«Falange. Historia del fascismo español».
Falange. Historia del fascismo español sirve, pues, como inmejorable ejemplo de una doble función a cumplir por una obra de carácter histórico. Por una parte, representa las mejores formas de historiar, y al tiempo la más adecuada actitud del historiador ante el hecho o la situación tratados. Por otra, de forma espontánea, al igual que las producciones de los demás escritores citados, cumplió en su momento un papel social fundamental en el interior del país que estudiaban. Y es preciso añadir que, tras prácticamente una década de recuperación de los usos democráticos en España, ningún autor ni obra publicados durante la misma han conseguido acercarse siquiera mínimamente a los niveles alcanzados por aquella generación, carente de facilidades de investigación y alejada físicamente, en la mayor parte de los casos, del mismo país que era objeto de su atención.
En Falange. Historia del fascismo español, Stanley G. Payne reconstruye paso a paso la accidentada historia de la Falange: su lento y precario desarrollo, amenazado de extinción por las rivalidades de sus jefes, en los años de la guerra civil, durante los cuales arrastró una existencia semiclandestina sin otra influencia política que aquélla que le confirió la violencia de sus activistas; la fulgurante ascensión que le procuró el sostener al ejército sublevado contra la República y el ser un instrumento eficaz de represión contra los demócratas, hasta que Franco la amalgamó con los carlistas y la convirtió, bajo su propia jefatura, en partido único; los complots de escasa envergadura urdidos contra Franco por los falangistas decepcionados, condenados siempre al fracaso, aprovechados una y otra vez por Franco para justificar nuevas mutilaciones que convertirán a la Falange en una burocracia de Estado, corrompida y desprovista de poder.
La obra ofrece observaciones precisas del autor sobre la naturaleza del fascismo en general. Muestra claramente lo que ha caracterizado al fascismo español y lo que le ha distinguido de las formas que adoptó en Alemania y en Italia. Sin partidismo preconcebido, sin pasión y sin malicia, el historiador norteamericano se enfrenta con un tema que suscita las más vivas controversias en España y fuera de ella. Historiador honesto, Payne ha querido apoyar su relato, siempre que ha podido, en documentos o en testimonios directos, y las abundantes notas que ilustran el texto dan buena prueba de ello. Sobre un tejido basto y resistente, cuya trama constituye la esencia del franquismo y la razón de su subsistencia, la obra de Payne dibuja, como un bordado adorno, los perfiles y relieves de los hechos y figuras que representan el argumento de la gran historia que está por hacer, y a la que el presente libro aporta una contribución fundamental.
La Falange.
Los Antecedentes.
Los principios ideológicos que, en la década de los treinta generarían fenómenos de carácter fascista en Europa no tuvieron en España suficiente fuerza para posibilitar su implantación y posterior arraigo. Era éste un país desintegrado a muchos niveles no «invertebrado», recurriendo a la expresión orteguiana, recogida por el especial regeneracionismo joseantoniano, que se presentaba a la escena mundial mostrando unas carencias evidentes. Como elemento adicional, la crisis económica de 1929, con sus perniciosos efectos sobre países de economía saludable, hallaría a España colocada en situación especialmente delicada en todos los órdenes.
Tras siete años de dictadura del general Primo de Rivera, apoyada por extensos sectores sociales, España mostraba la necesidad de una transformación válida de la mano de nuevas clases dirigentes. La derecha, permanente sostén de toda solución de fuerza, se retiraba entonces prudentemente a la espera de una nueva oportunidad de recuperación del protagonismo en la vida política. En el aspecto económico, en ningún momento este sector conservador había dejado de mantener el control absoluto. Meses después de la caída del dictador, que ya no interesaba a sus originales respaldos, le seguiría la misma Monarquía. De hecho, la desaparición de la institución monárquica —tal como había llegado a ser entendida y practicada entonces— no correspondería más que a un lógico proceso de dinámica histórica que alcanzó en el mes de abril de 1931 su punto culminante.
Dentro de este contexto histórico, la obra de Payne permite observar, con especial sentido analítico y una postura objetiva, la trayectoria vital de la Falange, que el autor califica de específica forma adoptada por el fascismo en España. Una opinión no siempre aceptada por posteriores tratadistas del tema. José Antonio Primo de Rivera, directo heredero de tradiciones familiares conservadoras procedentes de mentalidades latifundistas y militares, aparece como un original espécimen político en el interior de una sociedad en ebullición.
Contando con un bagaje cultural y una visión hacia el exterior mucho más amplios que los habituales en la mayor parte de las figuras públicas del momento, José Antonio fue capaz de ordenar en un tiempo relativamente breve toda una particular doctrina política. Siempre tuvo, por otra parte, la pretensión de situarse más allá de las divisiones ideológicas tradicionales, actitud que le aproximaba a las formaciones de carácter fascistizante surgidas en la Europa de entonces. Dotada de grandes dosis de idealismo, y aún de utopismo, la Falange iba siempre en busca de la referencia intelectual. Spengler y Keyserling, pero también Ortega, Unamuno y D’Ors, serían las figuras anunciadas como directas inspiradoras de las doctrinas elaboradas por su creador y adláteres literarios.
Los Hechos.
En 1931-32 la izquierda española, tanto la moderada como la radical, aparecía fortalecida junto al liberalismo y frente a una derecha agazapada a la espera de su oportunidad. Un posible fascismo radical, como el adoptado más tarde por Falange y, en otro orden de valores, por las JONS, no parecía tener lugar alguno en la escena política. La izquierda ignoraba al nuevo partido; la derecha, más apegada a la utilización de medios dotados de eficacia comprobada, preferiría por el momento seguir prestando su apoyo electoral y económico a opciones que, como la CEDA, sabían representar con absoluta fidelidad la defensa de sus intereses propios.
El idealismo se manifestó entonces como un elemento en contra de la imagen del partido, al igual que la preconización de móviles revolucionarios por personas en su mayor parte procedentes de niveles acomodados. Junto a esto, su peculiar combinación de principios, unida a una ética de los «puños y las pistolas», tampoco contribuía en absoluto a su consideración entre la población a quien pretendía dirigirse. Ni gran conservadurismo ni pequeña burguesía ni masas obreras salvadas del izquierdismo radicalizado responderían al llamamiento de la Falange ni siquiera en una medida mínimamente significativa.
José Antonio y la Falange, a lo largo de la génesis y desarrollo del movimiento, reafirmarían en todo momento su firme creencia en la necesidad de instrumentación de unos métodos autoritarios de reforma, a partir de la dirección de una reducida minoría, la élite directamente extraída de la obra de Ortega, siempre reticente a la referencia que a él hacían los jóvenes ilustrados del falangismo. El partido, a pesar de su rechazo inicial a la derecha tradicional, habría de experimentar un progresivo acercamiento a la misma. Lo haría al hilo de los convulsos acontecimientos que jalonaron la breve y trágica historia de la Segunda República Española, y ante las actuaciones de la izquierda lanzada a la consecución de rápidas transformaciones estructurales. Por ejemplo, no tuvo inconveniente en aportar sus efectivos de choque contra la revolución asturiana de octubre. Así, a la larga José Antonio Primo de Rivera acabó siendo un ideólogo de la derecha.
Esta decisión fundamental aliaría a la teóricamente revolucionaria Falange con las posiciones más proclives a una nueva recurrencia al Ejército como salida de una situación nunca aceptada. A partir de entonces, el partido pasó a protagonizar gran número de acciones violentas que contribuían directamente a la destrucción final del sistema republicano. El pistolerismo sería instrumentado con profusión por aquellos idealistas que, a partir del triunfo electoral del Frente Popular, verían incrementado el número de sus partidarios.
En el momento de máxima crispación, la derecha tradicional recurrió directamente a la Falange como fuerza de choque. La consideración que hace Payne acerca de la actitud del detenido José Antonio hacia la sublevación de julio aporta algunos de los elementos más interesantes y complejos de la obra. Desconfianza y temor podrían ser en conjunto las actitudes del dirigente falangista frente a un ejército que, representando los intereses de las clases más conservadoras del país, volvía por enésima vez al poder mediante la utilización de la fuerza. De hecho, el futuro no hizo sino justificar estos sentimientos, cuando ya el Fundador se había convertido en el gran ausente, perfectamente instrumentable para las nuevas autoridades, que lo situaron rápidamente en el centro del altar de su mística propia.
Las consecuencias.
El nuevo régimen al tiempo que se autoproporcionaba una base ideológica híbrida pero válida mediante el decreto dé unificación, conseguía desarmar doctrinalmente a las formaciones de que había hecho uso para realizar tal operación. Falange y carlismo, profundamente desnaturalizados, servirían eficazmente para basar los postulados nacionalcatóltcos del régimen, recuperadores y sustentadores de los más rígidos principios conservadores a todos los niveles. La Falange, controlada ahora por elementos especialmente afectos al sistema, viviría largos años de aparente preeminencia. De hecho aquella especial forma de fascismo español, algo que para el profesor Aranguren «nunca existió» habría de disponer en realidad de un grado de poder e influencia infinitamente menor que el que parecía poseer.
Instrumento útil en manos del régimen, del que no podía ni quería separarse, el pretendido revolucionarismo falangista se vio sofocado por la preponderancia de unas clases que incluso a niveles muy moderados admitían aquella obligada pero inofensiva compañía. La Falange, suministradora de los iníciales símbolos externos del Movimiento Nacional, se vería mediatizada por todas las características propias del régimen: burocratización, improvisación y general corrupción.
El enorme incremento numérico experimentado por el partido durante la guerra civil y la inmediata posguerra le sustraería asimismo gran parte de su credibilidad. El partido, alzado hasta el nivel de partido único, representaría durante decenios de la manera más manifiesta posible el papel de centro de oportunismo coyunturales. Su radicalismo totalitario original ya no era útil, e incluso iría convirtiéndose en un lastre molesto con el paso de los años. Ejército e Iglesia, idóneos cómplices e instrumentos de una derecha envalentonada por el triunfo bélico en cuya financiación había intervenido, seguirían constituyéndose en pilares fundamentales del Estado.
El régimen iría moviéndose progresivamente hacia posiciones más acordes con los postulados de los verdaderos sectores dominantes, y a la vez despojándose de todo atributo radical falangista. Siempre a la búsqueda de su propia supervivencia dentro de un mundo generalmente hostil. Al final de la década de los cincuenta, cuando empezó a, vislumbrarse tímidamente el desarrollismo, unos específicos sectores tecnocráticos acabaron por limpiar de todo rasgo falangista el rostro que el régimen prefería mostrar. Los poderes de hecho traspasaron la actuación a estos nuevos elementos, que parecían capaces de situar al país a niveles económicos interesantes, mejorando la imagen del entramado político que pretendían retocar, pero no cambiar. Hasta hoy mismo, quienes se consideran auténticos falangistas seguirán reclamándose partidarios de una diferente evolución de la historia española. Y, junto a esto, actuarán de forma especialmente crítica con respecto al régimen que consiguió extraer de su ideología propia una mayor cantidad de beneficios que la que les otorgó una vez uncidos como instrumentos de control social.