 4o piso de un edificio ubicado en la calle Comisión Monetaria, a una cuadra de la muy comunicada Glorieta del Riviera (después cambiaron el nombre a la glorieta), y la renta era únicamente de 200 pesos, que aun entonces se calificaba como muy barata. No teníamos teléfono (y en aquellos tiempos era dificilísimo conseguir uno) pero podíamos usar el aparato general del edificio, tanto para hablar como para recibir llamadas. En ambos casos pagábamos una cuota a la portera del edificio, pero resultaba más barato que tener teléfono propio. El único inconveniente era el horario, ya que el servicio terminaba a las nueve de la noche.

La boda fue muy sencilla, pues ninguna de las dos familias estaba sobrada de dinero, ni mucho menos. Y después nos fuimos de luna de miel a Acapulco, donde nos hospedamos en el económico pero simpático hotel Pacífico, que no tenía piscina.

—No hace falta —nos dijo el gerente—. Porque se puede decir que nuestra piscina es la Bahía de Acapulco. (Tenía razón, pues el hotel estaba frente a la playa de Caleta).

Puedo asegurar que, a pesar de la estrechez que padecíamos y de las privaciones a que estábamos sujetos, nuestra vida transcurría con mucha felicidad. Y esta felicidad alcanzó un grado superlativo cuando nació nuestro primer retoño: una hermosísima nena a quien bautizamos con el nombre de Graciela Emilia. El primer nombre era obviamente el de su mamá, y el segundo era en recuerdo de mi tía Emilia, quien iba a ser su madrina de bautizo, pero que había fallecido dos meses antes de que naciera mi hija.

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Mi tía Emilia era dos años mayor que mi mamá, pero se había casado después, con el ingeniero Óscar Brun Fenelón, de la misma edad que ella. Nunca tuvieron hijos. Sin embargo, fue hasta muchos años después cuando mi tía se enteró de que esa imposibilidad de convertirse en madre era debida a una incapacidad de su marido, provocada por una enfermedad venérea que había padecido durante su juventud. Pero mi tío le había ocultado siempre su condición, de modo que la revelación causó un enorme impacto en mi tía, el cual se tradujo en sordo y agobiante reproche que, sin embargo, supo ocultar a parientes, amistades y todo aquel que los rodeara. Pero quizá fue esa misma circunstancia, el haber ocultado su dolor, lo que hizo que poco a poco fuera despojándose del insoportable fardo que constituye el rencor, hasta alcanzar una paz interior que le permitió recuperar, si no la dicha total, sí la que le sería suficiente para seguir viviendo. A esto colaboró, sin lugar a dudas, el sincero arrepentimiento de mi tío y el amoroso trato que tuvo para con ella.

Por cierto: al tiempo en que mi tía estaba siendo sepultada, se nos comunicó que también acababa de morir mi tío Ernesto, el más joven de los hermanos varones de mi mamá y mi tía, a la edad de 58 ó 59 años. También él murió de cáncer, después de haber vivido callada y discretamente; sin causar daños; sin generar rencores; sin provocar rencillas; sin ofender. Fue una de esas personas que, en opinión de algunos, jamás logró destacar. Pero yo no puedo pensar lo mismo, pues estoy seguro de que él destacó sobradamente en algo fundamental: fue un buen hombre.

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Pero la pequeña Graciela no sólo destacó por bonita, pues además dejó ver que era poseedora de una inteligencia precoz, que el día de su primer cumpleaños le permitió decir:

—Yo soy Gacela Gome Fenandez de las pienas gandes.

Cuando ya había nacido su hermanita Cecilia, y ésta se disponía a sujetar un cordón eléctrico, Gracielita le dijo:

—¡Cuidado! ¡Si agarras eso te «electroputas»!

Por si fuera poco, el nacimiento de mi primera hija hizo efectivo aquello de «llegar con su torta bajo el brazo», pues coincidió con una entrada económica adicional.

—Me acaban de ofrecer algo que puede ser muy bueno —le dije a Graciela—: Se trata de algo así como una pequeña remuneración a cambio de dedicar tiempo especial a los libretos de Cómicos y Canciones.

El dinero me lo darían Viruta y Capulina, pero con el conocimiento y la autorización de D’Arcy.

—¡Estupendo! ¿Cuánto te pagarán por cada libreto?

—Eso no lo hemos acordado todavía. Será cuestión de llegar a un arreglo.

—Claro. ¿Pero no has pensado cuánto podrías pedirles?

—Pues no sé. Tal vez unos 25 pesos por programa.

—¡No! —protestó Graciela con firmeza—. Pídeles 50.

—¿No es demasiado?

—Tal vez. Pero nada se pierde con intentarlo.

—Pero hay el riesgo de asustar al cliente.

—¿Tú crees?

—No sé. Y por si las dudas, mejor voy a hacer otra cosa: dejar que sean ellos quienes propongan la cantidad.

Así lo hice. Pero tuve que hacer un esfuerzo para disimular la emoción que sentí cuando me dijo Viruta:

—¿Le parece bien si le damos 75 pesos por programa?

Y después de haber aceptado, seguí simulando con una expresión de perdonavidas que ni yo mismo me la creía, al tiempo que Viruta añadía:

—Sólo debemos añadir una condición, señor Gómez.

—¿Cuál? —pregunté yo con cierto recelo.

—Que nos hablemos de tú, ¡carajo!

Y así empezó el amistoso tuteo que nos unió durante un buen número de años, al paso de los cuales aquellos 75 pesos por programa (que entonces ya significaban 300 pesos al mes) siguieron aumentando conforme Viruta y Capulina obtenían jugosas mejorías en su propio sueldo.

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Durante la más tierna infancia de mi hija hubo dos acontecimientos destacados, en los que yo encuentro un leve paralelismo simbólico. Uno de ellos fue la conmoción provocada por el terremoto que sacudió a la Ciudad de México en aquel 1957, una de cuyas consecuencias más comentadas fue la caída del ángel que coronaba la Columna de la Independencia. El otro acontecimiento fue el fallecimiento del inolvidable Pedro Infante, quien sigue siendo, hasta la fecha, el más famoso de los galanes que ha producido el cine mexicano. El paralelismo que encuentro se refiere a que ambos acontecimientos incluyen la caída, literalmente hablando, de sendos iconos (que eso eran el Ángel de la Independencia y Pedro Infante). Y, para acentuar el paralelismo, los dos cayeron desplomándose desde las alturas: el Ángel, desde lo alto de la columna que lo sostenía; y Pedro, desde los aires que cruzaba a bordo de su avión.

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Lamentablemente, mi mamá falleció cuando mi hija Graciela tenía 11 años, de modo que no alcanzó a disfrutar las mil cualidades que ha ido desarrollando su nieta hasta convertirse en la bella y talentosa mujer que es ahora. ¡Lo que habría disfrutado mi madre, por ejemplo, escuchando cualquiera de las magníficas conferencias que suele dictar mi hija, siempre revestidas de preparación, cultura, sencillez y claridad! (¿Consecuencia de algunos genes de mi madre? Seguramente). ¡Y lo orgullosa que se sentiría de tener unas bisnietas como Ana Lorena y Valeria! (Quienes cuentan con el añadido genético de Raúl Pérez Ríos, papá de ambas).

Pero Gracielita no llegó con una torta bajo el brazo, sino con dos, pues poco después de su nacimiento yo obtuve otra mejoría económica, ya que me despedí de Publicidad D’Arcy para aceptar una oferta que me habían hecho: ser jefe de publicidad de Radio y Televisión, S. A., compañía que fabricaba los Radios Universal y los productos Sylvania, que incluían televisores, cinescopios para los mismos, bulbos y otros productos relacionados con tal industria.

De D’Arcy sólo tengo un par de malos recuerdos (aparte del bajísimo sueldo que me daban): uno de ellos fue un incidente muy desagradable que se presentó en cierta ocasión, aunque sin culpa alguna por parte de la compañía. Me refiero a un frasco de Nescafé que cayó en la azotea, lanzado seguramente desde una habitación del Hotel Continental, que estaba a un lado. La fuerza con que cayó el frasco hizo que éste se estrellara por completo, de modo que su contenido quedó al descubierto y desparramado por varios lados. Se trataba de un feto, cuyo tiempo de gestación nos fue imposible determinar, pero que ya mostraba manos y pies, pequeñísimos, pero completos. Todas las especulaciones parecían señalar a alguna turista hospedada en el hotel, que había recurrido a la ejecución de ese triste crimen. Y la compañía tampoco tuvo que ver con el otro recuerdo desagradable: el de un hombre que se suicidó lanzándose desde lo alto de la Columna de la Independencia, situada frente a mi oficina.

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Como las cosas seguían mejorando poco a poco, nos fuimos a vivir a una privada que estaba en la hermosa calle de López Cotilla, en la colonia Del Valle. Y ahí nació la segunda de mis hijas: Cecilia del Sagrado Corazón. Puedo asegurar que lo largo del nombre le debe haber causado más de un problema a la hora de sacar pasaporte, de hacer inscripciones, etcétera. (Y lo mismo debió suceder con mi tercera hija, a la que bautizamos como Teresita del Niño Jesús. Esto lo recapacitamos tardíamente, pero a partir de ahí corregimos la costumbre ya que a los siguientes hijos les pusimos un sólo nombre: Marcela, Roberto y Paulina).

Muy diferente a su hermana mayor, pero igual de bonita que ésta (¡vamos, que se nota que uno hace bien las cosas!), Cecilia desarrolló muy rápidamente un excelente sentido del humor que se ha extendido a través del tiempo y que le ha ayudado, entre otras cosas, a superar las adversidades a que ha debido enfrentarse, como problemas de salud que le han exigido sujetarse a intensas y dolorosas disciplinas terapéuticas, estrujantes retos económicos y profesionales, así como el divorcio que dio temprano fin a un matrimonio que hasta entonces parecía marchar por buen camino.

Como insuperable compensación, Cecilia es madre de Andrea y Alejandro, dos adorables adolescentes que forman parte, por mérito propio, del grupo que ha merecido el título de: «los 12 mejores nietos del mundo» (los míos). Posteriormente, Cecilia contrajo nuevamente matrimonio. Esta vez con Roberto Flores, un simpático e inteligente lingüista con el que ha conformado una armoniosa pareja. A ambos les deseo el mejor de los futuros y el mayor de los éxitos.

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Mientras tanto, el mejor sueldo que obtenía, aunado a algunos ahorros que había hecho y a un pequeño préstamo de mi mamá, me permitieron adquirir algo que anhelaba desde hacía tiempo: un automóvil propio. Y entonces conseguí uno que no era muy nuevo que digamos, pues tenía ya 15 años de uso, y lo estrené precisamente el día de la boda de mi hermano Horacio con «La Chacaya», como apodaban a su linda novia, Luz María Jiménez. Ese día mi carrito (que era un Studebaker cupé, modelo 1942) debía superar la revisión por parte de mi hermano Paco, experto en estos menesteres; pero después de probarlo me dijo:

—Está muy bien el carrito. Únicamente le fallan la suspensión y los frenos, aparte de que en vez de llave para ponerlo en marcha sólo tiene un swicht, por lo cual te lo pueden robar en menos que canta un gallo. Las llantas están disparejamente gastadas, y no trae la de refacción. Pero, en cambio, el motor tiene una buena compresión. Te felicito.

El problema de la suspensión, por cierto, hacía que el carrito brincara al tropezar con cualquier borde mínimo del camino, lo cual, aunado al color verde del vehículo, me inspiró para ponerle un apodo que seguramente fue producto de una premonición, pues lo bauticé como «El Chapulín», por lo mucho que brinca este insecto y por el color verde que tiene comúnmente (aunque, posteriormente, mi personaje fue Colorado).

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El empleo en Radios Universal no me brindaba oportunidades para ejercer alguna actividad creativa, por lo que decidí presentar mi renuncia. Y a pesar de que recibí ofertas de trabajo de algunas agencias de publicidad, elegí dar un paso en otra dirección; un paso que resultó trascendental: trabajar como libretista por mi cuenta y riesgo. Y entonces sucedió algo que yo calificaría como deliciosamente irónico: Publicidad D’Arcy me contrató para escribir los libretos de Cómicos y Canciones (con los mismos Viruta y Capulina) pagándome por cada programa el doble de lo que había yo ganado mensualmente como empleado de la misma agencia publicitaria. Y esto nos permitió iniciar otra aventura que parecía descabellada: la construcción de una casa propia.

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El terreno estaba, como se dice comúnmente, «por casa del diablo». Aunque, por lo visto, el diablo debe haber sabido que el rumbo mejoraría muchísimo con el paso del tiempo, pues estoy hablando de Tlalpan, zona que pasó de estar por casa del diablo a estar por casa de Doña Diabla. Es decir, por casa de María Félix, ya que la bellísima actriz fue «tlalpeña» durante buen tiempo, habitando en la célebre mansión que se llamó Catipoato. (Para dar una idea de los tiempos a que me estoy refiriendo, baste mencionar que en esa zona no teníamos teléfono particular directo, pues era necesario marcar un número genérico para todo Tlalpan, y luego pedir a la operadora que nos conectara con la extensión correspondiente a cada domicilio).

El Anillo Periférico estaba entonces recién estrenado y se podía transitar con la placidez que sólo se obtiene al rodar por calles sin más automóviles que el de uno. Y el precio del terreno, por supuesto, había estado de acuerdo con tal lejanía: a 100 pesos el metro cuadrado. Yo lo había comprado (a plazos, claro) un poco antes por recomendación de mi concuño Benjamín Bueno, estupendo arquitecto que se encargó de la construcción de la casa, sobre un plano que había diseñado yo. Pero la construcción se llevó algo así como dos años y medio, pues la obra avanzaba sólo cuando conseguía dinero extra (mediante la venta de un argumento de cine, por ejemplo) y se suspendía cuando escaseaban los fondos. Pero al tiempo que avanzaba la construcción de la casa, yo me dedicaba a construir otra a menor escala: una casita de madera que levanté en el pequeño jardín. Estoy seguro de que llegó a ser un gran juguete para mis hijas, cuyo número creció con el nacimiento de Teresita, primero, y de Marcela después. (Roberto, que fue el quinto, utilizaría el pequeño jardín tal como lo debe hacer la gente decente: para jugar fútbol).

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En esa época Viruta y Capulina se tomaban dos o tres meses al año como descanso, tiempo durante el cual se contrataba a otros actores para Cómicos y Canciones. Por tal razón tuve la oportunidad de escribir para muchos comediantes, entre ellos Pompín y Nacho (con Susana Cabrera), Corona y Arau, Los Yorsys, Los Mimos, Las Kúkaras y varios más. Simultáneamente tuve también la fortuna de conocer a un buen número de cantantes famosos, como Los Panchos, Los Diamantes, Los Tres Ases (con Marco Antonio Muñiz), Las Hermanas Navarro, Carlos Lico, Luis Demetrio (cantante y compositor), Felipe Gil, María de Lourdes, José José, Chucho Martínez Gil, etcétera.

Poco después la pareja de cómicos alcanzaba tal éxito, que los productores de cine se fijaron en ellos; y después de haber sido contratados para hacer papeles menores en un par de películas, se convirtieron en estrellas que conseguían jugosísimas ganancias en taquilla. Pero antes de que sucediera esto último, yo también fui llamado para escribir guiones cinematográficos para ellos. El primero que escribí le gustó tanto a quien habría de dirigir la película, el señor Agustín P. Delgado, que me elogió diciendo que yo era un pequeño Shakespeare. (¡Háganme el favor!). Y empezó entonces a llamarme cariñosamente «Shakespearito», diminutivo que, después de haber castellanizado su pronunciación, terminó por convertirse en Chespirito. Y fue también él quien me llevó a la Sección de Autores del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC), al cual debía yo pertenecer.

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La Sección de Autores tenía como secretario general a don Rafael Portas, que para entonces ya llevaba buen tiempo de ocupar ese cargo; dicha sección estaba ubicada en un antiguo edificio de la calle Chihuahua, que fue para mí el escenario de múltiples experiencias. Ahí, desde luego, tuve mi primer contacto con los principales creadores del Séptimo Arte que son los argumentistas y los directores, muchos de los cuales despertaron en mí los más sinceros sentimientos de admiración. Y cómo no admirar, por ejemplo, a un Chano Urueta, a un Miguel Zacarías, a un Juan Bustillo Oro, a un Roberto Gavaldón, a un Emilio Fernández, a un Ismael Rodríguez, a un Rogelio González, a un Adolfo Torres Portillo… En fin: a tantos y tantos cuyos nombres llenarían páginas enteras, y a muchos de los cuales se debe la estupenda promoción que obtuvo nuestro país mediante la exhibición de aquellas películas que conformaron la industria cinematográfica mexicana. Y al privilegio de compartir la amistad con algunos de aquellos pioneros (y contar con la compañía de todos) también pude añadir los beneficios de la enseñanza que esparcían al externar sus fascinantes experiencias.

Claro que tampoco faltó la parte negativa. Por ejemplo: la oposición para que yo pudiera alcanzar la categoría de adaptador, oposición que se sustentaba en estatutos sindicales que no tenían otro propósito que ése: el de impedir que ingresaran nuevos miembros a dicha rama del sindicato. En aquel entonces los estatutos señalaban, por ejemplo, que para hacer una adaptación cinematográfica se requería que el aspirante hubiera vendido anteriormente diez argumentos. ¡Tal cual: nada menos que 10 argumentos! Esto era aberrante, pues un argumento podía ser, por ejemplo, un cuento escrito en tres o cuatro cuartillas. ¿Y qué productor de cine se aventuraría a comprar algo semejante sin saber qué clase de guión o adaptación podría derivarse de ello? Bueno, digamos que sí había quien pagara por algo así: cuando el propio productor era el autor del argumento. Pero en tales casos no había necesidad de que el cuento ocupara tres o cuatro cuartillas; era suficiente con una cuartilla… o con entregar al adaptador el recorte de una nota periodística, al tiempo que le decían: «Hágame una adaptación acerca de esto».

Pero, afortunadamente, tal práctica no permaneció durante mucho tiempo, ya que luego se partió de una premisa natural: la que establece que «escritor de cine es quien escribe un argumento o una adaptación o un guión cinematográfico». Y luego, para evitar el abuso en aquello del productor cuyo argumento no ocupaba una página, se estableció que el pago mínimo de una adaptación debía ser mayor que el pago mínimo por un argumento, ya que un argumentó lo puede escribir hasta un productor… mientras que una adaptación sí requiere el trabajo de un escritor.

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Como ya lo había anticipado, por esas fechas nació mi tercera hija, a la que bautizamos con el nombre de Teresita del Niño Jesús. Espero que mi adorada «Terremoto» (como la llamaríamos ocasionalmente) no se enoje al leer estas líneas, porque la verdad es que fue la única de mis hijas que no me pareció bonita cuando acababa de nacer. Y que no se enojen las demás cuando lean que, al paso de poco tiempo, Tere llegó a ser la máxima belleza de la familia (y de muchísimas otras familias).

Bueno, lo cierto es que todas mis hijas son bonitas, y lo que pasó con Tere fue que nació con más pelo, lo cual debe haber cubierto más de lo debido su bello rostro, al tiempo que le daba un encantador tipo simiesco júnior. Sobre todo cuando sacudía los barrotes del «corral» donde la dejábamos para que durmiera la siesta, pues ya se sabe que estos corrales tienen todo el aspecto de jaulas. Por si fuera poco, el símil aumentaba cuando la bebita se escapaba del corral saltando limpiamente por arriba de los barrotes, para luego escalar un librero a cuya cima llegaba sin recurrir al auxilio del oxígeno o al de los sherpas. Y cabe aclarar que su precoz carrera de alpinista culminó con la conquista de la azotea, lo cual venía siendo algo así como «el Everest hogareño». No eran más que dos pisos de altura, pero el pretil de la azotea no llegaba a medir 10 centímetros… y por ahí estaba asomada la intrépida Terremoto cuando la encontramos después de haberla buscado hasta en el último rincón de la casa. Excuso decir que tuvimos que organizar un operativo de rescate, con Graciela y la empleada doméstica sujetando un sarape a modo de «lona de auxilio» como las que usan los bomberos, mientras yo me acercaba sigilosamente a la niña hasta sujetarla amorosamente (para lograr el debido sigilo yo tuve que quitarme previamente los zapatos).

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El éxito del programa seguía incrementándose, al grado de que Viruta y Capulina fueron contratados para actuar en la República de El Salvador y yo acompañé a los comediantes. Ésa fue la primera vez que salí del país.

Pero habría otros viajes al extranjero, pues poco después se organizó una gira para ir a Puerto Rico, Venezuela, Colombia y Perú, a la cual fui invitado para adaptar las rutinas cómicas a los modismos de estos países, en cuanto fuera posible, desde luego. (Apenas acabábamos de llegar a Puerto Rico, cuando se expandió la noticia de que en la República Dominicana habían asesinado al cruel dictador Rafael Leónidas Trujillo).

El único inconveniente de aquella gira fue que duró algo así como tres meses, y como salimos cuando mi hija Tere tenía apenas tres meses y medio de edad, al regreso me la vine a encontrar con un poco más de medio año de vida. Es decir: me perdí la mitad de lo que había durado hasta entonces su incipiente existencia. Y aunque es verdad que el viaje me permitió contemplar bellos e interesantes paisajes, nada podría haber sido tan hermoso e interesante como contemplar día a día el desarrollo de mi pequeña Terremoto.

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Poco después surgió la inquietud por relevar de su cargo a don Rafael Portas, cuya avanzada edad ya no era apropiada para desempeñar el cargo de Secretario General de la Sección de Autores del STPC. Entonces se llevaron a cabo las elecciones procedentes, en las que la votación favoreció ampliamente a Rafael Baledón para ocupar el cargo principal, mientras que el segundo cargo de importancia, la Secretaría del Interior, fue adjudicado a… a este Roberto Gómez Bolaños que soy yo.

Y de nada me valió el protestar de mil maneras y recurrir a argumentos tan sólidos como el asegurar que yo era un novato absoluto en esos menesteres, que carecía totalmente de experiencia al respecto, que era un inepto, un impreparado y un etcétera (aparte de chaparro, quijadón, de piernas chuecas y otros etcéteras). Es más: ni siquiera me sirvió el gritar a voz en cuello:

—¡Es que no se me pega la regalada gana ocupar ese puesto!

Todo fue inútil. El membrete de nuestra papelería empezó a señalar: «Secretario del Interior: Roberto Gómez Bolaños».

Sin embargo, el tiempo comenzó a darme la razón. Y más cuando me di cuenta de que, encima de todo, el Secretario General (Rafael Baledón) y el Secretario del Interior (yo) debíamos formar parte del Comité Central del STPC donde discutíamos con los secretarios correspondientes de las otras cinco secciones del Sindicato: Actores, Directores, Compositores, Filarmónicos y Técnicos y Manuales. Eso significaba tener que bregar con gente como el actor Jaime Fernández, el maestro Carlos Gómez Barrera y el filarmónico Venus Rey (¡gulp!). Era algo así como encerrarse en una jaula con una pantera, un oso y un lobo, sin más armas que una resortera de segunda mano. Aunque también debo admitir que el conjunto hacía gala de una virtud: la sinceridad.

Por ejemplo, cuando Jaime Fernández decía:

—Aquí se hace únicamente lo que a mí se me pega la regalada gana.

Bueno, la verdad es que también era notoria la unidad que mostraba el conjunto, pues a Jaime le contestábamos todos al unísono:

—¡Sí, señor! ¡Cómo de que no! ¡Nomás eso faltaba!

Esa etapa de mi vida dejó también en mi memoria un recuerdo singular. Me refiero a un telefonema que recibí en cierta ocasión a eso de las cuatro de la mañana (¿o de la noche?).

—¿Bueno? —dije en ese tono amable que solemos usar cuando nos hablan por teléfono a horas tan adecuadas.

—¿A dónde hablo? —preguntó una voz desde el otro extremo de la línea; a lo cual repliqué en el mismo tono de amabilidad que había usado antes:

—¿A dónde carajos quiere hablar?

—¿Qué no eres tú, Roberto?

Y sí; sí era yo: Roberto. Pero aparte de identificarme, también reconocí a mi interlocutor: era Rafael Baledón, mi amigo en las tertulias y mi secretario general en las asambleas del sindicato. Luego, apenas iba yo terminando de identificarme, cuando Rafael me interrumpió diciendo con voz seca:

—¡Es urgente que vengas cuanto antes a la Octava Delegación; se incendiaron las oficinas del sindicato y tenemos que levantar el acta correspondiente!

Lo acontecido era más que suficiente para justificar la desmañanada, de modo que acudí rápidamente. Había ya otras personas en compañía de Rafael, algunas rindiendo declaración testimonial y otras pidiéndole autógrafos a Rafael. No faltó quien me aclarara que el fuego había sido ya dominado y que, afortunadamente, no hubo percances humanos que lamentar, pero que las pérdidas materiales eran de consideración. Acerca de esto último, se estimaba que el daño mayor se había registrado en los archivos del sindicato, lo que se traducía en una lamentable pérdida de documentos. A mí no me correspondió otra cosa más que firmar la constancia de que el sindicato había presentado la denuncia correspondiente.

Al otro día, sin embargo, fui a constatar personalmente cuáles habían sido las consecuencias del siniestro y me di cuenta de lo determinante que debe haber sido la gran cantidad de madera que adornaba nuestro local, tanto en la escalera como en las paredes y los pisos, lo que tuvo que haber sido buen pasto para las llamas. De los restos del local se desprendían aún buenas cantidades de humo.

Ahí, junto a Baledón y otros compañeros, también estaban los representantes de la compañía de seguros, uno de los cuales me preguntó si habían sufrido algún daño mi escritorio o los objetos que éste hubiera contenido, a lo que respondí que no; que afortunadamente yo no tenía que lamentar pérdida alguna, quizá porque yo jamás tuve ahí un escritorio.

Pocos meses después, presenté mi renuncia al puesto de Secretario del Interior, insistiendo en que el puesto me quedaba muy grande (yo era talla 34). Esta solicitud fue puesta a consideración de la siguiente asamblea, la cual determinó que sería aceptada.

—Pero yo quisiera —aclaré— que esta renuncia tuviera carácter de irrevocable.

—¡Claro está! —se apresuraron a decir algunos.

—¡Por supuesto! —añadieron otros con la misma rapidez.

—¡Por favor! —suplicó el resto.

Y yo no pude menos que agradecer su caluroso y espontáneo apoyo.

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Aquel edificio de la calle Chihuahua albergaba también las instalaciones de la Sociedad de Escritores Cinematográficos, de la cual derivaría la actual SOGEM (Sociedad General de Escritores de México), cuya atribución más importante era el cobro del derecho autoral que la ley concede a los escritores, y la repartición a éstos de los porcentajes correspondientes. Pero esto último era una tarea más que engorrosa, pues exigía averiguar cuál había sido la recaudación de cada una de las funciones de cada uno de los salones cinematográficos que había a lo largo de toda la República Mexicana, para deducir los porcentajes adecuados que se debían repartir entre los autores correspondientes. (Si me cansé redactando el procedimiento, nomás imagínense lo que sería su ejecución). Pero, afortunadamente, la tarea se encargaba a la Compañía Bull, cuyas máquinas efectuaban el engorroso trabajo. Estas máquinas, que ocupaban toda una planta del edificio, eran de aquellas que funcionaban por medio de tarjetas perforadas, generando un ruido que podría ser la envidia de cualquier discoteca de la actualidad. Pero si hice este relato fue para destacar lo que significan los avances tecnológicos, pues en la actualidad una sola de las muchas computadoras que hay en SOGEM tiene capacidad para realizar, en breve tiempo, un trabajo equivalente a diez mil veces el que realizaban en conjunto las máquinas que ocupaban todo un piso.

En un principio, la sociedad estaba presidida por Marco Aurelio Galindo, hermano del famoso Alejandro del mismo apellido (y padre de Magenia y Toya, preciosas muchachas que vivían muy cerca de mi casa). Después ocupó dicho puesto el destacado periodista y novelista triunfador Luis Spota, a quien muchos intelectuales no le perdonaban que de una novela suya se vendieran más ejemplares que de la suma de todas las que ellos habían escrito a lo largo de su existencia.

Y después llegó el presidente que revolucionaría por completo a la sociedad y la elevaría hasta un rango jamás antes imaginado. Me refiero al argentino José María Fernández Unsaín (quien terminaría por adquirir la ciudadanía mexicana) y que duró muchos años en el cargo, hasta su fallecimiento en 1998. Pero hubo algo que yo nunca imaginé mientras él estaba con vida: que Chantal, la hermosa hija de José María y la actriz Jaqueline Andere, a quien conocí desde recién nacida, se casaría después (mucho después) con mi hijo Roberto. Así como tampoco había imaginado que su hijo mayor, llamado igualmente José María Fernández, pero apodado «Pirru», se convertiría también en amigo mío y frecuente compañero a la hora de jugar dominó.

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Al poco tiempo empecé a participar también como actor (siempre en papeles pequeños) en algunas de esas películas que escribí. La primera de ellas fue Dos criados malcriados, en la que hice un papel de villano que me salió fatalmente sobreactuado. La película tuvo un enorme éxito de taquilla, al grado de que su titulo fue copiado poco después para una comedia de María Victoria, que se llamaba La doncella es peligrosa, título que fue sustituido por La criada malcriada, que copiaba descaradamente el de mi película. Esta obra teatral tuvo un enorme éxito y consolidó la consagración como actriz de la simpática cantante, al grado de que luego utilizó el mismo título para su serie de televisión. Título que fue igualmente «fusilado» para una película de Mauricio Garcés: El criado malcriado. En todo eso, aclaremos, ni María Victoria ni Mauricio Garcés tuvieron culpa alguna.

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Era el 29 de mayo de 1962. Yo salí un momento del cuarto del Hospital Francés en el que había quedado instalada Graciela y fui a la esquina inmediata para buscar un periódico. Ahí tenían encendido un radio en el que se escuchaba la transmisión del partido Brasil-México que se estaba efectuando en Chile. Ya habían transcurrido algo así como 20 minutos del segundo tiempo y el marcador indicaba empate a cero, pero un instante después escuché al comentarista que anunciaba el primer gol para Brasil. Y meterían otro gol más, pero esto ya no lo supe en ese momento, pues debía regresar al hospital para escuchar algo mucho más importante:

—Es una niña —me dijeron— y las dos están muy bien.

Se trataba del nacimiento de mi cuarta hija, la que pronto sería bautizada como Marcela. Mi descendencia, por lo tanto, seguía estando compuesta únicamente por mujeres. Y como la experiencia con las tres anteriores había sido insuperable, el incremento me dejaba otra vez altamente satisfecho.

Lo común es que los padres consientan al más pequeño de los hijos, y supongo que eso fue lo que hice respecto a Marcela. Pero al paso del tiempo fue tomando cuerpo una fascinante inversión de posiciones: Marcela se fue convirtiendo en abierta consentidora de su padre; la que no perdía la oportunidad de preguntarme si se me ofrecía algo; la que subía corriendo por la escalera para bajar algo que yo necesitaba; en fin, la que se ofrecía sin restricciones a hacer lo que hiciera falta. Y no es que las demás se abstuvieran de hacer cosas semejantes. ¡Al contrario! Todas eran adorablemente cariñosas y serviciales. Lo que pasaba era lo que ya dije: yo era el consentido de Marcela.

Y claro que Marcela colaboró para la formación del grupo llamado: «los 12 mejores nietos del mundo». Su aportación estuvo constituida por María y Andrés, tan guapos como inteligentes. La colaboración paternal corrió por cuenta de Enrique Penella, otro estupendo yerno.

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La llamada Guerra Fría se estaba calentando. Y lo peor de todo era que parecía acercarse peligrosamente a nuestros terrenos, pues los soviéticos decidieron instalar unos misiles de alto poder en Cuba, ¡apuntando hacia los Estados Unidos! Uno estaba tentado a decir:

—¡Oigan, cuidado! Tantito que se desvíen para abajo y nos la parten a nosotros (nosotros éramos los mexicanos).

Pero ni a los rusos ni a los cubanos parecía importarles lo que a nosotros nos preocupara. Entonces el presidente Kennedy llamó a los capitanes de sus barcos (tenía muchos) y les dijo:

—A ver, muchachos: vayan en montón y acomoden sus barcos alrededor de Cuba. ¡Y no me dejen pasar un solo barco ruso! ¿Entendido?

—Yes, míster —le dijeron los muchachos. Y efectuaron aquello que se llamó bloqueo, advirtiendo que no dejarían pasar un solo barco si antes no se llevaban los misiles del territorio cubano. Esto nos puso a temblar más, pues supusimos que tal bravata podría desatar los instintos militares de los soviéticos, lo que conduciría a la guerra atómica, con el consecuente aniquilamiento total de la raza humana. Pero Rusia tuvo la prudencia (¿o sería temor?) de acatar lo dispuesto.

Poco tiempo después, la televisión se encargaría de difundir por todo el mundo una de las noticias más impactantes de todos los tiempos: en Dallas, Texas, un francotirador había asesinado al presidente Kennedy. Luego fue asesinado el francotirador, Harvey Lee Oswald, pero entonces la televisión no se limitó a dar la noticia; transmitió el hecho en vivo y en directo. Este fue, quizá, el parte aguas que señalaba el inicio de una nueva era en la historia de la comunicación, pues a partir de ese momento las noticias dejaban de ser sucesos locales para convertirse en expresiones de un acontecer universal. Y mi generación tuvo que adaptarse al cambio.

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Un día me mandaron llamar de Publicidad D’Arcy (que seguía siendo la mayor productora de programas de televisión) y me pidieron que me encargara de los libretos del célebre programa Estudio Raleigh de Pedro Vargas. El escritor de la afamada serie había sido hasta entonces quien fuera mi compañero de labores en D’Arcy, el excelente Juan Lozano, pero éste había recibido una estupenda oferta de trabajo en otra agencia y la había aceptado. Así pues, acudí a la agencia, en la cual me ofrecieron un sueldo magnífico por escribir los libretos. Era la Providencia que se me presentaba oportunamente, pues el hecho acontecía cuando las relaciones con Capulina no marchaban del todo bien. Por tanto, decidí dejar Cómicos y Canciones para dedicarme de lleno al Estudio de Pedro Vargas, pero el señor Riverol, mandamás de Publicidad D’Arcy, se apresuró a decirme que no había razón para dejar uno de los programas; que yo podría muy fácilmente escribir ambas series. Y yo estaba de acuerdo en ello, pues los dos programas eran muy diferentes entre sí, pero dudaba que Viruta y Capulina pensaran de la misma manera. Sin embargo, cuando supieron que en caso de verme obligado a escoger, yo me decidiría por el Estudio de Pedro Vargas, me dijeron que no había inconveniente.

—¿Pero cuál es el problema? —me dijo Capulina— tú tienes capacidad para escribir dos, cuatro y hasta mil programas al mismo tiempo.

Y la verdad es que no sólo pude hacerlo, sino que al poco tiempo esos dos programas, escritos por mí, competían semana a semana por obtener el primer lugar en el rating (el otro obtenía el segundo). Aunque debo aclarar que la parte principal del éxito debe haber correspondido a quienes aparecían en pantalla, pues así como Cómicos y Canciones contaba con los famosos Viruta y Capulina, el Estudio Raleigh contaba también con tres figuras de primerísima categoría: Pedro Vargas (titular de la serie), Paco Malgesto (insuperable locutor, conductor y animador) y Daniel «el Chino». Herrera, un comediante yucateco que irradiaba simpatía y gracia naturales, cualidades que se debían añadir a una capacidad histriónica de primer orden. También era muy importante la participación del simpatiquísimo y excelente locutor León Michel en la parte comercial. Todo aunado a la eficiente producción de las dos series, ambas a cargo de mis amigos Mario de la Piedra y Guillermo Núñez de Cáceres.

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Por aquellos días, México estaba siendo invadido por un fenómeno que había surgido de algún escondido rincón de Liverpool, Inglaterra, y que había ido expandiéndose hasta llegar a los más remotos rincones del mundo entero. Se trataba de cuatro jovencitos que, a querer o no, revolucionarían el universo de la música. Se hacían llamar Los Beatles. Es cierto que había ciertos antecedentes, el mayor de los cuales podía haberse llamado Elvis Presley, pero la trascendencia en dimensión universal corrió por cuenta del cuarteto británico. Sin embargo, a un lado de la aportación musical efectuaron otra que, en mi opinión, fue de consecuencias negativas: la despreocupada e imprudente confesión de que consumían drogas; lo que, en voces de los que eran ídolos de la juventud, constituía el más lesivo de los ejemplos.

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Los periódicos comentaban el lamentable fallecimiento de Juan XXIII, el llamado Papa Bueno, a quien muchos habían considerado como «un Papa de transición», ya que había alcanzado el pontificado cuando estaba próximo a cumplir 70 años. Debido a esto, el mundo de la cristiandad quedó más que sorprendido cuando Juan XXIII anunció la realización del Concilio Vaticano II, el que habría de efectuar la más radical actualización de la Iglesia Romana en mucho tiempo. Por ejemplo: fue a partir de entonces cuando se empezó a celebrar la misa con el altar de frente a los fieles y usando el idioma propio de cada país. Juan XXIII sólo había permanecido cinco años en la Silla de San Pedro, pero a pesar de que la brevedad del lapso no le permitió alcanzar a ver el desenlace del Concilio, le fue suficiente para estampar en el Vaticano su huella de amor y caridad.

Su lugar fue ocupado por el Papa Paulo VI, quien dio continuidad a la obra emprendida por su antecesor, en la que estaba incluida la terminación del Concilio Vaticano II.

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Un día Capulina me pidió que lo acompañara a un establecimiento comercial de la Zona Rosa, especializado en la venta a consignación de artículos diversos, entre los cuales destacaban algunas antigüedades. En esa ocasión, sin embargo, el objetivo de Gaspar no era ni la compra ni la venta de artículo alguno, sino la visita al dueño del establecimiento para que éste elaborara la «carta astral» de mi amigo. Ese señor (cuyo nombre no recuerdo) tenía fama de ser uno de los más eficientes astrólogos de México. Pero hubo algo que yo no esperaba: la desmesurada atención con que fijó sus ojos en mí cuando íbamos llegando a su establecimiento. Era una mirada penetrante y escudriñadora que parecía tener la intención de taladrarme hasta llegar a lo más profundo de mi ser. Y debo confesar que tal actitud me provocó un buen grado de nerviosismo y desconcierto; sobre todo porque tuve que esperar un buen rato antes de descubrir la causa de su extraña actitud.

Pero la cosa iba en serio. El astrólogo extendió un pliego sobre su mesa de trabajo, explicándonos que se trataba de un «plano astral», del cual se podrían extraer datos suficientes como para revelar el futuro de cualquier persona.

—Aunque no por completo —reconoció el hombre—, digamos que tan sólo un 80 ó 90 por ciento.

Además: la información no estaba al alcance de cualquier neófito o ignorante. No; dicha información se podía obtener sólo mediante la aplicación de trazos y fórmulas especiales, tarea que estaba reservada para los «iniciados», como lo era el insigne maestro que nos atendía. Éste preguntó entonces a mi amigo la fecha, lugar y hora de su nacimiento, datos que marcó con toda precisión en la carta astral del cliente que en este caso era Gaspar Henaine, Capulina. Después, valiéndose de reglas, escuadras y compases, el hombre trazó una serie de líneas que unían dichos datos, entre sí y en combinación con la posición de planetas y constelaciones; todo lo cual —dijo— serviría para predecir el futuro más probable de mi amigo.

—Claro que el diagnóstico requiere trabajo —añadió—; de modo que lo tendré listo en un par de semanas.

—¿No es demasiado tiempo? —objetó Capulina.

—Es que hay datos que exigen mucho cuidado. Por ejemplo: el alineamiento de tales y tales planetas.

No recuerdo a qué planetas se refirió específicamente, pero ¿acaso podía caber alguna duda acerca de la trascendencia que tendría semejante alineamiento de planetas? Porque si es preocupante ver que muchos políticos están «alineados», ¿cómo estará la cosa si en vez de políticos habláramos de planetas?

Tampoco recuerdo cuál fue el precio de la consulta, pero sí recuerdo que el pago tuvo que ser de contado y en ese preciso momento. Es decir: por adelantado. Y fue entonces cuando averigüé a qué había obedecido la excesiva atención puesta sobre mi persona en el momento de llegar.

—Usted —me dijo el astrólogo— es poseedor de amplísimos poderes sobrenaturales.

—No; en serio.

—Sí, señor. Basta su presencia para sentir el flujo de fuerzas que emana de su interior. Es como una explosión de partículas magnéticas que se esparcen con la velocidad de la luz.

—¡Ah, chingá!

—De veras. Con decirle que en el momento en que usted entró a este lugar, yo sentí que me temblaban las piernas y que me estremecía sólo con verlo.

—Bueno, lo mismo me dijo Sofía Loren cuando me conoció, pero…

—¡Sí: ya sé que usted es un escéptico absoluto! Pero deme sus datos personales para elaborar su carta astral, y entonces comprobará si tengo o no tengo razón.

—Es que… usted podría tener razón, pero yo no tengo dinero.

—¡No le voy a cobrar un solo centavo! —exclamó en tono más que agresivo—. Si lo quiero hacer es únicamente por el interés profesional que me han despertado las explosivas ondas que irradia su cerebro.

Estaba a punto de repetir mi negativa, pero el hombre conservó la palabra cuando advirtió a Capulina:

—Perdóname, Gaspar —le dijo en tono de disculpa—. Tal vez pienses que esta distinción debí haberla tenido contigo, pero créeme que este individuo tiene algo especial.

—Está bien —respondió mi amigo—, adelante.

—Pero es que yo no creo en esas cosas —logré decir—. Y no voy a creer aunque usted me diga lo que me diga. Por lo tanto, no veo razón para que usted pierda su tiempo.

El hombre insistió en mirarme con aquellos ojos de taladro que tenía, y después de haber suspirado con resignación, me dijo:

—De acuerdo, pero le voy a hacer una revelación que muy pronto lo hará cambiar de opinión, lo quiera o no lo quiera usted.

La advertencia hizo que Capulina aguzara el oído, actitud que notó inmediatamente el astrólogo, el cual comentó entonces:

—Tú también puedes escucharlo, Capulina. Pero se trata de un asunto muy delicado, de modo que ambos deben prometerme que no dirán una sola palabra de lo que escuchen aquí.

—¡Prometido! —se apresuró a responder Capulina, al tiempo que me miraba como pidiéndome que yo también colaborara en ese sentido, a fin de que no quedáramos privados de la misteriosa confidencia.

—Pero además —indicó el astrólogo—, el secreto sólo tendrá que conservarse durante muy poco tiempo. Después quedarán en libertad para promulgarlo a los cuatro vientos, si así lo quieren.

Los intentos de convencimiento empezaban a prolongarse más de la cuenta, de modo que yo terminé por prometer la discreción solicitada.

—Pues pongan atención —nos dijo entonces el astrólogo, bajando la voz, a pesar de que ahí (en su «privado») no había nadie más—: hace cosa de un mes —añadió— en este mismo lugar recibí la visita de una actriz de cine que estaba interesada en la elaboración de una carta astral de su persona.

—¿Quién era? —preguntó Capulina vivamente interesado.

—Aguarda —dijo el chamán urbano en tono solemne. Y añadió—: Yo accedí de buena gana a la petición de la mujer, sin imaginarme siquiera la terrible revelación que obtendría una vez desarrollado el estudio.

—¿Por qué? —preguntó Capulina—. ¿De qué se trata?

—¡Ay, muchachos! —exclamó el hombre con un suspiro de dolor—. A esa mujer no le quedan más de dos meses de vida.

—¿Pero quién es?

—Una actriz de cine ampliamente conocida. ¡Pero qué digo ampliamente… amplísimamente conocida! Porque no sólo la conozco yo y la conocen ustedes; la conoce el mundo entero… Díganme ustedes: ¿de qué le sirve una fama de la que ya no podrá disfrutar dentro de un par de meses?

—¿Así de drástico?

—Así de drástico. Los astros no mienten, y los astros lo dicen con absoluta claridad: a esa actriz no le quedan más que dos meses de vida. Por lo tanto, es el triste destino de María Félix.

Lo había dicho tal cual: ¡María Félix! La máxima figura femenina que ha tenido el cine mexicano en todos los tiempos, había recibido sentencia de muerte por parte de esos jueces inexorables que son los planetas cuando les da por alinearse de manera inconveniente.

Entonces, la bellísima actriz debe haber tenido alrededor de cuarenta años, una edad que le da carácter de injusticia a la muerte y más cuando la víctima se ha distinguido por haber sido depositaría de todas las distinciones que puede deparar la existencia de un ser humano: belleza, fortaleza, personalidad, talento, etcétera.

Sin embargo, escribo estas líneas después de haberse iniciado el siglo XXI, el tercer milenio. La inigualable señora tiene poco de haber fallecido, con más de 90 años de edad.

La anécdota no debería terminar ahí, pues me parece inevitable resaltar lo absurdo del hecho. Lo incomprensible que resulta el constatar que eso no sucedió en un pueblo perdido en la serranía, y ni siquiera en un barrio marginado de la ciudad, sino en la Zona Rosa de la capital mexicana; un barrio que se considera exclusivo de la «mejor» sociedad. Y no aconteció en los albores de la Conquista ni en los toscos inicios del país independiente, sino en pleno siglo XX, el siglo que envió astronautas a la Luna y el telescopio Hubble al espacio.

Pero lo incomprensible excede las dimensiones del tiempo y el espacio, pues abarca también las medidas abstractas, como son las determinadas por la educación, la preparación y las posiciones socioeconómicas. Y en esta tesitura podemos colocar a un Adolfo Hitler, quien recurría a la astrología con la estúpida idea de que los mejores consejos vendrían de planetas, adivinos, clarividentes y demás explotadores de la cándida credulidad de la gente. ¡Y ya sabemos cómo le fue! Pero México no se queda atrás, pues muchas veces se ha comentado la forma en que los astrólogos eran consultados por personalidades como el entonces presidente José López Portillo, un hombre que, además del cargo que ostentaba, se distinguía por ser poseedor de una preparación y una cultura más que envidiables. No tengo constancia de ello, pero los comentarios añadían que los astros no supieron advertirle que el precio del petróleo se derrumbaría, lo cual le impediría «administrar la opulencia».

Ahora bien: el absurdo se prolonga a través de periódicos, revistas, programas de televisión, de radio, etcétera. Sí, porque resulta difícil encontrar una publicación en que no aparezcan los estúpidos horóscopos, presentados en tal forma que dan la apariencia de ser «información» auténtica e importante. Pero lo más triste del caso es que este fraude (que no es otra cosa) se presenta auspiciado por periódicos, revistas y estaciones de radio o televisión que gozan de amplio prestigio.

—Es que esas cosas tienen una gran aceptación por parte del público —dicen muchos a modo de justificación.

¡Y desgraciadamente es verdad! Pero también es verdad que tienen mucha aceptación las noticias amarillistas, así como tienen aceptación las drogas, la pornografía, etcétera.

Así pues, lo más natural es ver a un estú… (iba a escribir el calificativo «estúpido» al referirme al tipo ése que sale en la televisión enunciando horóscopos, pero no: de estúpido no tiene nada. Al contrario: es un auténtico «vivo». Estúpidos somos los que lo vemos sin protestar). Tan estúpidos como somos los que tampoco protestamos al ver que alguien pretende convencernos de que «una pulsera es milagrosa» o que «un trozo de cuarzo tiene poderes sobrenaturales».

Para concluir con el tema: cuando la gente le pregunte a qué signo pertenece, usted limítese a llevar la cuenta de los que le han hecho la misma pregunta. Es una manera sencilla de empezar a averiguar cuántos idiotas hay en el mundo.

Cierto día de 1963 me había dicho mi mamá:

—¡A que no te imaginas quién es el candidato del PRI para la Presidencia de la República!

—Ni idea —respondí con toda sinceridad, pues la política era algo que jamás me había interesado.

—Pues nada menos que tu tío Gustavo.

Se refería a Gustavo Díaz Ordaz, tío mío porque era primo hermano de mi mamá, ya que Díaz Ordaz era solamente el apellido (compuesto) de su padre, mientras que su apellido materno (también compuesto) era Bolaños Cacho. En otras palabras: el nombre completo del futuro presidente era Gustavo Díaz Ordaz Bolaños Cacho. Era hijo de Ramón Díaz Ordaz, de Tehuacán, Puebla, y de Sabina Bolaños Cacho, de Oaxaca. Y, por la misma línea, también era primo hermano de mi querido tío, el doctor Gilberto Bolaños Cacho.

Dije que era el nombre del «futuro presidente», consciente de que en ese tiempo no cabía la menor duda: el candidato del PRI era el futuro presidente de México.

A pesar de lo cercano del parentesco yo había tenido un trato muy eventual con el tío Gustavo (tan eventual como lo había tenido con la gran mayoría de mis tíos) pero la impresión que guardo de él es la de un tipo simpático. Cantaba muy bien, acompañándose con la guitarra, tenía una estupenda voz (para cantar y para hablar) y era muy bueno para contar chistes. (Era, además, político, pero en este mundo nadie es perfecto). Menor aún fue el trato que tuve con su esposa, doña Guadalupe Borja, y con mis primos Gustavo y Lupita. Sólo tuve algunos encuentros ocasionales con mi otro primo: Alfredo; esto fue debido a su profesión de compositor, ya que hizo varios trabajos para Televisa (era un excelente músico). A quien sí traté un poco más fue a la mamá de mi tío Gustavo, la tía Sabina, de quien puedo asegurar que era una linda y abnegada mujer.

En el momento en que mi madre me dio la noticia, tuve la fortuna de tomar una decisión que en ese momento parecía absurda, pero que a la larga resultó altamente positiva.

—¿Sabes qué? —le dije a mi mamá—. No voy a ver al tío Gustavo de aquí a 1970, cuando termine el sexenio en que gobernará él.

Por supuesto que la razón por la que tomaba esa decisión no representaba, ni mucho menos, una premonición de Tlatelolco 68. Y tampoco relaciono aquellos acontecimientos cuando digo que mi decisión resultó altamente positiva. No. Esta decisión fue tomada únicamente en función de las posibles influencias que se pueden atribuir a los parientes del presidente del país, influencias que yo no necesitaba y que, por demás está decirlo, jamás solicitaría. Pero tampoco es un gesto de prepotencia el asegurar que no necesitaba dichas influencias, ya que mis actividades estaban totalmente alejadas de la política. En esos días, por cierto, hice un comentario cuyo recuerdo provocaba que, mucho tiempo después, Emilio Azcárraga Milmo volviera a desternillarse de risa: «¡Qué tan fea será la política —comenté— que si a una palabra tan bella como es la palabra “madre” le añades “política”, se convierte en “suegra”!». Aquel comentario, externado hace más de 40 años, sigue teniendo vigencia en mi modo de pensar, aun reconociendo que tal actividad (la política) es y seguirá siendo un mal necesario. Y habrá que alabar a quienes la ejercen honestamente. (Es decir: no se perderá mucho tiempo al hacerlo).

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Un policía de tránsito me detuvo por conducir con exceso de velocidad. Pero le bastó ver el voluminoso abdomen de Graciela, quien se retorcía y se quejaba de dolor ante el inminente riesgo de dar a luz en plena calle. Entonces, el mismo policía se encargó de abrirnos paso, con la sirena encendida, hasta arribar al Sanatorio Francés de la avenida Cuauhtémoc. Una vez ahí, en vez de dirigirme al estacionamiento fui directamente al pabellón de emergencias, donde recibieron a la pobrecita de Graciela, cuyo dolor se incrementaba a cada segundo, y la condujeron al interior en una camilla. Sólo entonces fui a dejar el auto en el estacionamiento. De ahí regresé tranquilo y relajado para enterarme de que ya se había efectuado el alumbramiento y que éste había tenido lugar en la sala misma de emergencias.

Por lo demás, todo había acontecido satisfactoriamente, pues tanto Graciela como el bebé se encontraban en muy buen estado de salud. Pero el bebé, por cierto, era un varón; el primero de mi prole después de cuatro mujercitas (entonces no tenía la menor idea de que tiempo después llegaría otra damita). El pequeño sería bautizado con el nombre de Roberto (y no estoy muy seguro de que sea conveniente eso de bautizar a un hijo con el mismo nombre del padre). Pero el acontecimiento debe haber sido importante, pues entre los visitantes que tuvo ese día el Hospital Francés destacaba el general Charles de Gaulle, presidente de Francia en aquel entonces. Aunque tampoco estoy muy seguro de que haya acudido precisamente para conocer a mi hijo. Es más: ¿creerán que ni me saludó?

Roberto se fue convirtiendo a paso veloz en uno de mis mejores colaboradores, primero como editor de mis programas y luego como asistente de dirección. Inclusive intervino como actor, pero no sólo en TV, sino además en teatro, pues formó parte del elenco en una obra que llevé a la escena en 1984, titulada Títere. Esto lo hizo de manera improvisada —debido a que entró como relevo al sustituir a un actor que no había aceptado el papel—; y puedo asegurar que su intervención fue más que estupenda, a pesar de que tuvo que cantar y bailar, cosas que él nunca había hecho. Después empezó a desenvolverse como director de cámaras y director general, para luego dedicarse de lleno a la producción, terreno en el que ha destacado como productor general de toda clase de telenovelas, programas unitarios, etcétera. Por si no fuera suficiente, mi hijo se encarga de manejar muchos de mis asuntos personales.

De su vida personal puedo decir que Roberto fue el único miembro de mi prole que no heredó mi baja estatura, pues debe medir entre 1.73 y 1.74 metros de estatura. Se casó con Kim Bolívar, una linda muchacha con la que tuvo a Roby y Tamara, dos miembros más del conjunto llamado: «los 12 mejores nietos del mundo». Luego, por razones que sólo ellos conocen, Roberto y Kim se divorciaron; ella se fue a vivir a San Diego, California, en compañía de sus hijos de modo que para ver a éstos, Roberto tiene que viajar hasta allá con la mayor frecuencia posible.

Roberto volvería a casarse algunos años después con Chantal Andere, como lo he narrado en estas páginas. Y yo tengo que decir que quiero profundamente a ambas: Kim y Chantal, así como creo que ambas me quieren a mí.

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Los locutores de XEW (televisión y radio) acostumbraban poner en escena su célebre Tenorio de los locutores. Lo hacían anualmente durante un par de semanas, alrededor del Día de Muertos como se acostumbra en México. Los papeles eran interpretados de manera alternada por varios de los locutores más famosos, entre los que destacaban Paco Malgesto, Rubén Zepeda Novelo y León Michel, acompañados por conocidas actrices profesionales, todo bajo la dirección del insuperable Chucho Valero, el cual, a su vez, siempre interpretaba al Ciutti. Pero en cierta ocasión, don Chucho me llamó y me dijo: «Este año yo no voy a actuar, y me gustaría que tú encarnaras al personaje».

Yo había actuado únicamente en televisión, al lado de Viruta y Capulina y en papeles muy pequeños, pero jamás lo había hecho en un teatro ni había tenido a mi cargo un papel tan importante, de modo que es fácil imaginar el impacto que me produjo su invitación. ¡Pero me apresuré a aceptar!

Era mi primera experiencia al respecto; y el obstáculo a superar se llamaba miedo escénico. Pero, afortunadamente para mí, se hilvanaron varios factores que me auxiliaron, como la excelente dirección del señor Valero, la colaboración amable e indulgente de actores y actrices y, por supuesto, la sorprendente aceptación por parte de un público que con sus risas y sus aplausos parecía decirme: «Sí: sí tienes porvenir en los escenarios».

No puedo terminar la narración de esta anécdota sin mencionar a dos destacadas actrices con las que tuve el honor de alternar: doña Isabelita Blanch, estrella de larga trayectoria en los escenarios, quien derramó dulzura y picardía interpretando a doña Brígida, y la bellísima Silvia Derbez, protagonista de múltiples telenovelas, así como de películas y obras de teatro, quien tuvo a su cargo el papel protagónico femenino (Doña Inés), personaje al que dio vida con toda la ternura, pasión y demás componentes que requiere el guión. Silvia, por cierto, fue la mamá del famoso comediante Eugenio Derbez.

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Algún tiempo después las relaciones entre Viruta y Capulina empezaron a andar bastante mal, al grado de que llegó el momento en que Capulina le dijo de manera abrupta a su compañero:

—La gente se ríe conmigo, lo cual significa que yo soy la parte más importante de la pareja. Por lo tanto, yo debo ganar más que tú.

—¿Qué tanto más? —preguntó Viruta con una inesperada tranquilidad, reveladora de que ya veía venir algo así y de que estaría dispuesto a negociar.

—Digamos que yo gane 60 por ciento y tú 40.

—De acuerdo —respondió Viruta con la misma tranquilidad.

Y así se hizo de ahí en adelante. ¿Por qué aceptó Viruta un arreglo que no sólo parecía ser injusto sino que, además, había sido propuesto con una actitud de arrogancia y prepotencia? ¿Aceptaba humildemente el papel de comparsa, realmente convencido de que ésa era la realidad? Yo creo que no, que lo que hizo fue sopesar las dos partes de la opción, aceptar o no aceptar, y de ahí deducir que lo conveniente sería la aceptación, pues estaba claro que la propuesta de Capulina era en realidad una decisión tomada previamente y de manera unilateral. Es decir: sabía que, para él, lo mejor era conservar «el empleo» que de todos modos le seguiría proporcionando una magnífica retribución económica. Esto de ninguna manera representaba la aceptación de una limosna (por jugosa que fuera) ya que estaba consciente, como lo estábamos todos, de que su aportación laboral era importantísima. Y también sabía que, paradójicamente, su 40 por ciento le permitiría llevar una existencia mucho más cómoda y tranquila que lo que podría permitir el derroche de 60 por ciento que haría Capulina.

No obstante, el precario arreglo dejaba entrever que éste no tendría mucho tiempo de vida, por lo que poco después llegó la separación definitiva de la pareja.

—¿Por qué? —preguntaba la gente.

Y Viruta, con ese estupendo humorismo que irradiaba cuando no estaba en escena, contestaba:

—Es que ya llevábamos mucho tiempo de estar unidos y nunca me pudo dar un hijo.

Sin embargo, la relación entre ellos quedó dolorosamente lesionada y muy lejos de distinguirse como tema para cualquier clase de bromas. Tanto, que esta situación se prolongó hasta el fallecimiento de Marco Antonio Campos, Viruta, acaecido muchos años después.

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La agencia de publicidad se mostró vivamente interesada en que continuara el programa Cómicos y Canciones aun sin Viruta, lo que se logró sin problemas.

El proyecto incluía al escritor, que era yo. Y la verdad es que no era difícil la elaboración de los libretos, pues Capulina seguía haciendo gala de aquello que para muchos era una gracia natural. Además se buscó apoyarlo con elencos de calidad, como podrá deducirse al saber que durante un mes compartió el set de televisión con la mundialmente famosa Gina Lollobrigida, estrella del cine italiano que había participado en grandes producciones cinematográficas. En aquella ocasión, por cierto, la célebre actriz me hizo objeto de un elogio que me hinchó de orgullo, pues me dijo textualmente: «Eres un gran escritor y un gran actor». Esto último porque tuve un pequeño papel en uno de los programas en que ella participó.

El éxito de Capulina no había sido gratuito, como insinuaban algunos de sus detractores, pues tenía grandes dotes de actor, cantaba estupendamente, poseía un enorme aplomo en el escenario y complementaba todo eso con la gracia natural de que ya hemos hablado. Sin embargo, algunas veces sufría por ese pequeño recelo que muestran muchos comediantes cuando sus compañeros arrancan carcajadas al público.

—¿Por qué escribes para que fulano diga (o haga) chistes? —me dijo Capulina más de una vez—. Aquí el que debe hacer reír soy yo, y por lo tanto, debo ser el único que haga chistes en el programa.

Yo intentaba explicarle el riesgo que puede implicar una táctica semejante, pero mis intentos fracasaban una y otra vez, lo que me orillaba a imaginar algo que en esos momentos no pasaba de ser una total utopía: «Si alguna vez llegara yo a ser titular de un programa —pensaba (y en esa suposición radicaba la utopía)—, haría todo lo contrario. Es decir, buscaría ser acompañado por los mejores comediantes, de modo que todos aportáramos algo al programa».

Pasado el tiempo la utopía se convertiría en realidad, pues llegué a ser el actor titular de varios programas. Y me enorgullece saber que cumplí mi pronóstico al pie de la letra, como le puede constar a cualquiera que haya seguido de alguna manera mi carrera. Pero, además, confieso que lo hice también por conveniencia propia, ya que con esto conseguía dos objetivos altamente redituables: enriquecer el contenido del programa y disminuir la posibilidad de que mi presencia llegara a hostigar al público. Por ejemplo:

—En el último programa del Chavo —me reclamaba alguien— quien menos tiempo estuvo en escena fue el propio Chavo.

—Porque la trama exigía otra cosa —respondía yo. Y preguntaba a mi vez—: ¿Pero de todos modos te divertiste?

—¡Ah, claro! —era la rutinaria respuesta.

En otras ocasiones podría sospecharse que los comentarios implicaban una forma de agresión:

—A mí —decía alguno— el que más me hace reír es Quico.

—A mí —decía otro— quien me hace reír es la Chilindrina.

—A mí, don Ramón.

—A mí la Chimoltrufia.

Etcétera, etcétera.

Aunque, claro, no faltaba alguien a quien le gustara el propio Chavo, el Chapulín Colorado, el Chómpiras o cualquier otro personaje interpretado por mí, pero en resumen, lo que gustaba era el programa. Y eso era lo importante.

• • •

Mientras tanto, regresando al tema de Capulina, la relación entre él y yo se iba encapotando con negros nubarrones; pero no sólo por lo complicado que resultaba el escribir con esas limitaciones, sino que, además, empezaron a surgir problemas relacionados con mi participación como actor en los programas. De común acuerdo habíamos establecido que a partir de la ausencia de Viruta yo actuaría en todos los programas, pero llegó el momento en que me dijo:

—No conviene que salgas en tantos programas; la gente puede creer que eres algo así como un Viruta de segunda clase.

Estaba claro que tal apreciación carecía totalmente de sustento. Y también estaba claro que él no quería tenerme más tiempo a su lado, de modo que presenté mi renuncia en D’Arcy.

¡Se negaron a aceptarla! Y si lo pongo entre admiraciones es porque el primero en rechazar la renuncia fue el propio Capulina. No obstante, muy pronto encontré una explicación que aclaraba todo: lo que no aceptaban era mi renuncia como escritor, pues como actor yo tenía las puertas abiertas de par en par. Es decir: me podía ir al carajo si quería. Pero como en ese tiempo yo seguía considerando que mi porvenir estaba prendido sólidamente a mis facultades de escritor, pues acepté negociar. Eso sí: imponiendo una condición: que mi crédito como escritor saliera en la pantalla con caracteres más grandes que los de Capulina. ¿Creerán que me fue concedida la exigencia? ¡Pues sí! Y estoy seguro de que, al menos en México, no hay antecedentes de algo semejante (que haya sido mayor el crédito del escritor que el del protagonista).

Antes de aquel «arreglo» con D’Arcy y Capulina, yo había actuado en dos películas de éste, ambas adaptadas por mí: Operación Carambola y El zángano. En la primera tuve un papel de regular tamaño y en la segunda sólo una intervención especial. Creo que en las dos películas destacó mi participación. Pero eso fue lo último, pues después vino el «arreglo» y luego la ruptura definitiva, determinada por decisión mía, ya que me era anímicamente insoportable el trabajar en aquellas condiciones de «amigos pero no tanto» o «enemigos pero no mucho». Por lo tanto volví a presentar mi renuncia a Cómicos y Canciones, esa vez con carácter de irrevocable.

Seguía escribiendo El Estudio de Pedro Vargas y, ocasionalmente, varios programas más. Entre éstos podría destacar El Yate del Prado, con la actuación estelar del inolvidable Panseco, quien había sido la primerísima figura en el humorismo radiofónico, y Alegrías Musicales Adams, con la actuación de dos amigos míos: César Costa y Alejandro Suárez.

También tuve una participación en cuatro proyectos que finalmente formaron parte importantísima de mi futuro. La razón de esto fue que los cuatro proyectos se debían a una persona a quien yo viviré eternamente agradecido. Me refiero a Sergio Peña, un cubano que, como contaré luego, fue determinante en mi vida profesional. Mientras tanto, diré que Sergio era cubano porque nació en la bella isla, pero era simultáneamente un mexicano como el que más. Su cuerpo era enorme: alto, amplio y extremadamente robusto. Pero su alma era todavía más grande. Estaba unido en matrimonio a la hermosa y simpática Kippy Casado, y entre ambos emprendían toda clase de actividades relacionadas con el espectáculo.

De aquellos cuatro proyectos, dos se convirtieron en series de televisión y dos quedaron en la etapa de «programas piloto»; es decir: grabaciones que servían como muestra para los posibles clientes. Una de las series estaba encabezada por Las Hermanas Navarro, estupendas cantantes y actrices, y la otra tenía como estrella al magnífico comediante Oscar Ortiz de Pinedo (padre de Jorge, del mismo apellido). De los «programas piloto», uno no llegó a tener título, pero estaba encabezado por Emilio Brillas, en mi concepto uno de los mejores comediantes de todos los tiempos del teatro mexicano. No se hizo la serie respectiva por razones de salud del protagonista. Y el otro programa piloto merece párrafo aparte.

Se titulaba El Hotel de Kippy y sería estelarizado por Kippy Casado, obviamente. La acompañaba Luis Manuel Pelayo, otro gran comediante. En el programa piloto debía aparecer también un viejecito remolón que fallecía en el transcurso de la trama, papel que había sido asignado a otro estupendo actor de comedia: Arturo Cobos, «Cobitos». Pero éste nunca llegó a la grabación del piloto. Entonces, tal como había sucedido en un programa de Cómicos y Canciones, me pidieron que saliera al rescate, a lo que accedí de buena gana. Y la muestra resultó tan buena, que el cliente (Colgate-Palmolive) se apresuró a decir que sería el patrocinador de la serie.

—Pero habrá que hacerle una modificación —dijo el ejecutivo principal de la firma.

Yo había llegado un poco tarde a la junta donde se comentaba esto, de modo que no entendía lo que pasaba. Y protesté diciendo:

—Perdónenme, pero el escritor soy yo. Y yo opino que así está bien.

—De acuerdo —dijo el mismo ejecutivo—, pero nos parece que el papel del viejito es estupendo, de modo que queremos que resucite al personaje.

Lo mejor de todo era que, debido a la caracterización, no me habían reconocido, de modo que el elogio resultaba absolutamente sincero. Luego, cuando supieron que yo mismo había sido el actor que interpretó al personaje, aumentaron los elogios y el interés por llevar a cabo lo que habían sugerido. Y a mí me encantó la idea, por supuesto, dado que, además, sería muy fácil escribir un segundo capítulo en el que se explicara que el fallecimiento del viejecito había sido fingido, o cualquier cosa por el estilo. Por lo tanto me puse a trabajar inmediatamente.

Lo primero que hice fue encargar la elaboración de una peluca de ancianito a mi medida, lo mismo que unos bigotes, también blancos. Luego compré unos anteojos antiguos que estaban que ni mandados a hacer… y muy poco después se derrumbó todo el proyecto.

Sucedió que, cuando apenas estaban escritos un par de capítulos, Kippy Casado nos comunicó que estaba embarazada y que su estado implicaba grandes riesgos de salud, razón por la cual debería permanecer en absoluto reposo hasta después de haber dado a luz. Y si bien era doloroso saber que el proyecto no se llevaría a cabo, más difícil resultaba que la querida compañera tuviera la salud afectada de esa manera.

La aventura tuvo consecuencias a largo plazo. De modo que, llegado el momento adecuado, volveré al recuerdo de estos acontecimientos.

Tiempo atrás yo había empezado a escribir una comedia para teatro. Sin embargo, había varias razones que me impedían terminarla: primera, la falta de capital para intentar ponerla en escena cuando la hubiera terminado. Segunda, no tenía la menor idea acerca de quién podría protagonizarla. Sin embargo, esta segunda duda empezaba a encontrar una solución: ¿y si fuera yo mismo el protagonista?

—Pero si a ti nadie te conoce —me dijo más de uno— todo lo que has hecho son papelitos minúsculos en los programas de Cómicos y Canciones, y las obras de teatro requieren la presencia de alguna figura, por lo menos.

—Bueno —comentaba yo—, hay dos papeles que pueden ser considerados como estelares, de modo que podría contratar a un actor famoso para encabezar el reparto.

—¿A quién? —por ejemplo.

—Alejandro Suárez.

—¿…? ¿Y quién es Alejandro Suárez?

—El hermano de Héctor, de los que salen en Variedades de Mediodía.

—Sabemos quién es Héctor Suárez y quién es su hermano Alejandro (que en realidad sólo es su medio hermano). Pero preguntamos que quién es él como para estelarizar una obra de teatro. Es decir: la pregunta implica que es lo mismo que tú: nadie.

—¡Alejandro es un excelente actor! —dije con énfasis.

—De acuerdo. Y tú también tienes lo tuyo. Pero ambos están en una situación similar: todo lo que han hecho es llevar papeles de tercero o cuarto orden en programas de televisión. En otras palabras: tu obra sigue sin contar con una figura que lleve público al teatro.

—Pero también hay un papel femenino.

—Por ahí podría ser. ¿En quién has pensado?

—En Norma Lazareno.

—¿Estás borracho?

—¡Espera! ¡No me digas que tampoco sabes quién es Norma Lazareno! Fue la estrella femenina de una película que tuvo mucho éxito: El dolor de pagar la renta.

—¿Hace cuánto tiempo?

—Bueno… hace algunos años.

—Algunos, no; bastantes. Los suficientes para que el público ya no tenga ni la menor idea de quién es Norma Lazareno.

Y los comentarios seguían en ese tono. Hasta que un día se me acercó un jovencito que entonces empezaba su carrera como ayudante de producción: Humberto Navarro, más tarde ampliamente conocido en el ambiente de la televisión, el cual me dijo:

—¿Es cierto que quieres poner una obra de teatro que tú escribiste?

—Que estoy aún escribiendo —rectifiqué—. Porque todavía no la termino. Pero sí: sí me gustaría llevarla a un escenario.

—Entro de socio contigo.

Su oferta me tomó más que por sorpresa, pues «El Niño» (como le decían a Humberto) ni siquiera había leído la pieza; y yo le hice notar esto, pero él insistió, halagándome:

—Me basta con saber que se trata de una obra tuya. Es suficiente.

El elogio aumentaba mi turbación, de modo que todavía repliqué, echando mano de ese defecto que tenemos muchas veces (yo más veces que otros) de atenuar el rubor subestimando los méritos propios, a veces como si fuéramos opositores de lo nuestro:

—Pero no tengo un actor de renombre; el estelar voy a ser yo.

—¡Tanto mejor! ¿Cuándo empezamos?

—Los demás están en el mismo caso: Norma Lazareno y Alejandro Suárez…

—¡Alejandro Suárez! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡No hay más que discutir! ¿Dónde firmo?

Y nos lanzamos a la aventura.

Cada uno aportaría la mitad de la inversión, cuyo primer gasto obedeció al anticipo que dábamos para el alquiler del teatro, que sería el hoy desaparecido Sullivan, en la calle del mismo nombre. Tenía capacidad para 340 personas y la renta era de 12 000 pesos mensuales. Era un precio razonable para aquel tiempo (1966). Entonces, mientras Humberto se encargaba de los trámites necesarios, yo terminaba de escribir la obra, cuyo título debía haber sido ¡Silencio… recámara… acción! Y digo que debía haber sido pero no fue, ya que entonces existía un censor que se encargaba de aligerar el peso de nuestras cochambrosas conciencias, impidiendo que en las marquesinas y los periódicos se exhibieran títulos tan «nauseabundos». No recuerdo el nombre completo del insigne censor, ni merece éste que alguien lo recuerde. Sobre todo después de los innumerables recordatorios de familia que debe haber recibido en aquellos tiempos. Y no me quedó más remedio que titular mi obra ¡Silencio, cámara, acción! Esto hizo que mi hija Cecilia, quien tenía 6 años de edad, preguntara:

—¿Por qué cambiaron el título? A mí me gustaba más recámara.

—Pues sí —le respondí—, a mí también me gustaba más como estaba antes… Pero hubo alguien más a quien no le gustó.

—¡Pues qué tonto! —replicó Cecilia—. Porque era mucho más chistoso como estaba antes. ¿Pero sabes qué?

Si ya le quitaron el re del principio, ahora quítale el ra del final y vuelve a quedar chistoso, porque resulta «¡Silencio, cama, acción!» (espero que lo haya dicho con toda la inocencia de la edad que tenía entonces).

Habían sido muchos quienes pronosticaron un fracaso. Y acertaron. Los primeros días entraban 12, 13 o hasta l5 personas por función, sin olvidar que hubo una función con 9 asistentes (incluyendo a Graciela y el taquillero, que se sentaron por ahí). Esto representaba una pérdida diaria de una cantidad considerable, pero Humberto y yo recurríamos a nuestras exiguas cuentas bancarias y no permitimos que los actores y los técnicos se fueran un sólo día sin su paga correspondiente. Sin embargo, no podíamos portarnos tan gallardamente con respecto al alquiler del teatro, cuyo pago finiquitamos hasta tres o cuatro meses después de haber quitado la obra de cartelera. Pero el dueño del Teatro Sullivan era el doctor Gustavo Baz, médico y político muy conocido y con una capacidad económica que podía aguantar retrasos como ése y más prolongados.

Por otra parte, los poquitos espectadores que iban se reían mucho y salían hablando muy bien de la obra y de los actores. La consecuencia era que la asistencia aumentaba función tras función (que entonces eran dos diarias de martes a domingo); es decir: 12 funciones a la semana. Esto representa algo estupendo cuando la temporada es un éxito, pero resulta todo lo contrario cuando la asistencia es la misma, como aconteció con nosotros durante un buen lapso. No obstante, el lento pero constante aumento de asistentes me hacía sentir optimista, aunque no pasaba lo mismo con Humberto Navarro, quien me dijo que sólo seguiría participando en la sociedad hasta que se alcanzaran las cien representaciones de la obra. Le hice ver que de ahí en adelante debería mejorar todo, pero él ya no quiso arriesgar su capital. Por tanto, hicimos la función de las cien representaciones y luego seguí solo con el paquete. Y sucedió lo que había previsto: la situación mejoraba día con día, al grado de que empecé a recuperar un poco de lo perdido… pero sólo un poco, porque entonces aconteció lo que en aquellos tiempos era inesperado: la televisión anunció que transmitiría en vivo los partidos del Campeonato Mundial de Fútbol que se efectuaría en Inglaterra. Y la televisión cumplió lo prometido, motivo por el cual todos los teatros quedaron prácticamente vacíos. Era una situación que no podía soportar mi reserva bancaria, que en esos momentos ya había descendido a algo así como 15 ó 20 centavos, de manera que decidí dar por terminada la temporada cuando llegamos a 140 representaciones. No obstante, una vez concluido el campeonato de fútbol, salí de gira por algunos lugares de la República y alcancé a recuperar más de la inversión.

El problema fuerte vino después, debido a que mi contrato de alquiler del Teatro Sullivan tenía aún seis meses más de vigencia, y yo tuve la mala fortuna de subarrendar el teatro a un hijo de quién sabe qué, cuyo apellido era Saldaña y cuyo nombre no quedó en mi amarga memoria. Sólo recuerdo que lo apodaban «El Zorro Gris». Gris por el pelo blanco y zorro por lo que era, ya que me subarrendó el teatro por seis meses, lo que se traducía en una suma de 72 000 pesos, de los cuales únicamente recibí 2500. La diferencia (69 500) fue una pérdida que en aquellos días representaba quedar endeudado de por vida, más lo que se acumulara en la semana. Sólo me quedó el consuelo de que el hijo del doctor Baz, propietario del Teatro Sullivan, me dijo que me concedía el plazo que fuera necesario para cubrir la deuda, sin intereses (Dios lo bendiga). Por otra parte, en aquellos momentos fue cuando escribí algo de lo solicitado por Sergio Peña, de modo que pude saldar la deuda poco antes de lo previsto.

No quisiera cerrar este capítulo sin mencionar una triste noticia que recibimos al finalizar la temporada de ¡Silencio, cámara, acción! en el Teatro Sullivan: acababa de fallecer el extraordinario cantante y actor Javier Solís, y lo velaban precisamente en la agencia funeraria que estaba a unos cuantos metros del teatro. Independientemente del dolor que me causó la noticia, yo no pude menos que recordar algunas anécdotas que se relacionaban precisamente con mi obra de teatro.

A petición de un productor de cine, yo había escrito tiempo atrás un argumento cinematográfico destinado a unir a dos grandes estrellas: Tin Tan y Javier Solís. Esto representaba para mí un acicate más que agradable, por lo que muy pronto terminé la tarea, presenté mi trabajo al productor y éste me dijo después de la lectura correspondiente:

—¡Excelente! No hace falta cambiarle ni una sola coma.

A decir verdad, es muy poco común que suceda algo semejante en la carrera de un argumentista cinematográfico… y este caso no fue la excepción, pues dos días después me pidieron que acudiera a las oficinas del productor.

—Tal como le dije —repitió el productor— el argumento está a pedir de boca. Y no le vamos a quitar una sola coma. Lo único que necesitamos es que le acomode un león.

—¿Un qué? —pregunté con la certeza de haber oído mal.

—Un león —puntualizó él, y para ser aún más explícito, añadió—: un felino enorme, con melena esponjada, garras afiladas y un hocico poblado de dientes y colmillos.

Me quedaba bastante claro. Quiero decir en cuanto a la descripción, pero no así en cuanto a la razón.

—Señor —le dije—: en esta película, Tin Tan y Javier Solís serán dos vaqueros, y la trama se desarrolla en el Lejano Oeste, cuando ambos acaban de…

—Sí, sí —me interrumpió—, ya sé. Y es una trama estupenda.

—¿Entonces por qué quiere que la echemos a perder?

—¡No; cuál echar a perder! Al contrario: usted sabe que en una pantalla de cine hay pocas cosas que sean tan atractivas como un león.

—Tal vez, pero…

—Y usted es un argumentista muy ocurrente, de modo que no le costará ningún trabajo abrir un huequito en la trama de su argumento y acomodar en él a un león.

—¿Pero por qué? —supliqué—. ¿Por qué quiere poner un león en esa película?

—Porque tengo un león.

La respuesta había sido pronunciada con toda tranquilidad, al tiempo que se encogía de hombros y arqueaba las cejas, de modo que todo se traducía en un solo concepto: obviedad. Y a mí no me quedó más remedio que imitar el ademán, como dándole a entender que yo estaba de acuerdo.

—Hay otro par de detalles —añadió con una sonrisa—. Se trata de un león imponente, hermosísimo, y lo que es todavía mejor: ¡me sale baratísimo!

El razonamiento anterior me había parecido aceptable, pero este último era más que contundente. Por lo tanto, me las ingenié para modificar la trama de mi argumento hasta dar cabida a un león imponente y hermosísimo, de modo que la película contó con la actuación del felino. (Aunque creo que la apreciación del productor no había sido muy certera que digamos, pues si bien era cierto que el animal era hermosísimo, lo de imponente lo quedaba a deber. Es más: yo diría que era un león maricón, pues retrocedía asustado cuando uno se acercaba a su jaula).

Ahora bien: poco después empecé a escribir mi comedia ¡Silencio… Recámara… Acción! (a la que me referí en páginas anteriores) y me di cuenta de que la anécdota encajaba perfectamente en la trama y concordaba muy bien con la tesis de ésta, de modo que decidí incluirla en la obra. Pero, tal como suelen hacer los argumentistas, yo magnifiqué el hecho sustituyendo al león por un elefante. Lo demás era idéntico: a un escritor que ya entregó su trabajo se le pide que incluya un elefante en la trama, lo que provoca el desconcierto y la desesperación del escritor (y la risa de los espectadores).

La anécdota tiene un epílogo adicional: tiempo después me encargaron la elaboración de otra adaptación cinematográfica, misma que entregué y que fue aprobada rápidamente. Días después fui llamado por el productor, quien me dijo:

—La adaptación es muy buena. ¿Pero, sabe qué? Añádale un elefante.

¡Lo juro!

Y sí, cómo no: añadí al elefante.