Aquel año en que cumplí mi servicio militar fue uno de los más fastidiosos de mi vida, con excepción del lapso que comprendió la Semana Santa, temporada durante la cual lo laico no impide el respeto por la devoción… pero por la devoción al descanso, pues en todas partes se otorgan asuetos laborales y estudiantiles que invitan a ello. Y para mí resultó ser una excepción más notable, pues fue en aquel año cuando conocí por vez primera el mar.
Habiendo nacido en la altiplanicie mexicana, yo sólo tenía lejanas referencias acerca de esa gran masa de agua que ocupa la mayor parte de la superficie terrestre, pues la información fidedigna se limitaba a lo publicado en libros (de geografía, novelas, cuentos, etcétera) y a lo proyectado en las pantallas cinematográficas cuando las películas incluían escenas filmadas en dicho entorno. (En blanco y negro, por supuesto). Aunque también había la información personal de amigos y parientes que narraban experiencias al respecto, a veces apuntaladas por el testimonio de fotografías; pero no hay nada como el testimonio personal.
Y ése fue el objetivo del grupo de amigos que abordó un viejo y destartalado autobús de pasajeros que cubría la ruta México-Acapulco en un tiempo que en aquella época fluctuaba entre 8 y 10 horas. El vehículo iba atestado de pasajeros, entre los cuales había 5 ó 6 que eran gallinas que viajaban en calidad de equipaje y que no constituían una compañía muy amena que digamos. Pero estos y otros inconvenientes similares no fueron suficientes para mermar el entusiasmo que teníamos por llegar a nuestro destino, lo cual se consiguió como a las 6 de la tarde, cuando el imponente espectáculo apareció repentina y majestuosamente tras un recodo del camino.
—¡Miren eso! —exclamó uno de nosotros—. ¡Cuánta agua!
—¡Y abajo hay más! —señaló Adrián Herrera.
Los comentarios me causaron tanta risa que, aparte de haberse grabado en mi memoria, los aproveché para usarlos como chistes en mis programas en más de una ocasión.
Con el escaso dinero que llevábamos no pudimos conseguir mejor hospedaje que un cuarto viejo y destartalado para todos (éramos 6 ó 7), en una casa de huéspedes que estaba en la calle que entonces conducía tortuosamente hasta el célebre Mirador de la Quebrada. Ahí debíamos apiñarnos en sendos catres que hacían la función de camas, carentes de sábanas, almohadas y demás lujos semejantes. Pero gozábamos, en cambio, de un espectáculo exclusivo y totalmente gratuito: el de las ratas que se desplazaban incansablemente por las vigas del techo. Esto lo descubrimos la primera noche que pasamos ahí, cuando obviamente dirigimos la vista hacia arriba al estar sobre los catres en posición horizontal; pero el ser humano se acostumbra a todo. (Principalmente cuando se trata de un ser humano de 16 a 19 años, ávido de aventuras y carente de recursos económicos). Y nosotros nos acostumbramos tanto, que bautizamos a las vigas del techo con nombres de las calles de nuestra amada colonia Del Valle (Providencia, Mayorazgo, Mier y Pesado, Amores, Gabriel Mancera, etcétera) y a las ratas con los nombres de nuestras amigas.
—Miren —decía alguien señalando a alguno de los roedores—, ahí va Carmina paseándose por Mier y Pesado.
—Sí: está buscando a Lala, que va por Gabriel Mancera.
—¡Aguas, Toño; ahí va Gloria!
—¡Aaaay!
El último parlamento había sido motivado por la caída de un roedor sobre el catre de Beto Porter.
—¿Qué pasó? —preguntó alguien.
—Es que la Güera se le resbaló a Beto cuando iba por Mayorazgo.
Afortunadamente todo esto sucedía solamente por las noches; y duraba muy poco tiempo, pues llegábamos tan cansados que caíamos pronto en brazos de Morfeo (aunque nos habría gustado más caer en otra clase de brazos, pero no se nos hizo). El cansancio era producido principalmente por las caminatas, ya que íbamos a todas partes a pie. Empezábamos por ir al mercado, donde comprábamos pescados, por 50 centavos cada uno, que después pondríamos a las brazas sobre una fogata improvisada. Con esto no quedábamos satisfechos, por supuesto, pero luego recorríamos las playas buscando cocteles, refrescos y todo aquello que solía quedar a medio consumir, abandonado por turistas que no estaban tan apremiados como nosotros.
Ahí mismo, en las playas, había que jugar, nadar y caminar infatigablemente en continua persecución de buenos ejemplares del sexo femenino. Finalmente, el regreso a México fue más cómodo, ya que lo hicimos a bordo de la pick-up en que había llegado, poco después, otro de los Aracuanes: Kelo Ruiz. El único inconveniente fue, quizá, el frío que hacía cuando pasamos de noche por la zona donde está Tres Marías, ya cerca de nuestro destino final. Y luego, ya en México, el fastidio de recordar que algunos de nosotros debíamos ir a marchar como conscriptos al día siguiente. (Me han dicho que actualmente la actividad de los conscriptos está encausada a labores de ayuda social; lo cual, de ser así, es algo realmente positivo).
Pero, de cualquier manera, yo sigo pensando que el Servicio Militar Obligatorio casi siempre ha sido la mejor manera de desperdiciar lastimosamente el tiempo, sin provecho alguno. En función del conscripto, el desperdicio no tiene desperdicio, pues todo lo que consigue es aprender unas cuantas órdenes militares, aprendizaje que en caso de guerra o en otras circunstancias similares se puede adquirir en menos de una semana (si no es que en uno o dos días). Y en función del país, lo que mejor se consigue es un repudio generalizado a todo lo que representa la disciplina castrense.
Para colmo de inconvenientes, la Cartilla de Conscripto pasó a ser documento imprescindible para la vida cívica, pues daba constancia de que el joven había cumplido con la obligación respectiva. Sin dicha constancia no se podía, por ejemplo, obtener un pasaporte. Es decir: no podías ir al extranjero si no acreditabas fehacientemente que habías aprendido a girar 90 grados a la derecha cuando un sargento dijera: «¡Flaaanc der… ya!». Asunto que no habría tenido trascendencia en mi vida, de no ser porque tiempo después perdí mi cartilla.
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Para obtener una copia de este documento había que acudir a una dependencia cuyas oficinas estaban en Palacio Nacional; y eso fue lo que hice. Inclusive con gusto, pues representaba para mí la oportunidad de conocer el interior del edificio que era sede del gobierno; un lugar que había sido escenario de tantos acontecimientos importantes en la historia de mi patria y de cuyas bellezas arquitectónicas tenía las mejores referencias. Esto último lo pude confirmar personalmente desde el momento en que hice acto de presencia en el singular recinto. De hecho, podría decir que lo único que no me gustó fue lo largo de la cola en que me tuve que formar y la eternidad que parecía transcurrir para que se notara siquiera un pequeño avance. Y en eso estaba, cuando observé a un caballero que fumaba con tal fruición, que se me antojó un cigarrillo. En aquel entonces yo aún no había caído en las garras de tal vicio, de modo que mi antojo no obedecía a una necesidad fisiológica ni a la búsqueda de un satisfactor; lo único que buscaba era un pasatiempo que me ayudara a soportar el tedio de la espera. Y claro que no traía cigarros, pero no tardé ni un minuto en descubrir que un compañero llevaba una cajetilla en el bolsillo de su camisa.
—Dame un cigarrillo —le dije, tratando de aparentar que yo era un fumador consumado, para lo cual no esperé su respuesta, sino que yo mismo extraje la cajetilla de su bolsillo y me apoderé de un cigarro. Pero de veras debo haberlo hecho con naturalidad, pues el compañero procedió rutinariamente a encender el pitillo después de haber respondido:
—Sí, claro. (En aquel entonces todavía no se estilaba decir «¡órale pues!»).
Afortunadamente, no pasé de darle una chupada, pues un instante después escuché la voz autoritaria de un sargento que me decía:
—¡Aquí no se puede fumar!
—Sí se puede —respondí expulsando con dificultad el humo aspirado—. Lo que pasa es que yo no sé darle el golpe.
—¡Quiero decir que aquí está «prohibido» fumar! —puntualizó el sargento subiendo el tono de voz y la actitud autoritaria.
—Perdón; es que no sabía.
—¿Y tampoco sabes leer? Este letrero dice con toda claridad: «Prohibido fumar».
Lo dijo señalando un letrero que estaba a menos de un metro de distancia, de modo que no había disculpa.
—Sí —respondí—; pero yo pensé que era obsoleto.
—¿Qué yo era quéee? —me preguntó indignado.
—¡No! No estoy hablando de usted.
Esta vez me miró con recelo antes de preguntar:
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que yo pensé que ya no estaba funcionando la prohibición de fumar.
—¡No te hagas el payaso!
—¡Sí, de veras! Es que, mire: aquel señor parece ser alguien importante y está fumando.
Lo dije señalando al caballero cuyo acto de fumar me había contagiado la idea de hacer lo mismo; y si aclaré que parecía ser alguien importante fue porque lucía un uniforme muy bonito.
—¡El señor es general de brigada! —exclamó el sargento subiendo aún más la indignación y el tono de voz.
—¿O sea —me atreví a indagar con la natural timidez que exigían las circunstancias—… o sea que la prohibición de fumar es solamente de coronel para abajo?
El sargento se disponía a mandarme fusilar (supongo), pero el diálogo había llamado la atención de quienes estaban alrededor, incluyendo al mismísimo general, quien intervino entonces con la sonrisa más tranquilizadora que podía yo haber esperado.
—Está bien, sargento —dijo con calma—. El muchacho tiene razón. —Y luego, mirándome fugazmente y sin suprimir la sonrisa, añadió—: Voy a fumar al patio.
Entonces sucedió lo que nunca me habría imaginado: el militar abandonó el salón, ¡en medio del espontáneo aplauso que le brindó gran parte de la concurrencia!
Yo había salido venturosamente bien librado del riesgo que suele ir implícito en este tipo de fanfarronadas, pero la suerte empezó a serme adversa cuando llegué al mostrador donde debía ser atendido.
—Perdí mi cartilla —dije cuando fui interrogado acerca del motivo que me había llevado hasta ahí.
—¿Tienes algún comprobante de que cumpliste cabalmente con el servicio obligatorio?
—Eso es precisamente lo que vengo a buscar.
—¿Qué cosa?
—El comprobante. Porque la cartilla es un comprobante de que marché el año completo, ¿no?
—Por supuesto.
—Pues por eso vengo a solicitar un duplicado: ya le dije que perdí mi cartilla.
—¿Y tú crees que es muy fácil buscar entre los miles y miles de archivos que contienen los miles y miles de expedientes de los miles y miles de conscriptos que ha habido durante… qué será?…
—¿Durante miles y miles de años? —pregunté.
Pero, como dije anteriormente, mi caudal de buena suerte ya se había agotado, de modo que entonces la fanfarronada no funcionó.
—¿Dónde y cuándo marchaste? —En San José Insurgentes, en 1948 ó 49—. La imprecisión se debía al tiempo transcurrido, pues esto que estoy narrando (la pérdida de mi cartilla) ocurrió varios años después de haber cumplido con el servicio obligatorio.
—Mala suerte. Durante esos años no se archivó lo realizado en varios lugares, y uno de ellos fue San José Insurgentes.
Parecía ser un pretexto para generar un soborno… pero resultó ser peor que eso: ¡Resultó ser verdad! ¡Nunca se llevaron archivos al respecto!
Por lo tanto mi problema fue resuelto (al igual que el de muchos otros) de una manera singular: me dieron una cartilla clasificada como de «reserva». Y no sólo me explicaron el significado de dicha clasificación, sino que lo incluyeron en la cartilla mediante unos renglones en los que se leía algo así como: «El soldado Roberto Gómez. Bolaños ha demostrado ser remiso en el cumplimiento de sus obligaciones militares, por lo que pasa a formar parte de la Reserva Nacional».
Antes me habían advertido que el aviso podría ser considerado como humillante por aquello de haber sido calificado como «remiso», pero yo supuse que la humillación estaba en el hecho de que me pusieran como reserva, después de haber sido titular en todos los equipos en que había yo jugado. Pero más que humillante resultó atemorizante, pues me aclararon que tal aviso implicaba que, en caso de guerra, yo sería de los primeros en ser llamados a filas.
Afortunadamente México no intervino en guerra alguna y ha pasado el suficiente número de años como para que mi edad me impida participar en cualquier acontecimiento bélico.
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No sé si aún prevalezca la costumbre, pero cuando yo ingresé a la Universidad Nacional Autónoma de México los alumnos de nuevo ingreso tenían que sujetarse a humillantes vejaciones por parte de aquellos que cursaban el segundo año, aunque en cada facultad se acostumbraban diferentes prácticas. Afortunadamente, en la Facultad de Ingeniería las vejaciones de mayor peso tan sólo se aplicaban durante el transcurso de un día, al cabo del cual el «perro» (alumno de nuevo ingreso) recibía un diploma que lo acreditaba como sujeto que ya había pagado su cuota de humillaciones. Esto, a diferencia de otras facultades, como las de Arquitectura y Medicina, donde tales prácticas duraban todo el año.
Yo, por supuesto, no escapé de ser víctima de dichas novatadas (eufemismo que disfrazaba la más apropiada definición de «hijeces de la tal por cual»). Para comenzar, era preciso perder el cabello a manos de sádicos peluqueros que tusaban (o trasquilaban) al «perro» de la manera más burda posible. Luego, despojados de toda vestimenta, los novatos teníamos que ir a la vieja y fría piscina que había a un lado del gimnasio, piscina que entonces estaba vacía y que recibía el nombre de «culódromo», ya que se usaba como pista de carreras en la que cuatro «perros» debían desplazarse arrastrándose sentados. El premio por llegar primero al otro lado de la piscina era la evasión de la siguiente prueba que, según se comentaba, era la peor. Y yo, con muy pocas facultades para eso de deslizarme sobre las nalgas, llegué en penúltimo lugar. Por tanto, tuve que soportar la temida prueba, que consistía en recibir toques eléctricos en diversas partes del desnudo cuerpo. (Estuve a punto de escribir que una de esas partes se llama «ano», pero creo que es más explícito el vocablo «culo». Aunque, llámese como se llame, juro que los toques aplicados ahí hacen que uno sienta que le desgarran la entretela de la magnolia).
La última humillación consistía en un baño de pintura y chapopote, «maquillaje» con el cual debía uno desplazarse hasta llegar a casa o a cualquier otro lugar apropiado para un baño. Y como cada quien se desplazaba de acuerdo con sus posibilidades, yo tuve que viajar a bordo de un tranvía, sujeto a la compasión de algunos pasajeros y al rechazo de lo más próximos, quienes reculaban ante el riesgo de ser embarrados por la pintura o el chapopote que me cubrían.
Pero eso sí: no volví a ser molestado en adelante.
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Varios clubes de la colonia Del Valle (entre ellos los Aracuanes, por supuesto) recibimos una invitación para participar en una novillada. Quienes invitaban era dos famosos empresarios jóvenes que terminarían siendo señalados como autores de fuertes contrabandos, cosa que nosotros nunca llegamos a comprobar. De cualquier modo, la invitación incluía el regalo de los 4 novillos que serían lidiados en una placita que está (¿o estaba?), en la colonia Anzures. (No recuerdo el nombre del coso, pero sí que colindaba con el Colegio Madox, al que asistían muchachas de muy buen ver).
La cuadrilla taurina de los Aracuanes estaba encabezada por Rafael Legorreta, alias Rafita, quien era aficionado a todos los deportes y practicante de muchos de ellos. Y entre sus subalternos me encontraba yo, aficionado a muchos deportes (entre los cuales no figuraba la fiesta brava) y practicante de algunos otros (entre los cuales tampoco figuraba, ni mucho menos, la actividad taurina). No obstante, adicto como era yo a los retos, acepté participar en el festival. Por tanto, luciendo pantalones de mezclilla y una chamarra recortada con tijeras, que intentaba imitar un atuendo cordobés, recorrí sonrientemente el breve trayecto llamado «paseíllo». Pero muy poco después sucedió algo que redujo en buena parte aquella sonrisa que iluminaba mi rostro: entró al ruedo el animal que debíamos lidiar…
—No te asustes —me dijo alguien—. Es un inofensivo novillo que sólo pesa 125 kilos.
Y sí: considerando que los toros de lidia llegan a pesar 500, 600 y hasta más kilos, significa que uno de 125 viene siendo algo así como un perrito faldero; y tomando en cuenta que yo pesaba 48 kilos, la pequeña bestia era algo así como dos Chespiritos y medio. (En ese tiempo yo todavía no era Chespirito, pero valga el anacronismo para aclarar la comparación). Y, por si fuera poco, me dijeron que a mí me correspondía «recibir» al astadito. (Iba a escribir «astado», pero las astas del novillo eran a lo sumo de 3 ó 4 centímetros). Aunque lo hice como exigían las circunstancias: como a diez metros del animal. Por demás está decir que esto provocó la rechifla inmediata por parte del «respetable» (que de respetable no tenía nada). Pero lo lamentable llegó poco después, cuando el novillo hizo un amago de ataque y yo salí corriendo en dirección opuesta. Lo lamentable, decía, fue que se trataba de una corrida taurina y no de un campeonato de atletismo, pues estoy seguro de que con aquella carrera debo haber roto dos récords mundiales: el de velocidad y el de salto de altura, pues de un sólo impulso me encaramé en lo alto de la barda que separaba el coso taurino del Colegio Madox. Pero lo más bochornoso fue enterarme minutos después de que aquel amago del torete no había pasado de ser eso: un amago, pues al instante se había detenido; pero yo corrí pensando que la bestia me seguía a escasos centímetros de mi retaguardia. Esto, afortunadamente, hizo que la rechifla se convirtiera en carcajada.
Entonces intervino Rafita, nuestro matador, quien logró buenos lances con el capote, y no a los 10 metros de distancia que había establecido yo, pues Rafita redujo tal distancia hasta plantarse a unos 8 metros del novillo.
Pero a continuación venía lo que los taurófilos llaman segundo tercio; es decir: hay que clavar banderillas en el lomo de la inocente bestezuela. (Me refiero al novillo, no a mí). ¿Y a quién corresponde esta tarea? Al matador y ¡a los subalternos!, uno de los cuales era yo.
—Es lo más sencillo del mundo —me había dicho algún conocedor—. Todo consiste en pararte a medio ruedo, llamar la atención del animal para que se arranque corriendo en dirección tuya, simular que vas a dar el paso a la derecha, para que el novillo caiga en la trampa, pero tú das sorpresivamente el paso a la izquierda, con lo cual tienes todo el tiempo del mundo para clavar las banderillas en el sitio adecuado.
—¿Pero si el novillo no tiene bien definido el significado de los términos «derecha e izquierda»?
—No seas pendejo —me replicó cariñosamente mi amigo el conocedor—. Olvídate de los términos «izquierda y derecha», y piensa solamente en uno y otro lado. Es decir: tú finta que vas a dar el paso para un lado y lo das para el otro. Eso es todo.
Bueno, así pues sí, ¿verdad? De modo que, contando ya con toda la ventaja a mi favor, llevé a cabo lo indicado. Como se recordará, lo penúltimo era (antes de clavar las banderillas) fingir que daría el paso para un lado, pero darlo para el lado contrario; y eso fue lo que hice… sin tomar en cuenta que alguien había aconsejado al novillo que simulara embestir por un lado para acabar embistiendo por el lado contrario… Esto se tradujo en un golpe propinado por su incipiente cuernito de 3 ó 4 centímetros en mi antebrazo de unos 25 centímetros, golpe que me dejó engarrotados los cinco dedos de la mano derecha durante el resto de la tarde.
Yo supuse que tal experiencia había sido algo así como mi debut y despedida en lo que se refiere a actuar en la fiesta brava, pero más delante demostraré que lo estúpido no se le quita a uno tan fácilmente.
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En la Preparatoria Morelos también fui escogido para formar parte de la selección de fútbol de la escuela. ¡Y qué equipazo tuvimos! Supongo que esto será evidente con sólo mencionar los números: el campeonato fue a una sola vuelta, con todos los partidos, siete, realizados en cancha neutral. Los contendientes fueron escuelas de bachillerato del Distrito Federal incluyendo a la Escuela Nacional Prepararía de la UNAM y al Instituto Politécnico Nacional.
Partidos perdidos: 0
Partidos empatados: 0
Partidos ganados: 7 (Todos).
Goles a favor: 39
Goles en contra: 1
En un principio yo había sido preseleccionado, incluido en un grupo de algo así como 25 jugadores. Y éramos 5 los contendientes por la titularidad en el puesto que yo jugaba: interior derecho, (posición en la delantera correspondiente a alineaciones que se usaban en aquellos tiempos), de modo que obtener el puesto era un reto considerable, y más para un jugador que apenas alcanzaba 1.60 de estatura. Pero tuve la suerte de que en el último encuentro de pretemporada jugamos contra el Tecnológico de Monterrey y lo vencimos con marcador de 4-1. ¡Y yo anoté 3 de los 4 goles de mi equipo! Por supuesto que la hazaña me convirtió en titular.
Es natural, por lo tanto, que guarde los mejores recuerdos de aquel equipo, algunos de cuyos componentes siguen ocupando un lugar especial en mi memoria, como Oscar Bada, inteligente medio central y capitán del conjunto, Alfonso Martínez «La Chirina», un futbolista de calidad excepcional, Víctor Manuel Chávez, condiscípulo mío desde hacía muchos años, Isaac Weil, un centro delantero que ya quisieran muchos equipos profesionales de la actualidad, y Gilberto Gazcón, porterazo que sólo admitió un gol en toda la temporada y que al paso del tiempo se convirtió en destacado director de cine y eficaz presidente de la Sociedad de Directores, donde nos seguimos viendo actualmente.
Por cierto, antes nos había tocado a Isaac Weil y a mí participar en el campeonato de boxeo de la Preparatoria Morelos (yo en peso paja y él en peso medio); pero el contendiente de Isaac en la final era Sergio Gual, un muchacho de la colonia Del Valle, amigo mío, dotado de una musculatura más que impresionante. Isaac Weil, en cambio, daba la impresión de ser el prototipo del chico sano y coloradote de un colegio gringo. Sus brazos eran unos «tubos» que carecían de cualquier prominencia que se pudiera llamar bíceps o algo por el estilo. En consecuencia, todo mundo vaticinaba que el encuentro sería algo así como una carnicería en la que Sergio Gual haría el papel de matancero e Isaac Weil el de víctima propiciatoria (es que aquel «todo mundo» no estaba conformado precisamente por expertos de boxeo).
Pronto nos pudimos dar cuenta de que los brazos musculosos no eran lo más adecuado para practicar el rudo deporte, a diferencia de los elásticos y ágiles brazos de Isaac, lancetas que se clavaban certera y contundentemente en el organismo de Sergio, al tiempo que éste acometía como toro bravo, con todo el vigor de que hacen gala los bureles, pero también con todo el candor con que sucumben éstos ante la maestría del torero. Como resultado, el réferi se vio precisado a suspender el encuentro, otorgando la victoria a Isaac por K. O. técnico en el segundo round.
Y como paradójico colofón debo mencionar que los robustos brazos de Sergio Gual que no le ayudaron entonces a obtener un campeonato de boxeo, ahora son los instrumentos de precisión que le permiten manejar los pinceles con destreza, pues a su carrera de arquitecto añadió el arte de la pintura, donde destaca notablemente.
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Como ya dije, yo también participé en aquellos campeonatos de boxeo en la preparatoria; había sido subcampeón en el primer año y luego campeón en el segundo (ambos en peso paja, la división más ligera). Y esto había sido suficiente para hacerme suponer que si en la calle había peleado con tipos mucho más altos y pesados que yo, sería prácticamente imposible que pudiera salir derrotado al enfrentarme a alguien de mi mismo peso. Por lo tanto, el paso inmediato fue inscribirme en el campeonato de los Guantes de Oro, máxima competencia del boxeo de aficionados.
Pero la inscripción no fue cosa fácil, ya que era requisito indispensable superar la prueba médica que establecía si uno estaba físicamente apto para la ruda competencia, y daba la casualidad de que el médico en jefe de la comisión de boxeo era precisamente mi querido tío, el doctor Gilberto Bolaños Cacho, el cual, como yo lo había supuesto, me dijo que la práctica del boxeo era algo en lo que yo no debía incursionar. Entonces simulé aceptar con resignación la negativa… y me formé en otra fila, donde el encargado de los exámenes era el doctor Horacio Ramírez, asistente de mi tío, que por aquel entonces no me conocía. (A la muerte de mi tío, el doctor Ramírez pasó a ocupar su puesto de jefe en la comisión de boxeo). Claro que, por si las dudas, a la hora de escribir mi nombre yo puse únicamente Roberto Gómez, cuidándome de mencionar el «Bolaños» que podría identificarme con mi tío.
Así pues, acudí a mi primer combate, del que salí vencedor por decisión dividida. Dos jueces votaron a mi favor y el tercero votó en contra (¡el muy menso!). Poco después acudí a mi segunda pelea, misma en la que volví a salir vencedor, pero con mayor facilidad, pues los tres jueces votaron a mi favor (¡como debe ser!). Luego hice acto de presencia para mi tercer combate, el cual gané por default, lo que significa que mi rival no se presentó. Pero había que llenar el tiempo de función en la Arena Coliseo, por lo que tuve que subir al ring para enfrentarme a otro muchacho que también había ganado por inasistencia de su contrincante. La pelea sería calificada como «de exhibición», y por lo tanto el perdedor no quedaría descalificado de la eliminatoria. Y en esa ocasión tuve la suerte de derribar a mi oponente en el primer minuto del primer round, lo que me hizo constatar que era el más inepto de los tres rivales a los que me había enfrentado. Pero yo pensaba esto sin imaginar que estaba a punto de escenificar mi primera actuación dramática.
Sucedía que aquel muchacho tenía realmente una pésima técnica de boxeador, lo que compensaba con una abrumadora resistencia física. Esto era simplemente un producto de su profesión, ya que trabajaba como sparring de boxeadores calificados, por lo que estaba acostumbrado a recibir fuertes y frecuentes golpizas que parecían no hacer mella en su robusto organismo. Y tanto, que después de golpearlo durante dos rounds, yo terminé con una fatiga que jamás había sentido antes en deporte alguno, hasta que, víctima de tremendo «campanazo», fui a dar al suelo cuan largo era (que no lo era mucho, como ya he dicho). El golpe había sido mucho más espectacular que efectivo, por lo que estuve lejos de quedar noqueado. «Pero si me levanto —pensé— este tipo me mata». Y no me quedó más remedio que «actuar»: simular que estaba yo al borde del desvanecimiento o soponcio total, que las piernas se me doblaban como si fueran de plastilina y que no conseguía ponerme de pie a pesar de que intentaba ayudarme sujetándome de las cuerdas del ring. Yo debía hacer esto hasta que el réferi terminara de contar los 10 segundos fatales (que para mí serían vitales), pero me daba la impresión de que el hombre de blanco se tomaba como media hora para contar cada segundo. Sin embargo, no hay fecha que no se cumpla, de modo que finalmente se oyó el ansiado: «¡Diez; fuera!», que fue coreado con todo entusiasmo por la concurrencia (ya que yo, de tez blanca, no podía contar con las preferencias del respetable). ¡Y luego dicen que en México no hay discriminación!
Por supuesto me alejé de los cuadriláteros, aunque seguí siendo aficionado total al llamado «arte de la defensa personal», hasta que, al transcurso de muchos años, me di cuenta de lo salvaje y primitiva que es esta práctica que más que a un deporte se asemeja a las cruentas batallas de los gladiadores en el circo romano. Y los defensores del boxeo argumentan que es mayor el número de los que resultan lesionados o muertos como consecuencia de practicar deportes como las cabreras de autos, las carreras de caballos, el fútbol americano, el surfing y muchos otros; pero la diferencia fundamental radica en que el objetivo de las carreras (de autos, caballos o lo que sea) es llegar primero a la meta; el del fútbol americano es anotar touchdowns y goles de campo, mientras que el objetivo del boxeo es llana y sencillamente lastimar a otro ser humano, lesionarlo cuanto sea posible, aniquilarlo, destruirlo[2].
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El tabique de mi nariz estaba más chueco que los arreglos de un diputado, de modo que había necesidad de una intervención quirúrgica que corrigiera el defecto. Para llevar a cabo la operación se eligió a un médico que, aseguraban, había sido un maestro en la especialidad. Lo malo fue que a la sazón, y sin que lo supiéramos, había adquirido un entrañable cariño por las bebidas alcohólicas, lo que no le permitió llevar a buen término la tarea encomendada. Por lo tanto, seguí respirando únicamente por la fosa nasal izquierda. Idéntico resultado obtuve 20 años después cuando fui operado de lo mismo. Esta vez no se trataba de un médico aficionado a la bebida; era solamente aficionado al dinero y a cultivar amistades en el medio artístico. Pero dicen que la tercera es la vencida, de modo que treinta años después de la primera experiencia decidí someterme a otra intervención quirúrgica de lo mismo, esta vez en manos de la doctora Norma Karina López, la cual me permitió al fin respirar por ambas fosas nasales.
Aunque, haciendo un esfuerzo con la memoria, ¿no será que estoy levantando un falso testimonio contra el médico que me operó la primera vez? Porque resulta que, no mucho después de aquella operación, tuve un encuentro callejero con un muchacho… que iba en compañía de otros dos, quienes me sujetaron de los brazos mientras mi rival se daba gusto golpeándome a mansalva. Y supongo que bien merecido lo tuve por aquella estúpida costumbre que tenía de sentirme pantera cuando no llegaba ni a gato de basurero.
Pero quien no tenía culpa alguna, y sin embargo la pasó mal, fue mi pobre mamá. Me refiero al susto que recibió cuando llegué a la casa, a altas horas de la noche, con la cara y la ropa cubiertas de sangre, como consecuencia indudable de una nueva fractura en el tabique de mi nariz.
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Mi mamá vendió el edificio a medio construir, en cuyas accesorias vivíamos, y alquiló una casa de la cual también tuvimos que emigrar para ir a dar a un departamento de menor categoría, del cual pasamos a otros cada vez más sencillos… y así hasta llegar al más barato. Pero todo esto coincidía con una época en la que había algo mucho más importante que el lugar de residencia, que los estudios y hasta que los deportes: las novias.
No era solamente el factor hormonal. No. También era de vital importancia el prestigio social (llamémoslo así) que representaba el tener una novia hermosa. Porque si la novia no era suficientemente bonita, uno tenía que dar explicaciones a los amigos: «Es nada más para pasar el rato», por ejemplo. O bien: «Me dio tanta lástima la pobrecita». Inclusive podía trazarse un cierto parangón con lo que sucedía respecto a las peleas callejeras, en las que lo más doloroso no era el cúmulo de golpes recibidos sino el desprestigio que implicaba la derrota. Porque los moretones y las cejas abiertas sanaban con el tiempo, pero no sucedía lo mismo con la afrenta que significaba que alguien te dijera: «De modo que fulanito te partió la madre». Y algo parecido sucedía con las novias, pues no había mayor vergüenza que se difundiera la noticia de que le habías «cantado» a fulanita y ésta te había dicho que no.
Las circunstancias, por lo tanto, eran para hacer temblar al más valiente. Y yo me vi precisado a actuar en consecuencia, de manera similar a como había actuado en función de las peleas callejeras. Es decir: me dejé dominar por el complejo. Aunque se debe reconocer que éste (el complejo) no era gratuito, ya que en mi propia casa habitaban dos de sus causantes. Me refiero a mis hermanos, que eran muy bien parecidos y podían, por lo tanto, hacerse novios de las muchachas más bonitas de la colonia, lo que conseguían con la más envidiable facilidad. Yo, en cambio, con un aspecto físico que podría calificarse como «del montón», me veía obligado a echar mano de todos los recursos posibles para compensar semejante desventaja. De modo que aprendí a tocar más o menos la guitarra para llevar serenatas, intenté ser simpático, interesante y dueño de una gran personalidad… y creo que ni así.
Bueno, digamos que sí conseguí tener varias novias y que algunas eran aceptablemente bonitas. Pero eso sí: de todas ellas, las bonitas y las no tanto, guardo un bello recuerdo. Y puedo mencionar, a través del tiempo y del espacio, la memoria de Olga, Pina, Cristina, Pilar, Tere, Rosita, «la Cucus»… y Graciela, por supuesto. Pero advierto que sus maridos pueden leer estas memorias con toda tranquilidad, pues siempre actué de acuerdo con los principios que me habían inculcado en el colegio y en mi casa: respetando a las mujeres. (Aunque, eso sí: guardándole un enorme rencor a los principios inculcados).
Pero recuerdo muy bien lo sucedido cuando me enamoré por primera vez en mi vida. O más bien dicho: recuerdo la primera vez en que me enamoré por segunda vez. Me explico: antes ya me había enamorado de Olga Peralta, la prima de Antonio Gabilondo, quien se supone que había sido mi novia durante algunos meses. Pero digo que sólo «se supone» porque nunca pasé de darle un beso en la mejilla al estar bailando. Era una muchacha linda e inteligente, pero yo anhelaba por lo menos un besito en los labios, ¿no? ¡Nada! Sí: ya sé que yo debí habérmelas ingeniado para alcanzar el anhelado ósculo (aclaración: esta palabra significa «beso»), pero seguramente no supe hacerlo. No obstante, fue esa misma circunstancia lo que impidió que mi enamoramiento fuera total, ya que, sin el recuerdo de un beso, la ruptura es indolora; que fue lo que sucedió cuando Olga me dijo:
—Esto se acabó.
—Ah, ¿pos cuándo había comenzado?
Luego fue cuando por primera vez me enamoré por segunda vez. Ella vivía en la calle de Morena, casi esquina con Amores. Se llamaba María Asunción Aguilar Reed, y le decían la Cucus. Y era la muchachita más dulce y tierna que había yo conocido, aunque de esto me fui dando cuenta paulatinamente, pues en un principio no me podía imaginar hasta qué grado alcanzaría el cariño que llegué a sentir por ella. ¡Y mucho menos pude imaginar el dolor que me causaría después la ruptura de ese lazo!
Y es que, a decir verdad, ella fue la primera muchacha de la que realmente me enamoré. Y debo suponer que ella también estuvo enamorada de mí, hasta que un día me dijo «ya no». ¿Conoció a otro mejor que yo o se aburrió de tener que compartir mis «principios inculcados»? No sé. El caso fue que nunca más quiso volver a ser mi novia, y eso me dolía como sólo duele aquel primer amor que tenemos en la juventud. Tanto, que decidí alejarme de ahí lo más posible, para lo cual no encontré mejor remedio que conseguir un empleo lejos de la Ciudad de México.
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El lugar era Culiacán, Sinaloa. Y el contacto había sido mi gran amigo Alfonso San Vicente, el «Capullo Grande», quien me consiguió empleo de dibujante en la Compañía Eureka, propiedad de don Manuel Suárez, que por aquel entonces se encargaba de todas las obras públicas de la capital del estado. Vivíamos en una casa de asistencia. Cuando llegué a Culiacán no había lugar en tal casa de asistencia, de modo que las primeras tres noches tendría que dormir en un sofá de la estancia, pero Alfonso no permitió que sucediera eso, pues me cedió su cama mientras él se iba a dormir en el sofá.
Compartíamos los tiempos libres en compañía de otros amigos de la colonia Del Valle, como eran Roberto («Capullo Chico», hermano de Alfonso) y Agustín de la Garza. Ahí conocí a una pecosa deliciosa que en muy poco tiempo hizo que yo me olvidara de la Cucus (un clavo saca otro clavo, dicen). Y aunque esta relación duró muy poco tiempo, la medicina ya había surtido el efecto necesario, de modo que regresé a México al cabo de tres o cuatro meses.
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Yo estudiaba en la Facultad de Ingeniería de la UNAM, cuyas instalaciones ocupaban entonces el legendario Palacio de Minería. Ahí me hice de excelentes amigos, que ahora sólo veo ocasionalmente pero que nunca se borrarán de mi memoria, entre los cuales puedo mencionar a Guillermo Sunderland, Jorge Casas, Fernando Garza Galindo, etcétera. Casi todos siguieron ahí hasta conseguir el título profesional correspondiente. Y fui, creo, el único que siguió un derrotero totalmente distinto. Pero esto comenzó poco después.
El Palacio de Minería era el escenario anual del Gran Baile de Ingeniería, siempre amenizado por las orquestas de mayor renombre del país. Todo era muy caro, empezando por los boletos de entrada. No obstante, estos se podían conseguir por medio del sistema llamado «talacha», que consistía en ayuda para colocar la enorme tarima y demás aditamentos que hacían falta para convertir el patio escolar en salón de baile. Y en cierta ocasión yo conseguí un par de boletos de «talacha», para acudir al baile acompañado, ¡ni más ni menos, que por Pina!
Pina Pellicer, hermana menor de la ahora famosa actriz Pilar, del mismo apellido, me traía loco. Me bastaba verla para que mi corazón iniciara un galope que ni Gay Dalton en sus mejores días en el hipódromo (como se comprenderá, Gay Dalton era uno de los mejores purasangre del hipódromo). Y cuando yo veía a Pina, mi corazón también era purasangre; pero sangre coagulada que cuando mucho aspiraba a conformar medio taco de rellena. Al igual que su hermana, Pina también llegaría a ser estrella del cine nacional, aunque en aquellos tiempos ni ella ni Pilar soñaban con tal cosa (o si lo soñaban, no lo dejaban saber).
Pero el baile era de rigurosa etiqueta y yo no tenía un esmoquin ni nada que se le pareciera. ¿Qué hacer ante tal dilema? Pues lo de siempre: recurrir a mamá. Y ella lo solucionó bastante bien, pues compró unos trocitos de seda y confeccionó las solapas que convertían mi único traje (gris oscuro) en aceptable esmoquin. El problema fue mayor en cuanto a los zapatos, pues mi único par era de color café. Y la solución consistió en darles algo así como 15 manos de grasa y betún negros, con el mismo número de vigorosas cepilladas. La corbata de moño fue un préstamo de mi hermano Paco.
Así pues, el suntuoso Baile de Ingeniería se vio engalanado por la presencia de las tres hermosas hermanas Pellicer:
Tayde, la mayor, acompañada por «el Güero», Jorge Salinas; Pilar, la segunda, con Ornar Téllez y Pina, la menor, con el Roberto Gómez Bolaños que escribe estos recuerdos. Había, como de costumbre, dos orquestas. Y la principal era nada menos que la dirigida por el internacionalmente famoso Juan García Esquivel… ¡desgraciadamente! ¿Que por qué uso este adjetivo? Porque a medida que transcurría el alegre sarao, el más alegre Juan García Esquivel se empeñó en buscar la mirada de la aún más alegre Pina Pellicer. Ella no tenía más de 14 ó 15 años, pero ya sabía desparramar toda la coquetería que dominan las mujeres que se saben atractivas. Por si fuera poco, también era conocida la fama de conquistador del director de orquesta. O lo que es lo mismo: se unían el hambre y las ganas de comer.
La fiesta seguía su curso al tiempo que yo, víctima de la poca experiencia o la estupidez o lo que sea, no encontré mejor manera de desquitarme que beber todas las copas que podía durante los descansos del baile; de modo que, poco después, me levanté para bailar en estado peor que inconveniente. Digamos que en estado de emergencia.
Aunque, claro, yo no estaba consciente de esto. Por lo tanto, cuando constaté que el infame (y mutuo) coqueteo se había vuelto ofensivamente notorio, interrumpí el baile, le dije a Pina que me esperara ahí un momento y me dirigí resuelto hasta la tarima donde estaba la orquesta. Una vez ahí, haciendo ostentación de mi bravo proceder, le arrebaté la batuta a Juan García Esquivel, exclamando algo así como «¡Trae acá!». Y entonces vino lo mejor de todo: el ínclito director de orquesta me dijo con desconcertante entusiasmo:
—¡Eso es! Ya decía yo que un estudiante de este plantel podía dirigir mi orquesta tan bien o mejor que yo. ¡Adelante!
Me dio una palmada en el hombro y me dejó ahí, frente a sus músicos (que seguían tocando como si nada), bajó de la tarima… y se puso a bailar con Pina.
Poco antes, al finalizar el primer año en la Facultad de Ingeniería, me encontré con la infausta noticia de que había reprobado dos materias: mecánica y topografía. Por tanto tuve que solicitar la realización de sendos exámenes extraordinarios, en el primero de los cuales (mecánica) conté con la benevolencia del examinador, nada menos que el eminente científico, profesor González Graf, quien me puso un indulgente 8 de calificación. Pero en la otra materia (topografía) me sucedió todo lo contrario; el examinador, profesor Esteban Salinas, me puso un 5 que me pareció totalmente injusto, pues yo corroboré junto con un amigo (Jorge Casas Lecona, quien había participado en el mismo examen) que mi trabajo debería haber recibido como mínimo una calificación de 7. Así pues, decidí que debía ir a reclamarle inmediatamente. Aunque, a decir verdad, el reclamo no lo hice tan «inmediatamente» como me había propuesto, ya que lo hice precisamente la noche de aquel baile de la escuela en el que Pina Pellicer pisoteó cruelmente mi orgullo. Y el reclamo, por supuesto, se realizó cuando aquel orgullo estaba azuzado por un buen número de cubas libres.
Me encontré con el profesor en la barra que se instalaba bajo la escalinata del Palacio de Minería, lugar al que acudí con intención de sumar otra cuba al recipiente de mi organismo, después de haber «dirigido» la orquesta de Juan García Esquivel mientras éste me bailaba (literalmente) a la novia.
—Mi examen ameritaba por lo menos un 7 —le dije al profesor Salinas cuando lo tuve a mi alcance. El tono de mi voz había sido áspero y con un volumen que permitía ser escuchado por todos los que estaban alrededor de nosotros.
—Probablemente —me respondió el profesor Salinas— la calificación de ese examen debía haber sido entre 6 y 7.
Su respuesta fue pronunciada con una naturalidad desconcertante, lo que me hizo dudar un poco antes de exclamar con la misma altanería inicial:
—¿Y entonces por qué carajos me puso un 5?
—Porque a usted no le conviene estudiar esta carrera.
La explicación era aún más desconcertante que la primera respuesta a mi reclamo. Pero mi desconcierto fue superado por el coraje que me provocó lo que yo consideraba como la peor de las injusticias, de modo que sujeté de las solapas al ínclito profesor, al tiempo que le decía amenazante:
—¿Sabe lo que voy a hacer?
—Supongo que intentará golpearme —respondió con irritante naturalidad—. Y quizá lo consiga —añadió— ya que usted es aficionado al boxeo, y yo no me distingo precisamente por practicar deportes. Pero eso no le ayudará a superar los obstáculos que habrá para usted en el estudio de esta carrera.
A decir verdad, no recuerdo si éstas fueron exactamente las palabras que usó el profesor Salinas en aquella ocasión, pero de lo que sí estoy seguro es de que era el sentido de su respuesta. Entonces el desconcierto superó nuevamente al coraje; y más cuando él añadió impertérrito:
—Ahora bien: esto no significa que usted carezca de capacidad para el estudio. E inclusive es probable que tenga facilidad para la matemáticas y otras disciplinas similares, pero le aseguro que su futuro está en otros territorios.
Tampoco puedo recordar si fue el texto exacto con el que prosiguió su consejo. Pero sí sé que, venturosamente, mi agresividad se desmoronó a partir de ese momento, de modo que el enfrentamiento no pasó de ahí. Y también sé que mucho, mucho tiempo después, mientras grababa yo uno de mis programas en Televisa San Ángel, recibí la grata visita de un profesor, ya entrado en años, que me dijo:
—Soy el ingeniero Esteban Salinas, profesor de la Facultad de Ingeniería. ¿De casualidad se acuerda de mí?
—De casualidad, no —le respondí—. Me acuerdo de usted con toda precisión y con el mayor de los agradecimientos.
El profesor supo a qué me refería. Y después de recordar viejos tiempos, nos fundimos en un caluroso abrazo.
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En una ocasión tomé parte de un auténtico safari de cacería, en un grupo conformado por mi hermano Paco, Carlos Hernández, Héctor Cuéllar y Sergio Gual, el fortachón amigo que fracasó como boxeador pero triunfó como arquitecto y pintor. El lugar escogido para la aventura era un rancho propiedad de un tío de Sergio que ocupaba amplios terrenos en la zona costera de Tamaulipas, junto a la desembocadura del río Soto la Marina. En aquel tiempo el viaje incluía una serie de penalidades, entre las que destacaban los caminos de brecha que habían sido inundados por tupidos aguaceros. Íbamos a bordo de dos vehículos, un Jeep y un Land Rover, los cuales se atascaban con desesperante frecuencia, obligándonos a realizar las más agotadoras maniobras a fin de que pudieran reemprender la marcha. No obstante, llegó un momento en que no hubo maniobra que nos permitiera rescatar al Land Rover, de modo que nos vimos precisados a abandonar dicho vehículo en plena Sierra Tamaulipeca y a pasar equipaje, armas y demás enseres al Jeep, a bordo del cual continuaríamos el viaje los cinco aventureros.
Pero las contingencias seguían presentándose, hasta que recurrimos a una maniobra que era más efectiva: la que realizábamos cuando conseguíamos anticipar la cercanía de un lodazal. La maniobra consistía en el inmediato descenso de cuatro de nosotros para empujar el Jeep, al tiempo que nuestro descenso aligeraba el peso de éste. El quinto pasajero permanecía obviamente al volante y metiendo el acelerador hasta el tope. Pero poco después ni esto fue suficiente: el Jeep también se dio por vencido.
Entonces cargamos con lo indispensable y echamos a andar hasta recorrer los 16 kilómetros que aún nos separaban de nuestro destino. Cruzamos veredas, sembradíos y llanos, todos ellos tapizados por una melcocha de lodo que se adhería a la suela de nuestras botas, que exigía un considerable derroche de energía para cada paso que dábamos. Con todo esto, resulta fácil imaginar el estado de agotamiento en que llegamos al rancho, lo que sucedió algo así como seis o siete horas después de haber iniciado la marcha a pie.
Ahí yo me recargué en la pared y me deslicé hasta quedar sentado en el suelo. A unos tres metros de distancia, sobre una rústica mesa, estaba el tesoro más fabuloso que podía uno imaginar: un botellón de barro lleno de agua fresca. A un lado estaban los jarros, también de barro. Pero yo no tenía fuerzas para ponerme en pie y acudir al botellón, hasta que Paco mi hermano se dio cuenta de esto, llenó de agua uno de los jarros y me lo llevó hasta donde estaba. Luego, él también se sirvió un jarro, al tiempo que me advertía:
—Bebe despacio… poco a poco… De lo contrario, te caerá mal.
Al día siguiente comenzó la cacería. ¿Y qué fue lo que hice yo? Pues cazar: matar palomas, águilas, armadillos, tejones y no recuerdo qué más.
Como ya relaté, en Guadalajara, yo había cazado un zanate con un rifle de municiones que me regaló mi tío Óscar cuando tenía ocho años de edad, acción de la que entonces me sentí ampliamente orgulloso… hasta que le mostré a mi tía Emilia aquel trofeo (el pájaro muerto) y ella me dijo: «¿Por qué hiciste eso? ¿Qué daño te había hecho ese inocente pajarito?». En la colonia Del Valle había cazado pájaros y lagartijas con una resortera, pero, 12 años después, ¿sería válido esgrimir como disculpa el hecho de que ahí no había una tía Emilia que reprobara mi «hazaña»? Sería demasiado cómodo, ¿no? El caso era que me encontraba en un paraje silvestre de la costa tamaulipeca, provisto de un arma de verdad (poco común, por cierto, pues tenía dos cañones: uno de rifle calibre 22 y otro de escopeta 410), y sentía que yo era «el muchacho chicho de la película».
No obstante, al cabo de algunos días empecé a tener dudas, mismas que expuse débilmente frente a mis compañeros de aventura y que fueron inmediata y hábilmente rebatidas.
—Si te comes un bistec —decía uno— es porque alguien mató a una vaca, ¿no es cierto?
—Y lo mismo cuando comes pollo —decía otro.
—Bueno, sí —objetaba yo débilmente—. ¿Pero qué pasa en el caso de un tigrillo, por ejemplo? A ése no te lo comes.
—No, claro —comentaba un tercero—, pero los cazadores matamos únicamente a los machos viejos, con lo cual hasta les hacemos un favor, porque los privamos de los sufrimientos que padecen durante su vejez.
—Exacto —terciaba alguien—: a los cachorros y a las hembras ni los tocamos.
Los argumentos parecían sólidos. Pero yo no quedaba muy convencido que digamos y preguntaba cosas como:
—¿Y en el caso de las águilas?
—Igual: únicamente matamos a los machos viejos.
Entonces yo dejaba de insistir. Aunque es cierto que podía haber preguntado: ¿cómo se puede saber cuándo las águilas son «águilos»? ¿Y cómo se puede saber cuándo son viejas? ¿No habrá algunas que se quiten los años? En fin…
Afortunadamente había otras actividades, aparte de la cacería, que también ocupaban nuestro tiempo. Una de ellas era montar a caballo, algo en lo que yo tenía muy poca práctica, a diferencia de Sergio Gual y mi hermano Paco, que eran jinetes expertos. Mi novatez se hizo más que evidente cuando monté a una yegua que echó a correr sin más ni más, antes de que yo le hubiera dado la más mínima orden de hacer eso, y a una velocidad que rebasaba por completo mis moderados afanes de Llanero Solitario. Y por si fuera poco, yo tenía intención de salir galopando por una vereda que se encontraba a la izquierda, pero a la estúpida yegua se le ocurrió dar vuelta a la derecha, de modo que yo, encarrerado como iba, salí volando hacia la izquierda, mientras la yegua se acercaba a la sombra de un árbol que, según me explicaron después, era la «querencia» de aquella bestia (la bestia era la yegua; no yo). Sin embargo, también es posible que todo se haya debido a una falta de coordinación; o sea: si el jinete quiere dar vuelta a la izquierda, el caballo también debe dar vuelta a la izquierda. Y en el peor de los casos, si el caballo ya está empecinado en dar vuelta a la derecha, pues nomás que avise, ¿no?
Esa no fue mi única experiencia lamentable respecto a mi relación con los equinos. Otro día, por ejemplo, montaba yo a un caballito que no tenía nada que envidiarle al Rocinante que solía montar el Caballero de la Triste Figura, cuando se me ocurrió que podría saltar un «obstáculo» (que en realidad era un matorral que no tenía más de 20 a 30 centímetros de altura). ¡Y lo logramos! El caballito saltó limpiamente el matorral hasta arribar en el lado opuesto… donde se encontraba el problema, porque lo que había ahí era un pantano. ¡Sí: uno de esos pantanos que ponen en las películas, donde uno se empieza a hundir lentamente, al tiempo que descubre que a un lado yace el esqueleto de alguien que tiempo atrás había intentado hacer lo mismo! Bueno, la verdad es que no había esqueleto. Y tampoco era cierto que yo me estuviera hundiendo, ¡pero el caballo sí! En menos de que lo cuento se habían hundido sus patas hasta que la panza del caballito se apoyaba en la superficie del pantano. Entonces yo quedé automáticamente parado sobre dicha superficie, pero con la afortunada diferencia de que mi poco peso impedía que me hundiera. Y no tuve que dar más que cinco o seis pasos para salir de la zona de peligro.
Sin embargo, el infeliz caballito parecía seguir hundiéndose, no con tanta rapidez como al principio, pero sí con la suficiente como para despertar conmiseración. Entonces alcancé a jalar la rienda ayudándome con una vara, e hice el mayor esfuerzo por ayudar a que el animal saliera del pantano, pero no lo conseguí. Hasta que, por fortuna, oí voces que decían:
—¡Órale! ¿Qué pasó? ¿Qué es eso?
Era mi hermano Paco que llegaba montando a la yegua aquella que me había derribado anteriormente, acompañado por uno de los peones del rancho, quien montaba a otro caballo. Y no tuve que dar explicación de lo sucedido, pues era evidente. Pero entonces entre Paco y el peón sujetaron al caballito (con los lazos de sus propios caballos) y jalaron con denuedo hasta que el infeliz animalito logró salir de la trampa en que había caído. Una vez fuera del pantano, el caballito se alejó de ahí corriendo a toda velocidad.
—¡Pobrecito! —exclamó Paco—. Parece como si hubiera visto al diablo.
—Pues no —aclaré yo—. Lo desconcertante era precisamente su falta de expresión: el estarse hundiendo con la misma tranquilidad que habría tenido si hubiera estado pastando.
—Bueno, toma en cuenta que es un caballo… un animal.
Ya me había dado cuenta. Pero a los perros, por ejemplo, se les nota cuando están tristes; los tigres y los leones te dejan ver con toda claridad cuando están enojados y te quieren comer; las tortugas manifiestan con su gesto lo aburrido que debe ser el haber nacido tortuga; y hasta hay organizadores de marchas callejeras que ponen cara de algo en determinadas circunstancias.
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Días después llegó el momento de emprender el retorno, pero como se recordará, nuestro Jeep había quedado en calidad de fardo en el lodazal, a un buen número de kilómetros de distancia, mientras que el Land Rover había sido abandonado en un lugar aún más alejado. Este último sería finalmente rescatado hasta varios meses después por gente que estaba al servicio de Sergio Gual, mientras que el Jeep fue habilitado de una forma curiosa:
Estábamos junto a un poblado llamado La Pesca, en la desembocadura del río Soto la Marina, cuando vimos que aterrizaba una avioneta en la rudimentaria aeropista que estaba próxima al pueblo. Iba piloteada por un estadounidense que pronto entabló conversación con nosotros, con lo cual se enteró de que el problema del Jeep había sido el desgaste de los birlos de una de sus ruedas.
—Eso no es ningún problema —nos dijo el amable vecino del Norte—: ahora mismo cruzo la frontera y les traigo las refacciones que hagan falta (recuerdo que eso lo dijo en inglés; lo que no recuerdo es cómo se dice eso en inglés).
Pero hizo lo que decía, y pronto estuvo de vuelta con los birlos cuyas especificaciones le habíamos dado, los cuales fueron colocados inmediatamente en la rueda respectiva del Jeep. ¡Y asunto arreglado!
Bastante tiempo después sucedió algo que me hizo recordar aquella trivial circunstancia: un conocido y peligroso delincuente, apellidado Copland, escapó increíblemente del penal de la Ciudad de México, donde estaba confinado: lo hizo a bordo de un helicóptero que había aterrizado como si nada en el patio del penal, para luego alejarse de ahí con toda tranquilidad. Después se supo que el helicóptero había volado hasta que su pasajero (Copland) había hecho conexión con un avión particular que lo llevaría al otro lado de la frontera. El traspaso del helicóptero al avión había tenido lugar en una rudimentaria pista de aterrizaje próxima al poblado de La Pesca, en la desembocadura del Soto la Marina. Se trataba, sin lugar a dudas, de una de las tantas pistas clandestinas que ha construido el narcotráfico organizado.
Una vez reparado el Jeep emprendimos el regreso, sin sospechar siquiera que el viaje de retorno sería aún más complicado que el de ida. Sin embargo, no hace falta mencionar las nuevas contingencias, ya que fueron similares a las anteriores, ya descritas; con el agravante de que una tormenta nos obligó a pernoctar en la rústica escuelita de un pueblo, único refugio techado que pudimos encontrar. Ahí, soportando el inevitable insomnio producido por la lluvia, los truenos y el frío más intenso que he sentido en mi vida, volví a recordar la frase de mi tía: «¿Acaso te han hecho algo esos pobres animalitos?».
Después llegamos a Ciudad Victoria, donde debíamos abordar el autobús que nos llevaría de regreso a la Ciudad de México, pero la salida de éste estaba anunciada para muchas horas después, de modo que se hizo necesario buscar algo en qué ocupar el tiempo de espera. Entonces, mientras cavilaba al respecto, yo entré a la iglesia (¿la catedral?) que se encontraba frente al zócalo o plaza central de la ciudad.
A esa hora no había ceremonia alguna, de modo que se encontraba muy poca gente en el interior del templo; a pesar de ello funcionaban las bocinas de las que surgía una música que parecía provenir del infinito, como los cantos gregorianos, beatitud hecha melodía, en armonía de voces que parecen sugerir el más sublime de los éxtasis. A esto añádase el aroma que inundaba el ambiente (aquel que resulta cuando se mezcla el incienso con el perfume de las azucenas) y se comprenderá el estado de misticismo en que caí profundamente. «Éste es el entorno ideal —pensaba yo—. El ambiente de paz y tranquilidad en el que me gustaría pasar mi vida entera, vacunado contra la epidemia de tentaciones y lejos del mundanal ruido». (Expresión, esta última, que me parece muy acertada, pero de cuya autoría no estoy plenamente seguro). En otras palabras: en vez de mostrar el afán de trabajo y esfuerzo que ha motivado a tantos santos, yo tan sólo estaba siendo cautivado por la posibilidad de vivir sin preocupación alguna.
Salí entonces de la iglesia y fui al encuentro de mis compañeros de cacería, quienes estaban sentados en una banca de la plaza, viendo desfilar a las muchachas del pueblo. Se trataba de esa costumbre que prevalece en muchas partes de la provincia mexicana: las muchachas dan vuelta al rededor de la plaza caminando en un sentido, al tiempo que los muchachos lo hacen caminando en sentido contrario. Esto hace que unos y otras intercambien sonrisas, miradas, gestos y demás señas del repertorio de conquista hasta que, si el proceso marcha adecuadamente, los jóvenes terminan paseando por parejas. Pero mis amigos y yo nos encontrábamos demasiado cansados como para ponernos a dar vueltas, de modo que estábamos resignados a quedarnos sin participar en aquel juego de galanteo, y permanecimos sentados en la banca. No obstante, nos dimos cuenta de que algunas muchachas lanzaban fugaces pero continuas miradas cada vez que les tocaba pasar frente a nosotros, de lo cual se derivó que poco después ya estuviéramos paseando con sendas muchachas. Pero mi cansancio era tal, que preferí poner al tanto a María de la Luz (así se llamaba la que me tocó a mí), al tiempo que le propuse que nos sentáramos en una banca. Y, paradójicamente, de ahí surgió lo bueno.
—Si estás muy cansado —me dijo María de la Luz—, ¿qué tal si mejor vamos al cine? Pasan una película de Pedro Infante que tengo muchas ganas de ver.
No me lo tuvo que sugerir dos veces, de modo que en dos minutos estábamos a las puertas del cine, donde se presentó un nuevo problema: yo no tenía ni cinco centavos para comprar los boletos de entrada.
—Pero no nos va a costar nada —me dijo ella cuando la puse al tanto de mi situación financiera—. Una prima mía es la que recoge los boletos en la entrada.
—Es que no tengo ni siquiera para comprar unas palomitas —aclaré para evitar vergüenzas posteriores.
—Pues nos quedamos sin palomitas —replicó ella—. Además: a mí no me gustan las palomitas ni nada de eso. A mí lo que me gusta es Pedro Infante, y ésta es una película suya.
Así pues, entramos al cine sin más preámbulos. Tomamos asiento en una de las últimas filas, donde reinaba la más acogedora de las penumbras, y minutos después mi mano yacía ya sobre el hombro de María de la Luz. A mí me había parecido muy original y atinado el pretexto de que a ella lo que le gustaba era Pedro Infante, de modo que me dispuse a darle lo que sería una buena retahíla de besos… hasta que caí en cuenta de que aquello no había sido un pretexto sino que, efectivamente, lo que le gustaba era Pedro Infante. Se emocionó y se convulsionó cuando el actor apareció en pantalla, se desternilló de risa cada vez que Pedro dijo algo simpático y se estremeció hasta las lágrimas con todas y cada una de las canciones que interpretó el galán.
Una vez finalizada la película, María de la Luz se volvió hacia mí, me miró sonriendo con dulzura y besó mi boca amorosamente. Por un momento yo permanecí estático, entre desconcertado y estúpido, hasta que ella me dijo:
—Y ahora sí me tengo que ir, porque a la salida mi prima va a estar con mi tía, que viene por ella. Pero antes déjame decirte algo —añadió mirándome otra vez fijamente—: te prometo que de hoy en adelante tú estarás en mi pensamiento inmediatamente después de Pedro Infante.
Era un halago. ¡Lo juro! Porque, ¡vamos!, no es poca cosa ocupar el segundo lugar en un campeonato donde el líder es el ídolo de México.
Entonces María de la Luz abandonó su lugar, dejándome inmóvil en aquella butaca del cine. Pero en mi boca permanecía la frescura de aquellos labios que me habían besado tiernamente, al tiempo que me habían ayudado a solucionar un conflicto interno. «Me gustan mucho los cantos gregorianos —me dije—, así como el aroma del incienso combinado con el perfume de las azucenas; y me gusta igualmente la paz de una vida tranquila… pero mi vocación debe estar en algún otro lugar. Ahí donde pueda compartir mi vida con una mujer, lo que implica que habré de hacer frente a los retos que surjan en mi camino y que tendré que luchar para realizar mi proyecto de vida».
Ah, y seguramente tendré que luchar también contra los Pedros Infantes que se me atraviesen en el camino.
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Cuando conocí a Graciela, aún le faltaban unos días para cumplir 15 años, mientras que yo ya rebasaba los 22. Por tanto, en aquellos momentos yo estaba muy lejos de imaginar lo mucho que aquella muchachita llegaría a significar en mi vida. Sin embargo, su cabello castaño claro, su rostro dulcemente bonito, su complexión delgada y su estatura (ligeramente más baja que yo) hacían de ella algo que podía calificarse como mi ideal de mujer. Por otra parte, para mí fue una sorpresa saber cuál era su corta edad, pues en aquel entonces ella ya llevaba tiempo de trabajar en un banco, para lo cual había tenido que fingir que tenía algunos años más. Y tal fingimiento había surtido efecto, inclusive conmigo.
El noviazgo surgió casi casualmente, pues antes, cuando teníamos muy poco tiempo de conocernos, yo le había pedido que fuera mi novia y ella me había dicho que no, pero al darse cuenta de que yo me encogía de hombros con gesto de resignación, ella se apresuró a aclarar:
—Pero lo último que muere es la esperanza.
Por lo tanto, muy poco después insistí en lo mismo. Esa vez el escenario era una nevería que por entonces empezaba a ponerse de moda en la colonia Del Valle; y según me confesó la misma Graciela tiempo después, también en aquella ocasión estuvo a punto de decirme que no, pero dio la casualidad de que en ese preciso momento iba llegando a la nevería aquella novia que había yo tenido anteriormente, la Cucus, motivo suficiente para que Graciela cambiara de opinión y me dijera que sí. Y estoy seguro de que ninguno de los dos se imaginó que la relación duraría mucho tiempo.
Graciela era la tercera de cinco hermanas: Esther (que se casaría después con el arquitecto Benjamín Bueno), Rosaura, Graciela y las gemelas Pita y Malú (casadas luego con Patricio Molina y Segundo Peña, respectivamente). Sus padres eran: Carlos Fernández y Esther Pierre de Fernández. Todos ellos, padres y hermanas, excelentes personas. La Malú, bella por fuera y por dentro, falleció cuando ya había comenzado el nuevo milenio.