El olor de la tinta recién impresa en papel barato me conduce inexorablemente a un pasado tan remoto en el tiempo como imborrable en mi memoria, ya que ése era el aroma que exhalaban los volantes donde se anunciaba el regreso del pequeño, pero fascinante Circo Alegría, que sería instalado una vez más en un terreno cercano al Parque Central de la colonia Del Valle. ¡Y quienes iban repartiendo los volantes eran nada menos que los mismísimos artistas, quienes desfilaban portando el vestuario que solían usar en la pista de la carpa! ¡Caravana multicolor conformada por trapecistas, alambristas, domadores, magos, acróbatas, etcétera; acompañados por un par de caballos, una cebra, media docena de perritos (que a ratos caminaban en dos patas) y hasta un gigantesco y parsimonioso elefante! Pero entre todos ellos, ataviados con la extravagancia, la magia y la fantasía que los convierte en paradigma del arte circense, ¡los adorables payasos! Sonrisas y lágrimas pintadas sobre los blanqueados rostros; narices de pelota; peluquines de matices absurdos; en suma la risa disfrazada de persona.
El principal de todos tenía el mismo nombre que el circo, pues se le anunciaba como el Payaso Alegría. No sé si esto se debía a que fuera el propietario del circo o algo así; pero en caso de que la respuesta fuera afirmativa, estoy seguro de que el hombre se lo merecía sobradamente, pues además era un trapecista y alambrista insuperable, tocaba varios instrumentos musicales, bailaba, cantaba y quién sabe cuántas cosas más. Pero, por encima de todo, el Payaso Alegría era el protagonista de la deliciosa pantomima que cerraba el espectáculo, misma que yo corría a representar frente a mi mamá o quien estuviera en la casa; sin imaginar siquiera que mi vida entera giraría alrededor de algo muy parecido a eso.
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Mi hermano Paco fue inscrito en el Colegio Americano para cursar el segundo año de primaria, mientras que Horacio y yo fuimos inscritos en kínder y preprimaria, respectivamente, en una escuela que cobró alguna fama mucho tiempo después, cuando se publicó que por sus aulas habían pasado José López Portillo, su hermana Margarita y Luis Echeverría Álvarez, entre otros. La escuela se llamaba Brígida Alfaro, y estaba situada en la calle Mier y Pesado, casi enfrente de donde luego viví durante varios años. De dicha escuela mis recuerdos son obviamente vagos; entre ellos un par de pleitos a trompadas, situaciones que me acompañarían durante toda mi infancia y casi toda mi juventud.
Alguna enfermedad (no sé cuál) me hizo pasar un año sin ir a la escuela; al recuperarme fui a vivir a Guadalajara con mi tía Emilia (hermana de mi mamá) y su esposo, Óscar Brun. Ahí ingresé al primer año de primaria en el Colegio Cervantes de los hermanos maristas, y el primer día de clases tuve mi primer encuentro a trompadas. ¿Por qué esa costumbre de liarme a golpes a cada rato? De ser cierto lo que llegué a suponer con el paso del tiempo, la respuesta constituye una auténtica paradoja: se debía a que yo era bajo de estatura y de constitución débil. Sí, porque la desventaja física me generaba un complejo de inferioridad que sólo podía ser superado (o al menos compensado) de esa manera: demostrando, a fuerza de golpes, que los más altos y los más pesados no eran superiores a mí. De cualquier modo, la práctica me proporcionó una cierta habilidad para eso de intercambiar golpes con otro cristiano. (Y por cierto, el día en que el otro no era cristiano sino judío, el intercambio fue muy disparejo pues yo me limité a recibir, sin acertar a dar. Aunque en cierta forma se podría decir que me porté como un auténtico cristiano: poniendo la otra mejilla después de que me habían golpeado en la primera).
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Muchos años después, durante una gira de trabajo, mi grupo de actores se hospedó en un pequeño hotel de Guadalajara llamado Lafayette. Apenas nos habíamos instalado en los cuartos respectivos y, como hace uno comúnmente, me asomé por la ventana para contemplar el exterior. Pero apenas había echado el primer vistazo, cuando sentí una extraña inquietud.
—¿Te pasa algo? —preguntó mi mujer, quien se había dado cuenta de mi reacción.
—Es curioso —le respondí—; tengo la sensación de haber estado aquí anteriormente. ¿Tú sabes cómo se llama esta calle en la que estamos ahora?
—Sí —me dijo encogiéndose de hombros—: es la Avenida de la Paz.
¡Claro está: la Avenida de la Paz! La calle donde estaba la casa de mis tíos cuando viví con ellos en Guadalajara. Bueno, en aquel entonces se trataba de una calle empedrada, no de una finamente pavimentada como ahora. ¡Pero esa construcción: la de la esquina… podría jurar que era la casa donde vivía Miguel, mi vecino y condiscípulo del Colegio Cervantes! Sin embargo, había algo que no concordaba: contigua a esa casa había estado la de mis tíos, donde yo viví, y ese espacio estaba ocupado ahora por el atrio de una iglesia. Sí: es verdad que entonces también había una pequeña iglesia, pero no ahí, sino en el siguiente predio. A menos que… a menos que hubieran agrandado la iglesia hasta ocupar el terreno contiguo: el que entonces había ocupado la casa de mis tíos. Pero había algo más: algo que no podía definir, pero que debía estar relacionado con la repentina inquietud que me invadió cuando me asomé a contemplar el lugar. ¿Otras casas? ¿Las aceras? ¿Los árboles? No sé, pero ese lugar estaba alojado en algún rincón de mi memoria.
—Si mis especulaciones fueran ciertas, dos cuadras más allá debería estar el Colegio Cervantes. Si lo quiero comprobar, todo será cosa de que salgamos a echar una pequeña caminata —me dije.
Y así lo hicimos. Nos enfilamos por la calle que formaba la esquina donde estaba la casa de mi amigo Miguel, y dos cuadras más allá topamos con la amplia avenida donde aún estaba, erguido y señorial, el magnífico edificio que había sido mi colegio. Lo contemplé largo rato intentando evocar algo de aquel remoto pasado, lo que sólo pude conseguir de manera vaga, pero con la fuerza suficiente para incrementar la estimulante inquietud que seguía sacudiendo mi espíritu.
Regresamos por la otra calle, donde todo me parecía familiar; aunque es probable que dicha impresión estuviera siendo ya fabricada por una nostalgia subconsciente. Tanto, que por ahí me pareció ver el árbol donde en cierta ocasión había estado el inocente zanate que derribé con mi rifle de municiones. El «juguete» había sido un regalo de mi tío Óscar, gran aficionado a la cacería, y a quien me habría gustado presumir el zanate muerto, como trofeo que avalaba mi calidad de cazador. Pero en ese momento mi tío estaba en su oficina, de modo que decidí mostrar el trofeo a mi tía Emilia, quien había ido a charlar con una amiga que vivía en la casa de enfrente, ¡justo en el lugar que ahora ocupaba el hotel! Y eso sí lo recuerdo muy bien: entré corriendo a dicha casa y, mostrando con orgullo el zanate, muerto, exclamé ufano:
—¡Mira, tía: lo cacé yo solito!
Pero eso también lo recuerdo bien: la expresión de reproche y tristeza que impregnó su rostro, así como las palabras que dieron mayor énfasis a la admonición que implicaba su gesto:
—¿Por qué hiciste eso? —me preguntó—. ¿Acaso te había hecho algún daño ese pobre pajarito?
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En Guadalajara permanecí un año, durante el cual mis tíos me trataron con mucho cariño. Sin embargo, este buen trato no era suficiente para amortiguar lo muchísimo que extrañaba a mi mamá y a mis hermanos. Por tal razón, mi regreso a la Ciudad de México se tradujo en uno de mis más entrañables recuerdos. Aquí entré a segundo de primaria en el Colegio México, que venía siendo lo mismo que el Cervantes de Guadalajara, incluidos los hermanos maristas en el cuerpo docente. Y el primer día de clases, como debía ser, tuve mi primer agarrón a golpes con otro niño.
En aquellos años, a todas las escuelas (incluyendo las particulares) los obligaba a impartir una educación de corte socialista, ignorando descaradamente la neutralidad a la que aludía la Constitución. Pero se trataba de una obligación que nadie respetaba: por una parte, las instituciones oficiales confundían el concepto del laicismo, que significa ausencia de contenidos religiosos, con el concepto de antirreligioso (generalmente anticatólico). Por el lado contrario, en muchas escuelas particulares se impartían clases de religión, solapadas por inspectores que a cambio de una dádiva se hacían de la vista gorda. En algunos casos, inclusive, ni siquiera hacía falta la dádiva; era suficiente el cristianismo (quizá no confesado) del inspector. Aunque también había inspectores estrictos, en cuya presencia se hacía necesario aplicar maniobras que ocultaran o disfrazaran lo que ahí se enseñaba. Asimismo era común tener un profesor laico durante la mañana y un marista por la tarde. Y era precisamente el caso del Colegio México, donde los profesores vespertinos (maristas) nos decían que era falso lo que nos habían dicho los matutinos (laicos) quienes, a su vez, nos decían que no hiciéramos caso de lo que nos habían dicho los maristas durante la tarde del día anterior. Toda esta situación estaba inmersa en el conflicto religioso, aún vigente en aquel entonces, que había sacudido al país hasta convertirse en una auténtica guerra de facciones: fue la llamada Cristiada o Revolución Cristera, de tristes recuerdos, que se desató a partir de dos fanatismos opuestos: el «¡Viva Cristo Rey!» que gritaban unos y el «¡Mueran los curas!» que contestaban los otros, con las fatales consecuencias que generan irremediablemente los fanatismos desbocados. Tal era el caso, por ejemplo, de Garrido Canabal, un gobernador de Tabasco que mandó a sus esbirros, los llamados «camisas rojas», a que ametrallaran a la gente que salía de un templo.
Es verdad que el presidente Lázaro Cárdenas había tenido el acierto de expulsar del país a Plutarco Elías Calles, generador principal de aquel enfrentamiento, pero también es verdad que la determinación de don Lázaro obedeció a razones muy diferentes. Al presidente no le interesaba calmar los ánimos exacerbados de los creyentes; él lo que quería era deshacerse del caciquismo que representaba Calles, quien había impuesto a tres presidentes a su personal elección: Pascual Ortiz Rubio, Emilio Portes Gil (quien no resultó tan dócil como Calles se había imaginado) y el general Abelardo Rodríguez, militar que dominaba a la perfección la estrategia… pero la estrategia del juego de apuestas, pues se hizo rico instalando casinos a lo largo y lo ancho de la República. A continuación, Calles seleccionó a Lázaro Cárdenas como sucesor, sin imaginar que éste pagaría el favor con la ingratitud de agarrarlo, ponerlo en un avión y mandarlo al extranjero, con boleto de ida solamente.
Ese fue, sin lugar a dudas, el primer acierto de Lázaro Cárdenas como gobernante supremo de México. También fue un acierto (político, en este caso) la Expropiación Petrolera del 18 de marzo de 1938, acto que le fue suficiente para convertirse en receptor del cariño y la admiración del pueblo, que pensaba que esa era una forma de recuperar al menos un poquito de lo mucho que nos habían quitado los gringos, ignorando que el país más afectado por la expropiación no era Estados Unidos sino Inglaterra. Por si fuera poco, la gente también se equivocaba al suponer que aquello había sido una expropiación, cuando en realidad no pasaba de ser un contrato de compraventa que nos imponía la obligación de pagar la deuda correspondiente. En el aspecto económico, por tanto, la expropiación quedó muy lejos de alcanzar lo que las expectativas habían señalado, aunque esto se debió principalmente a la ignominiosa corrupción de los líderes sindicales, coludidos con la mayoría de los directivos de lo que se convirtió en PEMEX.
Pero uno de los mayores aciertos de Cárdenas fue la decisión de abrir las puertas del país a los incontables refugiados que huían de la Guerra Civil española o eran expulsados por las fuerzas franquistas, incluyendo a multitud de niños. Aparte del acto de caridad que implicó dicha acción, esto aportó a nuestro país un valiosísimo capital intelectual, ya que muchos de los refugiados eran auténticas eminencias en los terrenos de la ciencia y el arte. (Florinda, mi futura mujer, trabajó de jovencita a las órdenes de uno de aquellos sabios: el doctor Isaac Costero, distinguido pilar de la Anatomía Patológica en México. En España había sido alumno y ayudante distinguido del celebérrimo doctor Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Fisiología y Medicina).
Después, en lo referente al conflicto religioso, don Lázaro le pasó la estafeta a su sucesor, Manuel Ávila Camacho, quien solucionó la cuestión recurriendo simplemente a una breve pero oportuna declaración: «Soy creyente», dijo, y colorín colorado.
Sin embargo, ya que mencionamos a Ávila Camacho, se hace necesario señalar que este general formó parte de lo que mayormente se le puede reprochar a Cárdenas: la institución del tristemente célebre «dedazo», pues don Manuel fue el primero que obtuvo el cargo de presidente de México tan sólo por haber sido señalado por su antecesor (Cárdenas). Fueron once los presidentes que ejercieron esa atribución de gran elector, seleccionando a sus sucesores mediante el simple señalamiento de su dedo índice. Pero en el caso de Ávila Camacho, lo más negativo no fue el resultado de la votación, sino la sangre que se derramó para llegar a dicho resultado, ya que en ocasiones se llegó al extremo de asesinar a balazos a humildes papeleros que pegaban en las paredes la propaganda del candidato opositor. (Candidato, por cierto, que de cualquier modo no habría podido acceder al puesto ni habría ameritado llegar a él).
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Mi mamá trabajaba como secretaria en la compañía de petróleos El Águila, de capital inglés, pero la expropiación petrolera de 1938 la convirtió en empleada de la naciente PEMEX, con el mismo cargo que ya ostentaba. Tuvo, además, la ventaja que representaba su dominio de la lengua inglesa, lo que para ella significó el puesto de secretaria bilingüe; esto, aunado a un excelente manejo de la redacción en ambos idiomas, le valió el reconocimiento y el aprecio de muchos de sus superiores; ello no se traducía en aumento de sueldo, pero le proporcionaba ciertos privilegios, como poder salir si tenía alguna urgencia. Como sucedió una vez cuando se le acercó una compañera de trabajo que tenía fama de ser clarividente y le preguntó:
—¿Tú tienes un hijo que en estos momentos no se encuentra en buen estado de salud?
Mi madre respondió afirmativamente, ya que mi hermano Horacio había faltado al colegio precisamente por estar enfermo. Y estuvo a punto de desmayarse cuando la mujer aquella añadió:
—Me duele ser yo quien te lo diga, pero debes resignarte a lo peor.
Como era de esperarse, mi mamá corrió a tomar el primer teléfono que tuvo a su alcance y marcó el número de la casa, pero estaba ocupado. Hizo el intento varias veces más, pero con el mismo resultado: alguien estaba usando el teléfono y, obviamente, con urgencia (¿o con emergencia?). Entonces pidió permiso para ir a su casa (se lo concedieron al instante) y tomó un taxi que la condujo con toda rapidez al hogar… donde Horacio estaba fuera de la cama, tranquilo y rozagante, hablando por teléfono con Susana, su novia de 11 años (él tenía 10), a la que estaba invitando para que lo viera jugar fútbol al día siguiente.
No sé qué habrá sucedido después con la estúpida mujer que le metió semejante susto a mi madre. Pero estoy seguro de que su «clarividencia» tampoco le permitió a ella saber lo que sucedería después.
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Mis hermanos y yo llegábamos un día a casa, cuando vimos que en la acera de enfrente había un alboroto enorme. Nos acercamos a curiosear hasta descubrir que la razón de aquello era un perro que yacía en el suelo ya sin vida, pero aún desangrándose. A poca distancia estaban los dos policías que habían dado muerte al animal mediante sendos balazos, lo que ocurrió, según comentaba la gente, más o menos media hora antes. Esa misma gente, por cierto, elogiaba la buena puntería de los policías y la oportunidad de su llegada, pues aquel perro había alcanzado a morder a un par de niños del kinder que estaba enfrente. Y aunque se trataba de mordidas leves que no dejarían cicatrices, los pequeños no podrían evitar el tratamiento antirrábico, pues el animal estaba evidentemente contagiado de hidrofobia. Sin embargo, todavía faltaba mi cuota de torpeza; la que cometí al preguntar:
—¿Qué no es el Tarzán?
Lo dije señalando al perro, el cual era, sin el menor asomo de duda, una mascota de nuestra propiedad.
—¡No! —exclamó entonces mi hermano Paco al tiempo que me daba un codazo en el estómago, para luego añadir—: A leguas se nota que éste es un perro callejero.
Y claro que era callejero, como que mi hermano mayor lo había adoptado tras habérselo encontrado en la calle. El mismo lo había bautizado con el nombre de Tarzán y le había enseñado tres o cuatro gracias, sin imaginar que algún día sería contagiado de hidrofobia hasta llegar al trágico tiroteo que puso fin a su existencia.
De cualquier manera, ahí terminaba el problema. ¿Terminaba? ¡Al contrario: empezaba!
—Para que exista el riesgo de un contagio —nos dijo mi tío Gilberto (el médico)— es suficiente con que el perro les haya lamido las manos. ¡Y peor aún, por supuesto, si alguna vez les lamió la cara o si ustedes se chuparon los dedos!
Se refería, obviamente, a los días previos a la muerte del Tarzán. Y ése era exactamente el caso: con excepción de las zonas francamente pudibundas, el animalito nos había lamido como si fuéramos helados de pistache. Y la consecuencia fue inevitable: 20 inyecciones (una diaria) aplicadas ¡en el estómago!, por los eficientes médicos del Instituto Antirrábico. Aunque en realidad había un médico al que no se le podía calificar exactamente como eficiente, ya que un día, al inyectar a Horacio, no se dio cuenta de que había encajado la aguja en una vena —¡lo cual no se debe hacer jamás!— y el resultado fue que Horacio hizo el bizco, empezó a echar espuma por la boca, perdió el sentido y cayó al piso como regla. Afortunadamente pasaba por ahí un doctor de mayor rango —o de mayores conocimientos— que se hizo cargo de mi hermano menor, salvándole la vida (porque eso era, ni más ni menos, lo que estaba en riesgo). Como comentario final cabe señalar que durante los días en que recibimos el tratamiento, también fueron tratadas algo así como 30 personas más que habían sido mordidas por el imprevisible Tarzán en el mercado de la colonia Del Valle. Tiempo después supimos que, afortunadamente, todas se recuperaron totalmente. (Tengo entendido que en la actualidad el tratamiento antirrábico es solamente de una o dos inyecciones).
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El Colegio México había acondicionado otra vieja casona como sede escolar a la cual nos cambiamos los Gómez, ya que se encontraba en la calle Mérida, de la colonia Roma, que estaba mucho más cerca de nuestra casa. Y por si fuera poco, la casona tenía otra ventaja más: un terreno contiguo en donde cabía una canchita de fútbol.
Y sucedió que un día, disputando un encuentro del campeonato interior de la escuela, yo recibí el fuerte impacto de un balonazo en la entrepierna. Anteriormente había recibido varios golpes en la boca del estómago, algunos de los cuales me provocaron esa angustia que se experimenta en tales casos ante la repentina pérdida de aire, angustia que da la impresión de ser eterna a pesar de que en realidad no dura más que algunos segundos; y por un instante pensé que con este nuevo impacto se repetiría la experiencia, pero no fue así. Había también una sensación de angustia, pero de otro tipo: menor en intensidad, pero acompañada por dolor. ¡Claro está! —pensé—, estoy experimentando lo que ya me habían advertido algunos condiscípulos:
—¡Vas a ver lo que duele cuando recibas un balonazo en los tompiates!
No obstante, este balonazo no debe haber sido suficientemente fuerte, pues el dolor era considerable pero distaba de alcanzar el grado que me habían pronosticado. «Ni que fuera para tanto», pensé. Pero estaba lejos de imaginar que un par de meses después opinaría de forma distinta.
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Siempre me gustó hacer toda clase de actos de equilibrio, a pesar de no haber recibido nunca la menor instrucción al respecto; no obstante, ya había obtenido algunos logros, como el mantener el equilibrio «parado de manos». (Tiempo después llegaría a desplazarme en esta posición). Pero un día, mientras esperábamos el momento de abordar el viejo camión de la escuela, me puse a caminar (con los pies) por la angosta vía que representaba el respaldo de una banca. Era algo así como una parodia del «caminar sobre la cuerda floja» y ya lo había hecho más de una vez, retando a mis compañeros a que se atrevieran a hacer lo mismo. No recuerdo si alguien aceptó el reto; lo que sí recuerdo es que esa vez me resbalé y caí «montado» sobre el respaldo de la banca. Entonces experimenté lo insoportable que puede llegar a ser ese dolor… y el tamaño que puede alcanzar un testículo cuando se inflama.
Tuve que permanecer en cama durante algunos días, con bolsas de hielo que ayudaban a desinflamar y a hacer más llevadero el dolor (que no permanecía, ni muchísimo menos, con la intensidad inicial, pero que seguía aportando su dotación de molestias). Y luego, cuando regresé al colegio después de las forzadas vacaciones, el profesor titular de mi grupo me preguntó:
—¿Por qué faltaste estos días a la escuela?
—Porque estuve enfermo —contesté con voz débil y evitando mirarlo a los ojos.
—¿Y de qué estuviste enfermo?
Entonces mi mirada se alejó aún más de él, al tiempo que tosía con una poca de carraspera, para luego dejar que corriera una pausa, al cabo de la cual respondí secamente:
—De catarro.
—Ah —pronunció el profesor como si nada.
Ahora puedo asegurar que él sabía perfectamente lo que me había sucedido y que tan sólo quería oír qué palabras usaría para responder. Pero yo tenía 11 años, y en aquellos tiempos las conversaciones al respecto eran un enorme tabú para los niños de mi edad.
¡Lástima! Tan cómodo que habría sido un diálogo semejante en estos tiempos:
—¿Por qué faltaste estos días a la escuela?
—Porque se me hincharon los huevos.
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Yo empezaba a interesarme por lo que sucedía en mi país y en el mundo. El inicio de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, había sido una noticia cuya enorme trascendencia generaba las más variadas opiniones. En México, por cierto, parecía haber una leve tendencia a favor de los países del Eje, quizá debido a que Estados Unidos, aún sin entrar a la guerra, se mostraba simpatizante de los Aliados. Yo mismo sentí aquella inclinación en un principio, pero esto se debió (me apena confesarlo) a algo que más bien parecía ser el producto de una charada. Porque lo que sucedió fue que, dividiendo mi nombre por sílabas, el resultado era Ro-Ber-To. ¡Y resultaba que éstas eran exactamente las sílabas iniciales de las capitales de los tres países del Eje: Ro de Roma, Ber de Berlín y To de Tokio! Después, afortunadamente, mis simpatías se inclinaron claramente en contra de estos contendientes.
Pero un año después de empezado el monumental conflicto, México fue escenario de un acontecimiento que rebasaba por completo nuestras fronteras: Ramón Mercader, agente secreto a las órdenes de Stalin, asesinó a León Trotsky en la finca que éste habitaba en Coyoacán. En todo esto estaban involucrados, de alguna manera, dos de los pintores que habían popularizado el muralismo mexicano: Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Ambos de izquierda pero de posiciones antagónicas, pues el primero brindó su apoyo para que Trotsky se refugiara en México, mientras que Siqueiros se había opuesto a ello, al grado de que, antes del asesinato, ya había organizado un atentado (que resultó fallido) contra la vida del refugiado. No obstante, poco después se llevaría a cabo el homicidio.
Y Ramón Mercader, el asesino, se mostraba ufano de haber llevado a cabo la eliminación de un enemigo político, actuando bajo las órdenes y al servicio de José Stalin. Estaba tan convencido de ello, que aceptó con altivez la larga prisión a que fue condenado por su crimen. Y luego de haber cumplido la sentencia y haber sido puesto en libertad, fue a pasar el resto de su vida en Rusia. Pero entonces, durante sus últimos años, el hombre debió soportar un castigo mayor que el que significó la larga prisión: el dolor sin paliativo que generaban la vergüenza y la desilusión infinitas; el lacerante desconcierto que provocaba el estrepitoso derrumbe de José Stalin, cataclismo que dejaba al descubierto un pantano de podredumbre, crueldad, truculencia, bestialidad, saña, inclemencia, etcétera: cúmulo de circunstancias que deben haberlo inducido a darse cuenta de que él, privando de la vida a otro ser humano, no sólo había sacrificado gran parte de su propia existencia, sino que además había fabricado al verdugo origen de su remordimiento.
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Ahora, volviendo a mi relato, añadiré que para mí aquella Segunda Guerra Mundial mereció el calificativo de interminable, pues transcurrió desde que yo tenía 10 años hasta que tuve 16. Es decir: mi paso a la pubertad se dio a cañonazos. Y por si no hubiera sido suficiente, terminó con sendas bombas atómicas que destruyeron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki; explosiones que conmovieron al mundo casi tanto como a mí me había conmovido el descubrimiento de la sexualidad.
Esto me había sucedido, obviamente, antes de la fecha en cuestión, pero no tan antes como sucede con los niños de hoy en día, quienes a los diez años ya saben que las camas no sólo sirven para dormir. En mis tiempos, si alguien hubiera hecho tal aseveración (que las camas sirven para algo más) yo habría dicho que sí: que también servían para entablar batallas a almohadazos. No obstante, lo que me negaba la escasa información acerca de la sexualidad lo evidenciaba la naturaleza; y era una evidencia tan explosiva como las bombas que habrían de sacudir a Hiroshima y Nagasaki.