Capítulo V

Yo seguía estudiando en la Facultad de Ingeniería (con resultados menos que regulares) y al mismo tiempo había conseguido algunos empleos que me ayudaban con algo de dinero para gastos personales. El último de estos empleos fue en La Consolidada, empresa que fabricaba viguetas, varillas y otros artículos de acero. Pero tenía dos grandes inconvenientes: por un lado, el recinto laboral estaba tan alejado de mi casa, que debía tomar dos autobuses para trasladarme a él (lo que incluye un largo tiempo para el transporte, con la consiguiente necesidad de tener que levantarme tempranísimo); y por otro lado, es difícil imaginar un trabajo más aburrido que el que ahí desempeñaba, pues me pasaba el día entero consultando un libro (el Manual Monterrey) para calcular el número de remaches que debía tener una vigueta que sostendría un peso determinado. Por tanto, como quien no quiere la cosa me puse a buscar las ofertas de empleo de los periódicos.

«Se solicita aprendiz de productor de radio y televisión y aprendiz de escritor de lo mismo». Eso era lo que decía aquel anuncio que me llevó a solicitar empleo en Publicidad D’Arcy, hecho que marcó el primer paso que di para cambiar por completo la trayectoria de mi vida.

La agencia de publicidad ocupaba una casa que estaba situada en la avenida Reforma, en un terreno aledaño al primer sector de lo que entonces era el Hotel Continental. Lo primero que vi al entrar al vestíbulo de la casa (que sin lugar a dudas había sido una lujosa mansión residencial) fue la doble escalinata que conducía al piso superior, que en ese momento se encontraba atiborrado de gente. Aunque, para ser más preciso, lo atiborrado se refería solamente a uno de los sectores de la escalera, donde calculo que había de 50 a 60 personas, a diferencia del otro sector, donde la fila estaba formada por no más de 5 ó 6 individuos. Al entrar mostré el anuncio del periódico y dije que iba en busca del empleo de aprendiz de productor. Entonces me indicaron que me formara en la fila del lado derecho, que era la de 50 a 60 personas. Yo intuí que en tal caso la fila del lado izquierdo (la de 5 a 6 personas) estaba conformada por quienes aspiraban al puesto de aprendices de escritor, de modo que me apresuré a rectificar, diciendo que ése era el puesto que andaba yo buscando. En otras palabras: mi futuro profesional quedó definido por la diferencia del tiempo que debía permanecer formado en una fila.

El problema vino cuando me pidieron una muestra de algo que hubiera yo escrito. Sin embargo, recordé que tiempo antes había colaborado en la redacción de un periodiquito semanal que hacíamos en la colonia Del Valle durante los tiempos del carnaval y los juegos deportivos, de modo que prometí llevar al día siguiente la copia de algún artículo firmado por mí. En aquel entonces mi colaboración había consistido en una columna humorística que se titulaba «Cuartilla Loca»; y creo que fue eso (el humorismo) lo que decidió que fuera yo elegido para el puesto. ¿O habrá sido porque yo era quien se conformaba con el sueldo más bajo? Puede ser, dado que la oferta económica era de 350 pesos al mes; es decir: apenas un poco más de la mitad de los 600 pesos que ganaba en La Consolidada. No obstante, me fastidiaba tanto el trabajo en La Consolidada, que decidí aceptar la oferta de D’Arcy.

Esa decisión no fue sólo el punto de arranque de las actividades que regirían el resto de mi vida, sino que además llegó acompañada por muchos aspectos positivos: entre ellos la amistad que adquirí con varios compañeros de trabajo, muchos de los cuales llegaron a ser grandes personalidades en el ámbito de la televisión, como Guillermo Núñez de Cáceres, Mario de la Piedra, Rafael Matute, Humberto Navarro, Nicky Tavares y muchos otros. También fui favorecido por la enseñanza que me proporcionaron varios jefes, entre los cuales puedo destacar a don Humberto Sheridan, decano de los publicistas, a la señora Catalina Knizek, a don José Luis Mendoza y al jefe máximo de la agencia, don Carlos Riverol del Prado, creador del Monje Loco, la Bruja Maldita y Carlos Lacroix, todos ellos famosos personajes de la radio.

—¿Cómo anda usted en mecanografía? —me preguntó el señor Riverol el primer día en que fui a trabajar—. Porque en una agencia de publicidad hay ocasiones en que es necesario entregar el trabajo con prontitud.

—Bueno —le respondí con expresión de vergüenza—, en los dos últimos años no he tocado una máquina de escribir.

—Está bien. Todo será cosa de que se ponga al corriente.

Yo había respondido la verdad: en los dos últimos años no había tocado una máquina de escribir. Lo que no especifiqué fue que tampoco lo había hecho en todos los años anteriores de mi existencia. Por lo tanto, cuando entraba algún ejecutivo, yo debía simular que estaba meditando, para que no se dieran cuenta de que estaba aprendiendo a escribir a máquina. Aunque, por fortuna, el aprendizaje fue bastante rápido.

Otro de los aspectos positivos fue el compañero de trabajo con el que compartía un despacho: era el magnífico escritor y estupendo publicista Juan Lozano. Juan fue creador, entra otras cosas, de un programa de televisión que yo heredaría tiempo después como escritor: El Estudio Raleigh de Pedro Vargas.

Pero lo mejor de todo fue el darme cuenta de que me encantaba hacer eso. Entonces, pensando que aquello podría ser mi futuro, me dediqué a aprender a manejar del mejor modo posible la herramienta básica: el idioma. Lo hice de manera autodidacta, por lo que carecí de un método que me facilitara dicho aprendizaje, pero compensé la deficiencia con tesón y empeño. Si me topaba con alguna duda de ortografía, por ejemplo, escribía repetidas veces las palabras que contuvieran dicha duda. Y lo mismo hacía cuando encontraba palabras cuyo significado ignoraba: buscaba dicho significado y escribía frases que incluyeran la palabra en cuestión. Consultaba también todo lo que encontraba referente a puntuación, sintaxis y demás elementos de redacción. (Destaco el excelente libro titulado Ciencia del lenguaje y arte del estilo, del escritor y lingüista español Martín Alonso). Y no mucho después pude participar en algo que me ayudó a comprobar la utilidad de esta disciplina.

El diario La Afición había organizado un concurso relacionado con la redacción deportiva (especialidad de tal periódico) solicitando el envío de un artículo que hablara acerca de los Juegos Panamericanos de 1955, cuya sede había sido la Ciudad de México. Y a mí, aficionado a los deportes, no me costó gran trabajo escribir algo al respecto. En mi artículo empezaba por destacar el nuevo récord mundial de salto triple, establecido entonces por un atleta brasileño; seguía con un repaso de otros momentos estelares; resaltaba la excelente organización que, en mi opinión, ameritaba dos medallas de oro simbólicas: una «por equipos», para el Comité Olímpico, y otra «individual» para el jefe de dicho equipo, el general Clark Flores; y remataba con un deseo que entonces pareció sueño guajiro, pero que terminó siendo feliz premonición, pues yo insinuaba que la acertada organización podría ser un argumento para solicitar la sede de unos Juegos Olímpicos. Como ya se sabe, el pronóstico se hizo realidad 13 años después. Y como no se sabe (pero que aquí yo me encargo de que se sepa), el jurado calificador del concurso determinó que había un empate en el primer lugar… y que uno de los ganadores de dicho concurso se llamaba Roberto Gómez Bolaños. Excuso decir la alegría con que acudí a La Afición para recibir mi premio.

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Uno de los primeros trabajos que tuve a mi cargo fue la elaboración de libretos para un programa de radio que se llamaría Galería Musical. Cada emisión sería dedicada a un compositor famoso, con selección de tres o cuatro de sus canciones más conocidas y con la dramatización de algunas anécdotas personales, para lograrlo tenía que entrevistar previamente a los compositores. Fue así como tuve oportunidad de conocer personalmente a varios de los más famosos compositores del país, entre los cuales debo destacar a Manuel Esperón, a Gabriel Ruiz, a Gonzalo Curiel, a Manuel Álvarez, «Maciste», y por supuesto a Agustín Lara, autores de muchas de las canciones mexicanas más conocidas. Aquella experiencia me dejó excelentes recuerdos, como el de haber tenido la oportunidad de charlar con mi compositor favorito: Gonzalo Curiel. (Por cierto, tuvieron que pasar 45 años para que conociera a su hijo y homónimo, suceso que ocurrió en las instalaciones de la Sociedad de Autores y Compositores, donde él trabaja). Pero aquellas entrevistas me dejaron también algún recuerdo que contiene elementos de inevitable tristeza. Me refiero principalmente a la entrevista que hice al entonces célebre Manuel Álvarez, apodado Maciste, autor de canciones tan bellas como «Virgencita de Talpa» y la deliciosa melodía que compuso para el no menos delicioso poema de Andrés Eloy Blanco, «Angelitos negros». Los elementos de tristeza surgen por el recuerdo del lugar donde tuve que realizar la entrevista: el pobre cuarto de servicio de un modestísimo edificio de departamentos; cuarto que constituía todo su hogar y que estaba situado en la azotea del edificio. Había un baño común para varios cuartos similares.

Es que en aquellos tiempos se podían contar con los dedos de la mano los compositores que se daban el lujo de vivir de su música, pues no había, entre otras cosas, una organización que agrupara (y defendiera) a los creadores de tantas melodías y tantas letras de canciones que surgieron en México y le dieron la vuelta al mundo. Y aclaro que me refiero a lo que sucedía en México (y quizá en toda Hispanoamérica), pues si Maciste hubiera sido estadounidense, por ejemplo, la melodía de «Angelitos negros» le habría proporcionado ingresos suficientes como para vivir sin preocupaciones durante buena parte de su vida.

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Entre las grandes ventajas que encontraba en mi trabajo en Publicidad D’Arcy se encontraba la diversidad de labores, porque yo escribía lo mismo el texto de un comercial que la leyenda de un cartel, la presentación de un programa de radio o televisión, un jingle, etcétera. En este último renglón recuerdo haber escrito la letra de un buen número de jingles para los Chiclets Adams, la mayoría de los cuales era cantada por el excelente trío tamaulipeco de los Hermanos Samperio. (En realidad eran 5 ó 6 hermanos, y se reemplazaban unos a otros para conformar el trío. Pero todos eran excelentes cantantes y músicos).

En el renglón comercial me ufana destacar un slogan que hice para los camiones de carga Chevrolet, el cual decía algo así como: «Camión Chevrolet. Rinde más y jamás se rinde». Lo difícil, en cambio, era vender servicios fúnebres, pues no hay mucha gente que esté anhelando algo de eso. A mí, por ejemplo, me rechazaron un comercial que decía más o menos así: «¿Desea usted tener unas buenas pompas? Acuda a Pompas Fúnebres Poyoso. Con nosotros, sus pompas serán las mejores».

No obstante, el renglón que finalmente sería atractivo para mí era el referente a la parte artística. Y esto comenzó el día en que el señor Riverol me dijo:

—Usted tiene cierto sentido del humor. ¿Se considera capaz de escribir los diálogos de un programa radiofónico de comedia?

—Pues sería cosa de intentarlo —le respondí, recordando que en las fiestas de los Aracuanes yo había escrito la mayoría de los sketches que solíamos representar ahí.

—Entonces —añadió mi jefe— vaya esta tarde a la «w» (la célebre estación de radio) y estudie el estilo de comicidad que tienen Viruta y Capulina.

—¿Quiénes son esas señoras? —pregunté.

—No son ningunas señoras; son señores. Hombres que forman una pareja de excéntricos musicales, y parece que están empezando a tener éxito.

El término «excéntricos musicales» se aplicaba a los comediantes que intercalaban canciones festivas con diálogos cómicos, y estaban muy de boga en aquellos días. Los más famosos eran, por mucho, Tin Tan y Marcelo, quienes ya habían llegado a estelarizar algunas películas; seguían Manolín y Shillinsky, otra simpatiquísima pareja. Viruta y Capulina, según me informaron, estaban empezando a figurar como los terceros en el escalafón correspondiente.

Por lo tanto, acudí a la XEW, en cuyo Salón Azul y Oro actuaban Viruta y Capulina. Y a decir verdad, me parecieron muy simpáticos, lo que me facilitó la tarea de escribirles un guión radiofónico. Luego, cuando oí el programa al aire, me di cuenta de que la gente había reído mucho con mis chistes. (Y por supuesto con la buena actuación de los comediantes). Con tal estímulo escribí los siguientes guiones y el resultado no sólo fue el mismo, sino que los buenos comentarios iban en aumento. En ese entonces el programa duraba solamente un cuarto de hora, pero ante la buena acogida del público el patrocinador decidió alargarlo a media hora. Y muy poco tiempo después llegó al primer lugar del rating radiofónico, debido a lo cual recibí una felicitación por parte de Chiclets Adams, que era el cliente que lo patrocinaba. Y por si no fuera suficiente, el mismo cliente me preguntó si me sentía capaz de escribir algo semejante para la televisión. Yo le contesté afirmativamente, pero señalando que no sería algo «semejante», pues radio y televisión eran dos cosas diferentes. Sobra decir que les gustó mi observación; poco después empezaría en Canal 2 el programa que pronto sería famoso: Cómicos y Canciones Adams. (No era mi primera experiencia como guionista en televisión, pues previamente había escrito cuatro o cinco rutinas cómicas para Manolín y Shilinsky en un programa que se llamaba Concierto General Motors, y ahí me había dado cuenta de la diferencia fundamental que había entre radio y televisión: la acción, como complemento del diálogo, pero con prioridad sobre éste).

Viruta, quien hacía las veces de «patiño» o personaje de apoyo, se llamaba Marco Antonio Campos. Hasta poco antes de aquel día, el hombre había llevado una vida muy agitada, en la que se podían destacar el alcoholismo y su afición a las mujeres. En cuanto a la bebida, Viruta había conseguido la gran hazaña de cortar por lo sano. Y se mantuvo firme al menos durante los siguientes 15 años en que compartimos actividades, lo cual deja entrever una fuerza de voluntad más que admirable; sobre todo considerando que ya había tenido que ser hospitalizado como consecuencia de haber sufrido alucinaciones de todo tipo. «Mi desayuno —contaba él mismo, tiempo después— era una botella de tequila». Había estudiado únicamente hasta sexto de primaria, pero la cotidiana lectura le había proporcionado conocimientos que le daban acceso a charlas de buen nivel cultural. En cuanto a su afición por las mujeres, eso era algo que no abandonó jamás. Y podía decirse que era la envidia de más de un galán de cine, pues mantuvo romances con un buen número de bellezas de todas las clases sociales. Se contaba que esto no era más que una consecuencia de la «maestría» que había adquirido como cancionero en las más famosas casas de citas, entre las cuales destacaba la regenteada por la famosa Graciela Olmos, apodada «La Bandida», quien era, además, compositora de buenas canciones. (Según se contaba entonces, dos de sus composiciones más famosas habían sido «El Siete Leguas» y «El corrido del bracero»). Viruta decía que fue en esas casas donde aprendió algunas máximas que siempre funcionaban en relación con el manejo de las mujeres, como aquella que rezaba: «Lo que no compres, déjalo tratado», con lo que quería decir que se debe mostrar interés por toda mujer que uno conoce, ya que puede suceder que más adelante se presente la ocasión de llegar a algo más. O aquella otra que decía: «A todas hay que pedirles sexo; unas te lo dan y otras te lo niegan, pero todas quedan muy agradecidas». Y todo esto lo convertía en centro de atracción de todas las fiestas y reuniones, en las que hacía derroche de simpatía… a diferencia de su actuación profesional donde, según él mismo comentaba, se tornaba antipático. Paradójicamente, esto fue de gran utilidad para la pareja, ya que le servía para acentuar la gracia natural de Capulina, quien llevaba el rol de chistoso.

Gaspar Henaine (Capulina) fue gordito desde pequeño, lo que se convirtió más tarde en una característica positiva de su actuación, ya que su personalidad y su apariencia fueron siempre infantiloides, a pesar de que esto último, su apariencia, correspondía a la de un hombre corpulento. Pero quizá era ese mismo detalle lo que le ayudaba a conformar una personalidad cómicamente infantil. Tenía una preparación intelectual muy inferior a la de Viruta pero era, en cambio, mejor actor. Y el contraste con su compañero se notaba siempre: Viruta era antipático en escena pero se convertía en el centro de atracción de las reuniones particulares, Capulina era un imán que derrochaba simpatía en el escenario y no tanto en la vida social. Lo que sí empezó a ser indiscutible era el éxito que alcanzó pronto la pareja, hecho que coincidió, para mi fortuna, con la alianza profesional que establecimos poco después.