JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
El único grupo derechista que no fue barrido por la súbita proclamación de la República en 1931 fue la Comunión Tradicionalista, organización política de los carlistas. El bastión del carlismo se encuentra entre los campesinos archiconservadores y ultracatólicos de Navarra. Generación tras generación, los carlistas venían prediciendo la caída de la rama «ilegitima» de la dinastía borbónica y consideraron el brusco final del reinado de Alfonso XIII casi como una manifestación de la justicia bíblica. A las pocas semanas del nacimiento de la República, en una reunión secreta celebrada en Leiza (a unos 30 kilómetros de Sari Sebastián) los jefes carlistas acordaron reorganizar las milicias carlistas (llamadas «Requetés» o «Boinas rojas») con el fin de proteger los intereses tradicionalistas frente a las exigencias de la República y tal vez preparar algún golpe en favor de la causa, si se presentaba la ocasión[48]. Los carlistas no esperaban nada de la República pero seguían desdeñando a la derecha pragmática. Se contentaban con instruir a sus milicias y esperar los acontecimientos.
La mayoría monárquica, los «alfonsinos», tardó bastante en reaccionar. Transcurrieron varios meses antes de que sus dirigentes pudieran reunir las fuerzas dispersas tras la marcha del Rey. Después de unas negociaciones con don Alfonso en París, se acordó organizar un partido monárquico, Renovación Española, que actuaría legalmente bajo la República y permitiría encubrir los esfuerzos encaminados a la restauración del trono[49]. La actividad política pública del partido fue bastante limitada, ya que, como reconoció luego uno de sus dirigentes, su único objetivo era derribar la República[50]. La presión ejercida por los monárquicos fue, en parte, responsable de la tentativa de golpe de Estado realizada por un puñado de oficiales en agosto de 1932. El estrepitoso fracaso de esta intentona demostró el escaso apoyo que la derecha monárquica podía encontrar en el conjunto de la nación.
En las clases medias españolas, el verdadero sentimiento monárquico había desaparecido prácticamente en 1932. La mayoría de la burguesía española sólo aspiraba a encontrar una garantía contra cualquier posible agitación procedente de las clases más bajas, un freno al anticlericalismo incendiario y la seguridad de que la revolución política de 1931 no se convertiría en una revolución económica en 1933 o 1934.
Como tanto el monarquismo como el corporatismo estaban desacreditados por su incapacidad para provocar un amplio eco en el país, las fuerzas conservadoras tendieron a orientarse temporalmente hacia algunas figuras descollantes del laicado religioso. Esta tendencia resultaba casi inevitable, ya que las cuestiones más importantes debatidas en las Cortes Constituyentes eran, precisamente, las que se referían a los capítulos de la nueva Constitución que establecían la separación entre la Iglesia y el Estado y trataban de excluir a la primera de la enseñanza.
Uno de esos nuevos dirigentes conservadores era don Ángel Herrera, director del influyente diario financiado por los jesuitas El Debate y jefe de la Acción Católica. Herrera adoptó una actitud moderada y práctica. Creía que la Iglesia y sus miembros tenían el deber de someterse al gobierno existente mientras éste no les privase de las libertades necesarias. Considerando a la monarquía como una vía muerta para España, trató de movilizar las fuerzas del catolicismo español hacia un movimiento político pragmático, orientado en un sentido parlamentario, vinculado a los intereses de la Iglesia, pero respetuoso para con el régimen republicano[51].
Gracias en parte a los esfuerzos de Herrera, Acción Popular, el arma política de la Acción Católica, se convirtió en el eje de una nueva federación que representaba a las fuerzas de la derecha española. Su mismo título, «Confederación Española de Derechas Autónomas» (CEDA), sugería el carácter moderado pragmático y heterogéneo del grupo así formado. José María Gil Robles, joven abogado de Salamanca, regordete y con una incipiente calvicie, surgió como jefe de esta fuerza, que recibió el pleno apoyo de la Iglesia[52]. Tanto Gil Robles como sus seguidores no mostraron el menor interés en discutir la legitimidad del régimen republicano; su única aspiración era la de restaurar los privilegios de la Iglesia y volver al status quo económico y social anterior a 1931. En su consecuencia se proponían revisar la Constitución y derogar la legislación liberal del primer año de la República. La CEDA fue un partido burgués, moderado y cauto, con escaso verbalismo nacionalista, incapaz de toda violencia. Vino a tranquilizar a la gran masa de la clase media española, que no deseaba ir ni hacia atrás ni hacia adelante.
La ausencia de una oposición derechista bien organizada no bastó para asegurar al nuevo régimen un período de gestación sin contratiempos; ya desde sus comienzos sé vio aquél sometido a fuertes ataques. El proceso se inició en las Cortes constituyentes a las que los conservadores les hicieron el vacío y la extrema izquierda les negó su cooperación, mientras los políticos anticlericales trataban de enmendar pasados yerros. Los socialistas, por su parte, procuraban forjar fuera de ellas su propia versión de representantes de las clases trabajadoras. A medida que transcurrieron los meses, la controversia clerical se hizo más agria y el modesto proyecto de reforma agraria provocó un tremendo alboroto. Los anarquistas trataron de establecer una pequeña república por su cuenta y la depresión económica mundial vino a agudizar la tensión social. Lo$ trabajadores empezaban a inquietarse, los monárquicos preparaban la rebelión y el gabinete estaba completamente hundido. Cuando los socialistas salieron del gobierno, la República liberal quedó definitivamente sentenciada.
Nadie había esperado tanto de la República como los intelectuales. Republicanos en su mayoría y de espíritu liberal, estaban ansiosos de ser útiles a la nueva España. Ortega y Gasset marcó el camino al organizar su «Grupo al Servicio de la República», formado por un conjunto de profesionales que se ofrecieron para ayudar a redactar las leyes e incluso para ocupar ciertas funciones ministeriales. Esperaban que la justicia política traería consigo la justicia social; y que el progreso y la ilustración convertirían a España en una república modelo. Pero la realidad española resultó mucho más refractaria a aquellos moldes teóricos de lo que todos suponían. La decepción fue extraordinaria. Comparando la República que había anhelado con la realidad de 1933 Ortega y Gasset pudo exclamar: «¡No era esto!».
Los «orteguistas» no habían olvidado la noción del partido nacional superador de los partidos, que habían propugnado en 1930, y en 1932 varios miembros del grupo trataron de reactualizar aquella idea. El principal de ellos era el catedrático de derecho Alfonso García Valdecasas, que fue uno de los diputados «orteguistas» en las Cortes Constituyentes[53]. En 1932 Valdecasas y sus amigos constituyeron el Frente Español, partido encaminado a salvar a la República de los dogmas de la derecha intransigente, de la izquierda radical y del centro doctrinario. Su programa contenía cierta incitación a los nacionalistas y uno o dos intelectuales abandonaron el grupo de Ledesma para unirse al nuevo movimiento, pero, en conjunto, el Frente Español no pasó nunca de ser un nuevo sondeo de unos cuantos exliberales que buscaban una especie de consolidación nacional de nuevas normas políticas. Su exclusivo interés radica en el hecho de que marcaba ciertas orientaciones nuevas que el centro y la derecha estaban empezando a considerar en 1932.
La extrema derecha no supo aprovechar este sentimiento de frustración del liberalismo español. El contraataque conservador fue emprendido por la moderada y semirepublicana CEDA, siempre orientada por un sentimiento religioso. Sin embargo, ciertos industriales y financieros empezaron a mostrarse cada vez más preocupados por la fuerza que iba adquiriendo la clase obrera. En varias ocasiones estudiaron la posibilidad de crear una especie de frente socialista nacionalista. Además, los escasos partidarios del general Primo de Rivera soñaban aún con restablecer la estabilidad política y económica por medios autoritarios. Algunos de ellos pretendían inspirarse en Mussolini. No obstante, estos deseos y ambiciones de los conservadores no hubiesen llegado a alcanzar expresión pública en 1933 si no hubiese sido por un joven inteligente y lleno de recursos, José Antonio Primo de Rivera, hijo mayor del difunto dictador. Fue él quien, con el tiempo, llegó a reunir a las diversas corrientes fascistas existentes durante la República.
José Antonio Primo de Rivera nació en 1903, en el seno de una familia de clase media acomodada, con una fuerte tradición militar. Los Primo de Rivera gozaban de gran prestigio social en Andalucía, habiéndose vinculado por sus matrimonios con importantes familias terratenientes y del comercio de los alrededores de Jerez de la Frontera. El tío-abuelo de José Antonio, el general Francisco Primo de Rivera, obtuvo su título nobiliario del recién creado marquesado de Estella por haber concluido la segunda guerra carlista en 1878. A la muerte de su padre, en 1930, José Antonio se convirtió en el tercer marqués de Estella.
José Antonio fue muy distinto a su padre, quien había sido un hombre jovial, sensual y poco preocupado por las cuestiones intelectuales[54]. Como la mayoría de los aristócratas españoles, José Antonio estudió leyes. También recibió una intensa formación literaria y en idiomas modernos y tenía una gran afición a la poesía. A pesar de su popularidad y de sus dotes sociales, era hombre modesto y nunca presumió de su condición de hijo del dictador[55]. A los dieciséis años empezó a trabajar en el negocio de un tío materno, teniendo a su cuidado la correspondencia en inglés. Fue un buen estudiante y se licenció en derecho antes de terminar su servicio militar. Era, ante todo, un joven de una gran seriedad[56].
En la Universidad de Madrid se interesó por la política estudiantil, pero, a pesar de sus raíces familiares, en las cuestiones universitarias, despreciando la retrógrada asociación de los estudiantes católicos, se inclinó en favor del sector liberal[57]. Durante los siete años que duró la dictadura tuvo buen cuidado de no mezclarse en ninguna actividad política. Sin embargo, se sintió vinculado sentimentalmente a la carrera de su padre, glorificando los éxitos del dictador y contemplando con desaliento cómo su régimen naufragaba. Con el tiempo, José Antonio formuló su propia interpretación acerca de la política blanda y a la vez autoritaria de aquel régimen. Más tarde también él demostró estar fuertemente influido por el desdén de su padre hacia los políticos y por su fe en lo que él llamaba «intuicismo» o «intuicionismo[58]». José Antonio llegó a despreciar a la intelectualidad liberal por la cual se había sentido atraído cuando era estudiante. Cuanto más atacaban y ridiculizaban aquéllos a su padre, más aumentó su hostilidad hacia la democracia de la clase media liberal y las formas parlamentarias.
Cuando en 1928 y 1929 el régimen empezó a tambalearse, José Antonio dejó de lado sus preocupaciones literarias y empezó a interesarse seriamente en las cuestiones públicas[59]. Se dedicó a leer a Spengler, Keyserling, Marx, Lenin y Ortega, así como a los tradicionalistas españoles. Al final de sus reflexiones observó el carácter ambivalente de la libertad moderna, que emancipa a las masas pero no salvaguarda los valores culturales, y que si bien contribuye a aumentar extraordinariamente la riqueza nacional, la distribuye tan mal que sólo a través de una catastrófica revolución pueden corregirse aquellas desigualdades. A su juicio, el énfasis liberal en favor de la libertad abstracta y del internacionalismo parecía querer anular las diferencias de carácter nacional, regional e individual que tanto habían contribuido a enriquecer la cultura europea.
A finales de 1929, las clases altas españolas estaban decididas a desembarazarse de Primo de Rivera. Nunca habían apoyado sus vagos proyectos y ahora temían que su continuación al frente del gobierno sólo les acarrearía nuevas y mayores dificultades. La dimisión del enfermo dictador en enero de 1930 constituyó un alivio para todos aquéllos que más se habían beneficiado de su gobierno. Desterrado en París, el dictador murió a los pocos meses.
José Antonio se sintió hondamente conmovido por el fin de su padre y asqueado ante la hipocresía de muchos aristócratas que le habían apoyado en otros tiempos. Sin vacilar, asumió la defensa política del dictador. Uno de los agudos comentaristas de Primo de Rivera ha escrito que «en general, la dictadura fomentó la división entre las clases y acentuó su particularismo, haciendo más difícil, y casi imposible, la coexistencia entre los elementos dispares de la sociedad española[60]». José Antonio era incapaz de hacer un análisis tan objetivo de la obra de su padre. Justificó por completo al régimen e incluso pretendió que la desastrosa política financiera de la dictadura había contribuido a estabilizar la hacienda pública[61].
Después de la caída de Primo de Rivera, algunos elementos conservadores que permanecían fieles a la idea de una dictadura nacional sin partidos, se unieron a los principales defensores de la Monarquía para formar la Unión Monárquica Nacional. Esta nueva organización era algo más que simplemente monárquica; sostenía una vaga concepción de un gobierno monárquico que, manteniéndose por encima del sistema de los partidos, desarrollara una política nacional capaz de conservar las instituciones existentes y de llevar a cabo las reformas necesarias. Como la presión de las izquierdas y los republicanos iba en aumento, la mayoría de los intereses creados en torno al régimen dieron todo su apoyo a la Unión Monárquica, cuya preocupación superficial por unas cuantas reformas les ofrecía un disfraz oportuno[62].
Le ofrecieron a José Antonio el puesto de vicesecretario general de la Unión Monárquica, cargo que aceptó el 2 de mayo de 1930, un mes después de la constitución del grupo. Declaró que consideraba esta primera incursión en la política como una obligación, ya que todos los ministros que hablan colaborado con su padre, menos dos, pertenecían a la Unión[63]. José Antonio no sentía ningún aprecio por la monarquía borbónica, y a raíz de la caída de Don Miguel, el secretario de Alfonso XIII había roto toda relación personal con él, pero estaba tan habituado al trato con los aristócratas que no se rebeló contra el conservadurismo cerril de la Unión Monárquica. Ya que su padre había servido a las instituciones tradicionales, también lo haría él, a pesar de su aversión personal hacia los dirigentes derechistas, que se habían apresurado indignamente a contribuir a desembarazarse de Don Miguel. Manifestó que su única ambición política era la de defender la memoria de su padre y continuar su obra, sin tener en cuenta las circunstancias[64].
Sin embargo, su amplia formación y su temperamento enérgico indujeron a José Antonio a considerar que el gobierno de la sociedad moderna ya no podía seguir consistiendo en una simple defensa paternalista de las instituciones del siglo XIX. Firmemente convencido de que las ideas de su padre habían sido buenas, llegó a la conclusión de que Don Miguel se había equivocado en la forma de aplicarlas. En febrero de 1930, durante una conferencia en el Ateneo de Albacete sobre el tema jurídico «¿Qué es lo justo?», José Antonio había sugerido que sólo podía llegar a establecerse lo que era justo y recto cuando se consideraba toda la gama de normas particulares que se relacionan con un problema determinado[65]. Tomándolo en un sentido político, esto podría interpretarse como una recomendación para adoptar una actitud pragmática y abiertamente liberal. Pero por muy tolerante que José Antonio procurase ser, difícilmente podía librarse de todo prejuicio político, cuando hasta el mismo nombre de Primo de Rivera constituía un anatema para los liberales y la izquierda[66].
Pocos meses después de la caída de la Monarquía, José Antonio decidió entrar en la política como candidato a diputado. Incapaz de soportar los ataques a la obra de su padre que se prodigaban en las Cortes Constituyentes, se dispuso a presentarse a las elecciones para dicho organismo; esperaba contar con el apoyo de la derecha como candidato a diputado por Madrid, en las elecciones de octubre de 1931. Declaró que quería ir a las Cortes únicamente:
Para defender la sagrada memoria de mi padre. No me presento por vanidad ni por el gusto de la política, que cada día me atrae menos… Bien sabe Dios que mi vocación está entre mis libros, y que apartarme de ellos para lanzarme momentáneamente al vértigo de la política me cuesta verdadero esfuerzo. Pero sería cobarde o insensible si permaneciera tranquilo mientras en las Cortes siguen lanzándose públicamente las peores acusaciones contra la sagrada memoria de mi padre[67].
Durante la campaña electoral, una parte de la derecha mantuvo una acritud glacial, dispuesta a no comprometerse con ningún otro Primo de Rivera[68]. A pesar de esta desventaja, José Antonio hizo un buen papel. Su contrincante, el prestigioso académico liberal Bartolomé Manuel de Cossío, obtuvo doble número de votos que él, pero este resultado fue muy superior a lo que mucha gente suponía que podía conseguir un Primo de Rivera en el Madrid socialista de 1931[69].
Después de su derrota electoral José Antonio volvió a su vida privada y se dedicó a crear un importante bufete de abogado. En sus ratos libres trató de ordenar sus ideas políticas y sociales, que todavía eran bastante confusas[70]. A veces parecía hallarse sumamente descorazonado y en cierta ocasión confío a sus amigos su propósito de emigrar a América.
Entre tanto, iba aumentando su animadversión hacia el viejo régimen político y social español que su padre había tratado de salvar mediante una serie de reformas moderadas y que apartó al dictador, para desplomarse luego ante la oleada liberal de 1930-1931. Incluso en sus campañas en favor de la Unión Monárquica, José Antonio proclamó que una de las mayores realizaciones de su padre era la de haber acabado con el dominio de los caciques políticos de las provincias españolas[71]. También adoptó una actitud similar con respecto a los enormes abusos sociales y económicos que la derecha española había sancionado. Según él, el único fallo del programa de obras públicas y del sistema de representación de los trabajadores establecidos por el dictador consistió en que, debido a las circunstancias, no pudieron llevarse a cabo enteramente.
Por otra parte, José Antonio no podía soportar el doctrinarismo de los teóricos y de los intelectuales liberales. Esta actitud, firmemente arraigada en sentimientos familiares, llegó a manifestarla a veces en términos de gran actitud. Defendiendo a su padre de sus alfilerazos, afirmaba despectivamente: «Ved a esos intelectuales ridículos, llenos de pedantería… ¿Cómo podrán percibir jamás —a través de sus gafas de miopes— el rayo solitario de luz divina?»[72].
Las incesantes disputas de los republicanos, su lentitud en afrontar los problemas fundamentales acabaron de alejar a José Antonio del liberalismo político. Consideraba que el positivismo intelectual y el liberalismo político atravesaban una crisis mortal, y que a la muerte del liberalismo le sucedería, no una reacción, sino la revolución[73]. Europa había entrado en una era social, frente a la cual tanto el conservadurismo tradicional como el liberalismo de la vieja escuela se hallaban en plena bancarrota.
Si la derecha le parecía incapaz y el centro inadecuado, la izquierda no podía atraer a un hombre de los antecedentes aristocráticos de José Antonio. Consideraba que la revolución era algo inevitable, sobre todo en un país tan atrasado como España; pero este cambio radical podía realizarse en distintas direcciones, y José Antonio ni estéticamente ni como aristócrata podía pensar en convertirse en un marxista o en un anarquista. Deseaba, por el contrario, continuar la obra de reforma nacional emprendida por su padre, sobre las mismas bases de un régimen autoritario y de una revolución desde arriba que el dictador había intentado llevar a cabo sin resultado. La única diferencia residía en que José Antonio creía que el proceso autoritario de reconstrucción nacional, para que pudiera tener éxito, tendría que realizarse del modo más radical y completo.
El patriotismo era un sentimiento familiar en José Antonio, formado en el seno de la jerarquía militar española. Por su educación literaria británica sentía a veces cierto escepticismo sobre la capacidad del pueblo español y consideraba el nacionalismo como un concepto emocional necesario para suscitar el entusiasmo popular por un programa de revitalización no marxista. Además, le repugnaba el ver que los esfuerzos de su padre para crear una verdadera solidaridad nacional eran desbaratados por el régimen de estatutos y de autonomías regionales establecido por las Cortes republicanas.
José Antonio era un admirador entusiasta de Ortega y Gasset y de otros teóricos que preconizaban la necesidad de una élite. Esta creencia en la misión de lo que más tarde denominó una «minoría creadora» se compaginaba con las nociones políticas simplistas en las que se había apoyado la dictadura de su padre. Un reducido grupo de reformadores con una mentalidad nacionalista habían barrido, por procedimientos autoritarios, el caos político en que se hallaba sumergido el país en 1923. La misma solución —pensaba— podía imponerse a los problemas de 1933, a condición de estar apoyada por un verdadero movimiento político potente y bien organizado.
A comienzos de 1933, las ideas políticas de José Antonio cristalizaron en un plan para dirigir a una minoría audaz, dispuesta a emprender una política radical de reformas económicas por procedimientos autoritarios, utilizando el instrumento ideológico del nacionalismo para suscitar el entusiasmo de la juventud. Si lograba triunfar, este movimiento no sólo salvaría la integridad política dé España, sino que situaría al país en uno de los lugares preferentes del nuevo orden nacionalista europeo. Para José Antonio, el fascismo español era esto.
Los planes para llevar a la práctica su idea fueron tomando cuerpo, poco a poco, en su mente. Durante largos meses vaciló ante la idea de incorporarse a la corriente corporativista que había empezado a formarse en diversos sectores del centro y la derecha españoles[74]. Su problema fundamental consistía en decidir con qué clase de hombres tenía que colaborar y qué tipo de cooperación podía esperar de ellos. José Antonio se sentía inclinado a formar un grupo propio; en realidad, carecía de los medios económicos necesarios para ello. Le atraían tanto el líder liberal Manuel Azaña como el conservador José María Gil Robles, pero pensó que ninguno de los dos aportaría nada a la iniciativa radicalmente innovadora que él deseaba. La aparición de La conquista del Estado despertó un cierto interés y cuando uno de sus pasantes se afilió a las JONS, José Antonio le encargó que viese a Ledesma en su nombre; a juzgar por el informe de su pasante, el líder jonsista parecía demasiado impulsivo e indisciplinado, frío y materialista[75]. José Antonio buscaba un credo político que apelase a los sentimientos estéticos y a los instintos generosos, es decir un nacionalismo de estilo poético e idealista.
La subida de Adolfo Hitler al poder, el 30 de enero de 1933, aceleró el interés de la derecha española por el carácter y los objetivos del nacionalismo fascista. La primera persona que se aprovechó de esa curiosidad tenía más ambiciones comerciales que políticas. Se trataba de Manuel Delgado Bar reto, hábil periodista, director del diario madrileño La Nación fundado durante la dictadura para servir de portavoz a Primo de Rivera, y que seguía estando patrocinado por antiguos dirigentes de la Unión Patriótica. Delgado decidió capitalizar el interés despertado por aquel acontecimiento creando un semanario titulado El Fascio, que estaría consagrado a la discusión de cuestiones más o menos relacionadas con el fascismo. Difundió su propósito entre los medios de la extrema derecha y obtuvo el número suficiente de suscripciones anticipadas para garantizar el éxito de la publicación[76]. Para llenar los números recabó los servicios de Ledesma y de sus colegas, quienes aceptaron encantados esa oportunidad de difundir su propia propaganda gratis. Delgado solicitó asimismo la colaboración de José Antonio Primo de Rivera y de unos cuantos escritores nacionalistas, entre los que figuraban Rafael Sánchez-Mazas y Giménez Caballero.
El primer número de El Fascio debía aparecer el 16 de marzo de 1933. Ninguno de los que escribían en él se hizo grandes ilusiones; la mayoría de los colaboradores se daban cuenta de que el periódico era, sobre todo, una aventura comercial típica de la clase media, y el propio Ledesma criticaba públicamente el mimetismo del título. José Antonio, casi a regañadientes, colaboró con un vago artículo sobre la naturaleza del Estado nacionalista, al que se suponía destinado a establecer una especie de sistema permanente, que nunca llegó a explicar claramente. Los restantes artículos ofrecían un repertorio de estilos que iban desde las lucubraciones fantasiosas de Giménez Caballero a la áspera dialéctica de Ramiro Ledesma. Algunos de los artículos casi parecían simples traducciones de los puntos más abstractos de las doctrinas nazi y fascista[77].
El Fascio no llegó a sobrevivir al día de su nacimiento. Con Alemania que acababa de caer en manos del nacionalsocialismo y los movimientos fascistas en pleno desarrollo en Austria e incluso en Francia, los liberales que detentaban el poder no estaban dispuestos a concederle la menor oportunidad en España. La edición completa de El Fascio fue recogida, y el gobierno prohibió toda publicación ulterior de dicho periódico[78].
En esa época era bien sabido que José Antonio se interesaba por el fascismo y que abrigaba ambiciones concretas en tal sentido. Empezó, pues, a realizar por su cuenta serios intentos para reunir ciertas corrientes de simpatía más o menos dispersas, lo cual suscitó algún interés entre las derechas. Cuando Juan Ignacio Luca de Tena, director del influyente diario monárquico ABC, escribió un comentario haciendo una crítica simpática de El Fascio, José Antonio inició una amistosa polémica con dicho periódico. En su primera carta esbozó una visión abstracta e idealista del fascismo:
El fascismo no es una táctica —la violencia. Es una idea— la unidad. El fascismo nació para encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo, hasta lo injusto) ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo, hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional…
En un Estado fascista no triunfa la clase más fuerte ni el partido más numeroso —que no por ser más numeroso ha de tener siempre razón, aunque otra cosa diga un sufragismo estúpido—, sino que triunfa el principio ordenado común a todos, el pensamiento nacional constante, del que el Estado es órgano.
Si algo merece llamarse de veras un Estado de trabajadores es el Estado fascista. Por eso, en el Estado fascista —y ya lo llegarán a saber los obreros, pese a quien pese— los sindicatos de trabajadores se elevan a la directa dignidad de órganos del Estado.
Sólo se alcanza dignidad humana cuando se sirve. Sólo es grande quien se sujeta a llenar un sitio en el cumplimiento de una empresa grande[79].
La respuesta de Luca de Tena, aunque no exenta de elogios, fue bastante precisa. Después de defender el derecho a la existencia de El Fascio, afirmaba que el esquema de José Antonio era excesivamente idealista y no tenía en cuenta la realidad política:
Con sólo poner la palabra «socialista» donde dice «fascista» podrían suscribir un concepto muy parecido los partidarios del marxismo…
Lo que nace del corazón no puede importarse. Y yo sospecho que tu fascismo ha brotado de tu gran corazón, antes que de tu brillante inteligencia[80].
Durante la primavera de 1933 José Antonio mantenía correspondencia con amigos de su familia, colaboradores políticos de su padre, representantes del mundo de las finanzas españolas, monárquicos de mentalidad radical, jonsistas e ideólogos nacionalistas de diversas tendencias. Cada grupo tenía sus propias ideas, a menudo extraordinariamente vagas, acerca de la forma que debía adoptar el movimiento fascista. Entre todos los grupos interesados, José Antonio iba adquiriendo una posición bien definida y aparecía como el candidato más idóneo para dirigir un movimiento organizado. García Valdecasas era demasiado tibio y académico y Ledesma demasiado inestable.
Sin embargo, los hombres de negocios que se habían mostrado interesados en ayudar económicamente a un nuevo movimiento nacionalista manifestaron escaso entusiasmo en apoyar a otro Primo de Rivera. Estimaban que un líder fascista debe ser un hombre salido del pueblo, como Mussolini, o un soldado de primera línea, como Hitler; si se quería conquistar a los obreros, tenía que hacerlo uno de los suyos.
El candidato que los financieros de Bilbao hubieran deseado proponer era el pragmático dirigente socialista Indalecio Prieto, cuya política se situaba a medio camino entre el reformismo y el radicalismo. Un hombre que había empezado su carrera vendiendo periódicos en las calles de Bilbao era el tipo que respondía a las características que, según aquéllos, se requerían. Como político práctico, Prieto nunca perdió el contacto con los medios industriales y financieros de Vizcaya, y dentro del Partido Socialista procuró combatir la agitación irresponsable de los revolucionarios idealistas. A cambio de ello, los capitalistas bilbaínos le habían brindado refugio frente a la policía, durante los últimos días de la monarquía. En 1932 confiaban en que estaría lo suficientemente disgustado del palabreo y el obstruccionismo ejercido por el ala izquierda del Partido Socialista como para pensar en la posibilidad de desarrollar un socialismo «nacional». Pero Prieto demostró ser un dirigente obrero abnegado y resueltamente progresista. Se negó a patrocinar cualquier variante de socialfascismo, aun cuando más tarde mostrase cierto interés personal en el movimiento nacionalsindicalista[81].
Otra posibilidad la ofrecía Demetrio Carceller, director de una compañía de petróleos de Canarias, que había ascendido desde las filas del proletariado a una destacada posición en el mundo de los negocios. Carceller tenía talento, decisión y energía y no era reacio a la política. Sin embargo, la absoluta falta de preparación política que revelaban las ideas de aquellos financieros acabó por hacerle perder todo interés, aparte de que a él le interesaba, sobre todo, hacer dinero[82].
José Antonio se daba perfecta cuenta del recelo con que era mirado por los círculos financieros, y negó los deseos que se le atribuían de querer convertirse en el caudillo del fascismo español. Confesaba a sus amigos que le gustaría contribuir a formar un movimiento político de un tipo más auténtico y popular que los existentes, pero no quería constituirlo por su propia cuenta. Afirmó que «tenía demasiadas preocupaciones intelectuales para poder ser un conductor de muchedumbres». «Mi vocación de estudiante es de las que peor se compaginan con la del caudillo», decía[83].
El 24 de marzo de 1933, José Antonio autorizó a un viejo amigo y pariente lejano, Sancho Dávila, para que en su nombre tratase de organizar a aquellos elementos de Sevilla y Cádiz que simpatizasen con un fascismo nacionalista. A Dávila no le resultó fácil cumplir el encargo. El 2 de abril, José Antonio escribió a su primo Julián Pemartín, que secundaba a Dávila en esa tarea:
La verdad es que el dar eficacia a esa idea sí es cosa que probablemente está reservada a un hombre de extracción popular. El ser caudillo tiene algo de profeta, necesita una dosis de fe, de salud, de entusiasmo y de cólera que no es compatible con el refinamiento. Yo, por mi parte, serviría para todo menos para caudillo fascista. La actitud de duda y el sentido irónico, que nunca nos dejan a los que hemos tenido más o menos una curiosidad intelectual, nos inhabilitan para lanzar las robustas afirmaciones sin titubeos que se exigen a los conductores de masas. Así pues, si en Jerez como en Madrid hay amigos cuyo hígado padece con la perspectiva de que yo quiera erigirme en Caudillo del Fascio, les pueden tranquilizar por mi parte[84].
José Antonio había encontrado un firme colaborador en Julio Ruiz de Alda, el famoso aviador que había acompañado a Ramón Franco en el primer vuelo transatlántico hasta Buenos Aires, en 1926[85]. La Aviación militar española constituyó un fértil vivero de radicalismo durante la segunda década del siglo XX, pero la izquierda no tenía para Ruiz de Alda el menor atractivo. Militar de estilo sincero y directo, había sido presidente de la Federación Aeronáutica Española y había desempeñado cargos técnicos de carácter secundario durante la dictadura. Se sentía atraído por la llamada del nacionalismo y desconfiaba de los partidos existentes. Una vez instaurada la República, escribió al político catalán Francesc Cambó para manifestarle que consideraba el sistema republicano como una completa equivocación y que lo que se requería era un «sistema totalitario». En 1931 estableció contacto con Ledesma y durante un breve período formó parte de su grupo, pero nunca tuvo nada que ver con las primitivas JONS[86].
Ruiz de Alda había contribuido a la creación de una compañía española de Trabajos Aéreos Fotogramétricos, encargada de realizar una carta aérea de España, destinada a proporcionar los datos necesarios para un estudio de los recursos hidráulicos de la nación. El proyecto se interrumpió en 1932, porque el gobierno suspendió la subvención dedicada a ello debido, en parte, a los sentimientos radicalmente derechistas de Ruiz de Alda y de sus principales socios, los hermanos Ansaldo. Amargados por este trato, establecieron un grupo de «Armamentos para la Aviación» interesado en fomentar la nacionalización de una industria de fabricación de aviones, prácticamente inexistente[87]. A comienzos de 1933, diversas figuras de la derecha habían iniciado algunos sondeos cerca de Ruiz de Alda, en relación con la creación de un partido fascista nacional. Y en calidad de eventual candidato a la dirección de dicho partido, Giménez Caballero le hizo una entrevista destinada a aparecer en El Fascio.
En estos medios Ruiz de Alda trabó conocimiento con José Antonio. Se consideraron mutuamente más sinceros e idealistas que la serie de oportunistas y de reaccionarios que les rodeaban y descubrieron, con satisfacción mutua, que podían trabajar juntos. Deseaban fundar un movimiento fascista, pero acorde con sus propios puntos de vista y no según los del Banco de Bilbao[88].
Ruiz de Alda era hombre sensato y buen organizador. Era absolutamente incapaz de hablar en público, pero su talento sólido y metódico contribuyó a veces a controlar a José Antonio cuando éste daba rienda suelta a su retórica. El grandilocuente concepto de la nación como un destino en lo universal resultaba demasiado determinista para el sencillo activismo de Ruiz de Alda. El aviador hubiese preferido decir una «unidad de misión», pero su lenguaje no se compaginaba bien con el de José Antonio[89].
Tardaron dos meses en conjugar plenamente sus esfuerzos y durante algún tiempo actuaron por separado, aunque paralelamente. El primer título que José Antonio propuso para el nuevo grupo fue el de Movimiento Español Sindicalista, denominación bastante abstracta y vaga. Ruiz de Alda deseaba poner la etiqueta «FE» a sus folletos de propaganda, lo que podía significar tanto Fascismo Español como Falange Española. Los financieros derechistas aportaron en seguida la ayuda económica necesaria y a principios del verano de 1933 habían empezado a circular por la capital una serie de octavillas divulgando la existencia de un modelo idealista del nacionalsindicalismo[90].
Esta nueva actividad, unida a la creciente energía puesta de manifiesto por los jonsistas en Madrid, asustó a la Dirección General de Seguridad, que se veía acuciada por los socialistas para no conceder la menor oportunidad a los fascistas. Entre el 19 y el 22 de julio de 1933 fueron detenidos centenares de presuntos fascistas, en toda España[91]. Prudentemente, Ruiz de Alda y José Antonio se apartaron de la circulación durante unos cuantos días, pero Ledesma fue detenido junto con una heterogénea colección de jonsistas, anarquistas, monárquicos, albiñanistas, oficiales retirados y antiguos «upetistas» de la dictadura. Noventa de los principales elementos sospechosos permanecieron arrestados durante una o dos semanas, hasta que al fin la policía quedó convencida de que no existía el menor peligro de «complot fascista».
José Antonio y Ruiz de Alda reanudaron sus planes de organización en agosto. Trataban de convencer a García Valdecasas para que disolviese su Frente Español y se uniera a ellos. Valdecasas estaba decididamente interesado en el proyecto, pero vacilaba antes de entregarse totalmente a él. A finales del mes, los tres celebraron una reunión con Ledesma en Bilbao, en el curso de la cual estudiaron la posibilidad de unificar las fuerzas con las JONS, bajo una nueva denominación. Ledesma reconoció más tarde que en aquella ocasión se había mostrado «quizá demasiado intransigente[92]».
Propuso que José Antonio y Ruiz de Alda dedicaran sus esfuerzos a ampliar las JONS que serían dirigidas más tarde por un triunvirato presidido por José Antonio. Sin embargo, éste insistió en la necesidad de crear un nuevo partido, capaz de atraer no sólo a los elementos conservadores que fueron partidarios de su padre, sino a otros elementos que desdeñaban a las JONS y propuso que este nuevo partido se llamase Fascismo Español. Ledesma dijo que estos títulos y actitudes de segunda mano estaban fuera de lugar e interrumpió las conversaciones[93].
A finales de septiembre, José Antonio y Ruiz de Alda habían terminado los preparativos de la organización y decidieron hacer público su movimiento en la primera oportunidad que se presentase de un cambio en el panorama político nacional[94]. Ésta no se hizo esperar mucho tiempo. En octubre se formó un gobierno de transición que disolvió las Cortes y convocó nuevas elecciones para mediados de noviembre de 1933. Las restricciones para la propaganda política, establecidas a primeros de año, fueron levantadas, y durante la campaña electoral se concedió una absoluta libertad de expresión.
Al amparo de sus vinculaciones familiares y de su probada oposición a la ideología liberal, se le ofreció a José Antonio un puesto en las candidaturas derechistas de Madrid y de Cádiz[95]. Rechazó el ofrecimiento de presentarse en Madrid porque, de salir elegido, hubiese podido encontrarse ligado a la circunspecta política clerical de la CEDA[96]. La candidatura por Cádiz, que había sido preparada con la ayuda de los viejos amigos de su oligarquía familiar, presentaba muchos menos ligámenes. Aceptó por lo tanto esta última proposición, que le ofreció un puesto seguro en las Cortes y una plataforma para su propia propaganda. Y decidió hacer públicas simultáneamente la presentación de su candidatura política y la fundación del nuevo movimiento.