CAPITULO IX

LA FALANGE EN PLENO HOLOCAUSTO

Después de la victoria del Frente Popular muchos oficiales del Ejército empezaron a considerar seriamente la posibilidad de recurrir a la fuerza, pero les resultaba muy difícil ponerse de acuerdo. La mayoría de los miembros del cuerpo de oficiales eran liberales moderados y de origen pequeño-burgués, a quienes no atraían ni la ideología fascista ni la nostalgia reaccionaria de la monarquía. La UME sólo constituía una exigua minoría y la mayor parte de los generales desconfiaban unos de otros. Durante los meses de marzo y abril se tramaron algunos complots ineficaces, limitados a algunas guarniciones locales que no contaban con amplios apoyos. En abril fueron descubiertos en Madrid dos pequeños grupos, siendo detenidos varios oficiales.

El núcleo principal de la conspiración se formó en la guarnición de Pamplona. Su jefe era el general Emilio Mola, que fue el último director de Seguridad de la Monarquía y posteriormente el comandante militar de Marruecos. A finales de abril Mola entró en contacto con la célula de la UME existente entre las fuerzas bajo su mando. La célula se puso a las órdenes de Mola y empezó a establecer contactos en las guarniciones vecinas del norte y del este. La necesidad de crear una especie de red central de la conspiración se hizo cada vez más evidente, ya que, aunque la UME deseaba actuar bajo las órdenes de Mola, el jefe honorario de todos los conspiradores era el general Sanjurjo, jefe de la rebelión abortada en 1932. El 30 de mayo, Sanjurjo, que vivía en su exilio portugués, aceptó la situación defacto, reconociendo a Mola como jefe efectivo de la conspiración.

Hasta entonces, sólo los oficiales jóvenes habían manifestado gran interés en la conspiración. Durante el mes de junio Mola consagró todos sus esfuerzos a consolidar sus bases atrayéndose a más generales. Esto no era fácil, ya que la mayoría de ellos se encontraban satisfechos de su situación y no deseaban rebelarse contra su gobierno. La mayor parte de la oficialidad permanecía indecisa y sólo reaccionaba a medida que iba aumentando el desorden civil, inicialmente Mola fijó la fecha de la rebelión militar para el día 20 de junio, pero tuvo que aplazarla por no disponer de apoyos suficientes.

Los conspiradores estaban decididos a establecer un directorio militar que obligase a la República a adoptar una actitud más conservadora. No pretendían destruir la forma de gobierno republicana, ni siquiera consideraban necesario establecer ningún sistema corporativo. Por otro lado, estaban dispuestos a no mezclarse con políticos y no confiaron a ninguno de ellos el secreto de la conspiración[332].

En vista de la indecisión de los militares, Mola empezó a pensar en los medios para aplastar a las masas trabajadoras de Madrid. En semejantes circunstancias, el apoyo de los elementos civiles resultaba muy valioso. Las únicas milicias no izquierdistas disponibles eran las de la Falange y de la Comunión Tradicionalista. El 29 de mayo iniciáronse las negociaciones con José Antonio, y a primeros de junio se establecieron contactos con el jefe carlista Manuel Fal Conde. Las cosas iban tan mal para Mola que éste, el 1 de julio, estuvo a punto de renunciar a su empresa. Sin embargo, otros oficiales le ofrecieron su apoyo, mientras que la Falange decidió finalmente sumarse a la conspiración.

Entre los revoltosos no existía el menor vínculo político común. El prudente y muy influyente general Franco se mantuvo en una actitud dudosa hasta el último día, mientras los carlistas, por su parte, permanecieron al margen de la conspiración hasta el 12 de julio. Pese a la adhesión de estos últimos, la mayoría de los dirigentes de la conspiración, como Mola, Goded, Cabanellas y Queipo de Llano, sentían una verdadera antipatía hacia la institución monárquica. Incluso el propio Franco manifestó que las tropas marroquíes únicamente actuarían bajo la bandera de la República[333]. Esta persistente confusión se puso de manifiesto al iniciarse la rebelión.

Los acontecimientos de febrero y marzo de 1936 determinaron el fin de la efímera existencia del partido de José Antonio, pero, a la vez, marcaron el comienzo de un nuevo proceso, bañado en sangre y lleno de frustraciones, que debía conducir a una Falange, ampliada y reorganizada, convertida en el partido del Estado español.

Después del 14 de marzo la situación de la Falange se hizo imposible. Con José Antonio y los principales encarcelados, la organización del partido desmantelada y la mayoría de sus miembros en la clandestinidad, todas las posibilidades políticas del movimiento se esfumaron. Sólo les quedaba una clara alternativa: o abandonar por completo la lucha o intentar, solos o en colaboración con otros, un golpe directo contra el régimen republicano. Evidentemente, sólo la segunda solución parecía aceptable. Después del 14 de marzo se hizo inevitable que la Falange, sola o con algunos aliados, se lanzara al ataque contra el gobierno.

La Cárcel Modelo de Madrid, la nueva «prisión modélica» en la que se encontraban presos José Antonio y los directivos nacionales era realmente una institución ejemplar. Los directores, personas cultas, progresivas y humanas, concedían toda clase de privilegios a los internados, incluyendo amplias facilidades para recibir visitas. No les fue difícil a los falangistas reconstituir su línea de mando mediante un sistema de enlaces que establecían la conexión entre José Antonio y la red ejecutiva clandestina que todavía se hallaba en libertad. En Madrid se constituyó un centro del partido, dirigido conjuntamente por el secretario permanente de la organización, Mariano García, y cualquiera de los otros dirigentes nacionales que se encontrasen libres en aquel momento. Raimundo Fernández Cuesta, secretario general del partido, ejerció durante algún tiempo tales funciones, pero, al final, José Antonio tuvo que delegar gran parte de su autoridad en su hermano menor Fernando. Fernando Primo de Rivera demostró ser un hábil ejecutor, aunque no se había incorporado al partido hasta la crisis que siguió a las elecciones.

Puesto que la Falange no podía funcionar legalmente, José Antonio dispuso que las diversas secciones del partido se reorganizaran en células secretas de tres miembros, para dar mayor eficacia a la acción clandestina de la Falange[334]. José Antonio nunca había desarrollado abiertamente la idea de que un grupo pequeño, decidido y eficaz de revolucionarios pudiera adueñarse del poder mediante un golpe audaz, si las cosas empeoraban hasta el punto de hacerlo necesario. Desde la prisión ordenó a los jefes locales que preparasen a sus grupos para un golpe de Estado de la Falange, contando únicamente con sus propias fuerzas y sin aliarse con ningún otro grupo. Durante los dos meses siguientes se hicieron diversos planes para el golpe de Estado, pero ninguno de ellos ofrecía garantías de éxito[335].

Estas secretas maquinaciones se desarrollaban sobre un fondo de creciente violencia. Cuando llegó el buen tiempo estallaron las luchas callejeras con una intensidad que no se había conocido en España desde el apogeo del terrorismo político barcelonés, en 1923. Los extremistas habían aventado sus últimos escrúpulos. Las escuadras de activistas habían preparado listas negras de los principales enemigos de la Falange[336]. El juez municipal que condenó a un joven falangista por su participación en el atentado contra Jiménez de Asúa cayó, a las 48 horas, bajo una ráfaga de balas disparadas por los pistoleros del partido[337]. En una acción de «represalias», los terroristas de Falange raptaron al presidente de la Casa del Pueblo socialista de Carrión de los Condes; el infortunado dirigente izquierdista fue colgado en un lugar apartado, junto con uno de sus subordinados. Unos cuarenta falangistas, varios elementos conservadores y más de cincuenta liberales o izquierdistas fueron asesinados en un período de tres meses[338]. El órgano comunista Mundo Obrero exigió la «completa eliminación» de la Falange, publicando ilustraciones del «señorito sangriento José Antonio Primo de Rivera[339]».

Desde la cárcel, Ruiz de Alda publicó en el órgano clandestino de la Falange No importa (del que aparecieron tres números entre mayo y junio) un artículo titulado «Justificación de la violencia», en el que afirmaba que España se encontraba en plena guerra civil, que era ya demasiado tarde para volverse atrás y que ningún obstáculo debía cruzarse en el camino. Recibió centenares de telegramas de felicitación, que le dirigieron a la Modelo entusiastas derechistas sedientos de venganza contra los izquierdistas[340].

Los españoles adinerados financiaban el terrorismo falangista, e incluso incitaban a las milicias a realizar una labor más eficaz[341]. La derecha, que había mantenido a distancia a la Falange durante el período electoral, cuando se acercó la hora del escrutinio se decidió a pedir la protección de sus milicias. Mientras la República tenía a sus guardias de Asalto, los falangistas eran considerados como las tropas de choque de la reacción. El número de sus activistas aumentaba progresivamente, a medida que los miembros de la JAP ingresaban en el SEU y pasaban automáticamente a engrosar las milicias falangistas.

El líder de la JAP Ramón Serrano Súñer colaboraba con José Antonio y hasta permitió que algunos de sus jóvenes camisas verdes se pasaran a la Falange. Gil Robles formulaba públicamente una distinción entre «buenos» y «malos» terroristas:

Entre éstos hay dos clases de personas: los que se van por caminos de violencia, creyendo honradamente que de esta manera se resuelven problemas nacionales y los que se van porque ahora el partido no puede repartir cargos ni prebendas. Los primeros, absolutamente respetables, pueden constituir unos magníficos auxiliares, el día de mañana en que, desengañados, tornen a la casa común[342].

Con ello significaba Gil Robles que los conservadores estarían más tranquilos si cesaba la violencia, pero mientras ésta continuase, respaldarían a los pistoleros antiizquierdistas y condenarían a los terroristas que se opusieran a ellos.

A aquellas alturas José Antonio había perdido toda esperanza de contener el desbordamiento de la violencia. El 16 de abril fue muerto un primo suyo al disparar un grupo de pistoleros contra los falangistas que escoltaban al féretro de un guardia civil asesinado en Madrid por los izquierdistas[343]. Estos hechos le convencieron de la necesidad de dejar que la revolución siguiese libremente su curso hacia el inevitable desenlace. En el clandestino No importa aprobó públicamente los sucesos de Carrión de los Condes. Sin embargo, puso su veto al plan preparado para asesinar a Largo Caballero; esto ya le parecía una provocación demasiado grave.

Los días 6 y 14 de mayo, el nuevo jefe del gobierno, Casares Quiroga, declaró en las Cortes que la Falange ilegal era el principal enemigo del gobierno. Explicó que también se había empezado a detener a gentes no vinculadas oficialmente al partido porque la policía había encontrado listas en las que figuraban los ultrarreaccionarios que ayudaban en secreto al movimiento[344].

A primeros de junio la Falange sufrió una nueva baja, que hacía aproximadamente el número setenta de los afiliados muertos en luchas callejeras desde la fundación del partido[345]. El incremento de la violencia se hizo tan rápido y confuso que resultaba difícil seguir su desarrollo[346]. Algunas regiones estaban al borde del caos social más absoluto. Los anarquistas y los socialistas extremistas exigían la realización inmediata de la revolución económica que preconizaban. Largo Caballero tenía la esperanza de recoger la herencia del Frente Popular y no deseaba seguir permaneciendo al margen por más tiempo. Se hallaban en curso varias huelgas simultáneas mientras los periódicos publicaban la relación de aquéllas de más larga duración. Para muchos observadores España estaba llegando al borde de su ruina.

Se prepararon diversos planes para facilitar la evasión de José Antonio de la cárcel, pero ninguno de ellos llegó a madurar[347]. Como recurso legal para lograr su libertad se incluyó su nombre en la candidatura conservadora para la repetición de las elecciones en la provincia de Cuenca, donde habían sido anuladas por irregularidades[348]. Esta solución había sido preparada por los amigos derechistas de José Antonio, principalmente su íntimo Ramón Serrano Súñer, líder de la JAP, y el monárquico Goicoechea[349].

La lista de Cuenca estaba integrada en su mayoría por dirigentes conservadores locales. Sin embargo, otra figura de primera magnitud, aparte de José Antonio, apareció en la candidatura: el general Francisco Franco. En la noche siguiente a las elecciones de febrero, Franco dudó en atender la solicitud de Gil Robles de ir a una intervención militar; pocos días después, las izquierdas victoriosas le relevaron de su cargo de jefe del Estado Mayor, relegándole al puesto secundario de comandante militar de Tenerife, en las islas Canarias. Franco tenía sus dudas no sólo sobre la decisión, sino también sobre la capacidad de los militares para llevar a cabo un verdadero golpe de Estado y se había negado a vincularse estrechamente a ninguna de las numerosas conspiraciones de guarnición preparadas por la UME y por otros generales. Ahora deseaba reforzar su posición, ocupando un puesto en la vida política civil, para esperar el curso de los acontecimientos.

José Antonio no permitió que su nombre apareciese en una candidatura en la que figuraban Franco y otros derechistas. De ningún modo deseaba que se le identificase con la camarilla de generales. Por su parte, Gil Robles apoyaba a ambos, considerando que de este modo podría establecerse un saludable equilibrio de fuerzas, muy necesario para los peligrosos tiempos que se avecinaban. José Antonio envió a su hermano Miguel a visitar a Gil Robles en su despacho, amenazándole con publicar una circular de la Falange en la que se le atacaría violentamente si no obligaba a Franco a retirarse[350]. Por otra parte, existía una rotunda oposición de las izquierdas contra el nombre de Franco. Ante esta situación, las derechas tuvieron que batirse en retirada. Serrano Súñer, que era cuñado de Franco, voló a Tenerife para aconsejar a éste que retirase su candidatura[351]. Franco, ante una oposición tan amplia, cedió y se retiró de la contienda.

El ministro de Justicia recomendó a las autoridades locales que velasen por el estricto desarrollo de la repetición de las elecciones, en las cuales no debían permitir que figurase ningún nombre nuevo; sin embargo, el de José Antonio siguió inscrito en la candidatura conservadora[352], obteniendo una buena votación en la elección, aunque no se conocen los resultados exactos. Pero las izquierdas estaban decididas a impedir su triunfo. En diversos colegios electorales no se computaron sus votos, con el pretexto de que su nombre no había figurado en las primeras elecciones. José Antonio se encontró a la cola de la lista derechista, en vez de figurar a la cabeza de la misma, como le hubiera correspondido si hubiesen sido contados todos sus votos[353]. Serrano Súñer denunció ante las Cortes estos hechos, presentando una complicada relación de resultados totales en diversos distritos, para demostrar que José Antonio merecía el puesto de diputado, pero fue en vano[354].

Durante el mes de mayo las preferencias de la opinión conservadora de Madrid tuvieron ocasión de expresarse a través de una encuesta realizada entre sus lectores por el periódico clerical Ya. En cuanto a su elección para la presidencia de la República, el nombre de José Antonio obtuvo un ligero margen de ventaja respecto a los de los demás favoritos, Calvo Sotelo, Gil Robles y el general Sanjurjo[355]. La orientación de la derecha española hacia el «fascismo» estaba decidida. En algunas provincias las señoritas de la buena sociedad llevaban ostensiblemente insignias de Falange en sus vestidos[356].

Entretanto, el gobierno fue apretando los grilletes que aprisionaban al jefe de la Falange. Durante abril y mayo José Antonio fue juzgado, acusado de cuatro delitos, tres de los cuales no eran más que pretextos legales para prolongar su detención. De dos de ellos resultaron cargos por los que fue condenado a unos cuatro meses de cárcel[357]. El cuarto juicio, celebrado el 28 de mayo, se basó en la acusación de tenencia ilícita de armas, porque más de seis semanas después de su detención, en el curso de un registro en su domicilio, fueron halladas dos pistolas cargadas. José Antonio defendióse a sí mismo con apasionada indignación, alegando que las armas habían sido colocadas allí deliberadamente por la policía y que el proceso constituía una verdadera maquinación contra él (lo cual era, por lo menos en la intención, cierto). A pesar de ello, fue condenado, prolongándose su encarcelamiento. José Antonio montó en cólera; lanzó un tintero contra el oficial del tribunal y luego, quitándose la toga, la arrojó al suelo y la pisoteó, manifestando que si aquello era todo lo que la Justicia era capaz de hacer, no la necesitaba para nada[358].

Como José Antonio era el principal preso del gobierno, los oficiales de prisiones empezaron a inquietarse ante la posibilidad de su huida. El 5 de junio se presentó un pelotón de guardias para trasladarle a la prisión provincial de Alicante. Los restantes presos falangistas de la Modelo armaron un formidable escándalo cuando se llevaron al jefe. José Antonio exclamó a gritos que lo iban a ejecutar, pero llegó a Alicante sin el menor incidente[359]. Algunos de los dirigentes falangistas de menor importancia fueron puestos en libertad, pero los principales permanecieron encarcelados. Ruiz de Alda permaneció con otros varios en la Modelo, mientras los demás fueron enviados, como su jefe, a cárceles provinciales, para tenerlos bien seguros.

La posibilidad del traslado de José Antonio fuera de Madrid había sido prevista. Se habían establecido los planes necesarios para evitar toda posible interrupción en la cadena jerárquica del mando clandestino que semejante situación pudiera provocar, y así el jefe pudo seguir manteniéndose al corriente de los acontecimientos desde su lejana celda de la costa del sudeste.

La situación de la Falange se hacía cada vez más desesperada. Cada día se producían nuevas detenciones. Con seis meses más de persecución por parte del Gobierno, el partido quedaría completamente deshecho. Evidentemente, la Falange tenía que conseguir alguna ayuda, y lo antes posible.

En estos días se registra un cambio esencial de orientación en la línea política de José Antonio y de la Falange. Hasta entonces una desconfianza innata en la posibilidad de un golpe militar y una profunda aversión hacia lo que pudiera ser su consecuencia, habían regido como directrices fundamentales de sus pensamientos y actividades[360].

Ante la nueva situación se hizo un gran esfuerzo «para galvanizar los entusiasmos de descontentos, tímidos y ambiciosos, capaces por sus cargos (entre los militares) de pesar fuertemente en una rebelión armada[361]». Esta acción empezó por un vago proselitismo entre los oficiales, sin pretender llegar a ningún acuerdo concreto.

A medida que iban siendo detenidos más dirigentes se hacía más difícil mantener la línea de mando de la Falange y no a causa de una manifiesta insubordinación, sino debido a la confusión y al aislamiento existente en una organización obligada a permanecer en la clandestinidad. La falta de cohesión derivada de esta situación amenazaba con arrastrar al partido a torpes complicidades con los diversos y mal concebidos complots que preparaban algunos oficiales del Ejército junto con elementos reaccionarios. Numerosos falangistas se perdieron en el dédalo de intrigas que se estaban tramando en toda España. Por ejemplo, en Álava, el jefe provincial, Ramón Castaños, había empezado a conspirar por su cuenta con los carlistas y con otros elementos de extrema derecha. Durante una visita al monasterio de Nanclares de Oca para pedir dinero, Castaños manifestó que el 1.º de abril los conspiradores llevaban recaudadas 120 000 pesetas en la provincia de Álava para comprar armas. Fue detenido por las autoridades después de dos meses de conspirar[362].

José Antonio seguía tratando de evitar toda confusión o compromiso con las organizaciones de derechas. Su preocupación fundamental consistía en atraerse a colaboradores de buena fe para la rebelión, evitando al propio tiempo toda complicidad con los otros grupos políticos. Los jefes falangistas temían que los monárquicos quisieran pisarles el terreno. José Calvo Sotelo, en un importante discurso en las Cortes, manifestó que estaba dispuesto a aceptar el calificativo de «fascista», si otros persistían en atribuírselo a su pensamiento político. Aunque los falangistas solían rechazar dicho calificativo cuando los izquierdistas se lo aplicaban a ellos, reaccionaron indignados ante el hecho de que Calvo Sotelo pretendía apropiárselo y protestaron afirmando que se trataba de una nueva maniobra de las derechas para utilizar a la Falange, aprovechándose de su ímpetu «en vísperas de la victoria». Por Madrid circularon octavillas acusando a Calvo Sotelo de imitador[363].

Mientras tanto, José Antonio había logrado establecer contacto con los jefes carlistas que se encontraban en Francia. Manuel Fal Conde, jefe nacional de las milicias carlistas —los Requetés—, estaba interesado en conseguir la colaboración de la Falange en un golpe de Estado que los carlistas estaban preparando. Puesto que ambos grupos preconizaban un tipo de gobierno rigurosamente antiparlamentario y que ninguno de ellos se había comprometido con los conservadores ortodoxos, parecía posible que ambos llegaran a un acuerdo. Al parecer, Fal Conde ofreció a José Antonio una representación paritaria en el primer directorio político que se constituyese después del golpe de Estado triunfante.

José Antonio había llegado a la conclusión de que los carlistas eran los únicos colaboradores posibles que existían en la derecha. Su historial era limpio y eran gentes, que mantendrían su palabra. No estaban entregados a ningún doble juego, sino exclusivamente a la tarea de arrancar de cuajo el Estado liberal. José Antonio no quería establecer lazos demasiado estrechos con los carlistas, pero el futuro se presentaba tan negro que cualquier colaboración honesta era bien recibida. José Antonio se comprometió, pues, a ofrecer el apoyo de la Falange a cualquier intento de rebelión carlista, con tal de que se le advirtiera con tiempo suficiente[364]. Pero todo esto no era más que buenas intenciones. En realidad los carlistas eran tan débiles como la Falange y resultaba más que dudoso que, juntos o separados, pudieran llevar a cabo con éxito una rebelión sin contar con el apoyo del Ejército.

José Antonio empezaba a conocer los detalles de la conspiración del Ejército; la Falange había venido moviéndose a ciegas, desorientada ante las diversas situaciones políticas existentes en las distintas localidades. La evidencia de que la conspiración militar empezaba a fraguarse, lejos de animarle le intranquilizó, sugiriéndole amargas reflexiones ante las perspectivas que se le presentaban a la Falange.

Durante tres años la Falange había venido predicando la necesidad de derribar la República y de establecer un sistema político autoritario. Y ahora que fuerzas poderosas habían empezado a conspirar contra la República, existía la posibilidad de que por lo menos la parte negativa de su programa pudiera realizarse, pero no por la Falange. La rebelión victoriosa del Ejército, o de las derechas, o de ambos a la vez, determinaría con toda seguridad el establecimiento de un tipo de sistema autoritario, pero no supondría la realización de la revolución nacionalsindicalista. Las milicias falangistas estaban mal armadas y preparadas únicamente para luchas callejeras esporádicas[365]. No estaba, por tanto, en condiciones de disputarle la supremacía al Ejército si éste se proponía realmente ir a la rebelión.

Cuando la conspiración militar se hizo realidad concreta, la Falange sólo podía sumarse a ella si no quería exponerse a ser aplastada por una derecha militante o por una izquierda victoriosa. José Antonio, secundado por Ruiz de Alda, se resistía a aceptar esta amarga verdad, mientras otros dirigentes del partido deseaban vivamente sumarse a la conspiración militar[366].

El jefe nacional estableció su primer contacto oficial con el general Mola el 29 de mayo. El agente de enlace fue Rafael Garcerán, antiguo pasante del bufete de José Antonio y a quien éste utilizaba como mensajero. Durante las semanas siguientes se cruzaron una serie de mensajes entre el jefe de la Falange encarcelado y el principal dirigente de la conspiración militar. José Antonio «hizo a Mola confidencias sobre personas y funcionamiento orgánico del partido[367]». Como había hecho antes con la UME, trató de imponer ciertas condiciones políticas a los militares, que éstos rechazaron. No era fácil llegar a un acuerdo. Hubo algunos conatos locales de insurrección militar en Valencia y en otros lugares, pero sin haberse llegado a un entendimiento con la Falange.

Los dirigentes falangistas mostrábanse pesimistas y desconfiados ante la actitud del Ejército. Pese a que el 30 de mayo se cursaron las instrucciones preliminares relativas a las condiciones en que las milicias de la Falange debían participar en la rebelión, el responsable de la organización del partido en Madrid, Fernando Primo de Rivera, se mostraba bastante escéptico. Refiriéndose a la actitud de Fernando, el jefe provincial de Burgos escribía:

Él no creía que los militares se levantaran. No tenía ninguna fe en ello; únicamente cuando le aseguré que Burgos, etc., él me dijo: «Bien, eso será por Burgos, Álava y Logroño y algún otro sitio más, pero, en general, con los militares no hay nada que hacer. En Madrid la cosa está perdida[368]».

José Antonio escribió a uno de sus enlaces del Norte de España: «Si todo continúa del modo como se está preparando hasta ahora, vamos a tener un régimen del cual España estará aburrida a los seis meses[369]». En el último número del periódico clandestino No importa (20 de junio) publicó un editorial titulado «Cuidado con la derecha. Aviso a los madrugadores: la Falange no es conservadora». José Antonio invitaba a los militantes del partido a mostrarse prudentes respecto a los viejos conservadores, que tratarían de recuperar el poder empujando a los militares a dar un golpe de Estado reaccionario y contando con la Falange como tropas de choque. El 24 de julio, una circular dirigida a los mandos locales afirmaba:

Ha llegado a conocimiento del jefe nacional la pluralidad de maquinaciones en favor de más o menos confusos movimientos subversivos que están desarrollándose en diversas provincias de España.

…Algunos (jefes locales) llevados de un exceso de celo o de una peligrosa ingenuidad, se han precipitado a dibujar planos de actuación local y a comprometer la participación de los camaradas en determinados planes políticos.

…Los proyectos políticos de los militares… no suelen estar adornados por el acierto. Esos proyectos arrancan casi siempre de un error inicial: el de creer que los males de España responden a simples desarreglos de orden interior y desembocan en la entrega del poder a los antes aludidos, charlatanes faltos de toda conciencia histórica, de toda auténtica formación y de todo brío para la irrupción de la Patria en las grandes rutas de su destino.

La participación de la Falange en uno de estos proyectos prematuros y candorosos constituiría una gran responsabilidad y arrastraría su total desaparición, aun en el caso de triunfo. Por este motivo: porque casi todos los que cuentan con la Falange para tal género de empresas, la consideran… como un elemento auxiliar de choque, como una especie de fuerza de asalto, de milicia juvenil, destinada el día de mañana a desfilar ante los fantasmones encaramados en el Poder.

Consideren todos los camaradas hasta qué punto es ofensivo para la Falange el que se la proponga tomar parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista[370].

Los jefes provinciales debían comunicar directamente al jefe nacional, en el plazo de cinco días, si se habían comprometido o no en semejantes combinaciones.

Cuatro días después, José Antonio, en una carta dirigida a un antiguo amigo, el político liberal Miguel Maura, le reveló sus temores. Algunas semanas antes, Maura había propuesto la «dictadura nacional liberal» como único medio de evitar la lucha a muerte entre las derechas y las izquierdas. Nadie le prestó la menor atención[371]. El jefe de la Falange le contestó:

Pero ya verás cómo la terrible incultura, o mejor aún, la pereza mental de nuestro pueblo (en todas sus capas) acaba por darnos o un ensayo de bolchevismo cruel y sucio o una representación flatulenta de patriotería alicorta a cargo de algún figurón de la derecha. ¡Que Dios nos libre de lo uno y de lo otro![372].

La única esperanza de la Falange consistía en ganarles por la mano a los militares. El 29 de junio José Antonio dirigió una nueva circular a los jefes del partido con instrucciones para la participación de la Falange en una rebelión militar:

  1. Cada jefe territorial o provincial se entenderá exclusivamente con el jefe superior del movimiento militar en el territorio o provincia, y no con ninguna otra persona.
  2. La Falange conservará sus unidades propias, con sus mandos naturales y sus distintivos.
  3. Si se considera necesario, sólo un tercio —pero no más— de los militantes falangistas podrá ser puesto a disposición de los jefes militares.
  4. El jefe militar local deberá prometer al de la Falange que no serán entregados a persona alguna los mandos civiles hasta por lo menos tres días después de triunfante el movimiento y que durante este plazo conservarán el poder civil las autoridades militares.
  5. De no ser renovadas por orden expresa, las presentes instrucciones quedarán sin efecto el día 10 del próximo julio, a las doce del día[373].

José Antonio pidió a Mola que fijara rápida y definitivamente otra fecha para la revuelta si quería contar con la participación de la Falange. Mola escurría el bulto; sus rebeldes necesitarían alguna ayuda auxiliar para tomar Madrid en un rápido golpe, pero sabía lo tenue que era la red de su pequeña conspiración y, por otra parte, no tenía ninguna fe en el valor militar de la Falange. Resultaba, sin embargo, evidente que la conspiración era parcialmente conocida por las autoridades, y por tanto había que actuar rápidamente. Mola modificó la fecha del golpe militar, estableciéndola del 9 al 10 de julio. Desgraciadamente para los conspiradores, el jefe provincial de la Falange de Toledo, José Sainz, fue detenido el 6 de julio, llevando encima las instrucciones para el levantamiento. Ello obligó a Mola a cambiar una vez más la fecha, aunque la situación se hacía cada vez más crítica.

El 9 de julio José Antonio prolongó la validez de sus instrucciones hasta la medianoche del 20 de julio. Seguía en negociaciones con Mola, pero éste no quería hacer concesiones concretas. Mola estaba decidido a que la rebelión fuese controlada por el Ejército, sin ningún compromiso político. No consta que la Falange llegara nunca a recibir garantías políticas; la mayoría de los líderes supervivientes atestiguan que no las hubo. La única condición que obtuvo José Antonio —y en la que también el Ejército insistía, por su parte— fue la de que el poder no seria entregado inmediatamente a los políticos conservadores. Esto significaba que éstos no podrían dominar a la Falange y viceversa; el Ejército se encontraría así en condiciones de controlar a ambos.

Lo único que José Antonio esperaba sacar de todo ello era la posibilidad de que, en la confusión que seguiría al golpe, la Falange pudiera abrirse paso hacia los puestos de mando. Como consecuencia de su propia participación en el movimiento y del creciente prestigio que había venido adquiriendo entre las derechas durante las últimas semanas, la Falange podía hallarse en una posición mucho más favorable frente a los partidos conservadores. José Antonio estaba convencido de la incapacidad política de los generales, pero contaba con que éstos, sin darse cuenta, acabarían proporcionándole la oportunidad tan ansiada por su «minoría audaz» de revolucionarios. José Antonio no esperaba que su partido llegara al poder al cabo de unas semanas o de unos meses, pero confiaba en que el rápido y victorioso golpe militar contra el gobierno de la República permitiría robustecer considerablemente los cuadros del nacionalsindicalismo[374].

En aquellos días el partido estaba a la merced de los acontecimientos. Cada día producíanse decenas y centenares de nuevas detenciones de falangistas en Madrid y provincias. La línea de mando estaba prácticamente rota. El 10 de julio, Fernández Cuesta, que llevaba la secretaría clandestina de la Falange en Madrid, dio órdenes urgentes a todos los jefes provinciales de que enviasen a la capital, cuanto antes, a una persona de absoluta lealtad; sólo pudo establecer contacto con una provincia[375].

La tensión crecía por momentos. En Valencia, tanto la guarnición militar como la Falange local estaban en vilo. Los falangistas prendieron fuego a la mecha en la noche del 11 de julio irrumpiendo en la emisora de radio para anunciar que «dentro de unos días saldrá a la calle el movimiento nacionalsindicalista». Ello dio lugar a que se produjera una noche de disturbios y de incendios provocados por las izquierdas en la tercera ciudad española[376]. Mola vacilaba antes de establecer una nueva fecha para la rebelión. Hasta el último minuto no se tenía ninguna seguridad de que los jefes del Ejército no se echarían para atrás, dejando abandonada a la Falange. Los dirigentes del partido sentíanse angustiados ante esta eventualidad.

En Madrid, los odios y violencias aumentaban de hora en hora. La guardia de Asalto republicana asumía la responsabilidad del mantenimiento del orden. El 12 de julio, el teniente José Castillo, que era un oficial izquierdista que había matado a uno o dos falangistas en choques callejeros, fue asesinado por unos pistoleros de la UME. Sus compañeros decidieron por su cuenta vengar su muerte. La noche siguiente, un grupo de guardias de Asalto se dirigió al domicilio de José Calvo Sotelo. Después de la derrota electoral de Gil Robles, Calvo Sotelo se había convertido en el principal portavoz de las derechas. Había declarado reiteradamente su irreductible oposición a la forma de gobierno republicana y había aceptado públicamente los retos que le habían lanzado las izquierdas. Aquella noche no fueron sólo amenazas. Calvo Sotelo fue introducido en una camioneta de la guardia de Asalto y asesinado, abandonándose su cadáver en un cementerio de las afueras de Madrid.

Esto hizo estallar el polvorín. Toda la derecha empezó a proferir gritos de venganza. Los ricos abandonaban la capital como si se hubiese declarado la peste en ella; durante varios días una riada de lujosos coches se dirigió hacia las fronteras de Francia y de Portugal.

José Antonio ya no pudo aguardar más. El 14 de julio envió a Garcerán a Pamplona con un último mensaje para Mola: si los conspiradores no estaban dispuestos a pasar a la acción en el plazo de setenta y dos horas, él iniciaría la rebelión en Alicante con la Falange. E insistió en que muchos miembros de la UME estaban impacientes por unirse a la Falange[377]. Evidentemente, lanzarse a la rebelión con las milicias de Alicante hubiera sido algo suicida, pero este bluff era el último recurso de José Antonio para obligar a Mola a decidirse.

Mola conservaba su escepticismo acerca de la fuerza de la Falange. Puesto que el contingente de milicias falangistas más próximo era el de Burgos, Mola preguntó a su jefe provincial, José Andino, cuántos hombres podía proporcionarle dispuestos para la acción. Andino le contestó que podía contar con unos seis mil hombres en el plazo de cuatro horas, lo cual constituía una notable exageración[378].

Para Mola, el único rayo de luz consistía en el apoyo que le habían prometido los carlistas, apoyo que únicamente había logrado obtener en los últimos tres días. Los carlistas le ofrecieron diez mil hombres entrenados para secundarle en la marcha hacía Madrid. Todavía no podía confiarse en muchos de los oficiales relacionados con la conspiración, pero cualquier nuevo aplazamiento hubiese resultado fatal. La rebelión en Marruecos fue prevista para el 18 de julio, mientras el resto del Ejército debería unirse a la misma en el plazo de 48 horas. Elena Medina, una muchacha de la buena sociedad que actuaba como uno de los enlaces de Mola, corrió a comunicarle a Fernández Cuesta las últimas instrucciones, que llevaba escondidas en una hebilla de su vestido[379].

La decisión del general llegó a conocimiento de José Antonio en Alicante, en la mañana del día 16 de julio[380].