CAPITULO VI

LA LUCHA POR LA TÁCTICA Y EL MANDO

Hacia mediados de 1934 resultaba evidente que la Falange no había logrado producir ninguna profunda impresión en el panorama de la política española. El torrente inicial de cartas de aliento y apoyo que suscitó se había ido reduciendo a un simple goteo. Reprimida por el gobierno de la derecha triunfadora y acosada en las calles por la izquierda derrotada, la Falange no era más que un grupo resquebrajado, demasiado débil para desarrollar una acción eficaz.

La coalición cedo-radical que gobernaba el país se dio cuenta, acertadamente, de que el movimiento nacional sindicalista trataría de oponerse a toda solución moderada y conservadora de los problemas de España[177]. En su consecuencia el gobierno no desaprovechó la menor oportunidad para perseguir a la Falange. Sus diversos locales eran periódicamente registrados por la policía y los vendedores de FE fueron prácticamente expulsados de las calles de Madrid. A consecuencia de un incidente ocurrido delante de la sede del partido en Sevilla durante la Fiesta de la República del 14 de abril, el local de Falange fue clausurado y sus ocupantes detenidos, junto con unos cuantos izquierdistas complicados en el mismo[178]. José Antonio protestó en las Cortes, aunque no le sirvió de nada[179].

El trato que el partido podía esperar quedó plenamente demostrado en junio de 1934, cuando el propio José Antonio fue convocado por las Cortes para responder de la acusación de tenencia ilícita de armas. Durante toda la primavera la policía había desarrollado una campaña para limitar la gran cantidad de armas de fuego llevadas sin autorización por ciudadanos particulares[180]. De todos modos, en aquellos tiempos de agitación casi todos los dirigentes políticos de relieve utilizaban guardaespaldas y José Antonio no era ninguna excepción; después del primer atentado contra su vida, piquetes de las milicias de Falange montaban una guardia permanente en tornó a su residencia[181]. El grupo de centroderecha de las Cortes, por animosidad política trató de desposeerle de la inmunidad parlamentaría y de juzgarle por falta grave[182].

José Antonio pudo librarse del procesamiento gracias a la intervención del líder socialista moderado Indalecio Prieto, quien tenía un aprecio considerable por el joven jefe de la Falange, además de serias dudas acerca de la regularidad del procedimiento. Después de un enérgico discurso de Prieto sobre su caso, José Antonio se apresuró a dirigirse al escaño de Prieto para agradecerle su generosidad personal y su imparcialidad política[183].

En vez de mostrarse agradecidos por la absolución de su jefe, el sector militante de la Falange se indignó al ver que José Antonio cooperaba con un dirigente socialista. El foso que separaba a la «Falange intelectual» de la «Falange militante» se había ensanchado desde que Ansaldo asumió la dirección de las milicias y los pistoleros. Hacía tiempo que estos militantes estaban irritados ante la manifiesta repugnancia de José Antonio por la violencia, y este incidente de las Cortes ya resultaba demasiado para ellos; decidieron entonces exigir un cambio radical[184].

Instigados por Ansaldo, proyectaron presentarse en el despacho de José Antonio para pedirle que adoptase una actitud más violenta e inflexible o que abandonase el partido. En caso de negarse a aceptar este ultimátum, tratarían de obligarle a hacerlo. Ya no podían contener más su enfermiza afición a la violencia[185].

El 10 de julio, cuando el malestar de los activistas estaba próximo al punto de ebullición, la policía realizó un nuevo registro en los locales de Falange, deteniendo a 67 miembros de la organización, incluidos José Antonio y el marqués de la Eliseda, los dos únicos representantes del partido en las Cortes[186]. Ambos dirigentes fueron puestos inmediatamente en libertad, pero pidieron que se les permitiese compartir la suerte de los demás falangistas. Para conseguir la liberación de la mayoría de los detenidos, José Antonio se expresó en términos tan vigorosos y desafiantes para las autoridades que su popularidad entre los impresionables activistas aumentó considerablemente.

José Antonio supo que Ansaldo, que deseaba convertir a la Falange en unas escuadras de activistas al servicio de los monárquicos, estaba conspirando contra él. Se rumoreaba que Ansaldo se proponía hacerle matar en su propio despacho. Cuando José Antonio le preguntó si era cierto, Ansaldo lo reconoció franca y cínicamente. En consecuencia, José Antonio requirió a los demás triunviros para que respaldaran su decisión de expulsar a Ansaldo del Partido. Ledesma, reconociendo que los grupos más peligrosos debían permanecer bajo control, en seguida se mostró de acuerdo. Pero Ruiz de Alda era un viejo amigo de Ansaldo y al principio se opuso a su expulsión; el exaviador sólo accedió cuando José Antonio amenazó con dimitir si no se le daba satisfacción. Ansaldo fue expulsado antes de que finalizara el mes de julio[187]. Sólo unos cuantos disidentes le acompañaron en su exilio a Francia, desde donde siguió conspirando en favor de la monarquía.

La expulsión de Ansaldo determinó la eliminación de los elementos de oposición más peligrosos, pero no debilitó las escuadras de activistas. José Antonio no tuvo dificultades con los nuevos jefes de milicias, todos ellos elementos de probada lealtad, y a mediados de 1934 la milicia del partido actuó con eficacia: el número de socialistas y de comunistas muertos aumentó, mientras la Falange mantenía equilibrado el de sus cruces.

La Falange había iniciado su carrera contando con el apoyo y la simpatía de ciertos sectores de la derecha. Sin embargo, ese apoyo fue desvaneciéndose, primero, por el tono literario de la propaganda falangista (lo que las derechas necesitaban era una organización terrorista para combatir a las izquierdas) y luego por la radical actitud en favor de la justicia social adoptada en la segunda mitad de 1934 (cuando las derechas querían un nacionalismo, sin socialismo ni sindicalismo auténticos). José Antonio atacaba el señoritismo negativo con tanto vigor como lo había hecho Ledesma, declarando que el nacionalsindicalismo exigiría grandes sacrificios de las ciases privilegiadas. La mayoría de los «upetistas» perdieron su interés por la Falange durante el año 1934 y su aportación financiera se vio considerablemente reducida.

Ramiro Ledesma afirmaba que la Falange gastó 150 000 pesetas en sus tres primeros meses de existencia. Las JONS habían sobrevivido con menos de 10 000 pesetas desde mayo de 1933 a febrero de 1934, pero después de la fusión, la Falange necesitaba más de 40 000 pesetas al mes[188]. El dinero se administraba con poca eficacia y ya desde los comienzos constituyó una odisea el poder sostener la marcha del partido, cuando cesó el apoyo de los «upetistas», los gastos del partido tuvieron que reducirse drásticamente. Aunque José Antonio tenía unos ingresos independientes, su fortuna persona no bastaba en modo alguno para sostener un partido político. Y los más ardorosos partidarios de Falange eran estudiantes, que carecían de medios de fortuna para contribuir al sostenimiento del partido.

Los dirigentes de Falange tuvieron que recolectar subsidios del más diverso origen. Una de las principales aportaciones, por lo menos durante el primer año, la constituyó la del joven y rico marqués de la Eliseda, que fue diputado a Cortes[189]. Eliseda era una especie de corporativista clerical muy conservador, pero que se sintió atraído por el verbo de los jóvenes falangistas. Por otra parte, los financieros de Bilbao contribuyeron económicamente de manera intermitente al nacionalsindicalismo[190]. Le dieron poco dinero, pero le ayudaron. Juan March, el mayor y más deshumanizado hombre de negocios de España, también contribuyó con una insignificancia[191].

José Antonio tenía buen cuidado en no perder el contacto personal con los monárquicos ricos que constituían la verdadera fuerza que se hallaba detrás de la extrema derecha; Su partido político, Renovación Española, miraba con desconfianza a la Falange porque los nacionalsindicalistas se negaban a aceptar la monarquía borbónica, pero su líder, Antonio Goicoechea, era un buen amigo de José Antonio y deseaba mantener su colaboración con él. Tanto Goicoechea como el secretario de Renovación, Pedro Sainz Rodríguez, ayudaron a veces a los falangistas a sacar algunas aportaciones a los monárquicos ricos.

Los monárquicos no ignoraban la antipatía personal de José Antonio hacia Alfonso XIII y hasta respecto de la institución monárquica[192]. Sin embargo, estaban interesados en utilizar a la Falange, siempre que pudiesen controlarla. Por su parte, José Antonio advertía a sus camaradas que «es necesario dejarse corromper…, para engañar a los corruptores[193]». En el verano de 1934, José Antonio y Sainz Rodríguez establecieron un acuerdo por escrito, en diez puntos, sobre «El nuevo Estado Español»; en él condenaban el liberalismo, propugnaban por una acción en favor de la «justicia social», suscribían la constitución de una asamblea corporativa y la abolición de los partidos políticos (sin especificar qué partidos) y autorizaban el empleo de métodos violentos.

Sobre la base de este acuerdo, el 20 de agosto se firmó entre José Antonio y Goicoechea un pacto de siete puntos. En él se establecía que la Falange no atacaría con su propaganda o indirectamente las actividades de Renovación Española o del movimiento monárquico en general. A cambio de ello, Renovación Española trataría de proporcionar ayuda financiera a la Falange, mientras las circunstancias lo permitiesen[194]. La Falange mantuvo su compromiso, pero al cabo de unos meses, Renovación Española se encontró con dificultades económicas y fue necesario interrumpir la ayuda financiera[195].

En agosto de 1934 los dirigentes de Falange crearon una organización sindical, la Central Obrera Nacional-Sindicalista (CONS). Ramiro Ledesma, que hacía tiempo que ansiaba organizar una revolución proletaria, había apremiado a sus compañeros triunviros para hacer algo en este sentido. Sin embargo, el principal motivo de su decisión parecía responder al acuerdo recientemente establecido con Renovación Española para obtener el apoyo económico de ésta; se convino en que si el subsidio rebasaba las 10 000 pesetas mensuales, el 45 por ciento de los fondos se destinaría a «una organización sindicalista antimarxista de trabajadores».

La Central Obrera Nacional-Sindicalista empezó sin ningún miembro, aunque esto carecía de importancia para Ramiro Ledesma, quien siempre se había movido en el mundo de las abstracciones. Mientras José Antonio estaba ocupado con sus intervenciones en las Cortes y sus giras de discursos, Ledesma permanecía en su despacho en la sede de Falange, soñando con grandes empresas y proyectando la creación de las CONS. Los falangistas establecieron en seguida una oficina destinada a sede del sindicato y empezaron a distribuir propaganda impresa. El primitivo sindicato de conductores de taxi de las JONS de Madrid fue considerado como el primer sindicato de las CONS y se proyectó establecer una organización similar para los camareros. Con sus escasas docenas de afiliados, estos pequeños grupos no podían compararse con los grandes sindicatos de masas izquierdistas. Sin embargo, representaban un principio y pronto fueron creándose nuevos sindicatos en Valladolid y Zaragoza.

Aparentemente, las nacientes CONS tenían cierta semejanza con los Sindicatos Libres creados alrededor de 1920 con el apoyo del gobierno. Para desmentir toda posible comparación, los dirigentes de las CONS divulgaron más tarde unas hojas de propaganda en las que manifestaban su pleno acuerdo con todas las reivindicaciones económicas de la izquierda, explicando que lo único que les diferenciaba era que las CONS se proponían incorporar un sentimiento nacionalista a la revolución proletaria. Los Sindicatos Libres fueron denunciados de una manera explícita por la propaganda de las CONS. Por su parte, los dirigentes de los reducidos sindicatos católicos replicaron con sus propias octavillas en las que calificaban de traidores a la religión y a la patria a los líderes de la Falange[196].

Las CONS tuvieron un rápido y fugaz éxito. Durante el año 1934 el paro obrero había aumentado en toda España y los obreros buscaban desesperadamente cualquier ayuda; el 1.º de septiembre una pequeña multitud de gentes sin empleo empezaron a reunirse en torno a la sede de Falange en Madrid. Los dirigentes de la CONS no tenían la menor idea de lo que podía hacerse con ellos, ya que la organización carecía de todo poder para ejercer la menor presión económica. Al final se decidió que a todos los obreros parados que se presentaran en la sede de las CONS se les facilitarían certificados que les habilitaban para emplearse en trabajos de obras públicas. Así documentados, se envió a un cierto número de obreros a diversas obras municipales en construcción, en busca de trabajo. El primer grupo que llegó a una obra en construcción se enzarzó inmediatamente en una discusión; la mayoría de los obreros empleados en obras públicas pertenecían a la UGT socialista y echaban chispas ante la mera mención de la Falange. Naturalmente, los certificados eran ilegales y los dirigentes de las CONS se vieron obligados a renunciar a su fútil estratagema, publicando una declaración[197].

Después de este primer incidente, la UGT redobló sus presiones tanto sobre los obreros como cerca de los empresarios para que boicoteasen a las CONS; como ambas clases eran hostiles a la Falange, no resultó difícil aislar a la nueva organización nacionalsindicalista. Incapaz de hacer nada en favor de sus propios miembros, las CONS no produjeron el menor efecto entre la clase trabajadora española, fuertemente organizada.

La situación en las provincias era idéntica. Cuando la Falange lograba organizar un sindicato de obreros de la construcción en una capital de provincia, habitualmente fracasaba ante la presión conjunta de la CNT y la UGT y la negativa de los empresarios a exponerse a nuevos conflictos sindicales al tratar con una organización tan impopular[198]. Las CONS únicamente sirvieron para demostrar que los nacionalsindicalistas contaban realmente con unos pocos sindicatos, por lo menos en teoría[199]. Antes de la guerra civil fueron incapaces de superar su evidente insignificancia.

Durante el verano de 1934 la Falange se encontraba virtualmente inmovilizada, con los monárquicos empujando hacia la derecha, Ledesma tirando hacia la izquierda y los pistoleros exigiendo más acción directa. Aunque generalmente se le consideraba como al jefe del partido, José Antonio no era más que un triunviro con igual autoridad que sus semejantes. En estas condiciones podía permitirse el lujo de manifestar su pesimismo, llegando a reconocer públicamente en una ocasión que era posible que la Falange fracasara como movimiento político[200].

Aunque ni Ledesma ni Ruiz de Alda estaban de acuerdo con José Antonio sobre la táctica a seguir, tampoco se entendían entre sí cuando ambos se oponían a José Antonio. Estas pequeñas diferencias de opinión podían desviar a la Falange del camino que José Antonio quería seguir. Una vez conseguido el apoyo de los activistas, le fue fácil eliminar a Ansaldo. La facción monárquica, sola, carecía de fuerza y no podía esperar ninguna ayuda de Ledesma, que era un verdadero nacionalista de izquierda.

Las principales diferencias de opinión surgidas en el verano de 1934 se referían a la estrategia política inmediata. Tanto Ledesma como Ruiz de Alda querían adoptar una política más agresiva. Aunque Ledesma había aceptado el plan de José Antonio de celebrar una serie de siete u ocho pequeños mítines provinciales durante la primavera, se había negado a tomar parte en los mismos[201]. También Ruiz de Alda se impacientaba por la lentitud con que avanzaba el partido y ante su táctica política carente de agresividad; su insatisfacción se hizo evidente hacia el final del verano[202].

Ruiz de Alda se había enfadado mucho cuando José Antonio le obligó a aprobar la expulsión de su compañero aviador Ansaldo. Sabiendo eso, Ledesma sugirió a Ruiz de Alda la posibilidad de desembarazarse de José Antonio, o, por lo menos, de relegarle a un lugar secundario, liberando con ello a la Falange del freno impuesto por su temperamento liberal. La propuesta tentó a Ruiz de Alda, pero sospechando que lo que Ledesma perseguía era simplemente obtener mayor poder para sí, la rechazó[203].

A pesar de la oposición con que tropezaba, el prestigio personal de José Antonio dentro de la Falange siguió creciendo. Los estudiantes hicieron de él un ídolo. Con su probado valor físico, su encanto personal, su vigor y su elocuencia, parecía destinado a ser un caudillo. El silencioso y poco atrayente Ruiz de Alda y el duro y frío Ledesma no tenían la menor posibilidad de competir con él en popularidad. Había superado a sus críticos más inmediatos y para la mayoría de los jóvenes falangistas era el símbolo viviente del partido. Su bufete de abogado se convirtió en el cuartel nacional de la Falange, porque la sede oficial permanecía clausurada por la policía la mayor parte del tiempo. Y mientras Ledesma y Ruiz de Alda se veían obligados de vez en cuando a ocultarse, su inmunidad parlamentaria permitía a José Antonio mantenerse en plena actividad pública.

Durante el verano y a principios del otoño de 1934 surgió en el seno del partido un grupo de promotores de la jefatura única. Alegaban que no podrían superarse las contradicciones internas, ni mantenerse un frente unido, ni imponer una ideología bien definida, a menos que se dotase al movimiento de una autoridad jerárquica indiscutible. Consideraban que un triunvirato, difícilmente manejable aun en las mejores circunstancias, resultaba radicalmente incapaz de controlar un grupo teórico autoritario tan heterogéneo como la Falange. Sin embargo, frente a cada jefe local que preconizaba la jefatura única, surgía otro opuesto a él. Casi todos los que abogaban por un caudillo del movimiento eran partidarios de José Antonio. Ningún otro líder contaba con un número de seguidores dispuestos a proponerlo para la jefatura y sólo José Antonio era capaz de despertar el entusiasmo que necesitaba un jefe para imponerse.

A primeros de octubre entraron a formar parte del gobierno tres ministros de la CEDA, y los socialistas se lanzaron resueltamente a preparar la rebelión. Cada día se esperaba la noticia de la revuelta. Con una España al borde de la revolución, los partidarios de José Antonio afirmaron que el frágil movimiento nacionalsindicalista se resquebrajaría si no se le dotaba inmediatamente de una fuerte dirección[204].

El primer Consejo Nacional de dirigentes nacionales y regionales de la Falange fue convocado en Madrid el 4 de octubre. A los consejeros se les había pedido que presentasen informes sobre una serie de problemas tácticos y doctrinales, pero el punto principal del orden del día lo constituía, la cuestión de la reorganización del mando del partido[205]. Los fervientes partidarios de la jefatura única suponían que la candidatura de José Antonio encontraría poca oposición.

Al empezar la primera sesión se presentó una moción considerando que era vital para el éxito del movimiento que se procediese inmediatamente a elegir un jefe único. Los partidarios de un estado autoritario no deseaban de ningún modo gozar de los beneficios de un control autoritario en el seno del partido, pero se les sometió a una intensa presión, ante la necesidad de oponer un frente único a la amenaza del golpe izquierdista que se esperaba en el futuro inmediato. La moción estableciendo la jefatura única fue aprobada por un margen apurado: diecisiete contra dieciséis; la Falange antiliberal, antiparlamentaria, antimayoritaria, votó en favor del establecimiento del caudillaje por la más escasa de las mayorías liberales parlamentarias[206].

Una vez creado el puesto de jefe sólo había un candidato capaz de desempeñarlo. Ledesma ya había visto cómo se pasaban al campo de José Antonio varios de sus primitivos colaboradores jonsistas y sabía que no tenía ninguna posibilidad de disputarle su popularidad. En su consecuencia, tomo él mismo la iniciativa de proponer al Consejo que proclamase por unanimidad a José Antonio como «jefe nacional». Así se hizo sin la menor vacilación y, el 4 de octubre de 1934, José Antonio Primo de Rivera se convirtió en jefe nacional de Falange Española de las JONS[207].

Todavía estaba reunido el Consejo Nacional cuando estalló la rebelión de las izquierdas contra la República, el 6 de octubre. Que se estaba preparando alguna especie de rebelión proletaria constituía un secreto a voces y la revuelta del nacionalismo catalán que debía acompañarla también se había previsto. La Falange había expresado su deseo de hacer todo lo posible para contener a los izquierdistas y a los separatistas, pero el gobierno central había rechazado su ofrecimiento[208]. A pesar de ello, los jefes provinciales de las milicias del partido tenían orden de cooperar plenamente con las autoridades locales y los oficiales del ejército, en caso de producirse una rebelión. Cuando llegó la hora, los falangistas participaron activamente en la represión de la rebelión en Oviedo y Gijón. Cinco de ellos resultaron muertos[209].

Orgulloso del papel desempeñado por la Falange en el aplastamiento de la revuelta, José Antonio previo que en el futuro inmediato iban a producirse una serie de movimientos subversivos similares. Una vez más criticó severamente al gobierno derechista, manifestando que la victoria de octubre se esterilizaría por culpa dé la «mediocridad cedo-radical[210]». En las Cortes explicó lo que consideraba el punto crucial del problema:

La (fuerza de la) revolución… está en que los revolucionarios han tenido un sentido místico, si se quiere satánico, pero un sentido místico de su revolución y frente a este sentido místico de la revolución aún no ha podido oponer la sociedad, no ha podido oponer el gobierno, el sentido místico de un deber permanente y valedero para todas las circunstancias.

…¿Es que no se hacen revoluciones más que para ganar dos pesetas más o trabajar una hora menos?… Nadie se juega nunca la vida por un bien material… (Se arriesga) cuando se siente uno lleno de un fervor místico por una religión, por una Patria, por una honra o por un sentido nuevo de la sociedad en que se vive. Por eso los mineros de Asturias han sido fuertes y peligrosos[211].

Entre los aspirantes a ser admitidos en la Falange en 1934, la figura más distinguida era José Calvo Sotelo, exministro de Hacienda del general Primo de Rivera y niño mimado de la derecha pudiente. Durante su exilio en París, Calvo Sotelo empezó a conocer las doctrinas del corporativismo conservador a través de Charles Maurras y Léon Daudet[212]. Cuando en 1933 pudo volver a España después de haber obtenido un escaño de diputado a Cortes, trató de sumarse a la Falange, para reunir el dinero de los monárquicos con la teoría sindicalista y el activismo juvenil. Semejante combinación hubiese tranquilizado a la derecha acerca de la naturaleza de la Falange, y los grandes terratenientes andaluces aguardaban, expectantes, el resultado de sus gestiones.

Sin embargo, tras su designación como jefe nacional, José Antonio hizo saber que en el nacionalsindicalismo no cabían él y Calvo Sotelo[213]. Sentía una profunda antipatía personal hacia Calvo, de quien decía que «era un hombre que sólo entendía de cifras y que no sabía siquiera una poesía[214]». Consideraba asimismo que Calvo fue uno de los que traicionaron los ideales de su padre en aras de los intereses creados. Y para colmo, Calvo Sotelo era la cabeza visible de los monárquicos adinerados a los que José Antonio consideraba representativos del ancien régime que había resultado fatal para España; la simple idea de que esos monárquicos ejercieran un control financiero sobre la Falange le hada rechinar los dientes de rabia y desesperación.

A fines de 1934 Calvo Sotelo planeó la creación de un amplio frente derechista nacionalista-corporativista. En Jaén habló de la conveniencia de fusionar la CEDA con Renovación Española y la Falange[215]. José Antonio inmediatamente con una declaración publicada en ABC en la que afirmaba categóricamente que la Falange no tenía nada que ver con semejante agrupación.

Después de haber decidido rechazar a Calvo Sotelo y a los monárquicos corporativos, los líderes falangistas se vieron obligados a definir el carácter esencialmente secular y revolucionario de su movimiento. Ramiro Ledesma fue nombrado presidente de la nueva Junta Política, cuya tarea inmediata fue la de preparar una redacción definitiva del programa de la Falange. El proyecto de programa en veintisiete puntos elaborado por la Junta fue en gran parte obra de Ledesma, aunque sugirió una corrección de estilo de José Antonio[216]. Hechos públicos en noviembre de 1934, los veintisiete puntos constituyeron una reafirmación sistemática de la propaganda nacionalsindicalista de los tres años últimos. Se afirmaba que el Estado debía ser un «instrumento totalitario» al servicio de la nación, a la vez que se exponían todas las demás ideas falangistas sobre Imperio, juventud, exhortación militar, justicia social, reforma económica y educación popular.

El punto 25, que se refería a la Iglesia, levantó una tormenta de discusiones. En la declaración se afirmaba únicamente que no se permitiría la interferencia de la Iglesia en asuntos seculares, al mismo tiempo que se declaraba explícitamente que la Falange era profundamente católica y totalmente respetuosa para con los fines religiosos de la Iglesia. José Antonio ya había explicado con anterioridad todas estas cosas. En el primer número de FE escribía:

La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es, además, históricamente, la española.

[…]

Así, pues, toda reconstrucción de España ha de tener un sentido católico.

Esto no quiere decir que vayan a renacer las persecuciones contra los que no lo sean. Los tiempos de las persecuciones han pasado.

Tampoco quiere decir que el Estado vaya a asumir directamente funciones religiosas que corresponden a la Iglesia.

Ni menos que vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional.

Quiere decir que el Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos.

Esto no quiere decir que vayan a renacer las persecuciones contra los que no lo sean. Los tiempos de las persecuciones han pasado.

Tampoco quiere decir que el Estado vaya a asumir directamente funciones religiosas que corresponden a la Iglesia.

Ni menos que vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional.

Quiere decir que el Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos.

Las mentes clericales habían considerado siempre a la Falange con recelo ya principios de 1934 Gil Robles había declarado en las Cortes que «la Falange no es católica[217]». El hecho de que el rico y clerical Francisco Moreno Herrera, marqués de la Eliseda, hubiese permanecido tanto tiempo en el partido sólo podía explicarse por la extrema confusión doctrinal reinante en el movimiento durante la mayor parte de 1933 y 1934. Cuando aparecieron los veintisiete puntos, Eliseda dijo que aquello ya era demasiado para él; si el nacionalsindicalismo no podía ser más clerical estaba dispuesto a marcharse llevándose consigo su dinero. Su conciencia religiosa no se tranquilizó ante el hecho de que varios sacerdotes hubieran desempeñado funciones importantes en las organizaciones de la Falange en Oviedo, Pamplona y otros lugares[218]. Eliseda había creído que apoyaba una unión de la extrema derecha, pero ahora los líderes de la Falange negaban que su movimiento perteneciese a la derecha[219]. José Antonio declaró públicamente que la Falange no era «un movimiento fascista»; los corporativistas reaccionarios estaban empezando a asimilarse al «fascismo» y la comparación con ellos se hacía insoportable para los falangistas. Eliseda, en unas declaraciones publicadas en el ABC del 30 de noviembre de 1934, repudió la Falange y volvió a las filas monárquicas. A los falangistas les molestó la ostentación con que rodeó su defección, pero lo único que perdieron con ella fue su cuenta corriente en el banco. José Antonio le replicó agriamente en el propio ABC al día siguiente, declarando que la posición de la Falange coincidía con la de los más católicos reyes de España y con la de los doctores de la Iglesia, «entre los cuales no figura, hasta ahora, el marqués de la Eliseda». La mayoría de los falangistas eran creyentes y algunos de ellos pertenecían a organizaciones católicas, pero prácticamente ninguno de ellos siguió la actitud de Eliseda[220].

Enajenándose a Calvo Sotelo y a Eliseda, la Falange quemó sus últimos puentes con la derecha. A finales de 1934 la derecha podía permitirse el ignorar al nacionalsindicalismo, porque todos sus diversos sectores habían empezado a adoptar alguna forma de corporativismo. El mayor de todos los grupos monárquicos, el nuevo Bloque Nacional de Calvo Sotelo, aspiraba a «la conquista del poder para estructurar un Estado auténtico integrador y corporativo[221]». Incluso la moderada CEDA declaró oficialmente que tenía el propósito de modificar la Constitución republicana para facilitar la creación de una asamblea corporativa escogida por los cabezas de familia y los miembros de grupos profesionales y no elegidos por la fuerza numérica de las masas[222]. Los miembros del movimiento juvenil clerical (Juventudes de Acción Popular) vestían camisas verdes y adoptaron el 50 por ciento del saludo fascista, levantando el brazo, pero sólo en parte. La Falange ya no siguió teniendo el monopolio del fascismo, aunque las JAP de camisas verdes no fueran un grupo muy enérgico. Cualquiera podía elegir en España la marca de fascismo aguado que más le conviniese.

El dilema ante el que se encontraba el partido resultaba sumamente desagradable para Ledesma y otros dirigentes. Aunque la Falange estaba hastiada del gobierno cedoradical, había contribuido a su defensa frente a la izquierda en octubre; despreciada por la mayoría de la derecha, la Falange nunca había intentado hacer un llamamiento plenamente revolucionario a la izquierda. Incapaz de inspirar la menor simpatía de ningún grupo proletario, la Falange había renunciado de antemano a toda posible ayuda por parte de la derecha.

La reacción producida inmediatamente después de la rebelión de octubre reforzó a todos los partidos de derechas; durante los dos meses siguientes a la revolución, la Falange experimentó la primera afluencia importante de huevos miembros, desde noviembre de 1933. El clima político le era favorable, pero la Falange aprovechó muy poco o casi nada esta oportunidad. Ruiz de Alda quería explotar el ambiente perturbado de Asturias, ocupada por una fuerza militar nerviosa e insegura, como base para un levantamiento contra el vacilante gobierno[223]. También Ledesma apremiaba a José Antonio para que empujara a la Falange a llenar el vacío revolucionario creado por la transitoria derrota de los indecisos rebeldes[224]. Abrigaba la esperanza de que José Antonio utilizara sus antiguos vehículos familiares para comprometer a algunos militares en un golpe.

El jefe de Falange rechazó estas sugestiones, considerándolas como irrealizables y fruto de la exaltación del momento. En noviembre de 1934 la Falange no contaba con más de cinco mil afiliados y carecía de base para conseguir un apoyo popular, intentar cualquier empresa ambiciosa era algo sencillamente irracional y José Antonio no compartía la afición de Ledesma a intelectualizar lo irracional. Además, no sentía la menor simpatía ni confianza hacia el cuerpo de oficiales del Ejército español, que había segado la hierba bajo los pies de su padre en 1930 y que en 1931 hizo caso omiso de su juramento a la Monarquía. Casi ninguno de ellos apoyó la rebelión de Sanjurjo en 1932 y ninguno de ellos parecía interesado en intervenir ante la situación revolucionaria de 1934. Por lo tanto, José Antonio consideraba inútil y peligroso convertirse en un aliado político de los militares[225]. Seguía insistiendo en la necesidad de adoptar una visión de los problemas políticos prudente y organizada, y desaprobaba toda táctica radical.

Esto hubiera dado buenos resultados si el tiempo hubiese trabajado en favor del partido, pero los hechos parecían demostrar lo contrario. Después de la marcha del último monárquico, el partido quedó arruinado. A finales de 1934 la Falange no tenía fondos suficientes ni para pagar la electricidad de su sede nacional. José Antonio, de mala gana, confío a Ruiz de Alda que tal vez fuese necesario hacer algunas concesiones al Bloque Nacional; pero consideraron ambos que la Falange era demasiado pobre para poder negociar dignamente; lo mejor era, simplemente, resistir a la intemperie[226]. El año 1935 empezó muy sombríamente para Falange. Con reclutamiento en franca regresión y sin perspectivas de nuevas fuentes de ingresos el nacionalsindicalismo parecía carecer de toda posibilidad en España.

Ante tan sombrías perspectivas, Ramiro Ledesma consideró que la Falange había llegado al final de su camino. Influido por la actitud de algunos de sus antiguos colaboradores jonsistas, se dispuso a provocar una abierta escisión en el partido para reconstituir las JONS a partir de los sindicatos falangistas. Se proponía revolucionar el movimiento nacionalsindicalista o abandonarlo totalmente. Trató de animar a Onésimo Redondo, quien se había conformado con un puesto secundario durante el transcurso del año último, para que se uniera a él. Manuel Mateo, un antiguo comunista, que ahora dirigía los sindicatos falangistas, fue a Valencia para convencer a los viejos núcleos jonsistas de que abandonaran la Falange oficial.

Pero Redondo, como la mayoría de los jonsistas originarios, vacilaba. Les parecía que el dividir el partido en esta coyuntura no conducía a nada; si el buque se hundía en el mar profundo, los pequeños botes no podían esperar mejor suerte. Cuando incluso el propio Mateo se echó para atrás, Ledesma se encontró solo, pero ya había ido demasiado lejos para retroceder.

El domingo 16 de enero de 1935 José Antonio convocó una reunión de la Junta Política y expulsó oficialmente a Ramiro Ledesma Ramos del movimiento nacionalsindicalista[227]. Ledesma, creyendo todavía que las CONS le seguirían, trató rápidamente de soliviantar al millar de obreros y empleados más o menos vinculados con los sindicatos falangistas de Madrid.

Al día siguiente, José Antonio se presentó en la sede de la CONS. No llevaba la camisa azul proletaria de la Falange, sino un traje gris de parlamentario, con camisa blanca y corbata. Algunos de los obreros que aguardaban fuera trataron de impedirle la entrada, pero él se abrió camino a través suyo. Luego pronunció un breve e intenso discurso, explicando la situación existente en el partido, los objetivos que había fijado para la revolución nacionalsindicalista y cuál era la clase de disciplina y de comportamiento ético que cabía esperar de cuantos se alistasen para esta lucha. Los ojos llameantes del jefe y su oratoria vibrante resultaron altamente convincentes en aquel reducido recinto. Superó a Ledesma en la cualidad deja que éste carecía mayormente: una personalidad valerosa y sugestiva[228].

Redondo, Ruiz de Alda y todos los demás jefes se apresuraron a reafirmarle su lealtad. La Falange era, a partir de entonces, José Antonio.