Capítulo III

Algunos años después, Horacio y yo regresábamos a la casa después de haber estado reunidos con un grupo de amigos, haciendo los más variados comentarios, como lo hacíamos cotidianamente. La mayoría de ellos se había referido, al igual que siempre, a los deportes, a las películas y cosas por el estilo, hasta culminar con el tema obligatorio: el sexo.

Camino a la casa nos habíamos detenido en una esquina donde nos pareció oír algo así como un murmullo que surgía de entre unos arbustos plantados a la orilla de la acera; un lugar que, por cierto, solíamos usar como escondite nocturno del que salíamos sorpresivamente para asustar a algunos transeúntes. Por lo tanto, mi hermano y yo supusimos que el murmullo correspondía a otros amigos que intentaban asustarnos a nosotros, de modo que recurrimos a las señas para acordar que nos acercáramos con sigilo hasta asomarnos a averiguar quiénes eran los que se habían escondido.

Sin embargo, al instante nos dimos cuenta de que quienes emitían los murmullos no eran nuestros amigos…

Tampoco eran desconocidos, pues se trataba de una pareja formada por Imelda, la muchacha que llevaba tres o cuatro semanas de haber empezado a trabajar en el servicio de nuestra casa, y Sabás, el joven que todos los días transitaba las calles aledañas montado en su bicicleta y haciendo alardes de equilibrio al sostener sobre su cabeza la enorme canasta llena de pan.

—Una vez encarrerado —nos había dicho alguna vez a manera de explicación— es la cosa más sencilla del mundo. El problema es arrancar y detenerse; sobre todo lo último.

Se puede decir que Sabás había sido nuestro amigo de tiempo atrás, cuando nos encontraba patinando en la calle y se ofrecía a remolcarnos sujetados a la bicicleta.

Pero esa vez no tuvo oportunidad de reconocernos, ya que estaba demasiado ocupado en estrujar las mejores protuberancias de Imelda, quien, por la misma razón, tampoco llegó a darse cuenta de la cercana presencia de mi hermano y yo. Además, nosotros tuvimos la prudencia de retirarnos de ahí al instante y con la mayor rapidez posible.

Horacio y yo llegamos a casa y entramos por la puerta de la cocina, donde nos dispusimos a buscar alguna fruta al tiempo que reíamos haciendo comentarios acerca de lo que acabábamos de ver. La búsqueda de una fruta era algo que hacíamos casi siempre que llegábamos, sin tomarnos la molestia de encender la luz, pues sabíamos de memoria dónde encontrar la canasta; pero en esa ocasión no pudimos localizarla.

—La habrán cambiado de lugar —dije yo—; con eso de que Imelda es nueva…

—¿Nueva en qué sentido? —preguntó Horacio sonriendo con picardía.

Claro está que el comentario me contagió la sonrisa; pero apenas me disponía a encender la luz de la cocina, cuando alcancé a ver a través de la ventana que Imelda se acercaba a la casa. Se lo hice notar a Horacio al momento en que le hacía seña de guardar silencio, para luego ponerme rápidamente en cuclillas detrás de la estufa, cosa que hizo también mi hermano con la agilidad que lo distinguía. En condiciones normales la pequeña estufa no habría servido como parapeto, pero funcionó como tal por tres razones: primera, por la oscuridad de la incipiente noche; segunda, porque estaba en el rincón opuesto de la entrada: y tercera, por la gran velocidad con que Imelda llegó y subió por la escalerilla que conducía al cuarto de servicio que ella ocupaba.

De cualquier modo, mi hermano y yo empezamos a hablar hasta después de un lapso considerable y en un nivel de voz que evitaba delatar nuestra presencia. El primer comentario fue acerca de lo pronto que había llegado Imelda después de que la habíamos visto en compañía de nuestro amigo, el panadero Sabás.

—Pues una de dos —me dijo Horacio—: fue porque sí alcanzó a vernos o porque calculó que no tardaría en llegar mi mamá.

—No, eso no —comenté—. Mi mamá tiene una de esas reuniones del Sindicato; va a llegar más tarde.

—¿Cómo sabes?

—Ella misma me lo dijo —respondí. Y luego, con un gesto de picardía, añadí:

—Pero no se lo dijo a Imelda.

Horacio entendió al instante la intención de mi comentario y, por si algo faltara, agregó una circunstancia más, en referencia a nuestro hermano mayor:

—¡Y Paco está en una posada!

En otras palabras: mi mamá estaría muy ocupada en una de esas reuniones del Sindicato de Pemex que jamás terminan antes de las once de la noche, mientras que Paco estaría feliz de la vida bailando de «cachetito» con la Chata, su novia. Por tanto, bastó una mirada de contubernio entre mi hermano y yo para que empezáramos a ascender sigilosamente por la escalerilla que conducía al cuarto de servicio. Pero no nos faltaban más de dos o tres escalones para llegar a la puerta del cuarto de servicio, cuando oímos una voz que gritaba en tono de reclamo:

—¿A dónde van?

Era mi mamá, quien estaba al pie de la escalera, con un gesto que presagiaba la más intensa de las tormentas. Sus verdes ojos, comúnmente bellísimos, irradiaban unos haces de luz que en vez de iluminar se encajaban como dardos impregnados con fuego líquido.

Entonces mi hermano y yo empezamos a descender por la escalera, sin ser capaces de pronunciar una palabra completa, pues los intentos se desbarataban convirtiéndose en burdos balbuceos. Y para nosotros era algo inédito; algo que no tenía antecedente alguno, pues si era verdad que mi mamá se había enojado con nosotros más de una vez, nunca lo había hecho mostrando su enojo con esa expresión.

Sin embargo, mientras seguíamos bajando por la escalera, yo vislumbré que la expresión de mi mamá empezaba a manifestar la transición que ocurría en su interior, donde la furia dejaba su lugar a la tristeza.

Tampoco era un gesto agradable, pues hasta parecía ser más doloroso. Pero en el momento en que llegamos a su lado se limitó a pedirnos que fuéramos a su recámara. Y una vez ahí, sin exaltaciones pero también sin rodeos, nos preguntó:

—¿Ustedes saben de qué falleció su papá?

Aplicada en ese momento, la pregunta era desconcertante, pero yo me apresuré a responder:

—Siempre nos han dicho que fue por un derrame cerebral, ¿no?

—Bueno, algo así ocurre al final, pero la enfermedad se llamaba sífilis. ¿Ustedes saben lo que es eso?

Sí, sí lo sabíamos. Lo sabíamos con todas las aberraciones en que deriva lo explicado por los comentarios hechos entre mozalbetes, pero con la información suficiente acerca de la fatalidad que representa el terrible contagio.

—Yo sabía que más temprano que tarde tendría que contarles y explicarles todo —nos dijo mi mamá de manera pausada—; pero no me imaginé que sería tan pronto.

Y continuó describiendo las dolorosísimas y fatales consecuencias de la sífilis, la calificación de incurable que tenía la terrible enfermedad y las múltiples formas de contagio que existían. Pero también tuvo el invaluable acierto de aclararnos que de ninguna manera debíamos alojar un sentimiento de rechazo o repudio hacia la relación sexual, sino al contrario: que en ésta debían encontrarse el placer por excelencia y el más sublime lazo de unión entre un hombre y una mujer. Pero enfatizó que si no va acompañada por el amor, la relación sexual no es más que un pasatiempo de escaso valor, saturado de riesgos de altísimo costo.

Obviamente hago la transcripción anterior intentando reconstruir una conversación cuyas palabras exactas no puedo recordar, pero con la seguridad de haber rescatado plenamente la esencia de una lección que quedó grabada para siempre en mi memoria. Y el recuerdo incluye la admiración por una madre que supo aplicar a sus hijos una formación que se adelantaba por varias décadas a la usual en aquellos tiempos.

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Afortunadamente, en el transcurso de ese tiempo incursioné en algo que compensaba la sacudida hormonal: me refiero a la práctica de los deportes, que ya había mencionado, práctica que constituye una formidable coraza para detener el embate de los vicios, aparte de generar seguridad en uno mismo, algo imprescindible para quienes hemos padecido algún complejo de inferioridad.

Aparte de eso, las escuelas de los hermanos maristas (donde estudié toda mi vida hasta terminar el bachillerato) me dejaron muchas cosas buenas y algunas malas. Entre las primeras debo mencionar la inculcación de principios morales y cívicos, que han sido la almohada que me ayuda a conciliar el sueño sin el peso de grandes cargos de conciencia, una excelente instrucción, etcétera. Y claro que también debo agradecer la ayuda que representó para mi mamá el hecho de que, a pesar de ser una de las escuelas particulares que cobraban menos, mi mamá sólo tenía que pagar una colegiatura por la educación de sus tres hijos.

Pero dije que la escuela me dejó también cosas malas, y entre ellas cabe destacar el cruento y angustiante temor a Satanás, «sus pompas y sus obras». No podía haber nada más aterrador que la «ira de Dios», que se traducía en castigos de condenación eterna. ¡Eterna! ¿Se imaginan lo que sería toda una eternidad en los abominables sótanos de un supuesto infierno? ¡Y pensar que yo estaba expuesto a ello si, por ejemplo, cometía el nefando acto de mirar el trasero de una de esas mujeres cuya contemplación es absolutamente inevitable! Porque, cuando esto sucedía, cuando cometía yo semejante imprudencia, tenía que cuidarme para no ser atropellado por un vehículo sin haber tenido tiempo de confesarme. Y lo peor del asunto es que esto sucedía y sucedía y sucedía y sucedía (el pecado, no el atropellamiento). Por ejemplo: ¡la que se armó en la escuela cuando fui sorprendido en el acto de modelar en plastilina el cuerpo de una mujer desnuda! Es verdad que hice esto cuando aún no había terminado la primaria, pero también es verdad que a pesar de eso me quedó bastante bien modelada (o sea: la mujer estaba bastante buena).

Pero tuvo que pasar mucho tiempo para que cayera en cuenta de lo incongruente que resultaba ser aquello y para pensara que no puede haber un Dios cuya «ira» se traduzca en veredictos que castiguen así a uno de los seres que El mismo hizo. ¡Vamos, que ni siquiera puede haber un Dios que «sienta ira» alguna vez! ¿Que se debe considerar la cuestión del libre albedrío? ¡Pues toma tu libre albedrío! Yo jamás dispuse de libre albedrío para aceptar o no el libre albedrío.

¿Pero entonces qué? ¿Podemos pecar cuantas veces se presente la ocasión y en la medida en que se nos pegue la regalada gana?

—Supongo que no —respondió mi conciencia, reconociendo que se le hacía difícil, si no es que imposible, encontrar respuesta para una cuestión que ya había sido debatida por los grandes filósofos de todos los tiempos, quienes tampoco habían podido encontrar una respuesta consensuada. Aunque, al mismo tiempo, estoy seguro de que estos maestros del pensamiento tenían muy claro que la existencia tiene una tendencia que es evidente: la que apunta en dirección al Bien. Y creo hay que obrar en consecuencia.

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En 1943 se inauguró el Instituto México (en la calle de Amores, colonia Del Valle), que sería en ese momento el más amplio de los planteles que tenían los hermanos maristas en la Ciudad de México. Tenía cancha de fútbol, frontón, dos canchas de basquetbol (que se podían convertir en canchas de voleibol), además de otros espacios donde se podía correr, jugar canicas, trompo, yoyo, etcétera. Ah, también había salones de clase y todo eso.

Como ya se me había vuelto costumbre, en la secundaria también tuve innumerables encuentros a golpes. Recuerdo especialmente una pelea que fue tremenda: la que tuve con Aarón Mercado, un muchacho que tenía la fuerza de un toro (y que poco después tendría la de un bisonte); el pleito, escenificado en plena cancha de fútbol, duró muchísimo tiempo. Eternidades, diría yo, pues llegó el momento en que suspiraba porque alguien lo interrumpiera, cosa que no podía hacer yo mismo debido a que eso significaría exponer el prestigio adquirido hasta ese día. Afortunadamente, como en un encuentro de boxeo, fue la campana quien vino en mi auxilio; pero se trataba de la campana de la escuela que anunciaba el fin del recreo y el retorno a clase.

Y fue ahí mismo, camino al salón, donde Aarón y yo nos estrechamos la mano en señal de reconciliación, dando así principio a lo que llegaría a consolidarse como una leal y estupenda amistad que perduró hasta varios años después de nuestros respectivos matrimonios. Luego, debido a la diferencia de ocupaciones, dejamos de vernos con la anterior frecuencia, hasta que tiempo después recibí la triste noticia de que Aarón había fallecido víctima de una extraña enfermedad que se caracterizaba por ir devastando inexorablemente aquella fortaleza que había caracterizado a mi amigo.

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Entre tanto, mientras estaba en la secundaria, fui invitado a jugar en las fuerzas infantiles del equipo Marte, de fútbol, donde tuve la enorme fortuna de participar en varios preliminares efectuados en el Campo Asturias, que por entonces era el máximo escenario del popular deporte. Y mi primer preliminar fue en partido nocturno, pues el Asturias era, en México, el primer campo de fútbol que recurría a la iluminación artificial. Aquel encuentro fue con el poderoso España, al que derrotamos por uno a cero, mediante gol que yo tuve la fortuna de anotar. Y puedo asegurar que en el transcurso de mi vida he tenido la suerte de experimentar las grandes satisfacciones que producen los aplausos… pero pocas como aquella en que fui aplaudido al tiempo que aspiraba el insuperable aroma que se desprende de un césped cuando es acariciado por los tacos de 44 zapatos de fútbol. (Entre los jugadores de aquel Club España juvenil, por cierto, figuraba el excelente amigo José Luis Lamadrid, quien llegaría a ser centro delantero de la Selección Mexicana de 1954, donde fue autor del primer gol que anotaba algún jugador de nuestro país en todos los mundiales efectuados en Europa. José Luis recuerda la anécdota de aquel gol anotado por mí en el Campo Asturias, y tiene la gentileza de evocarlo cada vez que tiene oportunidad).

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Las peleas a puñetazos (y uno que otro puntapié) también eran el pan nuestro de cada día en la colonia Del Valle, y entre los peleoneros había varios que habían cobrado fama de ser «buenos pa’ los madrazos», como se acostumbraba decir; su popularidad se extendía hasta más allá de las colonias vecinas, como la Roma, la Hipódromo y otras más, pues en esos rumbos no había quien no hubiera oído hablar de los Padilla, Ruvalcaba, Ramiro Orcí, «el Pato». Alatorre, el Chongo y, sobre todo, Arturo Durazo. Este, que era considerado el mejor (o el «peor», según el punto de vista), cobraría después una fama mucho mayor como el poderoso y temible jefe de policía durante la presidencia de José López Portillo, quien también había sido miembro de la misma pandilla que se hacía llamar Los Halcones, aunque el futuro presidente nunca trascendió como peleonero en la calle.

El «Negro», como apodaban a Durazo, tenía una novia que vivía en una casita de la privada ubicada en el 133 de la calle Mier y Pesado; es decir: en la misma privada donde yo vivía. Esto dio pie a que el Negro (que era 10 años mayor que yo) me usara como «correveidile», pues yo era el encargado de llevarle los mensajes a su novia, quien no contaba con la autorización de sus padres para sostener tal noviazgo. Pero en más de una ocasión me correspondió también la tarea de sostener el saco del Negro, mientras éste efectuaba su tarea respectiva: la de romperle la cara a alguien. Porque eso sí: no cabía la menor duda de que era un hábil y destacado peleador callejero. Un día, por ejemplo, le detuve el saco mientras se enfrentaba simultáneamente a tres albañiles que habían cometido la «enorme osadía» de lanzar un piropo a su novia. Y Arturo dio cuenta de los tres, lo que fue para mí como la reproducción de una película de vaqueros en la que «el muchacho» se luce derrotando a los malvados villanos. Pero la impresión fue diferente cuando, después de haberlos derribado, el Negro siguió agrediéndolos a puntapiés con una saña semejante a la que habría distinguido a cualquier represor de un gobierno dictatorial. Entonces el «héroe» cayó de su pedestal, y yo busqué establecer entre ambos una sana distancia.

Pero al referirme a ese grupo mencioné también a Ramiro Orcí, quien se distinguía porque jamás abusaba de nadie a pesar de que era el más fuerte de todos. A Ramiro lo he vuelto a frecuentar hasta la actualidad, pero no sólo como amigo, sino también como compañero de actuación, pues hemos participado juntos en televisión, teatro y cine.

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El Parque Mariscal Sucre, que en sus inicios se había llamado Parque Central, era el principal centro de reunión en la colonia Del Valle. Los domingos, por ejemplo, se convertía en paso casi obligado de quienes salían de oír misa en la parroquia, y nosotros los adolescentes ya sabíamos que las muchachas acostumbraban acudir a misa de 12, a cuya salida ya estábamos esperándolas. Las muchachas, a su vez, ya sabían que nosotros ya sabíamos eso, de modo que siempre iban a misa de 12. Y el corazón daba un vuelco cuando veíamos aquella figura, aquel modo inconfundible de caminar, aquel todo de la muchacha que se había convertido en la meta de nuestras ilusiones. «¿Tendré el valor de declarármele?», pensábamos. Porque en aquellos tiempos el noviazgo sólo podía iniciarse después de haber cubierto el trámite; aquel que establecía una petición formulada con todo rigor: «¿Quieres ser mi novia?», preguntábamos después de haber hecho el más intenso acopio de valor. Y sólo había tres posibles respuestas: «Sí», «No» y «Déjame consultarlo con la almohada».

Esta última, que era la que yo solía escuchar con mayor frecuencia, despertó en mí un odio visceral hacia un buen número de almohadas. Y no sé cómo me contuve para no ir a la recámara de la involucrada, agarrar su almohada y desgarrarla hasta hacer que brotaran cientos de plumas de sus pérfidas entrañas. Después la experiencia nos dijo que no debíamos «cantarles» (sinónimo, en aquellos tiempos, de declaración amorosa), sin antes haber percibido ciertos signos alentadores, el mayor de los cuales era que ella hubiera permitido bailar «de cachetito» con uno; es decir: mejilla con mejilla. Esto era, por sí mismo, motivo para tener el más delicioso de los sueños o, quizá mejor: el más delicioso de los insomnios. Ese «no dormir» porque la adrenalina sigue retumbando por todo el organismo a un ritmo que, para estar a tono con la época, seguramente era de mambo.

Al paso de los años, uno recuerda aquellos trances y piensa: «¡Qué bobería!». Pero luego, transcurrido más tiempo, el pensamiento dice: «¡Qué divina y qué añorable bobería!». (Aunque, paradójicamente, la misma nostalgia me obliga a lamentar que la implacable urbanización se encargaría de acabar con ese refugio de amistad que había sido el Parque Mariscal Sucre, convirtiéndolo en el peligroso cruce de vehículos que es hoy, desterrando sin misericordia a la mayoría de los frondosos árboles que albergaba, y con ellos al concierto de trinos que esparcían cotidianamente los pajarillos).

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Fue en ese acogedor Parque Mariscal Sucre donde, el 18 de septiembre de 1945, decidimos que nuestro grupo dejaría de ser una pandilla, para adquirir la categoría de «club». Ese día el grupo estaba conformado por Toño Gabilondo, Chava Neri, Javier Oceguera, Aarón Mercado, Carlos Ruiz, mi hermano Horacio y yo. Buscando un nombre apropiado para el club nos decidimos por el que había sugerido Horacio: Los Aracuanes. No teníamos un local, un reglamento ni nada por el estilo hasta que Chava Neri proporcionó el sótano de su casa como residencia oficial. Y ahí mismo hubo también un breve reglamento: el que establecía la prohibición de usar «malas palabras», dado que éstas se alcanzaban a oír en la parte superior de la casa, donde comúnmente estaban las hermanas de Chava. Sin embargo, este reglamento se eliminó debido a que eran muchas más las malas palabras que soltaban arriba.

Entonces se estableció como local uno más amplio: la calle. (Frente a la tienda llamada Netolín, propiedad de la familia de Javier Oceguera, situada en la calle de Morena, casi esquina con Amores). Ahí, al amparo del «esparcimiento social» que proporcionaba el espacio callejero, se desarrolló un ambiente altamente propicio para los amores, amoríos, ligues o como se quiera llamar a la conjunción de parejas, que se citaban o que se encontraban «casualmente» por esos lugares.

Pero también había otros sitios de reunión a los que acudían todas las pandillas de la colonia Del Valle, entre los cuales destacaba La Farmacia Aguirre, fuente de sodas en cuyo local se gestaron dos proyectos que cobraron renombre hasta más allá de los límites de la colonia: el Carnaval y los Juegos Olímpicos, ambos ideados por mi hermano Horacio.

El Carnaval constituyó todo un éxito, a diferencia de los encuentros atléticos, donde los pleitos dieron al traste con algo que había prometido ser interesante. Pero eso sí: de que se intentó, se intentó[1].

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Durante las llamadas «fiestas patrias» había algunos esparcimientos que las más de las veces representaban riesgos de diversas dimensiones, como sufrir el estallido cercano de algún cohete o el de verse comprometidos a participar en pleitos callejeros. (Casi siempre generados por la euforia del «¡Viva México, hijos de tal por cual!»). Y claro que los Aracuanes tuvimos que experimentar en carne propia algunas de esas desventuras, aunque sin consecuencias graves para fortuna nuestra. Pero no está por demás el narrar lo impresionante que fue para nosotros el desenlace de una de aquellas noches de 15 de septiembre.

Habíamos ido hasta el Bosque de Chapultepec, ese día iluminado y adornado con motivos patrios, por cuyas veredas transitaban multitudes que paseaban o corrían, que reían o peleaban, que compraban o vendían algodones de azúcar, buñuelos, pitos, cornetas, espantasuegras, banderitas, etcétera.

Y después de haber formado parte de todo ese tinglado, cansados pero contentos, decidimos emprender el regreso a la amada colonia Del Valle. Lo hicimos a pie (eran los tiempos en que esto no representaba peligro alguno) y al llegar a la avenida Coyoacán decidimos poner punto final a la jornada refrescándonos con uno de los deliciosos tepaches que había en el local concerniente.

Se trataba de una tepachería que no solíamos frecuentar, pero que en esa ocasión era el único establecimiento que permanecía abierto a las altas horas de la noche en que llegamos; de modo que entramos y nos acomodamos como pudimos en los pocos asientos que no estaban ocupados. Los tales «asientos» eran bancas con capacidad para tres personas, de modo que nos pareció abusivo el que un señor estuviera sentado en el lugar de en medio de una banca, en vez de correrse a una orilla.

—Señor —le dijo alguno de nuestro grupo—, si se corriera usted hacia la orilla, mi amigo y yo podríamos sentarnos juntos.

Pero el señor no se dignó siquiera responder.

—¿Estará dormido? —preguntó alguien.

—¡Cómo va a estar dormido! ¿Qué no ves que tiene los ojos abiertos?

—Es verdad —comentó otro—. ¡Hágase para allá, por favor!

Este último comentario fue acompañado por un empujoncito que, a pesar de haber sido muy leve, fue suficiente para que el señor cayera de bruces sobre la mesa… dejando ver que en su espalda estaba encajado un picahielo.

Y no obstante lo cansados que estábamos, los Aracuanes emprendimos una carrera en la que seguramente establecimos varios récords de velocidad y que se prolongó durante un buen número de cuadras.

Dos o tres días después vimos un periódico vespertino en el que había una nota minúscula acerca de un desconocido que había sido asesinado en una tepachería de la colonia Del Valle. «Cuando los parroquianos se dieron cuenta —decía más o menos la nota—, el sujeto llevaba dos o tres horas de haber muerto».

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Mientras tanto, mi mamá había obtenido una hipoteca para poder construir un «edificio». (Pongo el término entre comillas debido a que no sonaba lógico llamar edificio a una construcción que sólo contenía dos plantas; en la de arriba se planeaba hacer tres departamentos, mientras la de abajo contendría seis o siete accesorias comerciales). Y todo parecía apuntar en dirección a un futuro alentador, a pesar de que, poco antes, el gobierno había decretado un congelamiento de las rentas… aunque no había podido evitar que en vez de congelarse, el costo de la vida se fuera recalentando día con día. Como consecuencia de eso, el alquiler de las casitas de la privada era insuficiente para el pago de la hipoteca… y más insuficiente fue cuando dos inquilinos dejaron de pagar las respectivas rentas de las dos casas que ocupaban; evento que provocó que el banco tuviera a bien quedarse con la privada, de modo que pasamos de propietarios a inquilinos. Pero a nosotros tampoco nos alcanzaba para pagar la renta, así es que, para compensar, mi madre tenía que quedarse a trabajar en Pemex cuantas horas extras le eran permitidas… hasta que la anémica economía nos obligó a emigrar en pos de una vivienda que estuviera al alcance de nuestros bolsillos. ¿Pero dónde encontraríamos tal refugio? Y, como de costumbre, fue mi madre quien dio la rápida y valiente respuesta:

—El edificio que estoy construyendo —dijo— está apenas en la etapa llamada obra negra, pero sea como sea, ahí hay un espacio rodeado de paredes.

Y para allá nos fuimos.

El piso era solamente un aplanado (de cemento en algunas partes y de tierra en otras) y las paredes, en parte el tabique a la vista, y en parte las cortinas de acero de los futuros espacios comerciales; pero mi mamá se encargó de ocultar la fea apariencia del acero, cubriéndolo con cortinas de la tela más barata que se podía encontrar. Los muros de tabique, a su vez, fueron encalichados. No había más agua caliente que la que se podía conseguir mediante ollas sobre la estufa, y como no era cosa de desperdiciar combustible, el baño completo quedó reducido a los sábados, ayudándonos unos a otros con cubetadas de agua previamente entibiada. El resto de la semana el aseo personal era de la cintura para arriba, con agua de un par de lavaderos. Pero todo esto mejoró cuando algo así como un par de meses después, conseguimos un calentador de leña. El gas, carísimo, era para consumo exclusivo de la estufa.

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Pasé entonces a estudiar la preparatoria en el Colegio Francés Morelos, ubicado en la calle del mismo nombre donde me inscribí para cursar el bachillerato de ingeniería. ¿Que por qué escogí esta carrera? Bueno, quizá hubo dos razones importantes: una, que mi tío Óscar, con el que viví durante un año en Guadalajara, era ingeniero mecánico electricista, y en la casa tenía un taller en el que hacía mil cosas maravillosas. (Como una locomotora de vapor en cuya construcción «ayudé» yo, pasándole a mi tío las pinzas, los desarmadores y las demás herramientas que utilizaba). Creo que partir de ahí me forjé la idea de que el trabajo de los ingenieros consistía únicamente en diseñar y fabricar juguetes y toda clase de mecanismos ingeniosos. La otra razón de mi elección era el gusto que sentía por las matemáticas, una de las materias de estudio que más se me facilitaban. En la actualidad, aunque ya olvidé las matemáticas de orden superior (cálculo integral y diferencial, por ejemplo) sigo recurriendo a la solución de algunas ecuaciones algebraicas (hasta de 2o grado) como medio de distracción y relajamiento mental.

En el Morelos, por cierto, tuve el privilegio de recibir clases impartidas por algunos maestros de enorme prestigio, entre los cuales cabe destacar a don Agustín Anfossi, profesor de matemáticas y autor de textos de álgebra, trigonometría, etcétera, que se usaban en todas las escuelas del país; don Oswaldo Robles, filósofo de fama internacional; el licenciado Moreno Tagle, quien impartía el curso de literatura que me introdujo en el conocimiento de Homero, Esquilo, Shakespeare, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Moliere, don Miguel de Cervantes, etcétera. Y por supuesto el profesor Salvador Flores Meyer, a quien debo la costumbre de leer toda clase de textos relacionados con la historia de México, afición que fue estimulada por la claridad, la imparcialidad y la amenidad que caracterizó a todas y cada una de las clases que impartió. Por ejemplo: en contra de lo que opinaban muchos acerca del «mochismo» de los maristas, el profesor Flores jamás insinuó siquiera que Benito Juárez hubiera sido el demonio o algo parecido, pues señaló como un acierto la separación de Iglesia y Estado, así como el tesón con que se opuso al establecimiento de una monarquía europea. (Aunque juzgara vergonzoso el Tratado McLane-Ocampo que pretendía establecer don Benito). Igualmente había señalado el mérito de casi todos los que participaron en la lucha independentista, como Hidalgo, Morelos, etcétera, pero aclarando que, a pesar del heroísmo que los distinguió, todos aquellos adalides eran seres humanos y, como tales, poseedores de defectos. (Entre estos, por ejemplo, la crueldad de que hizo gala Hidalgo en el asalto a la Alhóndiga de Granaditas o en el fusilamiento inmisericorde de numerosos prisioneros).

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Lo malo fue que seguí sin escarmentar en eso de los pleitos a puñetazos. Y tanto, que luego intervine en el campeonato de boxeo de la preparatoria, donde fui subcampeón en el primer año y campeón en el segundo. El primer año fui derrotado en la final por Ricardo Ancira, quien al paso del tiempo llegaría a ser un excelente ingeniero. En segundo año también llegué hasta disputar la final; esa vez con un muchacho cuyo apellido no me viene a la memoria; lo que sí recuerdo es que se llamaba Fernando y que era un vendaval tirando golpes, sólo que, para fortuna mía, carecía por completo de técnica boxística. Como triste colofón puedo señalar que Fernando murió al año siguiente, víctima de los golpes que le propinaron los cobardes porros de la Facultad de Medicina a la que acababa de ingresar.

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En el local de los billares Joe Chamaco tuvo lugar un suceso de amarga memoria: se jugaba a la «Veintiuna» con el dominó, en una mesa que se veía bastante animada, cuando llegó un amigo que solía ir con regular frecuencia, quien no tardó en avisar que se quería incorporar al juego.

—Dame ficha —dijo el recién llegado dirigiéndose a Arturo Díaz, «El Tirolés», que era quien ejercía la función de banca en ese momento.

—No —contestó el Tirolés—: tú nunca pagas.

—Pues si no me das una ficha, te aseguro que estarás firmando tu sentencia de muerte.

El comentario había sido pronunciado con una sonrisa que destacaba la intención de broma, intención que se hizo más evidente cuando el amigo mostró la viejísima escopeta de retrocarga que llevaba.

—¡Quita esa porquería! —dijo Arturo separando el arma con su mano, sin imaginarse que medio segundo después recibiría el impacto de un buen número de postas que se incrustaron en su hígado.

¡Y tenía que ser precisamente en el hígado de un muchacho que, como Arturo, padecía una fuerte diabetes precoz! Por lo tanto nadie se sorprendió cuando el diagnóstico médico señaló que nuestro amigo no podría sobrevivir, pues aparte de la gravedad que representaba la herida por sí misma, se había presentado un coma diabético que tendría fatales consecuencias.

El diagnóstico fue emitido por el médico que lo había atendido de emergencia en el hospital, enfrente de todos los que estábamos ahí esperando el resultado de la intervención; pero a este grupo se había incorporado ya la mamá de Arturo, quien escuchó el informe con un gesto de dolor que aún hoy me resulta difícil olvidar. Y había ahí otro rostro igualmente desfigurado por el estrujante diagnóstico: el de Arnulfo Delgadillo, el muchacho que había causado el accidente, el cual se había hecho presente en todo momento, con un valor cívico encomiable y reconociendo la culpa que le correspondía.

—¡Jamás me imaginé que esa escopeta hubiera estado cargada! —había exclamado más de una vez el compungido amigo.

«La eterna disculpa», habíamos comentado varios de los presentes… sin imaginar que poco después empezaría a forjarse lo que muchos hemos calificado como milagro: Arturo empezó a recuperarse. ¡Y lo consiguió en tal forma, que alcanzó a vivir algo así como 30 años más! Es verdad que, aun así, su deceso ocurrió a una edad que ahora puede considerarse como temprana, pues apenas rondaba los 50 años; pero no era poco para alguien que había superado un riesgo tan grande antes de llegar a su mayoría de edad. No mucho tiempo después de aquel accidente, Arturo se casaría con Thelma, hermana mayor de Luz María, la futura esposa de mi hermano Horacio.

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El Cine Moderno, a diferencia de los billares, podía ser clasificado como apto para toda la familia; aunque la cosa se ponía mejor cuando no iba toda la familia. Quiero decir: cuando no iba la familia de las muchachas, aquellas que acudían con garbosa asiduidad —los sábados preferentemente— y nos daban la oportunidad de iniciarnos en la práctica de un juego mil veces más emocionante que el billar y el dominó: el delicioso juego de la seducción y el coqueteo.

Pero ya que hablo del Cine Moderno, me resulta necesario hacer una aclaración pertinente: he oído y he leído a un buen número de narradores que se equivocan totalmente (o mienten con singular descaro) cuando atribuyen a otros cines el origen de la exclamación «¡Cácaro!» que ahora se escucha en todas las salas de cine de la República Mexicana. (Me cuentan que, inclusive, el término ya ha trascendido fronteras). Y toda atribución es falsa cuando no se refiere al Cine Moderno de la colonia Del Valle, pues ahí fue acuñado el singular vocablo. Su autor fue Ángel Ruiz Elizondo, apodado «Kelo». Y su creación fue consecuencia de la amistad que tenía con uno de los proyeccionistas del Cine Moderno que era extremadamente cacarizo, lo que propició el apodo de Cácaro con el que todos lo identificábamos. Ahora bien: yo no sé si el Cácaro no era muy buen proyeccionista que digamos o si las cintas le llegaban más que estropeadas, pero el caso es que la proyección de las películas se veía interrumpida con no poca frecuencia. (Digamos que a tiro por viaje; pero identificando la palabra «viaje» con «rollo de cinta»; y como cada cinta se componía de 9 ó 10 rollos…). Entonces, cada vez que se interrumpía, Kelo le reclamaba a su amigo gritando a voz en cuello cosas como: «¡Cácaro… ya despierta!». O bien: «¡Cácaro, pásame el pomo!», «¿Cácaro, de cuál fumaste?», etcétera. Luego se fue haciendo eco todo el público (sobre todo los que teníamos derecho de exclusividad en el segundo piso o «gayola»), hasta finalmente acortar las frases dejando fuera el reclamo y conservando únicamente el nombre del interfecto: ¡Cáaaacaro!

Del Cine Moderno se podrían contar muchísimas anécdotas más, pero temo que en estos tiempos ya no sea muy interesante leer que había peleas en medio de la butaquería (en «singles» y en montón); que desde la gayola arrojábamos gatos cuya silueta se proyectaba en la pantalla y que luego aterrizaban prendiéndose con las uñas en la cabeza de algún espectador de luneta; que el silencio más expectante de la película era interrumpido por el sonoro rugir de un cañón emplazado en la retaguardia de algún espectador, mas no creo que sea adecuado relatar todo eso.

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—Acuéstate ahí, chaparrito —dijo mi tío Gilberto, el doctor, con ese tono de cariño que usaba siempre que se dirigía a mí.

Estábamos en la enfermería del Hipódromo de las Américas, institución cuyos servicios médicos estaban a cargo de mi tío desde hacía varios años. Claro que lo normal habría sido que en vez de mí estuviera ahí alguno de los tantos jockeys que solía atender durante las accidentadas carreras de caballos, pero daba la casualidad de que era a mí a quien debía practicar una circuncisión.

Me había examinado con anterioridad y había dicho:

—Ese pizarrín está pidiendo a gritos que lo liberen del pellejo que lo ahorca. Se llama prepucio. Y si fueras judío te lo habrían cortado a los pocos días de nacido y no ahora que tienes 17 años.

—¿Te refieres a una circuncisión? —pregunté, a pesar de que estaba seguro de que la respuesta sería afirmativa.

—Por supuesto. ¿Te parece bien tal día?

—Bueno…

—Bien. Nos vemos a tal hora en el hipódromo.

—¿Dijiste en el «hipódromo», tío?

—Sí, chaparrito, ahí tenemos todo lo necesario. ¿Has ido por ahí alguna vez?

—No. Pero sé dónde está.

—Pues no se diga más. Allá nos vemos.

Y allá nos vimos.

—La anestesia va a ser local —dijo mi tío—. Una sola inyección. Pero antes deberán afeitarte.

Esta última aclaración me desconcertó bastante, pues yo no tenía mucha barba que digamos. Pero el desconcierto se acrecentó hasta el máximo cuando supe a qué zona se había referido con eso de «afeitar». Y más cuando me di cuenta de que quien se disponía a ejecutar la tarea era nada menos que la guapa enfermera que auxiliaba a mi tío. Entonces, para poder enjabonar de un lado, la mujer tuvo que apartar delicadamente lo que le estorbaba. Y yo no podía ver si sus femeninas manos estaban cubiertas o no por guantes de hule, pero de cualquier manera yo sentía lo que ella estaba haciendo, de modo que no pude evitar que mis hormonas funcionaran (esto lo entiendo ahora) ordenándole a mi cerebro que enviara la remesa de sangre que precisaba el ilustre miembro para erguirse como evidente testimonio de su masculinidad. (Lo cual demuestra que no existe Viagra ni nada parecido que pueda competir con una enfermera guapa).

—No te preocupes —dijo mi tío al darse cuenta de lo sucedido—. Esto se soluciona con un simple garnuchazo en el pizarrín.

Dicho y hecho. El garnuchazo que propinó mi tío fue suficiente para que el impetuoso miembro se desvaneciera. Y quedó anulada toda posible reiteración del incidente cuando, un instante después, mi tío aplicó la inyección que anestesiaba la zona en conflicto.

Después de la intervención quirúrgica, mi tío me informó que de ahí en adelante me sucedería con bastante frecuencia lo que me había sucedido cuando la enfermera me afeitaba, ya que la supresión del prepucio dejaba al descubierto una zona que antes había permanecido «protegida», por así decirlo, que a partir de ese momento se tornaría sumamente sensible.

—Principalmente por las noches —me dijo—, cuando el simple roce de sábanas o pijamas provocará sueños eróticos, que te producirán la reacción consecuente. Pero como estás recién operado —añadió—, eso te provocará dolor. Entonces tendrás que ir al baño o a cualquier lugar que tenga piso de mosaico o de cualquier otro material que sea frío, te bajarás los calzones y te sentarás en el suelo. Ahí, lo frío del mosaico hará que el pizarrín vuelva a dormir apaciblemente. Y si el dolor persiste —concluyó—, tómate una de estas pastillas.

Y me dio unas pastillas que, en armonía con el método del mosaico frío, cumplieron muy bien con su cometido. Es decir: lo cumplieron en cuanto se refería a las experiencias nocturnas, pero había otras ocasiones en las que se hacía imposible aplicar el tratamiento; por ejemplo: cuando al viajar en un transporte público se sentaba frente a mí una dama que cruzaba la pierna dejando ver parte de esa perturbadora región que comprende los muslos. (Tómese en cuenta que por aquel entonces yo tenía 17 años, una edad durante la cual hasta la letra «B» hace pensar en nalgas femeninas y la «V» hace pensar en mujer con las piernas abiertas en compás. A esto añádase la circunstancia de que en aquellos tiempos todavía no se había alcanzado el adelanto tecnológico que representa la invención de la minifalda, de modo que resultaba insólita la oportunidad de ver esa región de los muslos). En esas ocasiones, por lo tanto, la experiencia resultaba sumamente dolorosa, dado que en un transporte público no era bien visto que alguien se bajara los calzones y se sentara en el piso frío del vehículo.

Al paso del tiempo, sin embargo, los resultados de mi circuncisión fueron altamente positivos. Lo único malo, quizá, fue que ese mismo día aposté 5 pesos a un caballo (se llamaba Blue Rambler, lo recuerdo) y el ejemplar cometió la hazaña de entrar en primer lugar, a pesar de que estaba cotizado a 16 por uno, lo cual hizo que yo cobrara 85 pesos (¡de aquellos!). Y si digo que esto fue malo se debe a que el asunto me pareció sencillamente estupendo y me convirtió, durante buen tiempo, en asiduo concurrente al hipódromo. A veces ganaba y a veces perdía, pero a la larga, como todo mundo, era más lo que perdía que lo que ganaba. Y aunque es cierto que no exponía mi patrimonio ni mucho menos (pues apostaba cantidades pequeñas) la triste verdad es que perdía algo mucho más valioso: el tiempo. Y tómese en cuenta que uno puede recuperar el dinero, el amor, el prestigio o cualquier otra cosa que haya perdido… menos el tiempo.

No obstante, después de haberme librado de tal vicio, reconozco que igualmente conservo buenos recuerdos de compañeros con los que solía reunirme ahí, entre los cuales había varios del ambiente futbolístico, como el estupendo Nacho Basaguren y los excelentes argentinos Mario Pavez y Miguel Marín, sin olvidar a los del gremio televisivo, como Juan «el Gallo». Calderón (quien llegaría a ser el primero en dirigir un programa en el que yo fuera estelar) y Ramiro Gamboa, el famoso y simpatiquísimo locutor de radio y televisión, conocido también como El Tío Gamboín. Y no se me olvida, por cierto, la ocasión en que Ramiro me miró con gesto adusto y me dijo con aquel tono de consejero espiritual que tanto lo caracterizaba:

—Roberto, no tires tu dinero. Mejor apuéstalo.

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Un par de años antes, los militares le habían dicho a mi hermano Paco: «Tuvo usted la suerte de ser uno de los elegidos para servir a la patria». Pero los muy hipócritas lo decían como si aquello fuera una buena suerte, cuando en realidad lo sucedido era que Paco había sacado «bola blanca» en el sorteo correspondiente al servicio militar, lo que implicaba que debería pasar un año dentro de un cuartel. Porque en aquellos tiempos un sorteo definía quiénes serían encuartelados y quiénes tendrían solamente que recibir instrucción militar los fines de semana. Por tanto, la suerte era mala (pésima, diría yo) si te tocaba bola blanca.

—De los males el menos —dijo mi mamá ante lo inevitable—. Tal vez el cuartel le sirva para quitarle lo rebelde, lo gritón y lo autoritario.

Pero el cuartel no le pudo quitar nada de eso a mi hermano mayor. De hecho, lo único que le quitaron ahí fue una pluma fuente, un reloj (baratos ambos), un diente (mediante un marrazo propinado en una pelea) y una considerable dosis de salud. En cambio, lo que sí le dieron en el cuartel (de manera totalmente gratuita, hay que reconocerlo) fue un humor de los mil demonios, una buena cantidad de parásitos intestinales y una copiosa dotación de ladillas.

Todo esto lo recordaba yo tres años después, cuando me llegó el turno de participar en el sorteo del servicio militar, ceremonia en la que no hubo un solo patriota que exclamara lleno de júbilo: ¡Yuuuupi, voy a ser uno de los ungidos para servir a la patria! Y yo, por fortuna, tuve la «mala» suerte de sacar bola negra, lo que me eximía de ir al cuartel. (Aunque no me libraba de marchar domingo a domingo, de las seis a las diez de la mañana). Claro que uno faltaba ocasionalmente al sagrado compromiso, negligencia que se podía pagar mediante un arresto que se debía cumplir en las instalaciones de la delegación correspondiente, a la cual fui llevado al término de la práctica dominical, pero con una agravante: el comandante había ordenado que me llevaran y me encerraran ocho horas, lo cual significaba que debía permanecer hasta las seis de la tarde, ya que el lapso empezaba a las diez de la mañana, pero el sargento (o cabo, no recuerdo) que me condujo expuso como si tal cosa:

—El soldado debe permanecer hasta las ocho.

—¡No! —exclamé yo—. El comandante no dijo «hasta las ocho». Él dijo «ocho horas». Y a partir de las diez de la mañana, las ocho horas se cumplen a las 18; es decir: a las seis de la tarde.

—¡Hasta las ocho! —corrigió el sargento, imperturbable.

—¡Ocho horas! —insistí yo.

—Hasta las ocho.

—¡Ocho horas!

Idem, idem, idem. ¿Y quién podía ganar un debate tan elegantemente desarrollado?

Salí de ahí «poco» después de las ocho (como a las 8:55) luego de haber cumplido con dos simpáticas tareas que me habían encomendado: barrer el patio y limpiar los excusados. Pero debo dar gracias a Dios de que ése fue todo el castigo, pues en el ínterin corrí el riesgo de ser enviado al paredón. ¡Tal como suena! Porque hubo un momento en que me quedé dormido en una banca del patio, hasta que fui despertado mediante el sutil método de propinarme un marrazo (con la parte plana del marro, afortunadamente) en la suela de los zapatos.

—¡Cómo carajos te pones a dormir! —exclamó al instante mi castrense despertador—. ¿Qué no ves que estamos haciendo honores a la bandera?

Efectivamente: era la hora en que el lábaro patrio descendía al compás de un redoble de tambor. Lo malo fue que yo había sido despertado tan brusca y violentamente, que lo único que se me ocurrió decir en ese momento fue:

—¡Y a mí qué me importa, carajo!

—¡Quéeeeeee!

Y al instante caí en cuenta de lo estúpido e inoportuno de mi exclamación; pero creo que en ese momento me llegó el primer indicio de que algún día yo llegaría a ser actor, pues puse la mejor cara de inocencia para decir:

—Perdón; no sabía que estaba prohibido dormir aquí.

—¡Pero insultaste a la patria!

—¿Yooooo? —pregunté con total hipocresía.

—¡Sí! ¡Te referiste a la bandera usando malas palabras, hijo de tu chingada madre! (recontra sic).

—¿Yo cuándo? —insistió el personaje que ya estaba actuando yo.

—¡Cómo; cuándo! ¡Cuando dijiste «carajo»!

—¡Aaaaaah! —exclamé entonces con una sonrisa que me salió de lo más natural. Y añadí con la misma sonrisa—: No, mi distinguido. Lo que yo dije fue que estaba soñando con un «escarabajo». Fíjese: resulta que estaba yo en uno como pantano, ¿no? Cuando de repente que veo algo así como… ¿como qué le diré?

—Mejor no digas nada. Y date de santos que no te mandé fusilar.

Y tal vez sí merecía yo algo semejante. Porque la verdad es que no sólo amo entrañablemente a mi país, sino que además me encanta nuestra bandera y siento algo muy bonito cuando la veo.