CAPITULO II

EL NACIMIENTO DEL NACIONALSINDICALISMO

Aunque el número de españoles verdaderamente liberales fuese reducido, él advenimiento de la República sin violencia despertó el júbilo y las mejores esperanzas en casi toda la nación. Un cambio de régimen realizado tan pacíficamente pareció augurar un futuro feliz y progresivo para un agitado país que nunca había conocido un cambio de gobierno sin sangre ni tragedias. Durante los primeros días de la República hubo escasas voces discrepantes.

Mientras el público se entregaba a una especie de euforia expectante, dos nuevas expresiones de nacionalismo español surgieron en Madrid, aunque pasaron casi totalmente desapercibidas. Una fue la aparición del pequeño grupo denominado Partido Nacionalista Español. La otra, la publicación de un semanario titulado La Conquista del Estado, cuyo director era Ramiro Ledesma Ramos. El Partido Nacionalista Español había sido creado por un neurólogo valenciano gordo y con un pulmón artificial, José María Albiñana. Su programa proclamaba la defensa de todas las instituciones existentes: «El Partido Nacionalista Español no tiene otra base que la muy amplia de la Tradición[15]». El repentino estallido de unos chispazos anarquistas fue señalado por Albiñana como un aviso de lo que iba a traer el liberalismo republicano. Su ideario se basaba en el respeto a los militares y una línea rigurosamente nacionalista en todos los aspectos del gobierno[16]. Albiñana odiaba a todos los intelectuales liberales, quienes respondían a su vez ignorándole. Como nadie tomaba en serio su afirmación de estar «por encima de los partidos», se desacreditó desde el principio y pronto adquirió fama de retórico reaccionario pagado por los terratenientes. El único sector eficaz de sus escasos seguidores fue el grupo de milicianos y de alborotadores callejeros conocidos con el nombre de «Legionarios de Albiñana».

Cuando cayó la Monarquía, en abril de 1931, la reducida banda de Albiñana intentó disputar la calle a las izquierdas victoriosas y fue eliminada inmediatamente. Los republicanos liberales dominaban de tal modo la situación que ni siquiera la alta clase media quiso perder el tiempo interesándose por un agitador nacionalista monárquico. Albiñana se lamentaba de ello:

Entusiastas y decididos, no podíamos en cambio pagar el alquiler de nuestro centro, porque las clases adineradas no nos ayudaron. Pedir dinero en España para cualquier obra que no reporte inmediato beneficio individual es pasar un calvario espantoso. La ausencia de todo sentido de la cooperación es uno de los mates mayores de nuestro país[17].

Albiñana fue detenido por sus actividades subversivas y exilado en la estéril región de Las Hurdes. El jefe del partido conservador Acción Popular, José María Gil Robles, solicitó en las Cortes la liberación de Albiñana; pero la derecha siguió menospreciando las posibilidades políticas del doctor[18]. Los centenares de personas que visitaron a Albiñana en Las Hurdes lo hicieron por pura simpatía personal hacia él y casi nadie se adhirió a su partido, que había pasado a ser ilegal[19].

Ramiro Ledesma Ramos, que también trataba de obtener aunque sólo fuera un oscuro y diminuto rincón en el tablado político, era un tipo humano totalmente distinto. Empleado de Correos y a ratos estudiante de filosofía, Ledesma era un joven brusco, taciturno y poco sociable; hijo de un humilde maestro de un pueblo de la provincia de Zamora, se había trasladado a Madrid a la edad de quince años.

Ledesma empezó interesándose por la filosofía alemana y trató de obtener el título de licenciado en Filosofía por la Universidad de Madrid[20]. Alrededor de 1930 publicó algunos ensayos inteligentes, pero sin gran originalidad, sobre diversos aspectos del pensamiento alemán, en la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset, y en la Gaceta Literaria, de Giménez Caballero[21]. Sin embargo, cuando Ledesma llegó a los veinticinco años, la filosofía pura había perdido mucho interés para él. Deseaba evadirse del mundo sin vida de la metafísica para sumirse en la febril atmósfera de una política radical, orientada según una ideología bien determinada; tenía vehementes deseos de aplicar las ideas abstractas a las cuestiones prácticas.

Ledesma, que procedía de la sociedad profundamente tradicional de Castilla la Vieja, sabía que el apasionado temperamento del pueblo español resultaba incompatible con el liberalismo ortodoxo o el socialismo científico. Él mismo detestaba tanto la atomización individualista de los sistemas liberales como el fatalismo impersonal del marxismo. Sentía cierta simpatía, no por la izquierda intelectual, ni, desde luego, por la izquierda internacional, sino por la izquierda española. Latía en él una identificación emocional con el movimiento proletario español, el deseo de una revolución obrera realmente nacionalista.

En cierto modo, esta concepción, que comprendía a la vez al nacionalismo y al colectivismo, correspondía al espíritu de la época. Mientras la depresión mundial amenazaba por doquier los cimientos de la democracia liberal, el Partido Nazi se hallaba en auge. Parecía realmente que hubiese llegado la hora del sistema de Mussolini, y en Portugal, Salazar estaba a punto de instaurar su régimen corporativo. Ledesma consideraba que, puesto que la ideología nacionalista revolucionaria española tenía que ser original y no una nueva imitación, su sistema no debía llamarse corporativo ni nacionalsocialista. Por otro lado, la fuerza revolucionaria más pura de España era el anarcosindicalismo, por todo lo cual llegó a la conclusión de que la cualidad neoizquierdista de la revolución nacional y la cualidad nacionalista de la revolución neoizquierdista podían muy bien sintetizarse con la expresión «nacionalsindicalismo[22]». Esta idea del reagrupamiento de las fuerzas nacionales tomó estado en la mente de Ramiro Ledesma, modesto empleado de correos sin un céntimo, en el invierno de 1930 a 1931.

Durante el postrer año de la Monarquía, algunos eminentes intelectuales españoles habían dirigido frecuentes llamamientos en favor de la unidad nacional. El más destacado e influyente de ellos, don José Ortega y Gasset, había solicitado reiteradamente la creación de un amplio «frente nacional», una especie de superpartido que representase a todos los españoles poco menos que como una entidad colectiva[23]. Ello constituía una idea demasiado pobre y deleznable para Ledesma, siempre situado al margen del mundo intelectual español. Su imaginación le llevaba mucho más allá del reino del «orteguismo» y el nacionalismo liberal no significaba nada para él. El nacionalismo de la derecha todavía le importaba menos. En varias ocasiones, Ledesma calificó al ruidoso dirigente nacionalista Albiñana de «reaccionario» y probablemente le despreciaba más que a cualquier otro hombre público de su tiempo[24].

Cuando sus concepciones políticas empezaban a cristalizar, Ledesma no tenía muchos amigos que pudieran reunirse en torno suyo. Su aspecto desaliñado, su carácter obstinado e insociable no atraían a los intelectuales. Pero estaba obsesionado por la idea de crear un partido fascista y al final encontró a diez discípulos o colaboradores, aproximadamente de su misma edad (veinticinco años). Con su problemática ayuda empezó a publicar un semanario político, La conquista del Estado, cuyo primer número apareció el 14 de marzo de 1931, exactamente un mes antes de la caída de la Monarquía. El más joven de sus colaboradores y secretario suyo, Juan Aparicio, ha escrito que lo único que tenían de común los miembros del pequeño grupo «era su juventud y su formación universitaria[25]». Además, todos estaban descontentos del gobierno, inquietos ante las derechas retrógradas y las izquierdas doctrinarias y deseosas de hacer algo para sacar a España de su marasmo interior y de su posición secundaria en los asuntos mundiales.

Lo que más falta les hacía era dinero. Ledesma había conseguido sacar su publicación gracias a un donativo procedente de los fondos para propaganda monárquica del gobierno del almirante Aznar, que precedió a la caída de la Monarquía. Al parecer, los informadores políticos de Aznar creían poder utilizar al grupo de Ledesma para crear una división entre los intelectuales liberales.

Ledesma y sus colaboradores firmaron su primer manifiesto a la luz de unas velas, en un local compuesto de cuatro habitaciones prácticamente desamuebladas. En él se afirmaban los puntos siguientes:

El nuevo Estado será constructivo, creador. Suplantará a los individuos y a los grupos, y la soberanía última residirá en él y sólo en él… Defendemos, por tanto, un panestatismo, un Estado que consiga todas las eficacias.

Exaltación universitaria… el órgano supremo —creador— de los valores culturales y científicos…

Articulación comarcal de España. La primera realidad española no es Madrid, sino las provincias. Nuestro más radical afán ha de consistir, pues, en conexionar y alentar las fuerzas vitales de las provincias…

La sindicación de las fuerzas económicas será obligatoria y en todo momento atenida a los fines más altos del Estado. El Estado disciplinará y garantizará en todo momento la producción…

Nacemos de cara a la eficacia revolucionaria. Por eso no buscamos votos, sirio minorías audaces y valiosas… Queremos al político con sentido militar de responsabilidad y de lucha. Nuestra organización se estructurará a base de células sindicales y células política[26].

Durante los primeros meses la propaganda de Ledesma era bastante confusa. Aplaudía ciertos aspectos del carlismo y luego elogiaba a los anarquistas situados en el extremo opuesto del espectro político[27].

A menudo su retórica se reducía a poco más que unos «arriba lo nuevo y abajo lo viejo»:

¡Viva el mundo nuevo!

¡Viva la Italia fascista!

¡Viva la España que haremos!

¡Viva la Germanía de Hitler!

¡Viva la España que haremos!

¡Abajo las democracias burguesas y parlamentarias![28]

Ledesma trató de apelar a todas las fuerzas revolucionarias no marxistas de España. Alababa a los anarcosindicalistas por haber sido en España «los primeros en desasirse del amor burgués por la libertad», pero les reprochaba el que no quisieran fijar sus objetivos en término nacionales[29]. Sin embargo, consideraba a la CNT anarcosindicalista como «la palanca subversiva más eficaz» existente en 1931 y 1932, debido a que su ardor revolucionario no estaba contaminado por vinculaciones con ninguna rama del socialismo internacional[30]. Ledesma y su puñado de seguidores se propusieron organizar una serie de manifestaciones provocativas sin el menor resultado. Sus escritos tampoco impresionaban a nadie, y La conquista del Estado se encontró desde el comienzo con gravas dificultades financieras.

Las ideas políticas de Ledesma se basaban en puras especulaciones mentales, sin relación alguna con la realidad práctica. Por muy apasionada y fascistizante que fuese su oratoria y por mucho que se expresara en términos violentos y materialistas, Ledesma encontró no una idea absoluta, sino una pasión absoluta. Su emoción brotaba de sus conflictos mentales y, por tanto, en cierto modo, su irracionalidad era fruto de un cálculo deliberado.

El problema fundamental de los dirigentes republicanos españoles en aquellos meses consistía en cómo hacer arraigar la democracia parlamentaria en un país dominado hasta entonces por la derecha más intransigente, y al mismo tiempo contener a la izquierda, que menospreciaba el lento regateo del gobierno parlamentario. La República no había sido implantada en virtud de un gran impulso popular, sino gracias al colapso final de la Monarquía. Para establecer una sólida democracia en un país en el que los demócratas liberales constituían una minoría de la población se requerían mucho esfuerzo y paciencia. La afición de Ledesma a los conceptos abstractos le imposibilitaba siquiera para comprender la naturaleza de esta tarea.

El sostenimiento económico de La conquista del Estado era una constante prueba. Tras del apoyo inicial monárquico, parece que Ledesma recibió unos escasos donativos del mundo de las altas finanzas, especialmente de algunos banqueros de Bilbao. El progresivo agotamiento de estos fondos provocó un debate en el seno del grupo de Ledesma acerca de la conveniencia de aceptar aportaciones procedentes de la extrema derecha. La discusión acabó al mismo tiempo que La conquista del Estado, cuyo último número apareció el 25 de octubre de 1931.

Por aquel entonces, los diez amigos de Ledesma habían empezado a dividirse. Uno se unió a los republicanos liberales, otro al partido radical, moderado, y un tercero a la clerical Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Un cuarto elemento volvió a la izquierda, mientras un quinto, al parecer, ingresó más tarde en un sanatorio mental[31]. Giménez Caballero, quien colaboró ocasionalmente con Ledesma, había abandonado el grupo unos meses antes.

Pese a su efímera existencia, el periódico de Ledesma produjo el germen esencial de lo que más tarde sería el nacionalsindicalismo español. Sus redactores rechazaron la etiqueta del fascismo y jamás emplearon este término para calificarse a sí mismos. Anduvieron tanteando la posibilidad de desarrollar una ideología española, aunque pudiera parecer de segunda mano. Sus escritos sobre un nacionalismo bajo el control del Estado, la justificación de la violencia, la glorificación del imperio, la sindicación nacional del trabajo, la expropiación de la tierra y la incorporación de las masas provocaron una reacción en cadena muy lenta en algunos universitarios y en los grupos de extrema derecha, que vino a desmentir la insignificancia original de los primeros propagandistas. Por desgracia para Ledesma, esta reacción tardó demasiado en producirse y estuvo condicionada por una serie de acontecimientos que escaparon a su control.

En junio de 1931, en la antigua ciudad castellana de Valladolid, se creó un grupo semejante en número y en objetivos bajo la dirección de Onésimo Redondo Ortega. Nacido en el seno de una familia campesina. Redondo procedía de un medio completamente clerical y creció en el ambiente conservador de la Castilla rural. En 1928 ejerció durante un año las funciones de lector de español en el Colegio Católico de Mannheim, en Alemania, y allí tuvo ocasión de familiarizarse con la ideología nazi[32]. Aunque las peculiares características del nacionalismo alemán no resultaban fácilmente compatibles con el catolicismo español, Redondo quedó muy impresionado por las posibilidades de un moderno movimiento nacionalista revolucionario[33].

Hombre joven, vigoroso, guapo y apasionado, Onésimo Redondo estaba obsesionado por tres objetivos: la unidad nacional, la preeminencia de los «valores hispánicos» tradicionales y la justicia social. Su religión era el rígido catolicismo de Torquemada, y su ideal, expulsar a los mercaderes del templo[34]. Redondo despreciaba la tolerancia y ardía en deseos de revivir la espiritualidad de los monjes guerreros españoles de la Edad Media.

Durante los años de 1930 y 1931 pasó casi doce meses tratando de organizar un sindicato de remolacheros que se había creado recientemente en la provincia de Valladolid. Aunque los esfuerzos para su organización tuvieron que suspenderse temporalmente por falta de fondos, permitieron a Redondo tomar contacto con el sindicalismo nacional[35], y durante su carrera de agitador nacionalista siguió trabajando por cuenta de los remolacheros de Valladolid.

Redondo se encontró, pues, profundamente comprometido en la defensa de los pequeños terratenientes de Castilla la Vieja. Sentía un resentimiento contra los separatistas burgueses de Vizcaya y de Cataluña, los obreros izquierdistas de las grandes ciudades, los capitalistas financieros de Madrid y Bilbao y los entremetidos políticos anticlericales de los partidos liberales. Deseaba una rebelión que reafirmase la tradición española de una manera adecuada al mundo moderno, una rebelión que devolviera a las esforzadas masas católicas de las sólidas provincias españolas su predominio sobre los liberales extraviados y los radicales descreídos de las grandes ciudades. Consideraba que la vida económica podía ser controlable por sindicatos organizados a escala nacional, aunque parcialmente autónomos. Todas las fuerzas agnósticas relativistas, germen de división, que habían adquirido cierto predominio en 1931 y aún desde 1875, debían ser barridas.

La Acción Católica, de la cual había sido propagandista, le parecía ahora demasiado tibia y transigente. Redondo quería un movimiento juvenil nacional y revolucionario, radical políticamente y nacionalista desde el punto de vista económico, conservador en lo religioso, pero violento en su estilo y táctica[36]. Con el apoyo de varios conocidos de orígenes y aspiraciones relativamente similares, Fundó un semanario en Valladolid titulado Libertad. Su primer número apareció el 13 de junio de 1931, justamente a los tres meses de la publicación de La conquista del Estado.

Para Redondo el remedio para los males de España estaba en «el pueblo», es decir en la gente trabajadora, devota y honrada, y sobre todo en los campesinos y pequeños comerciantes de Castilla la Vieja, a los que apelaba para salvar al resto de España[37]. Estaba convencido de que Castilla había realizado el mejor servicio a España al preservar su integridad espiritual frente a las influencias egoístas, «pornográficas» y «judías» que corrompían al país[38].

La propaganda de Redondo no resultaba mucho más coherente que la de Ledesma. Por un lado reclamaba la destrucción económica de la burguesía; por otro, se enfurecía contra las leyes anticlericales de la nueva República[39]. Siempre había sostenido que España se encontraba ya en plena guerra civil y por tanto exhortaba a los jóvenes a prepararse para la lucha:

La juventud debe ejercitarse en la lucha física, debe amar por sistema la violencia. La violencia nacional es justa, es necesaria, es conveniente. Es una de nuestras consignas permanentes la de cultivar el espíritu de una moral dé violencia, de choque militar [40]

El 9 de agosto de 1931 Redondo fundó un grupo político, llamado Juntas Castellanas de Actuación Hispánica, para llevar al terreno de la acción, algunos de sus sentimientos. Sus primeros integrantes fueron unos cuantos estudiantes alborotadores y un puñado de seguidores de Redondo de los alrededores de Valladolid.

Aun cuando desde sus comienzos tanto Redondo como Ledesma se habían interesado cada uno por la labor del otro, transcurrieron varios meses antes dé que llegasen a un conocimiento oficial mutuo. Ambos líderes tenían poco de común: el conservador Redondo le reprochaba a Ledesma su radicalismo absoluto y Ledesma se mofaba de la religiosidad de Redondo. Sin embargo, en septiembre de 1931, Ledesma andaba desesperado, sin dinero y falto de colaboradores para mantener la vida de su movimiento. Por su parte, Redondo se encontraba aislado en Valladolid y prácticamente no conocía a nadie de Madrid. Ambos hombres se necesitaban mutuamente. Por encima de sus diferencias, los dos eran nacionalistas y revolucionarios autoritarios antimarxistas y, por tanto, la reunión de sus fuerzas respectivas era de interés común.

En su penúltimo número, publicado el 10 de octubre, La conquista del Estado anunciaba la reciente constitución de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, como resultado dé la fusión de los grupos de Madrid y de Valladolid. La nueva organización sería dirigida por un consejo nacional que, en realidad, se convirtió en un duumvirato, en el que tanto Ledesma como Redondo continuaron dirigiendo sus respectivos grupos más o menos autónomamente.

Los miembros de las JONS, llamados «jonsistas», formaron la primera organización política oficial que existió en España con la etiqueta nacionalsindicalista. Como emblema adoptaron las flechas y el yugo de los Reyes Católicos, símbolo muy adecuado para quienes soñaban con restaurar la grandeza imperial española[41], Durante este mismo período Ledesma acuñó diversos lemas —tales como el «¡Arriba!», y «¡Esparta una, grande y libre!»— que más tarde se hicieron tópicos en la propaganda del nacionalsindicalismo[42]. Para poner de manifiesto el carácter radical de sus aspiraciones políticas, los jonsistas adoptaron los colores rojo y negro de la bandera anarquista.

Ya que la áspera voz de Ledesma permanecía muda por falta de dinero, el único portavoz del minúsculo movimiento era Redondo. El agitador vallisoletano vertía su frenesí moralizador a chorro continuo, afirmando constantemente que las JONS no tenían el menor vínculo con la Monarquía ni con la Iglesia[43]. Según Redondo, el «nacionalismo» era absolutamente pragmático respecto a la estructura política formal y se limitaba a despreciar todos los programas o ideologías explícitos. Los dos mayores males de España eran «la extranjerización y el culto a las fórmulas[44]». Redondo reclamaba una «dictadura popular», que crearía su líder y su programa propios surgidos del proceso de su propia dialéctica[44 bis].

Como más tarde reconoció el propio Ledesma, «durante todo el año 1932 la actividad de las JONS fue casi nula[45]». Los universitarios vallisoletanos de Redondo iniciaron una serie de manifestaciones contra el marxismo que pronto degeneraron en fútiles peleas callejeras y el jefe del grupo se vio obligado a abandonar la ciudad[46]. Ledesma seguía sin dinero y sin la menor perspectiva de obtenerlo. Era imposible interesar a uno de los banqueros reaccionarios y antirrepublicanos para que le ayudasen financieramente. Y aunque el gabinete liberal que gobernaba el país empezaba a encontrar sus primeras dificultades, tanto la derecha como la izquierda ignoraban por completo la existencia del nacionalsindicalismo.

La miniatura de movimiento tenía muy poca coherencia ideológica y escasa organización física. Su dirección continuaba funcionando según el compromiso establecido implícitamente por Ledesma y Redondo. Esta cooperación se vio puesta a prueba en el verano de 1932, con motivo de la organización por un grupo de militares de un precipitado «golpe» contra la República. Ledesma los consideró como unos reaccionarios y se mantuvo al margen del mismo. Redondo, en cambio, creyó ver la posibilidad de establecer la «dictadura nacional» a la que siempre se refería y tomó una parte muy secundaría en la conspiración. Cuando la rebelión fracasó, pudo escapar a duras penas a través de la frontera portuguesa, seguido de cerca por la policía de la República.

Durante los dos primeros años de su existencia el nacionalsindicalismo español no hizo más que airear ciertas ideas o, mejor dicho, lanzar ruidosas sugestiones. Redondo y Ledesma raramente estaban de acuerdo, y menos aún llegaron a crear una opinión común. En realidad, a principios de 1933 no existía ni un movimiento nacionalsindicalista, ni un verdadero programa sindicalista.

La incapacidad práctica del pequeño grupo era algo espantoso. Con excepción de Redondo, con su breve experiencia entre los pequeños labradores de Valladolid, en las JONS nadie parecía poseer el menor conocimiento de las cuestiones económicas. Por lo que respecta a los problemas obreros, la ignorancia era absoluta. No se desarrolló ninguna teoría de la organización sindical y nadie tenía la más vaga idea de lo que el nacionalsindicalismo podía significar realmente en la práctica.

Al igual que muchos fascistas centroeuropeos, Ledesma y Redondo eran unos tipos pequeñoburgueses. Con sus antecedentes provincianos, Redondo pudo derivar tan fácilmente hacia el radicalismo porque las tendencias económicas de las modernas clases medias más adelantadas nunca habían penetrado en su mundo rural. Ledesma, cuya experiencia humana se había dividido entre la oficina de correos y las clases de filosofía, había llevado una existencia típica de funcionario. Ambos actuaron por puro impulso personal. Ambos soñaban con grandes objetivos y sentían impaciencia ante las dificultades para realizarlos. Ambos vivían en un mundo de visiones apasionadas lindante con la pura ilusión[47].

A finales de 1932, los esfuerzos de los jonsistas parecían vanos. Al preconizar la revolución económica como uno de sus principales objetivos, se granjearon la enemistad de los opulentos y respetables partidos de la derecha. Su nacionalismo les había separado de la izquierda organizada. En sus momentos más lúcidos, propusieron una dictadura nacionalsindicalista dirigida contra la izquierda, pero sin unirse a la derecha ni renunciar a su desprecio hacia el centro. No es extraño que casi nadie se preocupase por ellos. Su única posibilidad de éxito parecía basarse en una catástrofe nacional.