CAPITULO 17

EPILOGO. EL PRINCIPIO DEL FIN

Cuando en 1942-1943 el curso de la guerra mundial inició su giro decisivo, el régimen empezó a hacer verdaderos esfuerzos para borrar toda afinidad con comprometedoras ideologías extranjeras. Ya no se hablaba en España de apoyar al fascismo internacional y, en lo sucesivo, se justificaba la oposición del régimen a la Rusia soviética por la necesidad de defender la «civilización cristiana» contra el «comunismo asiático». Aprovechando un viaje de Arrese a Alemania, en enero de 1943, Hitler hizo un último esfuerzo por arrastrar a España a la guerra. Las profundas convicciones católicas de Arrese hacían de él el más seguro emisario de Franco en semejante ocasión; sus escasas simpatías por el radicalismo fascista le impedían apoyar la creación de un nuevo frente exterior pronazi. Arrese replicó a las presiones alemanas afirmando que si España estaba dispuesta a contribuir a la lucha contra el comunismo, dicha lucha debía basarse sobre los principios del cristianismo occidental, y por tanto no podía implicar hostilidad alguna hacia los países anglosajones. Además no parecía lógico tener como aliado al Japón asiático y pagano, que trataba de destruir toda la obra de la civilización cristiana en el Extremo Oriente. Para que España pudiera entrar en la guerra mundial, afirmaba Arrese, era necesario revisar completamente el sistema de alianzas. Todo lo que España podía ofrecer era aumentar su contribución a la lucha en el frente ruso, después de que Hitler hubiese firmado una paz separada con las potencias occidentales; por otra parte, no tenía sentido mantener en Rusia una División Azul si al mismo tiempo no se enviaba otra a las Filipinas para defenderlas de la agresión japonesa[716]. En 1943 tal vez Hitler ya no se mostrase tan contrario como antes a la idea de una paz separada con el Oeste, pero su nihilismo revolucionario le había arrastrado demasiado lejos para poder volverse atrás. En estas circunstancias el régimen español empezó a tomar sus distancias respecto del régimen hitleriano.

Durante el último año de la guerra, el régimen de Franco hizo los máximos esfuerzos para desprenderse de todo vestigio aparente de fascismo. Naturalmente, la Falange tuvo que ser sacrificada en esta operación[717]. En el nuevo gobierno, cuya constitución se hizo pública el 20 de julio de 1945, sólo aparecían dos falangistas. El general Asensio (uno de los «generales falangistas») fue sustituido por un militar conservador ortodoxo. Arrese fue destituido de su puesto de ministro secretario general del «Movimiento» (como se denominaría en lo sucesivo al partido), cargo que quedó vacante, como para poner de relieve la insignificancia del papel de la FET en la nueva orientación política.

En un discurso público, el Caudillo declaró que la Falange no era un verdadero partido estatal, sino un «instrumento al servicio de la unidad nacional». La propaganda del partido enmudeció bruscamente. Ya no se hablaba más del inevitable hundimiento de las democracias occidentales, ni de la superioridad absoluta de las virtudes castrenses o de la violencia institucionalizada. El 27 de julio, la Vicesecretaría de Educación Popular, que asumía el control de la propaganda, fue desgajada de la estructura orgánica del partido y traspasada al Ministerio de Educación Nacional. A medida que pasaban los meses, iban desapareciendo vestigios exteriores del fascismo. Un decreto del 11 de septiembre de 1945 derogó la ley de 1937 por la que se había impuesto el uso obligatorio del saludo fascista para toda la nación[718].

La influencia de la Falange —más teórica que real— disminuía a medida que el régimen iba levantando poco a poco su nueva fachada liberal. El propio Arrese había contribuido a la elaboración del decreto de julio de 1942 por el que se establecía un simulacro de cámara representativa bajo forma de las tradicionales Cortes Españolas, compuestas de miembros designados de oficio o elegidos indirectamente por un procedimiento corporativo. En 1943 se celebraron las primeras elecciones de enlaces sindicales en las empresas. Esta serie de medidas, encaminadas a camuflar la dictadura bajo apariencias «democráticas», fueron completadas en 1945 por una nueva ley convocando elecciones municipales. Los electores únicamente podían votar a los candidatos oficiales. Un tercio de los concejales serían elegidos por los cabezas de familia y otro tercio por los miembros de los sindicatos locales; los candidatos así elegidos procederían, a su vez, a elegir el tercio restante entre los nombres que figurarían en una lista aprobada por el gobierno. Todos los puestos de importancia seguirían siendo cubiertos por designación directa desde arriba. El 17 de julio de 1945 el Caudillo anunció repentinamente la promulgación del Fuero de los Españoles, por el que se pretendía establecer una serie de garantías para los ciudadanos; en realidad se trataba de una declaración de principios sin traducción en la práctica. Las «garantías» quedaban desvirtuadas por el artículo 33, que estipulaba que «el ejercicio de los derechos que se reconocen en este Fuero no podrá atentar a la unidad espiritual, nacional y social de España[719]». El 22 de octubre de 1945, Franco, sintiéndose cada vez más acosado, promulgó una ley estableciendo que, en lo sucesivo, las grandes cuestiones de interés nacional serían sometidas a referéndum popular, aunque, naturalmente, el Caudillo se reservaba el decidir cuándo había que apelar al pueblo.

Ninguna de estas disposiciones legales impresionó a las democracias occidentales; por el contrario, decidieron retirar a sus representantes diplomáticos en Madrid. La amistad de Franco con el nacionalsocialismo en tiempos de guerra convirtió a España en la nación paria de Europa y su régimen fue excluido del mundo occidental.

Pero con Franco este tratamiento no surtió ningún efecto. Los seis años de aislamiento internacional posteriores a la segunda guerra mundial contribuyeron más a consolidar la dictadura que los seis años anteriores de terror policíaco. Ante un mundo hostil, muchos españoles moderados, que probablemente hubiesen constituido una eficaz oposición interior, no tuvieron otra elección que identificar su suerte con la del régimen.

Aunque las reformas «liberales» no eran más que puras concesiones «de fachada» para aplacar las críticas exteriores e interiores, lo cierto es que la intensidad de la represión política empezó a decrecer, debido en parte a que la resistencia interna contra el régimen, cuya actividad no había cesado desde el fin de la guerra civil, comenzó a desmoronarse. La izquierda española se había hecho la ilusión de que el hundimiento de las potencias fascistas en Europa supondría también el fin del régimen de Franco. Al ver que las democracias occidentales no hacían nada para derribar a Franco, los izquierdistas que se mantenían en la clandestinidad empezaron a perder toda esperanza y muchos abandonaron la resistencia. Siete años de intensa práctica habían proporcionado a la policía española una notable eficacia. Al principio su organización había sido bastante deficiente, aunque su falta de experiencia profesional fuese ampliamente compensada por el empleo de métodos de una ferocidad primitiva. Pero en 1946 estaba en condiciones de luchar eficazmente contra las organizaciones clandestinas izquierdistas; una serie de detenciones en masa acabaron desmantelando los últimos grupos de la resistencia organizada, que dejó de existir, prácticamente, en 1947.

El índice de las ejecuciones bajó también proporcionalmente. Como había afirmado en 1938 el jefe local de la Falange de Sevilla, Manuel Halcón, «nuestros principios cristianos no nos permiten matar a todos nuestros enemigos[720]». Resulta imposible determinar con exactitud el número de presos políticos ejecutados durante los primeros cinco o seis años posteriores a la guerra civil, pero la cifra se elevaría a varias decenas de miles. En 1944 un funcionario del Ministerio de Justicia le entregó a un corresponsal de la Associated Press una hoja de papel en la que figuraba el número de presos políticos que se suponía habían sido ejecutados desde el fin de la guerra: 192 684. Esta cifra constituye una enorme exageración, pero da una idea de la magnitud de la represión[721].

De 1946 a 1950 el régimen de Franco volvió replegado sobre sí mismo. La oposición interior se mostraba impotente, mientras las potencias extranjeras mantenían a España totalmente marginada. La sangrienta represión de 1945-1946 y las divisiones internas características de la política española habían anonadado temporalmente a las izquierdas. El régimen podía permitirse un ligero respiro.

A mediados de 1945, la única preocupación de Franco respecto a la Falange era que se mantuviese quieta. Había logrado establecer un laborioso equilibrio en la política interior a fuerza de conceder poder económico a los Bancos; el control de los asuntos militares (con generosa tolerancia para hacer «negocios») al Ejército; la dirección de la vida espiritual y de gran parte de la educación a la Iglesia Católica; ciertos subsidios a los monárquicos; la política exterior a la Acción Católica; honores y elogios a los carlistas; una relativa seguridad a las clases medias; retórica (por lo menos hasta 1945) y cargos oficiales a los del partido; estabilidad en el empleo y buenas promesas a los trabajadores. Se trataba de una estabilidad mantenida a muy bajo nivel, pero que le permitía al régimen ir tirando. El país se hallaba sumido en la más profunda inercia.

El partido había cumplido el papel que se le había asignado, sirviendo de pantalla y de instrumento de la dictadura. Ahora se había convertido en una burocracia petrificada, sin contar apenas con militares activos. La mayoría de los veteranos cuyos nombres figuraban en los ficheros de la «vieja guardia» no acudían a los actos oficiales del partido y habían perdido todo interés por el mismo.

La organización de la FET había sido confiada al vicesecretario general del partido Rodrigo, Vivar Téllez. Tenía éste reputación de ser hombre de irreprochable caballerosidad, de honradez, de tacto y de alteza de miras, a falta de una brillante inteligencia. Había sido juez en Málaga y llegó a las esferas directivas del partido arrastrado por Arrese. Franco no le tenía gran aprecio personal, debido a su franqueza, pero estaba seguro de su lealtad. Vivar Téllez no era falangista y no veía la necesidad de seguir prestándose a aquella farsa. La FET era ya cosa muerta; un partido minado por la corrupción y por las intrigas y pequeñas rencillas burocráticas, que ya no representaba nada en España. El fascismo había desaparecido de Europa y la persistencia del partido único no hacía más que perjudicar al régimen ante las democracias victoriosas. El vicesecretario general, con muy buen sentido, sugirió que lo lógico sería disolver el partido, ya que la Falange no era más que un fósil, digno a lo sumo de figurar en los museos.

Franco rechazó la idea, porque la desaparición de la Falange hubiera alterado el equilibrio del sistema establecido por él. ¿Cómo podría mantenerse el «espíritu de la Cruzada» si faltaba el instrumento de «coordinación nacional» que era la Falange? El propio régimen quedaría desnudo y desamparado sin el apoyo del aparato oficial y la fachada política del partido único. La Falange era todavía un peón demasiado útil para que Franco se decidiera a prescindir de ella. Y su debilidad la hacía aún más manejable.

A partir de 1945 los falangistas empezaron a sentirse en manifiesta inferioridad respecto de los demás grupos nacionalistas. Los elementos conservadores y los católicos manifestaban una creciente hostilidad hacia los que consideraban como unos fanáticos totalitarios, cuando no unos criptocomunistas. La insistencia de la Falange sobre la necesidad de reformas económicas y de reducir las diferencias entre las clases sociales chocaba con el rígido conservadurismo de las derechas dominantes, llenas de recelo hacia la clase trabajadora. Como observaba un antiguo falangista, «desde que comenzaron a funcionar las Cortes resultó curioso observar cómo los menos dispuestos al diálogo, los más absolutistas, eran precisamente de procedencia no falangista[722]». Como Franco había hecho tentadoras ofertas a los falangistas para apartarlos de toda actividad política, al mismo tiempo que desbarató cualquier intentó político serio, «más de uno se sintió con las alas cortadas y se refugió en la vida profesional, no lógicamente, sino desalentados porque las cosas no siguieron el camino que anhelaban[723]». En los años posteriores a la guerra mundial, la actividad de la Falange se redujo casi exclusivamente al campo de la retórica política.

Los miembros de la «vieja guardia» que aún continuaban en la política activa tenían la esperanza de que con el tiempo mejorarían las condiciones económico de España y entonces podrían acometerse las reformas de estructura necesarias para realizar el programa del partido. De todos los «camisas viejas», José Luis de Arrese era el que se sentía más próximo a Franco y confiaba todavía en que el Caudillo realizaría algún día el programa nacionalsindicalista. Aunque el falangismo de Arrese era un franco-falangismo que no tenía nada que ver con el radicalismo nihilista de Ramiro Ledesma, ni con el voluntarismo humanista de José Antonio. De los fundadores de la Falange el único que hubiera podido adoptar una orientación similar a la de Arrese acaso habría sido Onésimo Redondo. Arrese proclamaba su fidelidad a los ideales de José Antonio, pero en su actuación práctica parecía perseguir unos ideales distintos.

Como lo reconocía públicamente Arrese, el curso de la guerra civil, en la que se impuso indiscutiblemente la autoridad de Franco, agrupando en torno suyo a todas las fuerzas nacionalistas, originó una situación política totalmente nueva. Si el partido no podía realizar ya las ambiciones iníciales de la Falange, por lo menos había creado un cuerpo de doctrina y un programa social capaces de trazar el camino a seguir por el Estado y la sociedad española durante los próximos decenios.

Arrese solía evocar la posibilidad de una evolución del régimen que orientase en un sentido más social la estructura económica del país y que hiciese que las Cortes fueran más representativas. Seguía mostrando su hostilidad hacia las derechas y en 1947 escribía que «en España, la mayor enemiga que ha tenido el falangismo ha venido siempre del hombre de derechas[724]». Con su retórica inofensiva, Arrese condenaba al capitalismo, considerándolo como el mayor pecado de los tiempos modernos, al propio tiempo que insistía en la necesidad absoluta de eliminar la usura. Arrese prestó su nombre a varios libros, escritos —en parte— por otros teóricos falangistas y en los que se exponían planes abstractos para superar definitivamente la lucha de clases. Hacia 1950, Arrese y sus colaboradores trataron de reactualizar la vieja doctrina de la Falange de que el trabajo no era una simple cuestión de interés material, sino la manifestación humana de un proceso social, del proceso orgánico de la producción. En la propaganda del partido se afirmaba que todos los componentes del sistema productivo debían tener un interés común en su trabajo, que debía ser regido sobre una base cooperativa, distribuyéndose equitativamente los beneficios entre los empresarios y los trabajadores. Arrese se mostraba partidario de la transformación del sistema sindical en una vasta red de cooperativas, mediante la cual quedaría abolido el capitalismo privado[725].

Pero todo esto no era más que palabras al viento frente a una realidad en la que se había impuesto el triunfo reaccionario del capitalismo español, triunfo que, evidentemente, Franco no estaba dispuesto a impedir.

Por mucha importancia que diera Arrese a las profundas transformaciones económicas, él mismo reconocía que consideraba mucho más importante el salvaguardar la unidad de España y los «principios cristianos». La lucha de clases y la explotación económica eran, ciertamente, las causas primordiales de la desintegración de la sociedad moderna, pero lo más urgente era hacer frente al nuevo Anticristo: el comunismo ateo. Esta lucha era el eje de la política moderna; todos los demás factores secundarios debían subordinarse a la resistencia común frente al gran Enemigo. La única defensa segura en esta lucha consistía en agruparse detrás de la Iglesia Católica, y únicamente gracias a la dirección del Caudillo y a los principios políticos del Movimiento podría evitarse el terrible peligro de la revolución.

Con semejante actitud se hacía el juego a los partidarios de la dictadura militar apoyada por los núcleos financieros. Con el silogismo simplista de Arrese (libertad política = desunión = rebelión = anticlericalismo = comunismo = Anticristo) se hacía imposible toda actitud independiente de oposición a la dictadura. Realmente el «franco-falangismo» de Arrese no tenía nada que ver con el fascismo. Podía resumirse en un mero autoritarismo militar, apoyado por un lado en el catolicismo y por el otro en un sistema estatal. Carecía del carácter dinámico, agresivo y radical del fascismo primitivo, y cuando Arrese se refería a éste, lo hacía con mucha reticencia:

El fascismo no es una fórmula completa […] Acierta en cuanto busca una salida al dilema capitalismo-comunismo; pero se equivoca en cuanto que no se decide a abandonar del todo la postura materialista, único modo de lograr la evasión apetecida; más aún, si el fascismo no hubiera sido acallado por el estruendo de los cañones, hubiera llegado a fracasar; mejor dicho, hubiera llegado a fracasar en su misión final de alumbrar una nueva era[726].

El fascismo era demasiado materialista, radical y nihilista, y no era católico. Por esto había resultado incapaz de salvar a Europa del comunismo y de preparar los caminos del porvenir.

Durante todos estos años, la Falange no tuvo otra misión que la de tener en jaque a los monárquicos. Esta función adquirió todavía mayor importancia cuando Franco, para apaciguar a las derechas ortodoxas, estableció unas normas legales para la sucesión del régimen. El 6 de julio de 1947 se sometió al referéndum del pueblo español la Ley de Sucesión, por la que se reconocía al general Francisco Franco como Caudillo y Jefe del Estado Español. En otros artículos se estipulaba que «vacante la Jefatura del Estado, asumirá sus poderes un Consejo de Regencia, el cual se hará cargo del gobierno de la nación para preparar la restauración de la Monarquía». Entretanto, un Consejo del Reino, nombrado por el Caudillo, le asistirá para tomar las medidas que estime oportunas con vistas a la eventual transición[727].

Como era de suponer, el referéndum fue un éxito y el gobierno del Caudillo se convirtió en una especie de prorregencia. La «vieja guardia» falangista, que era violentamente antimonárquica, protestó contra esta serie de disposiciones para la restauración, pero nadie le hizo el menor caso. En 1947, los falangistas de la «vieja guardia» eran el hazmerreír de toda España.

No obstante, al año siguiente ganaron algunos puntos después de la infructuosa entrevista celebrada entre el Caudillo y el pretendiente, don Juan, en Portugal. Don Juan hizo saber que no podía considerar a la Monarquía restaurada como una mera prolongación legal del régimen de Franco, y añadió que no podía aceptar la existencia del actual partido único estatal ni sus Veintiséis Puntos. Esto vino a ensombrecer de nuevo el horizonte político español, impulsando al Caudillo a reanimar un poco a la moribunda Falange.

En 1948 Raimundo Fernández Cuesta volvió a ocupar su cartera de ministro-secretario general del Movimiento, que había permanecido vacante durante tres años. El breve período de actividad a que dieron lugar los esfuerzos para devolver al partido una parte de su vitalidad no sirvió más que para obligar a ceder a los monárquicos. Aunque se hubiese deseado sinceramente hacerlo, era ya demasiado tarde para infundir nueva vida al partido.

El aislamiento de España terminó en 1950, en los momentos culminantes de la «guerra fría» contra el comunismo. El nombramiento de un embajador norteamericano en Madrid fue la señal para que, una tras otra, las potencias occidentales reconociesen nuevamente al régimen franquista. El deseo de incluirlo en una vasta alianza anticomunista, aunque fuese moralmente condenable, era cosa natural.

La situación económica de España en 1950 no era muy distinta de la de 1936. Ante la falta de ayuda extranjera, habían sido necesarios más de diez años para levantar al país de las ruinas de la guerra civil; las privaciones y el aislamiento provocados por el largo conflicto internacional habían retrasado el proceso de su recuperación. El nivel de vida no había aumentado mucho y en algunas regiones incluso había experimentado un descenso. Los recursos económicos de la nación estaban en manos de un sistema capitalista temperado por el control económico del Estado. En general, todas las materias primas, las licencias de importación, las divisas extranjeras, el comercio exterior, ciertos aspectos del crédito y otros muchos capítulos de la producción nacional estaban controlados por el gobierno con arreglo a las disposiciones de orden económico y las normas sindicales establecidas en 1940-1941. No obstante, las actividades financieras apenas se veían afectadas por esta serie de restricciones. Los bancos tenían las manos libres para actuar y, en la práctica, contaban con el apoyo de los ministros del gobierno.

La derrota de las izquierdas, la desaparición de los idealistas de la derecha, el largo período de «mercado negro» en las operaciones comerciales y la profunda transformación impuesta por la guerra civil, junto con la complejidad de la coyuntura económica mundial, en plena mitad del siglo XX, todo ello contribuyó a favorecer el desarrollo del capitalismo español. En 1950 España estaba en pleno florecimiento capitalista. El margen de beneficios de los grupos económicos era elevadísimo y las empresas aumentaban constantemente su capital social.

En esta época las inversiones de capitales alcanzaron considerables proporciones. España vivió el período de expansión industrial más brillante de su historia, desde los felices tiempos de 1914-1918. Según el informe anual del Banco Central para 1959, entre 1951 y 1958 los índices de la producción industrial aumentaron aproximadamente en un cien por cien. Este desarrollo fue posible gracias a una implacable política de precios y de salarios, impuesta por los grandes grupos industriales y financieros que, en la práctica, controlaban toda la economía. Además, el grupo de industrias nacionales del INI —la obra preferida del régimen— volcaba millones y más millones de pesetas en una serie de empresas estatales y de planes económicos del gobierno. Las inversiones se efectuaban a un ritmo tal que pronto rebasaron la capacidad productiva real de toda la economía nacional.

A pesar de la competencia existente en el mundo de los negocios, los precios se mantenían elevados para asegurar un alto nivel de beneficios a las empresas capitalistas. Los precios de coste resultaban excesivos, porque España carecía de industrias secundarias, de ingenieros y de obreros especializados en número suficiente para desarrollar un programa de rápida expansión industrial. Todo el sistema dependía de las importaciones, mientras el gobierno se obstinaba en proseguir un plan económico absolutamente irracional. La ayuda económica norteamericana, que alcanzó importantes proporciones en 1953, consiguió estabilizar momentáneamente la situación, pero, a la larga, contribuyó a agravarla al estimular al mundo de los negocios a efectuar arriesgadas inversiones. La consecuencia natural de todo ello fue un pavoroso proceso de inflación, que alcanzó proporciones alarmantes a partir de 1955.

En cuanto al partido, el único foco vivo de idealismo lo constituían las llamadas Falanges Universitarias o sección estudiantil del Movimiento. Salvo en los primeros años de la posguerra, estos jóvenes falangistas no pasaron de constituir una exigua minoría entre la masa universitaria, pero estaban llenos de fe y de fervor. Sin embargo, ante la realidad circundante, incluso estos espíritus ardorosos acababan perdiendo su entusiasmo. Entre 1945 y 1955 algunos grupos de estudiantes y de organizaciones juveniles vinculadas a las facultades y escuelas intentaron revitalizar —y a veces, hasta recrear— el falangismo entre los jóvenes. En plena dictadura y bajo el peso de cinco o seis grupos de presión distintos, ello requería un gran esfuerzo. Los estudiantes falangistas acabaron perdiendo todo interés por la lucha y, en 1955, la juventud de la nación estaba sumida en la mayor apatía política.

El régimen no deseaba, en realidad, otra cosa. El Caudillo había comprendido desde el primer momento la imposibilidad de edificar un Estado fundado exclusivamente sobre bases ideológicas. El partido, que debía ser el principal instrumento para esta obra, resultaba absolutamente incapaz y no inspiraba la menor confianza; por otra parte, la oposición al mismo procedente de las principales fuerzas de la derecha era demasiado fuerte. Franco optó, por lo tanto, por un régimen de simple fachada ideológica, verdadera farsa política detrás de la cual se amparaba su sistema de gobierno dictatorial. Fuera del reducido círculo de funcionarios del gobierno y del partido, todo lo que se pedía a la gente era su asentimiento pasivo. No teniendo ningún ideal que ofrecer al pueblo español, el único objetivo de Franco era mantenerlo en la más profunda ignorancia política. Con las izquierdas reducidas a la impotencia, las derechas absorbidas con la religión y los negocios y el partido oficial reducido a un papel puramente decorativo, la tradicional fórmula panem et circenses estaba a la orden del día.

El pan, por primera vez después de quince años empezaba a ser abundante. Con el incremento de la producción, aumentaron los salarios reales, aunque el capital seguía llevándose la parte del león en los beneficios. En cuanto al circo, España se convirtió en el país más apasionado de Europa por los deportes. Cuando un director de periódico no dedicaba suficiente espacio al deporte incurría en las iras de los funcionarios de la censura. Madrid podía permitirse el lujo de poseer un diario exclusivamente consagrado a los deportes, que era el que alcanzaba la mayor tirada del país. Y como remate, en la capital de la nación se estaba construyendo el mayor campo de fútbol del mundo.

Durante la guerra civil, el cronista oficial del Cuartel General había escrito: «No nos engañemos: cuando termine esta guerra, tendremos muchos vencidos dominados, PERO CONVENCIDOS, NINGUNO[728]». Con el tiempo, Franco estaba menos empeñado en convencer que en impedir todo riesgo de que los españoles empezasen a pensar por su cuenta.

Hacia 1955, Madrid era la ciudad que ofrecía el mayor vacío político de Europa. Todas las ideologías políticas que habían penetrado en España desde 1900, o habían sido derrotadas físicamente durante la guerra civil, o fueron moralmente desfiguradas en los años posteriores a la misma. Aparte la minoría de católicos que iban a misa, no había el menor signo de que ningún sector de la población creyese realmente en algo. A medida que transcurrían los años, la izquierda parecía encontrarse más dividida, más resentida y más impotente. El ligero aumento de la producción permitía abrigar alguna ilusión de mejora económica, y los trabajadores más capaces orientaban sus ambiciones hacia las aspiraciones económicas, más que políticas. La vida política era algo inexistente. Las únicas manifestaciones públicas españolas se limitaban a algunas realizaciones económicas.

En estas condiciones, el único falangista que alcanzo alguna popularidad a lo largo de dieciséis años de ministro de Trabajo (1941-1957) fue el antiguo jefe de milicias José Antonio Girón. Éste se tomó en serio su cargo y trató de infundir en el gobierno cierta preocupación por los trabajadores. Estableció una legislación social bastante avanzada, aunque las disposiciones oficiales quedaban muy por debajo de las necesidades reales de los trabajadores. La realización más destacada de su sistema fue la garantía de estabilidad en el empleo. Existía un subempleo, pero el paro prácticamente desapareció. A pesar de estar rodeado de paniaguados, famosos por sus inmoralidades económicas, la gente reconocía que había intentado sinceramente mejorar la situación de los trabajadores y logró incluso cierta popularidad entre los mineros asturianos[729].

Sin embargo, hacia 1955, la espiral de la inflación hizo que la situación de los trabajadores industriales o agrícolas resultara insostenible. Si se quería evitar que el malestar económico provocase un despertar de la conciencia política adormecida durante tantos años, era preciso dar satisfacción a algunas reivindicaciones sociales. La popularidad de Girón se mantuvo todavía en alza gracias a un aumento de salarios concedido en 1956. Dada la complejidad del sistema de salarios existente en España, el aumento real no resultó tan importante ni de efectos tan inmediatos como parecía, pero el gesto hizo su efecto. Esta medida provocó lógicamente un considerable agravamiento del proceso inflacionista. Durante 1955 y 1956 estalló en algunas zonas industriales una serie de huelgas ilegales. Incluso ciertos católicos liberales empezaron a agitarse.

Algunos «camisas viejas» aprovecharon el momento para abrir su corazón. En un congreso de la «vieja guardia» celebrado en 1956, Carlos Juan Ruiz de la Fuente afirmó: «Nuestro capitalismo se estanca en 1936. Más y más grande. Es el único capitalismo marxista todavía superviviente[730]». Era evidente que había que introducir alguna modificación en su estructura, ya que el propio ministro de Hacienda reclamaba una mejor administración económica y el Estado necesitaba reforzar su sistema.

En este ambiente, la monarquía, considerada por los elementos conservadores como la salida natural del régimen de Franco, empezaba a adquirir una rápida popularidad. Si hasta entonces todavía no lo eran, todos los banqueros se hicieron monárquicos. Muchos funcionarios del régimen empezaron a confesar a los extranjeros que ellos no eran, en realidad, franquistas, sino monárquicos. De igual modo que muchos derechistas apoyaron la República conservadora en 1931 para evitar males peores, esos mismos elementos empezaban a considerar una monarquía moderadamente constitucional como su única salvación en 1956. Husmeando el peligro, la Jerarquía eclesiástica empezaba también a plegar velas y a tomar sus distancias respecto del régimen. Por vez primera en los últimos diez años, éste se sentía seriamente amenazado.

Franco consideró que en tal difícil trance lo mejor era recurrir una vez más a Arrese, quien, en 1956, recuperó, con la bendición del Caudillo, el puesto de ministro secretario general del partido. Los falangistas de la «vieja guardia» consideraron que este nombramiento presagiaba un importante cambio institucional y en un año se dijo que se inscribieron en la Falange 35 000 miembros; por vez primera desde el fin de la guerra civil las filas del partido, en vez de disminuir, aumentaron. Los dirigentes falangistas diéronse cuenta de que acaso ésta iba a ser su última oportunidad. El Caudillo podía necesitarles para que le ayudaran a transformar su dictadura en un sistema político más viable, y si los veteranos falangistas no aprovechaban ahora la ocasión para imprimir una nueva orientación al Estado español, podían considerarla ya perdida para siempre. Por lo tanto, se constituyó una comisión encargada de revisar los Estatutos del partido y de proponer una ampliación del sistema de Leyes Fundamentales para proporcionar al régimen una base popular más amplia. Además de Arrese, formaban la comisión varios antiguos líderes falangistas y consejeros nacionales, entre los cuales figuraban Luis González Vicén, José Antonio Elola, Diego Salas Pombo, Francisco Javier Conde y Rafael Sánchez Mazas. No obstante, la mayoría de los miembros de la comisión eran «franco-falangistas» y, por lo tanto, nadie tenía el menor interés en restablecer a la Falange en un lugar preeminente como partido estatal, ni siquiera en aumentar su influencia o prestigio en el país. Los miembros de la comisión no tenían otra preocupación que la de consolidar el régimen, procurando que se otorgase mayor representatividad a algunos elementos «seguros», con lo cual confiaban en la posibilidad de garantizar la continuidad del régimen, después de la desaparición del Caudillo.

La única voz que se levantó en la comisión en defensa de la ortodoxia falangista fue la de Luis González Vicén, el antiguo jefe de milicias de Valladolid, amigo de Girón, miembro del Consejo Nacional y considerado por el régimen como un francotirador. Vicén propuso que se estableciese una nueva Constitución basada sobre una Falange ampliada, que sería el instrumento ejecutivo del nuevo Estado, para organizar un sistema más representativo y más justo desde el punto de vista económico. Después de largas discusiones en el curso de una reunión y viendo que no conseguiría nada contra la voluntad de la mayoría, Vicén decidió retirarse de la comisión.

En una carta que dirigió a Arrese el 8 de junio de 1956, Vicén trató de explicarle las razones de su conducta. Reconociendo que después de la guerra civil la Falange no podía ya aspirar a ser un partido político independiente, afirmaba: «…El Partido, que fue movimiento por necesidad, debía ya hace mucho haberse transformado en otra cosa… que yo —no sé si acertadamente— digo que debió transformarse en sistema». Si el partido llegara a convertirse en una forma de gobierno regular, el arbitrario mando personal del Caudillo ya no sería necesario.

Así concebido el sistema, no sólo no necesita jefe, sino que —lo que es mucho más importante— su presencia es perjudicial para él y para el sistema mismo. El sistema debe ser de mando colectivo y de jefatura sólo circunstancial. El Consejo Nacional electivo de características precisas es el eje de todo y quien asume todas las funciones de la Jefatura, que puede delegar, en tantos sentidos como creamos convenientes, en personas o en colectividades menores[731].

El Consejo Nacional de la Falange, encargado de supervisar todas las actividades del Estado español debería hallarse totalmente libre de influencias del Ejército o de la Iglesia. Vicén precisaba que no negaba al Ejército ni a la Jerarquía eclesiástica el derecho a ser consultados en todas las decisiones importantes para la vida de la nación, pero se oponía firmemente a que se les reservasen puestos especiales en el Consejo Nacional.

En las Cortes, sin embargo, es donde tienen su justa presencia, es decir, junto al pueblo español en su labor legislativa. Allí está su sitio indudable, junto con otros muchos sectores profesionales y jerarquías del país[732].

Vicén rechazaba todo privilegio en favor de las jerarquías de la Iglesia porque consideraba que España era una nación católica y había que evitar a toda costa que el país pudiera dividirse nuevamente por causa de estos privilegios, precisamente cuando la unidad religiosa era la única forma de unión que el régimen había logrado imponer al pueblo español[733]. Al propio tiempo Vicén expresaba su temor de que las manifestaciones más recientes de cierto alejamiento de la Iglesia respecto del régimen fueran un indicio de su voluntad de abandonarlo a su suerte[734].

El Ejército representaba un problema mucho mayor que la Iglesia. En cada momento crítico —proseguía Vicén— el Ejército se considera autorizado para actuar como árbitro de la política española, a pesar de su falta de educación y de disciplina políticas. Un Ejército que no conoce otros valores que «heroísmo, sacrificio y amor a la Patria» no estaba preparado para intervenir de un modo eficaz en la política nacional, y cuando lo intentaba, actuaba con igual sectarismo que cualquier otro grupo político. Si intenta dirigir la evolución política del Estado español, el Ejército «pasará en el concepto de los españoles como un Ejército vencedor implicado en las labores políticas y, por lo tanto, como conquistador de su propio país, se convierte en sujeto político del mismo». «El Ejército político ha fracasado en todos los países[735]».

El tercer elemento de la «no-Santísima Trinidad» de Vicén era el capitalismo español o la derecha. «El derechismo español, que siempre ha obrado influido por el miedo y por la intranquilidad que le producía su falta de contenido auténtico, ha gritado constantemente: Iglesia y Ejército[736]». Porque sólo gracias a su autoridad espiritual y militar pueden conservar las derechas su «precaria situación» en la vida española.

Según Vicén, uno de los principales problemas políticos españoles consistía en:

La falta de liquidación de la guerra civil, que en el momento actual se encuentra todavía casi en el mismo estado que en el año 1939… En este momento todavía, la diferenciación entre rojo o no-rojo, entre afectos y desafectos, en otros términos, entre vencedores y vencidos, es una realidad en la vida nacional y en las decisiones administrativas del gobierno. El acceso al poder perfectamente delimitado entre vencedores y vencidos, el trato a los ciudadanos en los que igualmente se marca la diferencia, las posibilidades de influencia social y otras muchas razones, indican claramente que este gravísimo problema se encuentra sin solucionar. Si esto se ve así desde nuestro campo, ya puedes figurarte cómo se ve desde el campo opuesto. Ellos no sólo se ven como vencidos o como insatisfechos políticamente; ellos se ven tratados como españoles de segunda categoría y exageran la injusticia del trato que reciben, acumulando el odio contra la otra mitad que creen causante de su mal[737].

Por lo tanto, en la evolución del movimiento nacionalista partiendo de la actual dictadura hacia un sistema político más compresivo habría que tener en cuenta a esta otra mitad de la nación. Mientras el régimen de Franco continuara identificándose con el Movimiento, no representaría más que media España y sería incapaz de establecer los sólidos cimientos del futuro. El peligro era aún mayor porque la Falange, que era el único grupo político existente dentro de los actuales límites del Movimiento, no tenía ninguna fuerza:

Cualquier acción política exige poseer una fuerza que la Falange no tiene en el momento actual, y que por ello tiene que buscar urgentemente, si no quiere seguir dando bandazos y representando todos los intereses menos el suyo mismo. Esta fuerza sólo le puede venir de dos sitios: o de un jefe prestigioso, como el que actualmente tiene, o de su propia masa y de las situaciones estratégicas que dentro del complejo estatal consiga[738].

Vicén censuraba duramente el que se permitiese que la Falange siguiera dependiendo exclusivamente de la autoridad de un jefe como Franco, por las siguientes razones:

  1. Por la mortalidad y mutabilidad de los hombres.
  2. Porque entraña en sí el mando absoluto que puede, en algunos casos, conducir a la tiranía.
  3. Porque en ella se usa para el nombramiento del mando el método personal y directo, con sus graves consecuencias de coacción a la jerarquía, el servilismo, la falta de libertad de los hombres que cubren los cargos para opinar y actuar y el peligro de que, cuando se equivoca el mando (y el mando yerra como todo hombre, aunque yerre menos que los otros hombres), la equivocación es sustentada por todos automáticamente, pudiendo tomar caracteres de cataclismo.
  4. Porque, por desgracia, los hombres son caprichosos, y principalmente aquéllos que se encuentran más altos, y no se puede hacer sufrir al país por los Caprichos y veleidades de ningún hombre por alto que éste esté.
  5. Porque este procedimiento de mando y fuerza de arriba abajo desata en la nación el movimiento de todos los trepadores y ambiciosos sin base, ya que a la jerarquía se llega por trato personal y no por trabajo, biografía política, conocimientos o dotes personales.
  6. Porque no hay forma, en este tipo de mando, de aprovechar las posibilidades que tiene un país en personalidades, ya que todos los nombramientos tienen que ser hechos entre aquéllos que son conocidos o visibles por y para el que tienen que designar el nombramiento, y un hombre, por excepcional que sea, nunca puede tener ante su vista o imaginación más de «un corto número de personas y ningún fichero puede sustituir el conocimiento personal».
  7. Porque se hace una elección a la inversa, ya que son sólo vistos aquéllos que por sus posibilidades espirituales, por sus ambiciones crematísticas, o por falta de ocupación, pueden dedicar su tiempo a hacerse ver[739].

Difícilmente podría haber salido de la pluma de un «rojo» exiliado una condena más dura del régimen político que el propio Vicén había contribuido a establecer. Para éste la solución no consistía en un retorno a la democracia política de la República, sino en un «ensanchamiento» de las actuales estructuras de gobierno, que permitieran incorporar a todos los españoles. Vicén sugería que fuese el Consejo Nacional de la Falange el que propusiese los candidatos a la Jefatura del Estado español y el que garantizase la limpieza de las elecciones que se celebrasen. Además, el Consejo Nacional debería supervisar todas las funciones estatales y podría interponer su veto a cualquier iniciativa de gobierno. Todos los españoles mayores de edad tomarían parte en las elecciones «presidenciales» para designar el jefe del Estado de entre los candidatos aprobados por el Consejo Nacional. Vicén enumeraba algunas de las medidas concretas que debían adoptarse para reorganizar el Estado español. El nuevo sistema, político mantendría los principios de sufragio universal, canalizado a través de la representación indirecta. Los funcionarios y los miembros de las entidades locales serían elegidos directamente por la población; aquéllos, a su vez, elegirían a los miembros de las entidades provinciales y un tercio de las Cortes; un segundo tercio de las Cortes sería elegido por los Sindicatos (bien indirectamente, o directamente cuando se tratase de grandes sindicatos nacionales) y el tercer tercio sería integrado por personalidades eminentes pertenecientes a distintas categorías o clases, designados por el gobierno, las Cortes desempeñarían funciones legislativas, tendrán la facultad de confirmar al jefe de gobierno (o primer ministro) nombrado por el jefe del Estado, para retirar su confianza al gobierno, obligándole a dimitir y a supervisar y criticar las decisiones del gobierno, con un derecho de veto sobre la legislación fiscal. Su disolución, que daría lugar a nuevas elecciones, sólo; podría decretarse, como mínimo, dos años después de haber sido constitutivas.

Paralelamente al establecimiento de un gobierno más representativo, Vicén preconizaba un robustecimiento y, a la vez, una democratización de la organización de la Falange. Cada JONS local procedería a la elección de su propio jefe, cuya designación debería ser aprobada por el jefe provincial, quien podría revocar aquel nombramiento, pero únicamente con el apoyo del Consejo Provincial. Las JONS locales podrían asimismo presentar un voto de censura contra su jefe, correspondiendo la decisión final al Consejo Provincial.

En cada provincia, los militantes de la Falange elegirían los miembros de su Consejo Provincial, el cual designaría de entre ellos al jefe provincial, elección sobre la que el Consejo Nacional podría ejercer su derecho de veto. Por último, una tercera parte del Consejo Nacional la formarían los cincuenta jefes provinciales, un segundo tercio sería elegido directamente por los miembros del partido y el último tercio se compondría de consejeros directamente designados por el jefe nacional[740]. Éste sería nombrado por el Consejo Nacional, así como los miembros de la Junta Política. El Consejo Nacional tendría por principal misión supervisar la línea política del Estado español, con derecho a vetar las leyes, criticar o promover las reformas y depurar los cuadros del partido.

El vacío político que rodeaba al régimen de Franco era algo que no podía continuar. Vicén le decía a Arrese que podía comprobar con precisión cómo la gran masa de los españoles se hallaban en pleno caos, sin jefes ni normas ni organización. Y añadía que «sí fallaba el intento de convertir el “Movimiento” en un “Sistema”, la reacción que podría producirse sería incalculable». Para los dirigentes falangistas sería catastrófico esperar a la desaparición de Franco para reorganizar sus fuerzas, que estaban ya a punto de extinguirse. Después de Franco, el Ejército y los monárquicos tratarían de eliminar totalmente a la Falange. Entonces sería demasiado tarde para intentar la creación de un Sistema viable. Vicén le preguntaba a Arrese:

«¿Tú crees que se podía hacer? Es más probable que fuéramos desbordados por los sectores monárquicos y por el mismo rey, que muy justamente tendería (sic) a quitarse la presencia incómoda y la hegemonía de una Falange en gran parte impuesta, pero no querida. Nos quedaríamos con tas cuartillas que ahora vais redactando en las manos, y como recuerdo no de nuestra falta de visión actual, sino de nuestra cobardía y conformismo[741]».

La implantación del «Sistema» requeriría muchos años y, por lo tanto, cada mes que transcurría resultaba precioso. Había que aprovechar los años en que el Caudillo continuase al frente de la nación para alcanzar todo el prestigio y la fuerza posibles:

Hay que hacer todo muy deprisa para conseguir aprovechar los años que le quedan al Caudillo de vida, y para que éste pueda dejar el porvenir de la Patria asegurado y no nos deje la tremenda incógnita que hoy tenemos[742].

Los demás miembros de la comisión consideraron que las proposiciones de Vicén eran demasiado radicales. Creían que era imposible «re-falangizar» a España; a lo sumo, todo lo que se podía intentar era confiar al Consejo Nacional la salvaguardia de los ideales del Movimiento. La única preocupación de los miembros de la comisión parecía ser la de convertir la actual dictadura absoluta en un «sistema», dentro de una monarquía casi constitucional.

Al cabo de varios meses de deliberaciones la comisión elaboró un informe y varios «anteproyectos». Las «bases» teóricas del informe afirmaban que debía establecerse la continuidad del Movimiento sobre unos cuantos principios políticos básicos e incontrovertibles. Admitidos estos principios, podrían tolerarse diferencias de matiz en la interpretación de los mismos, siempre que ello no supusiera un retorno al sistema de partidos políticos. En todo caso, había que dotar al Estado español de una estructura jurídica adecuada, ya que el sistema del «Caudillaje» no podría continuar después de la muerte de Franco: «1. La autoridad del Caudillo es vitalicia. 2. La autoridad del Caudillo no es, en sus contenidos históricos, susceptible de sucesión[743]».

Para los miembros de la comisión la idea de una Constitución era demasiado formalista y tendente al relativismo jurídico; en su lugar preferían el establecimiento de una serie de Leyes Fundamentales, que permitirían la eventual transición del actual Estado español hacia una monarquía, bajo la dirección del Consejo del Reino.

Una vez firmemente establecido el principio de la transición hacia la monarquía, se planteaba el problema de incorporar a la misma la representación popular. La Ley de Sucesión no podía interpretarse como una simple entrega del Estado español a la persona del Rey; aquella Ley debía ser considerada como una más, dentro del conjunto de Leyes Fundamentales y en íntima relación con el contenido de las mismas. De acuerdo con la letra de estas Leyes, el sistema político establecido bajo la nueva monarquía sería representativo. Las «Bases» del informe reconocían que, aunque la tendencia democrática no siempre fuera deseable, era, en realidad, «prácticamente irreversible[744]».

Naturalmente, el Movimiento Nacional constituiría la base de toda representación política. No podía destruirse la unidad del Movimiento para volver al caduco sistema de partidos políticos. El renacer de los partidos, incluso sobre la base de un sistema electoral restringido y controlado, sería un verdadero desastre. Una cierta libertad política, aunque restringida, no serviría para otra cosa que para favorecer las campañas demagógicas de los elementos desafectos, que se presentarían a sí mismos como los representantes del país real frente a la España oficial.

El hecho de que el gobierno fuera representativo no debía significar que el rey carecería de todo poder político. La fórmula «el rey reina, pero no gobierna» no debía interpretarse en el sentido de quitarle todo el poder. El Rey (o jefe del Estado) nombraría al jefe del gobierno (o primer ministro) y nombraría asimismo los principales mandos del Movimiento. El gobierno sería responsable al el jefe del Estado y no ante las Cortes.

Según al «Anteproyecto de Ley de Ordenación del Gobierno» propuesto, el jefe del gobierno sería responsable ante el jefe del Estado y sería nombrado por un período de cinco años, previa consulta con el presidente de la Cortes y el secretario general del Movimiento. El jefe del gobierno podía ser revocado por decisión del jefe del Estado o como consecuencia de un reiterado voto de censura del Consejo Nacional del Movimiento, el cual podría usar plenamente del derecho de interpelación.

Los ministros del gobierno, en razón de sus funciones administrativas, serían responsables ante las Cortes. Tres votos de censura del Consejo Nacional consecutivos contra el jefe del gobierno entrañarían su dimisión. La censura de las Cortes contra cualquier ministro —salvo que el jefe del gobierno se solidarizase con él, en cuyo caso el conflicto sería resuelto por el Consejo— obligaría a la exclusivamente del legislar.

No se modificaría la composición de las Cortes, y el jefe del Estado podría seguir promulgando, en algunos casos, decretos-leyes. Las Cortes se ocuparían exclusivamente de legislar, pero no intervendrían en cuestiones políticas de orientación nacional, que corresponderían al Consejo Nacional. Bajo este nuevo sistema el pueblo intervendría en la vida nacional bajo tres formas distintas: a través de los referéndums, del Movimiento y de las Cortes. Las Leyes Fundamentales únicamente podrían ser modificadas mediante referéndums[745].

La comisión preparó asimismo un anteproyecto encaminado a redefinir los principios fundamentales del Movimiento. El texto especificaba que el programa original fascista de los Veintiséis Puntos estaba superado; no se hablaba para nada de «imperio», sino de que España estaba llamada a cooperar con todas las demás naciones y a contribuir sinceramente a la edificación de una comunidad internacional. Tampoco había alusión alguna a la violencia o a soluciones radicales; únicamente se hablaba de conservar un Ejército fuerte «a fin de que un sentido militar de la vida informe toda la existencia española». Esto es todo lo que quedaba en 1956 de aquella «sagrada violencia» de que hablaba Onésimo Redondo. El anteproyecto doctrinal insistía en afirmar la preeminencia del catolicismo, la necesidad de defender la unidad nacional y la justicia social y la posibilidad de mantener un sistema capitalista moderado.

En una gran concentración que se celebró en Salamanca el 29 de septiembre de 1956 para conmemorar el vigésimo aniversario de la exaltación de Franco al poder, Arrese pronunció un discurso defendiendo enérgicamente las nuevas leyes propuestas. Éstas habían sido distribuidas entre los consejeros nacionales y enviadas a otras personalidades interesadas, lo cual provocó inmediatamente una serie de respuestas, algunas de ellas francamente hostiles. El Ejército, la Iglesia y los grupos financieros se opusieron violentamente al proyecto por temor a que contribuyese a aumentar la influencia de los falangistas. Las únicas modificaciones que estaban dispuestos a aceptar eran las que se orientaban hacia una monarquía autoritaria. Y preferían la dictadura tolerante existente a una resurrección del falangismo.

En veinte años de franquismo no se había realizado ninguno de los ideales de la «nueva España» con que había soñado José Antonio y los «camisas viejas» más inteligentes se daban perfecta cuenta de ello. El día en que se conmemoraba el vigésimo aniversario de la muerte de José Antonio, Arrese leyó ante la Radio Nacional el siguiente mensaje:

José Antonio:…

¿Estás contento de nosotros?

Yo creo que no.

Y yo creo que no porque te levantaste contra la materia y el egoísmo, y hoy los hombres han olvidado la sublimidad de tus palabras, para correr como locos sedientos por el camino del egoísmo y de la materia.

Porque quisiste una Patria de poetas y de soñadores ambiciosos de gloria difícil, y los hombres buscan sólo una Patria despensera y estomacal repleta de fécula, aunque no tenga belleza ni gallardía.

Porque predicaste el sacrificio, y los hombres miran a un lado y a otro para esconderse.

Porque despreciaste el dinero, y los hombres buscan el dinero; y el negocio se impone al deber, y el hermano vende al hermano, y se especula con el hambre del humilde y con las dificultades de la Patria.

Porque los hombres confunden tu lema de ser mejor por el de estar mejor.

Porque el espíritu se hace carne, y el sacrificio, guía, y la hermandad, avaricia.

Porque llamaste a tu cortejo a millares de mártires para que nos sirvieran de norma y guía, y los hombres no han visto en la sangre de los tuyos el ejemplo, y encuentran inoportuno su recuerdo, y les molesta que a sus oídos, cerrados a su generosidad, repitamos con machaconería la presencia de los ¡¡Presentes!!, y hasta qué sé yo si alguno explota a sus caídos como plataforma para trepar o como trampolín para el negocio y para la pirueta.

José Antonio, tú no estás contento de nosotros. Tú nos tienes que mirar desde tu sitio, desde tu veinte de noviembre, con profundo sentido de desprecio y melancolía.

Tú no puedes estar contento con esta vida mediocre y sensual[746].

En otras partes de su discurso Arrese afirmaba que las cosas se arreglarían y que la Falange se esforzaría en seguir mejor el ejemplo de José Antonio y de los demás fundadores del partido. Pero la triste exposición de la situación española que acababa de hacer resultaba mucho más ajustada a la realidad que su esperanzadora descripción de las posibilidades futuras.

El 29 de diciembre de 1956, Arrese presentó al Consejo Nacional de Falange su informe sobre las nuevas Leyes Fundamentales. Anunció que de los 151 consejeros nacionales consultados, tres se habían manifestado totalmente opuestos al anteproyecto n.º 1, dieciséis al n.º 2 y catorce al n.º 3. Entre los restantes consejeros se manifestaron toda clase de opiniones, desde los partidarios de una República presidencial a los que preconizaban una Constitución cuya custodia se confiaría a las fuerzas armadas.

«Una de las censuras más hábil y machaconamente manejadas por los oponentes a los Anteproyectos es la de suponer que a través de los mismos se intenta estructurar un régimen totalitario. La Falange, precisamente porque quiere un Estado católico, repudia el Estado totalitario[747]». La posibilidad de que todas las tendencias estuvieran representadas en las Cortes impediría que cualquiera de ellas ejerciera una supremacía antidemocrática. Para demostrar que no había que temer una excesiva preponderancia de la Falange, Arrese dio lectura a la siguiente lista de miembros de la Vieja Guardia falangista que ocupaban cargos dentro del régimen franquista:

Dos de los 16 ministros; uno de los 17 subsecretarios; ocho de los 102 directores generales; 18 de los 50 gobernadores civiles; ocho de los 50 presidentes de diputaciones provinciales; 65 de los 151 consejeros nacionales de FET y de las JONS; 137 de los 575 procuradores en Cortes; 133 de los 738 diputados provinciales; 766 de los 9155 alcaldes; 3226 de los 55 960 concejales municipales.

«Es decir —comentaba Arrese—, que la primitiva Falange ocupa aproximadamente el cinco por ciento de los puestos de mando de España[748]».

Precisamente porque la Falange tenía tan escaso poder efectivo había muy pocas probabilidades de que las nuevas propuestas de ley fueran aprobadas. La decisión final correspondía al Caudillo, quien estaba recibiendo una gran cantidad de protestas de obispos, militares, políticos y banqueros, que se oponían al intento de conceder a la Falange una representación casi exclusiva en la vida política española. Tras de esperar todavía dos meses más, Franco tomó su decisión: las nuevas leyes fueron enterradas, sin la menor explicación, mientras en febrero de 1957 se producía un importante cambio de gobierno. Este cambio no dejaba lugar a dudas sobre las intenciones del Caudillo: lejos de inclinarse en favor de los falangistas, los excluyó casi por completo del gobierno. Por ejemplo, José Antonio Girón había sido ministro del Trabajo durante dieciséis años; se decía que gracias a sus demagógicos discursos por la radio y a sus espectaculares aunque ineficaces aumentos de salarios, había conquistado una posición de la que nadie podría desalojarle. Pues bien; Girón salió del gobierno para ser reemplazado por Fermín Sanz Orrio, un dirigente sindical sin personalidad política y desprovisto del menor espíritu de iniciativa. Al mismo tiempo, Arrese era sustituido por José Solís Ruiz, que había comenzado su carrera política en 1940 como dirigente sindical, para acabar manifestándose como un inteligente y hábil maniobrero dentro del partido.

Para defenderse a sí mismo y defender al partido de los ataques y críticas que se le dirigían, Arrese tuvo el «valor» de difundir clandestinamente un folleto en el que declaraba que la Falange había sido postergada por los curas y los militares, «que son los únicos que han venido gobernando desde el principio». A continuación citaba algunos párrafos de su informe al Consejo Nacional en el que había enumerado los cargos ocupados por miembros de la «vieja guardia» en el Estado, tratando de demostrar con ello que «no puede hacerse responsable a la Falange de la situación de nuestra Patria».

Sin embargo, Franco había anulado la independencia personal de Arrese, reteniéndole en el gobierno en el inofensivo puesto de ministro de la Vivienda, con lo cual quitaba todo valor político a sus protestas y le desprestigiaba todavía más ante los adversarios del régimen.

El principal sostén del nuevo gobierno lo constituía la participación en el mismo de los miembros de la asociación católica seglar y secreta del Opus Dei, orden religiosa misteriosa y hermética fundada por un sacerdote aragonés en 1929. Destinada inicialmente a aumentar la eficacia del catolicismo en el mundo seglar, estaba compuesta en gran parte por laicos. El mayor misterio envolvía tanto su organización como su composición. Sólo se sabía que sus votos eran muy rigurosos y que sus miembros, cuyo número iba en constante aumento, estaban sujetos a unas normas de conducta muy estrictas.

El Opus Dei recibió un gran impulso con el despertar religioso provocado por la guerra civil, y en 1929 empezó a adquirir proporciones considerables. Aquel mismo año tuvo su primera oportunidad de ejercer cierta influencia política con ocasión del nombramiento del excedista José Ibáñez Martín, para sustituir a Pedro Sainz Rodríguez como ministro de Educación. La institución continuó desarrollándose durante los dos decenios siguientes y en 1957 ejercía su control sobre amplios sectores de la Universidad española a la vez que su influencia sobre el mundo financiero. Contaba en sus filas con algún destacado teórico político y con especialistas de la economía, que, en general, defendían posiciones políticas muy derechistas e incluso reaccionarias. Los expertos financieros del Opus Dei criticaban el desorden reinante en el seno del gobierno y en los medios privados en materia económica y predicaban la necesidad de aplicar rígidas medidas de austeridad a través de métodos autoritarios[749]. Puesto que el Opus constituía una especie de avanzadilla del catolicismo español, era lógico que Franco se apoyara en él para llevar a cabo su evolución hacia la derecha. Dos miembros del Opus Dei entraron en el Gabinete formado en 1957, en el que pasaban a desempeñar las carteras de Hacienda y Comercio.

Los medios de la oposición empezaron a considerar que Franco se había quitado definitivamente la máscara de la Falange para venderse a la reacción católica. Pero no era así. Ciertamente que la FET había llegado casi al extremo límite de su desintegración. En 1957 ya nadie pertenecía al partido, salvo los que habían hecho de él su medio de vida. Nunca se mencionaba a «la Falange», sino al «Movimiento», eufemismo utilizado corrientemente —alternando con el de «la Cruzada»— para referirse al bando vencedor de la guerra civil. La mayoría de los españoles sé habían formado ya una idea sobre lo que era ese «movimiento». Pero, de todos modos, el Opus Dei no fue invitado por el Caudillo para ocupar el lugar que la Falange había dejado vacante. El grupo del Opus no era para Franco otra cosa que la última carta de un juego que duraba ya más de veinte años. El dictador necesitaba obtener nuevos apoyos para hacer recaer en otros hombres la responsabilidad de su futura política. Una vez más, el Caudillo se las había arreglado para hacer frente a posibles dificultades ampliando su gobierno.

Los miembros del Opus tardaron dos años en darse cuenta de ello, lo que demuestra que no eran tan prácticos o «realistas» como se pretendía. Cuando al fin comprendieron que habían sido burlados, comprometiéndose a fondo con la dictadura sin obtener a cambio ninguna influencia política decisiva, sintieron deseos de rebelarse. Durante el invierno de 1959 se habló de unos contactos entre el Opus y el Ejército con vistas a la restauración de la monarquía. Sin embargo, tales rumores carecían de fundamento. La mayoría de los católicos estaban en contra del Opus Dei. La propia Acción Católica manifestaba desconfianza y hasta cierto desprecio hacia las gentes del Opus, por su arrogancia y acritud.

Aunque era casi imposible obtener datos concretos sobre el grupo, el Opus pareció en aquellos momentos perder algo del misterioso prestigio que le rodeaba. En la práctica sus economistas resultaron ser menos «geniales» de lo que se suponía. En realidad, tal como Franco había sin duda previsto, se les hizo responsables de la creciente inflación y del constante empeoramiento de la situación económica. En la primavera de 1959 las gentes del Opus tomaron resueltamente el viraje hacia el liberalismo económico, probablemente con el propósito de desarmar la oposición de los elementos más liberales de la sociedad española.

Durante los años 1958-1959 los precios continuaron subiendo más rápidamente que antes, rebasando ampliamente el nivel de las inversiones. El ritmo de las exportaciones era cada vez más reducido, la reserva de divisas estaba prácticamente agotada y la complejidad del sistema de controles económicos montado por el gobierno hacía fracasar todos los intentos de estabilizar la situación. Multiplicábanse de un modo alarmante las quiebras y suspensiones de pagos de las pequeñas empresas, mientras las grandes industrias empezaban a despedir a su personal. El régimen se encontraba al borde de la bancarrota. La oposición clandestina se mostraba cada vez más activa y se anunciaba una serie de huelgas para los próximos meses.

El viejo sistema económico montado por Franco a lo largo de los años se había vuelto inservible. En julio de 1959 se inició el nuevo programa de «liberalización». Se desvalorizó la peseta de una manera drástica y se suprimieron una serie de controles gubernamentales y de restricciones legales. Los propios ministros del Opus Dei se encargaron de desarrollar la nueva política económica; con ello se mantenía la continuidad del statu quo político, a la vez que se privaba a los miembros del Opus de toda veleidad de independencia política.

Durante estos años, la prensa extranjera andaba llena de historias en las que se predecía el inminente derrumbamiento del «pequeño mundo de Don Caudillo». Pero tales historias carecían de fundamento real. La dictadura debía su existencia a las profundas divisiones que destrozaron el cuerpo político español, divisiones que se había esforzado sistemáticamente en avivar. Mientras las derechas conservaran vivos sus sentimientos de temor y de odio respecto de las izquierdas no estarían en condiciones de unirse a ellas en un esfuerzo conjunto para derribar al régimen. Pero, además de la profunda división entre derechas e izquierdas, cada uno de estos bandos estaba a su vez escindido en diversos grupos. En cuanto a las condiciones económicas, influían poco en esta situación. Los obreros, que eran los que más sufrían, estaban estrechamente vigilados. Los sectores industriales y financieros no tenían por qué quejarse: el dictador había hecho lo posible por eludir ciertas exigencias del mundo moderno. Las derechas no podían, pues, rebelarse contra el régimen, y las izquierdas tenían que soportar todo el rigor de la policía estatal.

Durante veinte años, Franco había venido alimentando cuidadosamente todos los odios, los rencores, las divisiones y los temores que envenenaron la vida política española en 1936. Para él era vital, puesto que constituía la base permanente de la «nueva España».

En cuanto a la Falange, a partir de 1957 podía considerarse prácticamente inexistente; ni siquiera los escasos miles de afiliados que continuaban pagando sus cuotas podían afirmar que la Falange contara para algo en el país. Si todavía quedaba algún resto del antiguo falangismo, no se encontraba ciertamente dentro del marco del Movimiento en plena disolución.

Los únicos jóvenes capaces de mantener cierto entusiasmo eran los que componían las escasas escuadras de la llamada Guardia de Franco. Los más exaltados habían constituido células secretas en el seno de la misma, una de las cuales proclamaba que Ramiro Ledesma y las JONS constituían la única expresión auténtica del nacionalsindicalismo español. Estos muchachos empezaron a desarrollar una labor de propaganda clandestina tratando de hacer proselitismo en favor de su propia versión de las JONS. A principios de 1958 realizaron un gran esfuerzo para distribuir su propaganda en la estación de Atocha de Madrid, siendo detenidos varios de ellos. La célula fue disuelta, pero la mayoría de sus componentes siguieron manteniendo distintos focos de disidencia. Hubo una «centuria» de la Guardia de Franco de Madrid que se consideraba «hedillista», es decir, partidaria de Manuel Hedilla, el último jefe de la Junta de Mando de la Falange independiente.

El confinamiento de Hedilla había sido levantado en 1947. El arzobispo de Valencia declaró en privado en cierta ocasión que después de Jesucristo ningún hombre había tenido que soportar un trato más injusto que Manuel Hedilla. La Iglesia contribuyó a aliviar su suerte y, gracias a la amistad trabada durante su confinamiento con algunos católicos, pudo establecerse con modestia y dedicarse a actividades industriales.

Hedilla no hizo nada por alentar el entusiasmo de su jóvenes partidarios. Procuró eludir todo compromiso y pareció desinteresarse de la política. Los jóvenes rebeldes que en 1958-59 pintaban en los muros de Madrid letreros con la divisa «Hedilla-JONS» eran, como ocurría habitualmente en el partido, adolescentes sin la menor experiencia política. En realidad carecían de programa y estaban sumidos en la mayor confusión ideológica.

No obstante, algunos veteranos trataron de utilizar la figura de Hedilla, el único jefe falangista viviente que no se había comprometido con el régimen, para intentar reagruparse. En su provincia natal de Santander se constituyó un grupo llamado «Haz Ibérico». El programa de esta nueva organización clandestina era una especie de nacionalsindicalismo tecnocrático y pasado por agua, de un nacionalismo menos extremista y más mesurado en sus exigencias de orden económico. Si llegó a reunir a unos miles de partidarios en el Norte, la organización careció de trascendencia en la esfera nacional.

«Haz Ibérico» no era el único grupo «neofalangista» semiclandestino existente en España; había algunos otros que mantenían cierto contacto entre ellos. Pero ninguno de estos grupos era homogéneo y Íes separaban profundas diferencias. Únicamente coincidían en la necesidad de implantar en España una cierta forma de nacionalsindicalismo. Todos sus miembros afirmaban que había que «restaurar» el falangismo originario, desnaturalizado por la serie de arreglos y componendas del Caudillo, aunque era difícil saber lo que la palabra «falangismo» significaba para cada uno de ellos. Uno de sus portavoces declaró que, en la primavera de 1959, estos núcleos neofalangistas esparcidos y desorganizados contaban con unos 25 000 simpatizantes. Dentro del conjunto nacional esto no suponía más que una gota en el mar y nadie podría decir hasta qué punto esta corriente neofalangista estaría en condiciones de influir decisivamente en la futura organización política de España.

En 1960 era incontestable que el falangismo, como fuerza organizada, estaba totalmente muerto. Su declive aparecía rodeado de la misma confusión que caracterizó sus contradictorios comienzos. Mientras las nuevas corrientes católicas y socialistas se aprestan a disputarse el porvenir político del país, la mayoría de los españoles apenas si recordarán que en un tiempo existió una cosa llamada Falange.

Considerando la ingrata realidad del franquismo, parecía absolutamente fuera de lugar evocar la carrera política de José Antonio Primo de Rivera. El hecho de que el régimen invocase su memoria cada vez que se presentaba la ocasión resultaba una grotesca incongruencia. Como afirmaba el dirigente socialista Rodolfo Llopis, José Antonio resultó víctima de sus propias contradicciones; su carrera confusa y torcida le condujo a negar sus propias tendencias naturales. La característica más destacada de José Antonio era su fino sentido de lo que él llamaba un estilo de vida. Fue un fascista muy singular, hasta el punto que cabe preguntarse si, en realidad, podía aplicársele semejante calificativo. Brillante orador, que a veces lograba acentos sublimes, su destino trágico hizo de él un mártir político ideal.

En cuanto a la influencia directa que las ideas de José Antonio ejercieron sobre la dictadura surgida de la guerra civil resulta difícil de apreciar. Si se han mantenido algunas formas externas, su contenido ha sido miserablemente adulterado. Teniendo en cuenta la falta de madurez del movimiento nacionalsindicalista, no podía resultar de otro modo.

Es evidente que la Falange contribuyó al desencadenamiento de la guerra civil. Su extrema intransigencia fascista aumentó la tensión de la situación española, ya de por sí bastante explosiva. Pero, aparte este hecho, no puede atribuírsele una mayor responsabilidad en el conflicto. La guerra civil fue la consecuencia de profundos antagonismos sociales, políticos y económicos en los cuales el papel de la Falange como elemento catalizador fue bastante secundario. La Falange no era, ni mucho menos, el grupo más importante de los que conspiraban en favor de la abierta rebelión, y cuando empezó la lucha estaba ya totalmente bajo el control de los militares. En realidad la Falange, con su jefe desaparecido y los restantes mandos sumidos en la mayor confusión, hubiese pasado completamente inadvertida si Franco y los militares no hubiesen encontrado en ella un útil instrumento del cual servirse.

Pero no fue por simple casualidad que las derechas echaron mano de la Falange para convertirla en el partido del Estado. En los países de la Europa Occidental donde las exigencias revolucionarias de los trabajadores no podían satisfacerse mediante las necesarias reformas económicas, se impusieron inevitablemente soluciones de tipo corporativo. En España, una vez iniciada la guerra civil en 1936, el único procedimiento capaz de mantener sujetas a las masas trabajadoras era recurriendo a algo parecido al nacionalsindicalismo. Tal fue la contribución del falangismo al régimen de Franco. Para mayor seguridad se montó todo el sistema sindical como mejor le convino al gobierno, pero, de todos modos, pasó a ser una pieza esencial del mismo.

La Falange nunca tuvo una verdadera oportunidad de conquistar el poder, y sobre todo después de haber perdido a su jefe en el momento en que le era más necesario al partido. Tratar de realizar una síntesis de la derecha y la izquierda sin apoyarse en ninguna de dichas fuerzas era imposible quimera. Mientras combatía a la izquierda, la Falange fue absorbida poco a poco por la derecha y por el hábil maniobrero de Franco. Y de no haber sido porque le interesaba a Franco mantener su complicado tinglado, hecho de trampas y engaños, puede afirmarse que la Falange no hubiese conservado durante tanto tiempo su aparente autonomía.

Lo que llevó a la Falange a su perdición fue la excesiva carga de idealismo emocional que arrastraba en su dialéctica. Desde el momento en que el mito absoluto de la gloria y de la unidad nacional pasó a informar toda la doctrina de la Falange, ésta perdió toda posibilidad de maniobra y de compromiso, es decir, de acomodación a la realidad política. Esta fe en la eficacia del idealismo político fue una de las características principales del pensamiento político europeo a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Pero acaso en ninguna parte se produjo una desilusión de proporciones tan catastróficas como en España al final de la década transcurrida entre el comienzo de la guerra civil, en 1936, y la terminación de la segunda guerra mundial, en 1945.

De aquella ardorosa pasión de otros tiempos no quedaban más que nostálgicos rescoldos.