EL PARTIDO DE JOSÉ ANTONIO
En 1935 José Antonio se encontró convertido en un jefe político. Había eliminado a todos sus oponentes y la Falange era ahora cosa suya. Si en alguna ocasión había aludido a las servidumbres y humillaciones del jefe político[229], también había hablado de las satisfacciones que ofrece el liderazgo público[230]. Aunque nunca hubiese podido ser un Duce o un Führer, José Antonio era el Jefe, y el héroe de sus juventudes[231]. Incluso sus enemigos políticos reconocían su atractivo y su sinceridad[232]. Su única preocupación personal consistía en no poder desprenderse totalmente de la etiqueta de «señorito» vinculada a su pasado y a su apellido[233].
Los estudiantes falangistas de Madrid, que le veían con frecuencia, y cuya adhesión a José Antonio nunca flaqueó, se sentían ligeramente incómodos ante la descripción que hacían de él sus enemigos, presentándole como un señorito andaluz. En una ocasión en que se exhibió un retrato de estilo aristocrático del Jefe en el escaparate de un fotógrafo de moda, decidieron romper la vitrina. Afortunadamente las juventudes socialistas la destrozaron antes[234].
José Antonio se encontraba ahora en condiciones de imponer su estilo liberal y «minoritario» desde la dirección del partido. Poco después de la fundación de la Falange había afirmado:
El fascismo lo nutre, hasta ahora, la clase media modesta, y los obreros se convencerán después. Las clases acomodadas son las que han de soportar el fascio con su historia y con sus prestigios. Tendrán que recuperar su jerarquía perdida, por medio del sacrificio y del esfuerzo.
Si nosotros triunfamos, tengan la seguridad de que no triunfarán con nosotros los señoritos. Esos deben encontrar digno empleo para sus dotes, rehabilitando las jerarquías que malgastaron en holganza[235].
Durante el año 1935 José Antonio fue perfilando su teoría de la minoría. En un importante discurso pronunciado en Valladolid en marzo, estableció sagazmente las diferencias entre la Falange y el principio «romántico» nazi del «instinto racial» que conduce a una superdemocracia[236]. Según José Antonio, España necesitaba un Estado fuerte dominado por una minoría revolucionaria, porque era incapaz de crear una élite de clase media semejante a las minorías liberales francesas o inglesas[237]. Una minoría militante sería la que guiaría al movimiento revolucionario a lo largo del camino: «Para realizarla (la revolución nacional) no hace faltar congregar masas, sino minorías selectas. No muchos, sino pocos, pero convencidos y ardientes, que así se ha hecho todo en el mundo[238]». La minoría cuidaría de reformar la estructura económica, de elevar el nivel de las clases inferiores y de abolir los privilegios artificiales; eran las voces superiores y no las populares las que tenían que mandar. Es dudoso que José Antonio tuviese temperamento fascista, en el sentido convencional del término. Seguía reuniéndose —aunque en secreto— con sus amigos liberales; tenía uña excesiva inclinación a reconocer el valor humano de la oposición y a franquearse en sus relaciones personales para ajustarse al patrón fascista[239].
Si algunos de sus fanáticos partidarios podían decir que «ni Unamuno ni Ortega —ni, claro es, todos nuestros intelectuales— valen lo que un rapaz rabioso de veinte años, fanatizado por su pasión española[240]», José Antonio se limitaba a afirmar «queremos una España alegre y faldicorta[241]». Los activistas del partido pensaban en organizar «complots» para asesinar a Prieto y a Largo Caballero, pero José Antonio no lo hubiera permitido nunca. Durante una manifestación rodeó con sus brazos a un joven izquierdista que se metió entre ellos, para protegerle frente a sus propios seguidores falangistas. Nunca permitió que oradores irresponsables, como Giménez Caballero, hablasen en los mítines de Falange, ni permitía que se gritase «abajo esto» o «muera» en las reuniones del partido:
Los antialgo, sea lo que sea este algo, se me representan imbuidos de reminiscencias del señoritismo español, que se opone irreflexiva, pero activamente a lo que él no comparte. No soy ni antimarxista, siquiera, ni anticomunista, ni anti… nada. Los «anti» están desterrados de mi léxico, como si fueran tapones para las ideas[242].
Ciertos consejeros suyos, como Francisco Bravo, tenían que decirle que fuese más «fascista», que se mostrase más severo y distante[243]. Entre los liberales de Madrid existía la firme convicción de que «José Antonio, cómo le llaman sus íntimos, es un fascista malgré lui… Es un parlamentario desconocido por él mismo[244]». Según palabras del corresponsal de la Reuter: «José Antonio, alto, con sus treinta años, su hablar afable y cortés, era una de las personas más agradables de Madrid». «Parecía un personaje irreal en su papel de líder fascista[245]».
Ramiro Ledesma trazó uno de los más agudos análisis del Jefe, en el que se definen una serie de contradicciones aparentemente imposibles de darse en un dirigente político:
Distingue y caracteriza a Primo de Rivera que opera sobre una serie de contradicciones de tipo irresoluble procedentes de su formación intelectual y de las circunstancias político-sociales de donde él mismo ha surgido. Posee seguridad en los propósitos, y le mueve seguramente un afán sincero por darles caza. El drama o las dificultades nacen cuando se percibe que esos propósitos no son los que a él le corresponden, que es víctima de sus propias contradicciones y que, en virtud de ellas, puede devorar su misma obra y —lo que es peor— la de sus colaboradores. Véasele organizando el fascismo, es decir, una tarea que es hija de la fe en las virtudes del ímpetu, del entusiasmo a veces ciego, del sentido nacional y patriótico más fanático y agresivo, de la angustia profunda por la totalidad social del pueblo. Véasele, repito, con su culto por lo racional y abstracto, con su afición a los estilos escépticos y suaves, con su tendencia a adoptar las formas más tímidas del patriotismo, con su afán de renuncia a cuanto suponga apelación emocional o impulso exclusivo de la voluntad, etcétera. Todo eso, con su temperamento cortés y su formación de jurista, le conducirá lógicamente a formas políticas de tipo liberal y parlamentario. Varias circunstancias han impedido, sin embargo, esa ruta. Pues ser hijo de un dictador y vivir adscrito a los medios sociales de la más alta burguesía son cosas de suficiente vigor para influir en él propio destino. En José Antonio obraron en el sentido de obligaría a torcer el suyo, y a buscar una actitud político-social que conciliase sus contradicciones. Buscó esa actitud por vía intelectual, y la encontró en el fascismo. Desde el día de su descubrimiento, está en colisión tenaz consigo mismo, esforzándose por creer que esa actitud suya es verdadera, y profunda. En el fondo, barrunta que es algo llegado a él de modo artificial y pegadizo. Sin raíces. Ello explica sus vacilaciones y cuanto en realidad le ocurre. Esas vacilaciones eran las que a veces le hacían preferir el régimen del triunvirato, refrenando su aspiración a la jefatura única. Sólo al ver en peligro, con motivo de la crisis interna, su posición y preeminencia se determinó a empuñar su jefatura personal. Es curioso y hasta dramático percibir cómo tratándose de un hombre no desprovisto de talentos forcejea con ardor contra sus propios límites. Sólo, en realidad, tras de ese forcejeo puede efectivamente alcanzar algún día la victoria[246].
No hay pruebas de que la Falange tuviese ningún contacto oficial con los partidos nazi y fascista antes de 1936. Por un lado, el movimiento español se sentía algo turbado por la naturaleza de su ideología derivada de aquéllos, y por otro, ni los alemanes ni los italianos tenían motivos para prestarle mucha atención.
Il Popólo d’ltalia había saludado El Fascio de Delgado Barreto con un artículo desdeñoso acerca de esas imitaciones baratas y de segunda mano de ideologías extranjeras. Este rebufido no iba firmado, pero Guariglia, representante italiano en Madrid, se temía que lo hubiese escrito el propio Duce[247]. Durante los meses siguientes, Guariglia se esforzó en disipar el antagonismo suscitado por semejantes declaraciones. Poco antes de la fundación de la Falange, le preparó a José Antonio una entrevista de treinta minutos con Mussolini, durante unas breves vacaciones del futuro jefe en Italia[248]. Aunque José Antonio escribió luego un prólogo para la traducción española de Il Fascismo de Mussolini y tenía en su despacho un retrato dedicado del Duce junto a la fotografía de su padre[249], en realidad no sentía ninguna admiración por el líder italiano. Decía a sus íntimos que Mussolini no había creado un nuevo sistema jurídico ni realizado una revolución, sino que se había limitado a crear un mito que el movimiento español podía aprovechar en beneficio propio[250].
El único contacto de José Antonio con los nazis, o mejor dicho, con la civilización germánica, tuvo lugar en la primavera de 1934, cuando visitó Berlín, camino de Inglaterra, para pasar unas vacaciones. En aquella ocasión se le concedió importancia mínima como líder fascista extranjero. No trató de obtener, ni nadie le ofreció, una audiencia con Hitler. Fue recibido por unos pocos elementos nazis de segunda fila y basta[251]. A José Antonio no le gustó en Alemania ni la lengua ni la gente ni el partido nazi. Los nazis le parecieron un grupo deprimente, rencoroso y dividido. Cuando regresó a España, la estima que había tenido antes por el nacionalsocialismo se vino abajo[252].
Entonces se dio perfecta cuenta de que la Falange tenía poco que ganar asociándose con otros partidos fascistas, por poderosos y sinceros que fuesen; a los líderes españoles les correspondía desarrollar un movimiento fascista peculiarmente español, para singularizarse a sí mismos ante la opinión pública nacional. La mayoría de los dirigentes del partido tenían el mismo criterio. Una de las principales acusaciones de Ledesma contra José Antonio era la absolutamente injustificada de pretender imitar a los movimientos extranjeros. Redondo, que era el dirigente falangista más estrechamente vinculado al catolicismo tradicional, estaba constantemente preocupado por este problema y Ruiz de Alda se sumó a los líderes jonsistas, repudiando las ideologías extranjeras por considerarlas demasiado autoritarias.
En la gran concentración del partido en Valladolid, José Antonio había insistido en el hecho de que cada nación seguía un camino distinto para realizar sus aspiraciones. Recurriendo a una imagen para explicar su idea, aludió a ciertas formas de versos de la poesía del siglo XVI, que tuvieron su origen en Italia, pero que se desarrollaron luego mucho más completamente en un estilo auténticamente español. La comparación tal vez sugiriese más de lo que realmente quería significar, pero expresaba bien su pensamiento. Más tarde José Antonio afirmó que «el Fascismo es una actitud universal de retorno a la propia esencia (nacional)», e insistió en que cada nación tenía su propio estilo original de expresión política[253].
La visita a Berlín en 1934 constituyó la primera y la última reunión formal de José Antonio con cualquier grupo político extranjero. Puesto que los movimientos fascistas eran, por definición, nacionalistas, José Antonio declaró que no podía concebirse una «internacional fascista». Cuando al año siguiente se celebró en Montreux, en Suiza, una reunión de organizaciones fascistas se negó a asistir a ella, o a reconocerla públicamente, y no cambió de actitud a pesar de la insistencia de los agentes fascistas italianos[254].
La propaganda falangista dejó de calificar de «fascista» al partido y José Antonio empezó también a dar marcha atrás, para distinguir a la Falange de los restantes movimientos[255]. En las Cortes manifestó que «el fascismo tiene una serie de accidentes externos, intercambiables, que no queremos para nada asumir[256]». El 19 de diciembre de 1934 declaró en el ABC que «Falange Española de las JONS no es un movimiento fascista». Todo esto suponía, evidentemente, un cambio total en la terminología.
José Antonio reconocía públicamente que un movimiento de estilo fascista podía limitarse a constituir una manifestación puramente externa[257]. Y explicaba que si a veces la Falange recurría a los emblemas y a ciertos ritos, era únicamente para despertar los sentimientos nacionalistas del país, adormecidos[258]. Los falangistas, aunque defendieron firmemente la política italiana desde el comienzo hasta el final de la aventura abisinia, se negaron siempre a aceptar la etiqueta fascista mussoliniana. En realidad, el único punto programático del partido constantemente mantenido fue su ferviente nacionalismo.
A medida que la Falange iba afirmando su independencia, fue acentuando su interés por una amplia reforma económica, a la que calificaba de «revolución». El Jefe reconocía en privado que había poca diferencia entre su visión económica y la de los socialistas moderados como Indalecio Prieto[259]. No obstante, declaraba:
Cuando hablamos del capitalismo no hablamos de la propiedad. La propiedad privada es lo contrario del capitalismo: la propiedad es la proyección directa del hombre sobre sus cosas; es un atributo elemental humano. El capitalismo ha ido sustituyendo esta propiedad del hombre por la del instrumento técnico de dominación[260].
El único punto verdaderamente radical del programa económico de la Falange consistía en su propósito de nacionalizar el crédito, operación que José Antonio creía que podría realizarse en quince días. Creía con ello poder «humanizar las finanzas».
El jefe de la Falange estaba muy enterado de los problemas agrarios y sus opiniones eran comentadas incluso por reconocidos especialistas[261]. José Antonio trataba de recoger información sobre cuestiones agrícolas en todas las provincias españolas. Comprendió que las tierras pobres requerían organizarse en grandes unidades de cultivo, mientras que los suelos fértiles tenían que estar mejor repartidos. Creía que había que proteger las grandes propiedades que constituían unidades naturales de cultivo, en tanto que las parcelas de tierra excesivamente pequeñas tenían que refundirse; en cambio, algunas zonas improductivas deberían ser abandonadas.
En un gran mitin celebrado en Salamanca el 10 de febrero de 1935, y también en la conferencia del Círculo Mercantil de Madrid, el 19 de abril de 1935, insistió en que el nacionalsindicalismo no proponía una socialización de la economía, sino un cierto socialismo estatal capaz de realizar algunas reformas de vital necesidad. Y repitió que el corporatismo de Mussolini no significaba para España otra cosa que un punto de partida[262].
El contenido nacionalista de la propaganda falangista estaba condicionado, en gran parte, por la reacción contra los estatutos autonomistas catalán y vasco otorgados por la República. El problema regionalista constituía uno de los más importantes que España tenía planteados. Los nacionalistas catalanes, movidos por su hostilidad hacia el Gobierno central, habían tomado parte en la rebelión izquierdista de 1934.
Aunque la Falange condenaba el separatismo, no negaba las diferencias regionales. José Antonio, apartándose de la línea nacionalista, encomió las cualidades singulares de Cataluña, Galicia y las provincias vascongadas. La Falange no se oponía a una limitada autonomía administrativa local, pero condenaba la separación de toda una región de la soberanía nacional.
A diferencia de muchos de sus seguidores, José Antonio no era un fanático nacionalista. Educado en el ambiente anglófilo de la aristocracia liberal, admiraba al mundo anglosajón y particularmente el Imperio británico. Ruiz de Alda hablaba de Gibraltar en todos sus discursos, pero a José Antonio no le preocupaba este tipo de nacionalismo. Sabía que los españoles ya tenían bastante con tratar de organizar su existencia nacional, y en una ocasión manifestó al corresponsal de la agencia Reuter: «Sabe usted, señor Buckley, hay un grupo típico de españoles que habla y habla eternamente. Realmente es muy difícil organizar a nuestra raza para una tarea constructiva[263]».
…no hay patriotismo fecundo si no llega a través del camino de la crítica. Y os diré que el patriotismo nuestro también ha llegado por el camino de la crítica. A nosotros no nos emociona, ni poco ni mucho, esa patriotería zarzuelera, que se regodea con la mediocridad, con las mezquindades presentes de España y con las interpretaciones gruesas del pasado. Nosotros amamos a España porque no nos gusta. Los que aman a su patria porque les gusta, la aman con una voluntad de contacto, la aman física, sensualmente. Nosotros la amamos con una voluntad de perfección. Nosotros no amamos a esta ruina, a esta decadencia de nuestra España física de ahora. Nosotros amamos a la eterna e inconmovible metafísica de España[264].
Según José Antonio, una vez realizada esta ardua labor de desarrollo interno, España tal vez podría tomar el relevo de los Imperios británicos y francés, que él consideraba arrastrados hacia su irreversible decadencia burguesa. No obstante, esto no podría ocurrir más que en un futuro remoto. La construcción del imperio soñado por José Antonio empezaba por la difícil tarea cotidiana en el país[265].
La estructura orgánica de Falange quedó ultimada a finales de 1934. Los miembros del partido se dividían en dos categorías: la «primera línea» y la «segunda línea». La «primera línea» comprendía a los miembros regulares, y activos, que figuraban en las listas oficiales del partido. Los adheridos a la «segunda línea» eran simplemente falangistas auxiliares, «compañeros de viaje», o colaboradores que permanecían en la sombra. Con el tiempo, éstos llegarían a prestar importantes servicios al partido, pero ello no podía preverse en 1935. Los miembros más activos formaban las milicias, que proporcionaban al partido los elementos de choque.
A principios de 1935 la «primera línea» no contaba más que con 5000 hombres. En Madrid había 743 miembros inscritos, cuatrocientos o quinientos en Valladolid y unos doscientos en Sevilla. Existían núcleos importantes en Santander y Burgos, pero el partido apenas contaba con nadie en Cataluña, Galicia y en las provincias vascas. Con todo, había células de Falange en casi todas las capitales de provincias y en algunas zonas rurales tales como Badajoz y Cáceres, que llegaron a contar con quinientos afiliados en cada provincia, aunque esta densidad era poco frecuente. Fuera de las capitales, la principal fuerza de Falange se estableció a lo largo de los ejes Sevilla-Cádiz y Valladolid-Burgos.
La Falange creció en 1935, aunque siguió siendo insignificante en comparación con los principales partidos. En febrero de 1936 la «primera línea» contaba con unos 10 000 miembros, completada con una cifra igual o superior de miembros, del SEU, menores de edad. Cualquiera que fuese el sistema de recuento empleado, la cifra total de seguidores del partido no sería superior a los 25 000[266]. La Falange seguía siendo la más reducida y débil de todas las fuerzas independientes de la política española.
Los enemigos de la Falange hacían mucha propaganda acusándola de ser un partido de señoritos. Los estudiantes constituían, en realidad, el mayor contingente de partidarios de Falange pertenecientes a un solo sector. Sin embargo, una ley promulgada en 1934 prohibía a los estudiantes el pertenecer oficialmente a partidos políticos y la mayoría de los miembros del SEU viéronse así impedidos de figurar en las anémicas listas de afiliados de la Falange[267]. De los miembros activos sólo una exigua minoría procedía de las clases altas. Según las listas oficiales de la JONS de Madrid, en febrero de 1936 los militantes de la capital se distribuían del siguiente modo: obreros y empleados, 431; oficinistas, 315; obreros especializados, 114; profesiones liberales, 106; mujeres[268], 63; estudiantes[269], 38; pequeños comerciantes, 19 y oficiales del ejército y aviadores, 17.
Por debajo de José Antonio el partido estaba dirigido por el Consejo Nacional y por un comité ejecutivo llamado Junta Política. Todos los puestos de mando se nombraban desde arriba, pero generalmente se respetaban las sugestiones de los subordinados. Los dirigentes locales eran simples jefes locales; por encima de ellos estaba los jefes provinciales y por encima de éstos, los jefes territoriales. Cada jefe contaba con un secretario de rango correspondiente. El secretario general del partido, jefe ejecutivo adjunto de José Antonio, era un viejo amigo y compañero de carrera suyo, Raimundo Fernández Cuesta.
El partido adolecía de una sorprendente falta de madurez; el sesenta o setenta por ciento de los falangistas no alcanzaban los veintiún años de edad. Esos jóvenes carecían de toda formación, como el propio José Antonio reconocía. En cierta ocasión en que Unamuno advirtió a José Antonio que los falangistas con quienes había hablado no tenían una idea clara de lo que querían, el jefe de la Falange le contestó que tenían «mucho más corazón que cabeza[270]».
No eran unos ideólogos[271]. Todo cuanto sabían de su programa es que era radical, ultranacionalista y que apoyaba las reformas sociales. Sabían que el partido perseguía una especie de nuevo orden económico, porque José Antonio se lo había dicho, pero la mayoría sólo tenían una vaga idea de la naturaleza de este orden. Sus enemigos eran la izquierda, el centro y la derecha; sobre todo odiaban a la izquierda y al separatismo porque menospreciaban el concepto de patria; en su mente, el separatismo era sinónimo de decadencia. El supernacionalismo constituía el principio y el fin de su credo político.
Eran un grupo alegre, deportivo, de elevado espíritu idealista poco aficionados al estudio, emborrachados con la retórica de José Antonio y sedientos de acción directa. Su única ambición era mantener un constante dinamismo nacionalista. Como les decía José Antonio:
El Paraíso no es el descanso. El Paraíso está contra el descanso. En el Paraíso no se puede estar tendido; se está verticalmente, como los ángeles. Pues bien, nosotros, que ya hemos llevado al camino del paraíso las vidas de nuestros mejores, queremos un paraíso difícil, erecto, implacable; un paraíso donde no se descanse nunca y que tenga, junto a las jambas de las puertas, ángeles con espadas[272].
El peor defecto de José Antonio como jefe político era su incapacidad para elegir subordinados eficaces. En torno suyo se formó en Madrid una camarilla servil, compuesta de viejas amistades personales, poetas fascistas, antiguos pasantes de su bufete y otros aduladores por el estilo. José Antonio era demasiado indulgente en sus relaciones personales para adoptar la actitud fría y objetiva que un jefe político requiere. Le resultaba muy duro tener que pensar mal de amigos y colaboradores y a veces se dejaba llevar en contra de sus propios juicios más certeros.
Los dirigentes madrileños de segunda fila (jefes de prensa, de milicias, del SEU y de la organización de provincias) conservaban celosamente su preeminencia en el seno del partido. Por ejemplo, desconfiaban de Onésimo Redondo porque era el dirigente más destacado de las provincias. Así trataron de convencer a José Antonio de que la resistencia que opuso inicialmente Redondo a romper con Ledesma y la interrupción de la publicación de la prensa local denotaban una falta de lealtad hacia el Jefe. Se lamentaban, además, de que Redondo nunca se hubiese apartado de los senderos trazados por la reacción clerical y su permanente autoridad sobre el grupo de Valladolid no auguraba nada bueno para el partido. Mientras tanto, animaban a dos destacados dirigentes estudiantiles de Valladolid que estaban organizando un «complot» contra Redondo entre los militantes jóvenes.
Durante el verano de 1935 Redondo manifestó a José Antonio que no estaba dispuesto a tolerar semejante situación y que iba a expulsar a los disidentes y a todos los que les secundasen. José Antonio se dio cuenta del peligro que entrañaba el dejar que la autoridad de Redondo se viese minada por la base y desdeñando a la pandilla de Madrid, autorizó a Redondo a obrar como juzgara conveniente. Las relaciones entre Madrid y Valladolid se mantuvieron tirantes durante todo el año 1935[273].
En el transcurso de aquel verano José Antonio se vio obligado a intervenir en asuntos del partido en Málaga y en Santander, donde ambas organizaciones provinciales de Falange habían caído en manos de grupos locales derechistas. En ambos casos, el jefe destituyó a los dirigentes derechistas y colocó al frente de la organización provincial a falangistas pertenecientes a la clase obrera[274].
En repetidas ocasiones la Falange trató en vano de conseguir el apoyo de la izquierda. El partido había heredado la vieja esperanza jonsista de llegar a un cierto grado de cooperación con la organización de filiación anarquista y antimarxista, la Confederación Nacional del Trabajo. Los afiliados a la CNT se quejaban de que, en ciertos informes, se relacionasen sus actividades con las de la Falange[275]. Sin embargo, algunos slogans de la prensa de la CNT podían intercambiarse con los titulares de Arriba, el nuevo órgano de la Falange[276].
Pero José Antonio no se mostraba tan interesado en la CNT, controlada por la FAI, como en el grupo más moderado y responsable de los «treintistas», sindicalistas disidentes que se habían separado de la CNT cuando los anarquistas empezaron a apoderarse de ella. Se decía que Ángel Pestaña, el líder «treintista» tenía un buen concepto de José Antonio y éste le devolvió el cumplido. El jefe de la Falange hizo su primer esfuerzo para tratar con Pestaña durante una visita que realizó a Barcelona poco después de la fundación del partido. Pestaña se manifestó muy cauteloso y la entrevista no llegó a celebrarse; ulteriores contactos lleváronse a cabo a través de Ruiz de Alda y del dirigente de la Falange barcelonesa Santa Marina. Pero Pestaña mantenía su desconfianza y no se llegó a ninguna colaboración. Más tarde, a finales de 1935, se realizó un nuevo intento para interesarle, pero él y sus amigos exigieron constituir una candidatura electoral totalmente separada en las próximas elecciones. Sólo pudo llegar a establecerse un principio de acuerdo, en una breve declaración de principios conjunta, sobre la necesidad de un movimiento de la clase trabajadora, en la que se condenaba la violencia anticlerical, pero nada más. Creyendo que la Falange contaba con más dinero del que realmente tenía, Pestaña quería que aquélla costeara los gastos de una candidatura treintista en Cataluña, lo cual era imposible[277].
El gabinete de centro-derecha que gobernaba en España en 1935 trató de combatir a los extremismos de ambos lados y a veces se mostró casi tan duro contra la Falange como contra los partidos de izquierdas. Los periódicos nacionalsindicalistas se veían constantemente censurados y con frecuencia multados; muchas veces eran recogidos inmediatamente. A cada brote más o menos espectacular de violencia los centros provinciales del partido eran clausurados, mientras había que esperar la autorización para celebrar reuniones públicas hasta el último minuto, cuando no les era negada.
Durante 1935 ni un sólo periódico de toda España consideró que la Falange mereciese que se le consagrara el menor espacio entre las noticias o los editoriales[278]. La afirmación de Gil Robles «los señoritos nunca harán nada» reflejaba la actitud general respecto a la Falange[279]. El 20 de agosto de aquel año José Antonio se lamentaba:
Existe un estrecho entendimiento contra nosotros, que se extiende desde el gobierno hasta la extrema derecha[280],
y en otra ocasión:
En vano hemos recorrido España desgañitándonos en discursos; en vano hemos editado periódicos; el español, firme en sus primeras conclusiones infalibles, nos negaba, aún a título de limosna, lo que hubiéramos estimado más: un poco de atención[281].
Los portavoces de la Falange estaban furiosos contra los conservadores moderados de la CEDA, que controlaban la mayoría de los votos y de las aportaciones económicas de las clases medias. El movimiento juvenil de la CEDA, la JAP, con sus camisas verdes y carentes de agresividad, era tomado a broma por la Falange. José Antonio afirmó que «éste era el único caso en que lo más decrépito de un partido lo constituía su juventud[282]». Arriba publicó una al lado de otra y con los pies cambiados una foto de una reunión campestre de la JAP y otra de unos cerdos escarbando basura. José Antonio manifestó que había perdido toda esperanza de que Gil Robles llegase a adquirir la estatura de un dirigente nacional. En octubre de 1935 predijo que el liberal Azaña volvería al poder antes de un año, que es precisamente lo que ocurrió.
Debido a las constantes denuncias, la sede de la Falange tuvo que ser trasladada de domicilio por dos veces durante el año. En las Navidades de 1935 los dirigentes del partido volvieron a encontrarse una vez más ante la imposibilidad de reunir el dinero necesario para pagar el alquiler mensual[283]. Estas situaciones humillantes obligaron a José Antonio a reconocer en privado que el movimiento necesitaría cinco o diez años de labor de organización y de campañas de propaganda, antes de llegar a poder ejercer influencia en el país[284]. Incluso desde el punto de vista más optimista, el futuro de la Falange bajo la República se presentaba como una larga y dura lucha ascendente.
Únicamente la consideración de estas sombrías perspectivas para su partido impulsó a José Antonio, superando su conocida repulsión por ello, a entregarse a una intriga política con los militares. La Falange tenía que encontrar un camino para salir del atolladero en que se encontraba.
Hacia finales de 1933 habíase formado un grupo de conspiradores entre los elementos jóvenes del cuerpo de oficiales del ejército español, denominado Unión Militar Española (UME), cuya única ambición era la de derribar la República. No tenía ningún otro objetivo positivo que la vaga aspiración de restaurar el «orden» y la «autoridad» en España. El primer dirigente de la organización fue el capitán falangista Emilio Rodríguez Tarduchy, antiguo partidario del régimen de Primo de Rivera. Considerado como excesivamente sectario, pronto fue sustituido por un capitán de Estado Mayor llamado Barba Hernández[285]. Durante el año 1934, la UME creó células en muchas guarniciones, aunque sólo logró atraer a oficiales jóvenes y ambiciosos que se consideraban frustrados y carecían de veteranía. Durante la rebelión de octubre, la UME fue incapaz de influir en los acontecimientos porque ninguna figura importante del ejército le hizo el menor caso. A los tenientes y capitanes de la organización sólo se sumaron algunos oficiales retirados, ansiosos de «hacer política». La mayoría de los oficiales primorriveristas conservadores que abandonaron la Falange en 1934 pasaron a engrosar la UME.
José Antonio había manifestado claramente su hostilidad a toda colaboración con los militares, afirmando que no podía confiarse en los generales[286]. El peligro que supuso para el gobierno el levantamiento de octubre de 1934 le hizo cambiar de actitud. Después de la rebelión tuvo que reconocer que la Falange era demasiado débil para influir por sí sola en los acontecimientos. En noviembre de 1934 preparó una carta a los militares, sin duda apremiado por Ledesma y Ruiz de Alda. En ella ponía de manifiesto la ausencia de sentido nacional de la izquierda y la incapacidad política de la derecha parlamentaria:
Queráis o no queráis, militares de España, en unos años en que el Ejército guarda las únicas esencias y los únicos usos íntegramente reveladores de una permanencia histórica, al Ejército le va a corresponder, una vez más, la tarea de reemplazar al Estado inexistente.
Insistía en el peligro de un fracaso político de los militares. Éstos podían fallar por una excesiva timidez, que pudiera impedirles el abolir totalmente el estado liberal, o por excesiva ambición, que les llevara a creer que podía gobernarse a la nación mediante una simple dictadura militar. Y repetía que sólo un «estado nacional, integrador y totalitario» podía solucionar con carácter permanente los problemas de España[287].
No se sabe a quién iba dirigido este mensaje. En todo caso, no requería contestación. Por su parte, José Antonio seguía mostrándose sumamente cauto en estos contactos, convencido de que los militares no iban a proporcionarle ninguna satisfacción política duradera.
Guiado por su convicción de que toda decisión histórica dependía de una minoría audaz, José Antonio trató de urdir un plan para un golpe de la Falange con un reducido grupo de oficiales de confianza, que habían mantenido relación con su padre. A mediados de junio convocó una reunión especial de la Junta Política, en un parador de montaña situado al oeste de Madrid. Allí trazó el plan para concentrar todas las milicias falangistas disponibles en Toledo, donde serían provistas de armas procedentes de un depósito oculto, y un experto oficial se pondría al frente de ellas. De Toledo marcharían hacia Madrid, mientras los falangistas y unos cuantos oficiales retirados realizarían un golpe fulminante sobre los principales centros gubernamentales[288]. Los consejeros políticos manifestaron un relativo entusiasmo por el plan, que fue rápidamente rechazado por considerarlo de imposible realización. La imaginación de José Antonio le había arrastrado demasiado lejos[289]. Los jefes más influyentes del ejército no hubiesen secundado el golpe, porque quien puso el veto a toda posible colaboración fue nada menos que el general Francisco Franco, jefe del Estado Mayor[290].
José Antonio había estado ya en contacto con el capitán Barba Hernández, quien contribuyó a disuadirle del proyecto. Le preguntó al representante de la UME si los oficiales estaban dispuestos a conceder todo el poder político a un gobierno que pudiera establecerse por la acción conjunta de la Falange y la UME. Barba Hernández le respondió con una negativa categórica, alegando que el movimiento nacional sindicalista no contaba con la fuerza y el crédito suficientes para que se le otorgara tal predominio. José Antonio realizó una última tentativa para llegar a un acuerdo en el que se concediese a la Falange la prioridad en la propaganda destinada a la creación de una nueva formación política[291], pero era evidente que ni la Falange ni la UME estaban en condiciones de intentar seriamente un golpe contra la República.