LA POLÍTICA DEL RÉGIMEN DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Por desgracia para los que pretendían manejar el gobierno de España en 1939, Muñoz Grandes no servía para secretario general del partido. Tal vez debido a su formación militar, Muñoz Grandes carecía de la ductilidad necesaria para dirigir hábilmente un movimiento tan heterogéneo como la FET. Más que un sindicalista, era un nacionalista puro y desde el principio se encontró incómodo con su nuevo cargo. Hombre íntegro y austero, Muñoz Grandes no poseía gran talento como realizador y pronto empezaron a surgir protestas por todas partes ante su gestión. La dirección efectiva del partido seguía estando en manos de Serrano, lo cual contribuía a aumentar la impresión de inutilidad que daba Muñoz Grandes. Su presencia al frente del partido provocaba constantes disputas y dificultades; a finales de 1939 resultó evidente que semejante situación no podía continuar.
El cese de Muñoz Grandes fue publicado el 15 de marzo de 1940[696]. No se le nombró sucesor y el partido quedó bajo la dirección nominal del vicesecretario general, Pedro Gamero del Castillo[697]. Éste era, en realidad, un monárquico católico, que esperaba convertir el complejo y heterogéneo aglomerado de la nueva Falange en un movimiento político fuerte, capaz de sostener eficazmente al nuevo Estado nacionalista y de orientar su futura evolución. Con este propósito había contribuido a la unificación de los partidos en 1937 y desde entonces había apoyado constantemente a Serrano Súñer. Para la reorganización administrativa que proyectaba necesitaba poder contar con los «camisas viejas», cuya presencia consideraba indispensable para la unión efectiva del partido. Después de 1939, los que quedaban de la Falange primitiva estaban tan decaídos y desconcertados que, en su inmensa mayoría, no tenían el menor deseo de oponerse a la dirección oficial del nuevo partido, a pesar de la hostilidad que muchos de ellos sentían hacia Gamero. A su vez, el vicesecretario general tenía escasa simpatía por los veteranos de la Falange de procedencia «jonsista», a pesar de que había desempeñado un papel importante en la organización de los nuevos Sindicatos, habiendo contribuido a la redacción de la Ley de Unidad Sindical.
La tarea de Gamero no resultó más sencilla que la de Muñoz Grandes, ya que el verdadero poder político continuaba detentándolo Serrano Súñer, desde el Ministerio de la Gobernación. Dirigir un partido compuesto de elementos dispares, sin poder tomar medidas verdaderamente revolucionarias y teniendo que soportar las constantes presiones de los distintos grupos del régimen, constituía una penosa labor. Como afirmaba Gamero en una ocasión:
…Se formulan a diario nuestros mejores camaradas y tanta gente de España (una pregunta básica). La pregunta sobre el momento presente de la Falange; la pregunta sobre la proporción entre los problemas actuales de España y las posibilidades del partido. Porque la verdad es que la Falange ni rige todavía un Estado propio —que no está aún construido— ni combate ya a un Estado enemigo, que quedó derrumbado.
…A la Falange le ha tocado prestar en estos tiempos un peligroso servicio de eclipse parcial. Tiene que actuar en las circunstancias más difíciles, disminuida por un grave sustraendo de heterogeneidad política que, a veces, reduce a cero el resultado visible[698].
Aun estando al frente del partido, Gamero siguió manteniendo estrecho contacto con los monárquicos. Al mismo tiempo fue uno de los pocos miembros del Gobierno español que en 1940 preconizaba una política favorable a los Estados Unidos, con la secreta esperanza de que los capitales privados norteamericanos pudieran interesarse en la reconstrucción de España. Después de llevar más de un año en el cargo de jefe virtual de la Falange, convencido de la imposibilidad de realizar ninguna labor útil en la política interior del país, presentó su dimisión en la primavera de 1941.
El partido continuó su marcha renqueante. La Falange, tanto la oficial como la «no integrada», seguía dividida en múltiples grupitos: había los círculos de elementos «situados» dentro del Régimen en Madrid, los dirigentes provinciales rutinarios y sin ambiciones, los «excombatientes» condenados a la inactividad (algunos de los cuales conspiraban, mientras otros vegetaban), las juntas clandestinas y grupos de resistencia de Ezquer y de otros, y la Organización Sindical, poderosa en potencia, dirigida por Salvador Merino.
A principios de 1941, los supervivientes de la vieja guardia que seguían dentro de la Falange oficial empezaron a estar hartos del dominio de Serrano Súñer. La tortuosa política instaurada por éste cuatro años antes, mantenida constantemente gracias al compromiso, la corrupción y el alejamiento sistemático de los mejores elementos había corroído el partido hasta la médula, reduciéndolo a un gigantesco aparato propagandístico, a una frondosa burocracia y a unos cuantos estudiantes sin madurez política.
En Madrid, los dirigentes de la Vieja Guardia continuaban reuniéndose en torno de Pilar Primo de Rivera, la eterna jefa de la Sección Femenina. A comienzos de 1941 decidieron presentar un ultimátum a Serrano Súñer, colocándole ante la disyuntiva de tomar directamente el mando efectivo de la FET, reorganizando el partido y restableciendo su influencia sobre el Estado, o bien de renunciar a la ficción pseudofalangista y entregarse plenamente a los grupos conservadores y reaccionarios.
Como de costumbre, Serrano reaccionó con suma circunspección. Comprendía que las cosas de la FET no marchaban como él había previsto. En vez de ser el gran partido nacionalista y conservador, fuerte y bien organizado sobre unas sólidas bases ideológicas, cuatro años de malabarismos políticos la habían convertido en una masa amorfa, ni carne ni pescado. Pero en aquellos momentos Serrano tenía otras preocupaciones. Su ambición ilimitada le empujaba hacia otros horizontes. Cuando los alemanes ocuparon Francia, los asuntos exteriores pasaron a ocupar un lugar predominante sobre la política interior, y Serrano pensaba dedicar toda su atención a aquéllos.
El 16 de octubre de 1940 Serrano Súñer se había hecho cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Este nuevo cargo absorbía la mayor parte de su tiempo y aumentaba sus preocupaciones políticas. Los monárquicos seguían viendo en él el principal obstáculo a la restauración y el hombre fuerte de la dictadura. A ello venía a unirse ahora un nuevo motivo de hostilidad: Serrano se proponía llevar a cabo una política germanófila, en oposición a la actitud anglófila de sus antecesores monárquicos: Jordana y Beigbeder. Por debajo de las apariencias superficiales, la neutralidad española suscitaba las más vivas controversias. Después de la caída de Francia, Serrano creyó que los aliados habían perdido la guerra en el continente. Convencido de que había llegado la hora del triunfo del Eje, estaba dispuesto a firmar un acuerdo con Alemania. Por su parte, la alta burguesía española en general y particularmente los núcleos monárquicos eran anglófilos. Aunque no conviene exagerar la amplitud y la intensidad de tales sentimientos, el hecho es que contribuían a aumentar el malestar interno.
Puesto que se consideraba que había sonado en Europa la hora del fascismo, parecía aconsejable acentuar el carácter fascista del Gobierno español. Serrano pensó que tal vez fuera oportuno aceptar la primera solución de la alternativa que le proponían los de la Vieja Guardia: asumir el mando directo de la FET y conferir a ésta un papel decisivo en el Estado. Esta fórmula le permitiría crear un verdadero partido estatal del cual sería el jefe único. Sin embargo, cabía preguntarse hasta qué punto el Caudillo querría o podría consentir que su cuñado adquiriese un poder tan desmedido. Además, asumiendo la responsabilidad formal de adoptar una actitud claramente favorable el Eje, quien comprometía su posición política era Serrano y no Franco. En la cumbre del poder, Serrano se encontraba en una delicada situación que no le permitía retirarse ni continuar como hasta entonces.
El descontento latente de la Falange acabó estallando en mayo de 1941. La crisis se precipitó el 5 de mayo, ante el nombramiento del coronel Valentín Galarza para sustituir a Serrano como ministro de la Gobernación. Galarza, uno de los antiguos dirigentes de la UME, era un intrigante que se había dedicado últimamente a deshacer lo poco que quedaba de las milicias falangistas. Este militar arribista, muy imbuido del espíritu de cuerpo, sentía una profunda aversión hacia la Falange. Su nombramiento provocó tal descontento entre los «camisas viejas» que en pocos días dimitieron diez jefes provinciales de las FET, entre los cuales se contaba el de Madrid, Miguel Primo de Rivera.
La reacción contra Galarza fue aumentando durante los días siguientes al de su nombramiento y alcanzó su punto culminante con la publicación en Arriba de un artículo sin firma titulado «El hombre y el currinche». Aunque no se le citaba, fácilmente se comprendía que el currinche aludido no podía ser otro que Galarza. Los militares pidieron la cabeza del falangista autor del artículo insultante (que se atribuía a Dionisio Ridruejo), pero Antonio Tovar, como jefe de prensa de la Falange, tuvo la elegancia de asumir la responsabilidad de su publicación.
Para aplacar a los militares, Franco destituyó a Tovar y a Ridruejo, a pesar de ser los jóvenes protegidos de Serrano[699]. Éste protestó de que ni siquiera hubiese sido consultado para estas destituciones[700], que consideraba como una manifestación de la peligrosa tendencia a poner las riendas del poder en manos de un grupito de militares políticos, en detrimento del complejo sistema falangista-conservador-cívico-militar que había conseguido montar a costa de tantos esfuerzos.
Firmemente convencido de que había que hacer algo para restablecer el equilibrio, Serrano quería a toda costa apaciguar a los falangistas, y se ha dicho que tomó la cosa tan a pecho que incluso llegó a presentar su dimisión al Caudillo.
Éste, sin embargo, había tomado sus precauciones para resolver la crisis. Si había considerado necesario respaldar a los militares en la cuestión del nombramiento de Galarza, no estaba dispuesto a permitir que el Ejército se impusiera a la Falange. Decidió, por lo tanto, nombrar secretario general de FET a José Luis de Arrese, que había sido jefe provincial de Málaga.
Arrese era un arquitecto «camisa vieja» y emparentado por su matrimonio con la familia materna de José Antonio. Aunque había sido detenido durante la «purga» de 1937, luego se ganó la confianza del Gobierno distinguiéndose en Málaga como promotor de un plan de viviendas económicas para trabajadores[701]. Al principio, Arrese se había mostrado sinceramente opuesto a la política de compromiso y de división de Franco. Éste conoció a Arrese durante una recepción oficial, en el curso de uno de sus viajes, y quedó favorablemente impresionado por la sinceridad y modestia de Arrese y trató de atraer al jefe provincial de Málaga a su causa. Enemigo personal de Galarza, Arrese era uno de los jefes provinciales que habían dimitido por su incompatibilidad con el nuevo ministro de la Gobernación.
Después de presentar su dimisión de jefe provincial de Málaga, Arrese salió para Madrid, donde recibió la sorprendente noticia de su nombramiento de secretario general. Sus deseos de servir lealmente al Movimiento le impulsaban a aceptar el cargo, pero, no obstante, hizo observar al Caudillo que el nombramiento de un miembro de la vieja guardia como secretario general no era suficiente para borrar la afrenta que el reciente nombramiento de Galarza suponía para la Falange. Franco estaba dispuesto a ampliar la base de su gabinete si con ello lograba evitar una especie de revuelta falangista dentro del régimen. Serrano Súñer, Miguel Primo de Rivera y otros dirigentes falangistas se reunieron en casa de Arrese para estudiar un posible reajuste del gobierno. Sus propuestas fueron aceptadas y el 19 de mayo de 1941 entraron en el gobierno otros dos falangistas: José Antonio Girón, delegado de los excombatientes, fue nombrado ministro del Trabajo, y Miguel Primo de Rivera, ministro de Agricultura. Aún dentro de la España de Franco, esta última designación resultaba francamente ridícula. Por otra parte, los Servicios de Prensa y Propaganda fueron transferidos del Ministerio de la Gobernación a la Vicesecretaría de Educación Popular de FET, recientemente creada. Girón y Miguel Primo de Rivera cogieron al vuelo la ocasión de ocupar una cartera ministerial, efectuándose los cambios con toda rapidez[702].
Serrano no podía dejar de felicitarse por el resultado de la combinación, que venía a restablecer el tan deseado equilibrio, pero, al mismo tiempo, la nueva situación reducía su propia influencia en el seno de la Falange. La dirección del partido pasaba a ser un juguete en manos de Franco y no parecía existir la menor posibilidad de que, aun tomando un cariz netamente conservador, la Falange pudiera llegar a convertirse en la fuerza institucional por cuya creación tanto había luchado Serrano. La última palanca que le quedaba a éste era su cargo de presidente de la Junta Política de FET y se dispuso aprovecharla al máximo.
Arrese era el primer interesado en que se definiesen con precisión las atribuciones de las jerarquías del partido. La falta de confianza que siempre tuvo Franco en los anteriores secretarios de la Falange había permitido a Serrano ejercer un poder casi ilimitado. Para establecer la adecuada coordinación en la dirección del partido, Arrese le propuso a Serrano que sugiriese una serie de propuestas para aclarar sus respectivas funciones. Arrese creyó comprender que Serrano estaba de acuerdo en que el secretario general asumiera la plena responsabilidad de todos los nombramientos y de la dirección interna de la FET, reservándose al presidente de la Junta Política las cuestiones de política general y de orientación ideológica del partido. En su consecuencia, Arrese aprobó las propuestas presentadas a Franco, quien inmediatamente las recogió en una ley. Cuál no sería la sorpresa de Arrese al ver que el texto sometido por Serrano confería al presidente de la Junta Política tal poder de intervención en toda la política del partido que la autoridad e independencia del secretario general quedaban prácticamente reducidas a la nada. Arrese se precipitó a informar a Franco de que había sido engañado.
El sorprendido resultó entonces Franco, pues estaba convencido de que Arrese había aprobado las propuestas de Serrano. El Caudillo se encontraba ante un dilema. Si la actitud independiente de su cuñado durante la crisis de mayo no había dejado de inquietarle, ahora empezaba a tener serias dudas sobre su rectitud y su lealtad. La posición de Serrano se hacía cada vez más difícil de sostener, debido al creciente número de enemigos que se había creado, dentro y fuera del partido. En cambio, Franco tenía confianza en Arrese, que le parecía honesto y sincero. Por lo tanto, consideró que lo mejor era anular los efectos de las medidas propuestas por Serrano. Como no podía derogar una ley que acababa de promulgar, autorizó a Arrese a efectuar una serie de nombramientos que, teóricamente, eran de la competencia de Serrano[703].
Los acontecimientos de 1941 y la ascensión de Arrese mermaron sensiblemente el prestigio de Serrano. La estrella del «cuñadísimo» iba hacia su ocaso. Todavía siguió como ministro de Asuntos Exteriores durante un año, pero en 1941 acabó de perder toda influencia en el seno de la FET. En realidad, nunca había sido tan independiente y poderoso como muchos se imaginaban; Franco se había limitado a utilizarlo como disolvente de los ímpetus fascistas y revolucionarios nacidos al calor de la guerra civil. Ninguno de los objetivos que Serrano perseguía con la implantación de un corporativismo católico o neofascismo se realizó y al final acabó siguiendo el destino habitualmente reservado a los favoritos de las cortes y a los que se dedican a la intriga política. Con razón pudo hacer a su amigo Ridruejo esta confidencia: «Nunca podremos reparar el mal que hemos hecho a España[704]».
Arrese era muy distinto de Serrano Súñer y se abstuvo de tomar ninguna iniciativa política. Por el contrario, su lealtad incondicional le llevó a rechazar los intentos de algunos dirigentes sindicales de constituir un «falangismo de izquierda» en torno suyo. Los elementos nombrados por Salvador Merino creían que pese a la destitución de su jefe podrían llevar adelante sus planes para crear un sindicalismo dinámico y revolucionario, pero Arrese no quiso apoyarles por considerarlos como unos «desviacionistas» en potencia; por el contrario, puso en manos de franco-falangistas seguros los puestos clave de los sindicatos.
Para Arrese, la desunión del campo nacionalista suponía poco menos que un suicidio colectivo. Aunque era adversario declarado del sistema capitalista y partidario de profundas reformas económicas y sociales, sometía los objetivos del nacionalsindicalismo a la voluntad suprema del Caudillo. Consideraba que la capitanía ejercida por éste durante la guerra civil le confería un mandato histórico para presidir los destinos de España en un futuro inmediato. Además, las profundas convicciones religiosas inclinaban a Arrese hacia una política de compromiso y transacción. Persuadido de que únicamente la unión de la cristiandad salvaría a Europa del comunismo, procuró eludir los elementos de violencia fascista contenidos en la ideología falangista.
La confianza que el nuevo secretario general inspiraba al dictador se debía no sólo a su honestidad personal, sino también al hecho de que Arrese parecía incapaz de organizar por su cuenta la menor intriga política. Franco había calculado que las responsabilidades de su nuevo cargo obligarían a Arrese a identificarse más con él, cosa en la que no se equivocó. Arrese se convirtió en un entusiasta partidario del Caudillo y en un fiel cumplidor de su política encaminada a atenuar el radicalismo y a acentuar el sentido religioso de la ideología falangista. Arrese proclamó abiertamente que había que dar muestras de moderación y de espíritu de compromiso si de verdad se quería rehacer a España, superar la lucha de clases y permanecer al margen de la guerra mundial. Aun reconociendo que no todos los servicios de la Falange funcionaban con la debida eficacia, puso en guardia a los militantes contra los peligros de la demagogia. Arrese no cesaba de repetir que la Falange era católica y que estaba estrechamente unida al Ejército[705]. La misión del partido consistía, según él, «primero, en espiritualizar la vida; segundo, en hacer a España más española, y tercero, en implantar la justicia social». Pero, al mismo tiempo, advertía que «España, y óiganlo bien claro algunos que visten la camisa azul, pero tapando la camisa roja, España no será nada si no es católica[706]». Naturalmente, el falangista tenía que ser mitad monje y mitad soldado: «Creemos en Dios, en España y en Franco[707]».
Arrese reconoce que a partir del momento en que asumió la dirección del partido, la línea política y la propaganda de la Falange abandonaron el acento teórico relativamente «revolucionario», aceptando más o menos explícitamente la conveniencia de una «evolución[708]». Aunque en sus discursos siguiera proclamando que «sin el fanatismo y la intolerancia nada puede hacerse», en realidad su papel en la política española de entonces se caracterizó por su gran moderación[709]. Puede decirse que después de la unificación establecida por Serrano cinco años antes, el paso de Arrese por la dirección del partido fue el mayor éxito de Franco en la manipulación de la Falange.
El reajuste ministerial de 1941 permitió ampliar la base del régimen, dándole una estructura definitiva. Con dos nuevos puestos en el Consejo de ministros, la Falange adquiría mayor influencia oficial que nunca, pero esta influencia Franco la otorgaba a un partido sumiso a sus órdenes. Los falangistas, al avenirse a colaborar plenamente en el nuevo Gobierno, sacrificaron definitivamente los últimos restos de su independencia. Se acabaron también todos los planes de conspiración contra el régimen. Los que no estuviesen conformes con esta última fase de la «nueva España» no tenían otra cosa que hacer que marcharse a su casa.
La evolución del papel de la Falange en el Estado de Franco quedó plasmada en el decreto de 28 de noviembre de 1941, que suprimió los doce Servicios nacionales establecidos en 1938 por Serrano. Éste había querido crear una organización en cierto modo paralela y complementaria a los distintos órganos ministeriales, pero Franco decidió cambiar esta estructura. En su lugar, se establecieron cuatro vicesecretarías: la Vicesecretaría General del Movimiento, encargada de la organización y administración del partido; la de Obras Sociales (sindicatos, excombatientes, etc.); la de Educación Popular (que asumía en la práctica, la dirección de toda propaganda oficial, incluso a escala nacional) y la de Secciones (de la cual dependían la Sección Femenina, las Juventudes, etc.). Así pues, salvo en lo referente a los sindicatos y a la propaganda, la FET perdió todo contacto con la administración del Estado. Aparte la dirección y encuadramiento del mundo del trabajo, su importancia política quedó muy reducida y su influencia resultó prácticamente nula. Del centenar de miembros que en 1942 componían el Consejo Nacional apenas unos cuarenta podían considerarse como falangistas. Aproximadamente una veintena de consejeros eran militares y había media docena de carlistas. El resto lo constituía una mezcolanza de derechistas y de oportunistas de la pequeña burguesía[710].
La Falange había sido domesticada. Nadie pensaba ya en la revolución nacionalsindicalista. Nadie se oponía ya a las combinaciones de Franco. Como afirmaba un falangista de izquierda, «esta Falange se refugia en las redacciones. En realidad no sale de ahí. Perfectamente domesticada, grita, cuando se le ordena, contra la reacción capitalista o contra los rojos taimados[711]». Pero fue incapaz de tomar la menor iniciativa.
Los espíritus más ardorosos del partido pensaron poder compensar su frustración y canalizar sus impulsos radicales enrolándose en la División Azul para combatir junto al Ejército alemán en el frente ruso. Los desilusionados falangistas tendrían así ocasión de luchar nuevamente contra el bolchevismo ateo, hundiendo sus bayonetas en pechos soviéticos. No todos los componentes de la División Azul eran falangistas, pero una buena parte de ellos eran jóvenes ardientes y fanáticos, como Dionisio Ridruejo y Enrique Sotomayor. Las bajas de la División Azul en el frente ruso fueron muy considerables y la flor y nata de los jóvenes que constituían la mejor esperanza de la Falange nunca regresaron a España. Algunos de los supervivientes renunciaron a abandonar la lucha, incluso después de la retirada de la División Azul, y formaron una Legión Azul que siguió combatiendo en el frente del Este hasta el fin de la guerra. Los veteranos de la campaña que volvieron a España en 1943 se preguntaban si no habían cometido un grave error, ya que se encontraron con una situación interior mucho peor que antes. Arrese le declaró sin ambajes a Ridruejo: «Yo soy un franquista», manifestándole que el Caudillo era la figura más lúcida de España, en lo cual no dejaba de tener cierta razón.
Sin embargo, en 1942 se produjo un acontecimiento importante para la historia del régimen. Todo empezó, de la manera más inocente, con una manifestación de carácter religioso en Vizcaya. El 16 de agosto, los carlistas vascos tenían la costumbre de celebrar una peregrinación al santuario de la Virgen de Begoña, en Bilbao. Los veteranos carlistas, que en dicho día solían dar libre curso a su exaltación, al salir del templo empezaron a gritar «¡Viva el rey!», y a proferir algunos conceptos injuriosos para la Falange. Un grupo de jóvenes falangistas que se encontraban en las puertas de la iglesia reaccionaron violentamente contra lo que consideraban una manifestación reaccionaria y una «traición». Los carlistas, enardecidos, replicaron lanzándose sobre el puñado de falangistas, entre los que se encontraba un mutilado de la guerra. Para librar a sus camaradas de una paliza o de algo peor, un falangista llamado Domínguez arrojó una bomba de mano (que poseía ilegalmente) contra los carlistas, hiriendo a seis de ellos. Después, los falangistas se dirigieron a la comisaría de policía para denunciar a los carlistas.
Pero las cosas se complicaron por la presencia del ministro del Ejército general Várela entre los asistentes a la misa de Begoña. Várela era un carlista reaccionario, enemigo acérrimo de la Falange. Los carlistas, a su vez, se habían apresurado a formular una denuncia contra los falangistas, y el Caudillo, que se encontraba de vacaciones, habló por teléfono con Várela para pedirle información sobre los hechos. Franco comprendió en seguida que el incidente de Begoña podía tener graves repercusiones en el seno del régimen y le preguntó concretamente a Várela si los falangistas habían atentado contra él personalmente. Várela reconoció que no, sino que se trataba de un incidente callejero entre grupos de jóvenes exaltados.
Este incidente dio lugar a que circularan profusamente las versiones más contradictorias del mismo. Un manifiesto falangista, fechado el 18 de agosto de 1942 y firmado por el delegado de deportes del SEU, acusaba a los carlistas de haber cantado esta canción:
Tres cosas hay en España
que no aprueba mi conciencia:
El Subsidio, la Falange
y el cuñado de su Excelencia.
También se denunciaba en el manifiesto el hecho de que muchos exseparatistas vascos se hacían pasar por carlistas, lo cual era, al parecer, cierto.
Los carlistas, por su parte, hicieron circular unas hojas tituladas «Los crímenes de la Falange en Begoña. Un régimen al descubierto». En ellas acusaban a la Falange de Vizcaya de haber provocado el incidente y organizado el atentado contra Várela, e invitaban a sus seguidores a «hacer frente decididamente a esta situación insostenible, al igual que se hizo con la República en 1936[712]».
Tanto los dirigentes carlistas como los jefes militares exigían el castigo de los culpables, y los falangistas responsables del incidente fueron sometidos a un consejo de guerra sumarísimo. Domínguez fue condenado a muerte; tenía malos antecedentes porque durante la guerra se había pasado al enemigo y fue condenado a muerte por este hecho, aunque a última hora se le concedió la gracia de la vida. Arrese, temiendo las repercusiones de su ejecución, hizo cuanto pudo para que se le conmutase la sentencia de muerte, pero dados los antecedentes penales de Domínguez, fue imposible aplicarle una nueva medida de clemencia. Los carlistas y algunos militares no se dieron por satisfechos. Los tradicionalistas estaban descontentos por su escasa influencia en el partido y diez jefes carlistas dimitieron de sus cargos en la FET. El general Várela, que podía considerarse como el carlista más importante, identificaba su tradicionalismo con la Iglesia y con el Ejército, pero no con ningún partido político. Anglófilo y antifascista, consideró que había llegado el momento de dar el golpe de gracia a los últimos restos del falangismo. No contentos con la muerte de Domínguez, Várela y Galarza enviaron mensajes a todos los capitanes generales de España pidiendo que respondieran adecuadamente a las insolencias de los falangistas, que se habían atrevido a atacar «al Ejército» en Begoña[713].
Pero con estos manejos los antifalangistas rebasaron la medida. Galarza y Várela habían enviado su circular sin conocimiento dé Franco, lo cual constituía poco menos que una insubordinación; sin querer, habían dado un arma a sus adversarios falangistas. Franco consideró la actitud de Várela como un gesto provocador gratuito y casi subversivo; además, no podía tolerar que los miembros de su gobierno tomasen iniciativas semejantes por su propia cuenta. En vez de adoptar medidas contra la Falange, Franco se veía obligado a prescindir de Várela y Galarza.
A principios del mes de septiembre de 1942 Várela fue sustituido como ministro del Ejército por el general Asensio, que pasaba por ser uno de los «generales falangistas». Galarza tuvo que ceder la cartera de Gobernación a Blas Pérez González, antiguo protegido de Serrano Súñer y de Gamero del Castillo. Pérez era un franquista que tenía ciertas simpatías por la Falange.
De rechazo, estos cambios ministeriales determinaron la salida de Serrano, a pesar de que, como ministro de Asuntos Exteriores, no había tenido ninguna intervención en los hechos que los habían provocado. Franco había decidido prescindir de él desde la crisis de 1941. Para el Caudillo, Serrano no sólo no era ya indispensable, sino que se había convertido en un estorbo. Serrano seguía siendo considerado como el «ministro del Eje», pero la situación geopolítica ya no resultaba tan favorable a las potencias fascistas como antes. El resultado de la ofensiva alemana en el Éste parecía dudoso y se consideraba inminente la apertura de un segundo frente angloamericano en Francia o en el Mediterráneo. Al prescindir del anglófilo Várela, Franco no podía conservar al anglófobo Serrano. Las conveniencias personales y diplomáticas de Franco coincidían con las necesidades de la política interior.
En conjunto, los dirigentes falangistas se consideraban satisfechos con la eliminación a la vez de Várela y de Serrano. Y para acabar de arreglar las cosas, Manuel Valdés fabricó un falso informe del SEU en el que se denunciaba a Domínguez como un agente británico.
Algunos de los «camisas viejas» más idealistas que habían permanecido contra viento y marea en las filas del partido, asqueados ante la hipocresía que suponía esta última claudicación, optaron por abandonar definitivamente toda actividad política. Arriba seguía denunciando de vez en cuando a los elementos liberales e izquierdistas infiltrados en el partido, pero reconocía que «en el fondo, todos somos españoles». Superada la «edad de hierro» de la España franquista, parecía llegada la hora de la «tolerancia[714]».
En realidad, la FET se había mantenido como partido político sólo por imperativos de la moda fascista y ante la necesidad de contar con una ideología estatal y con un instrumento político para aplicarla. Pero, a media que, a partir de 1943, la moda fue pasando, hubo que modificar el instrumento. El partido, cuya importancia se vio considerablemente reducida en 1939-1940, desapareció casi totalmente en 1943, transformándose en una simple burocracia para uso doméstico. Si sobrevivió, artificialmente y más aislado que nunca, a lo largo de los años, como el propio régimen, fue porque sus enemigos nunca llegaron a ponerse de acuerdo sobre la manera de destruirlo o de reemplazarlo. En la política española seguía imperando la misma confusión existente desde 1936.
Franco continuaba empleando a la FET como una bandera levantada contra la restauración de la Monarquía, que hubiese significado el fin de su régimen. En 1943, cuando Italia, derrotada, abandonó la lucha y los ejércitos alemanes sufrían los más graves reveses, los monárquicos reanudaron sus presiones para un cambio de régimen. Varias personalidades monárquicas, entre las que figuraban algunos consejeros nacionales de la Falange, firmaron un escrito dirigido al Caudillo pidiéndole que diera paso a la restauración de la monarquía borbónica, alegando que era el único medio de evitar una intervención de los aliados en España favorable al retorno de las izquierdas. Franco se enfureció ante este gesto y destituyó a los seis consejeros nacionales firmantes, entre ellos a Gamero del Castillo y García Valdecasas. Sin embargó, las presiones de los monárquicos siguieron acentuándose.
Pero esta vez, Franco no tuvo siquiera que intervenir para continuar su juego de división política, enfrentando a unos peones con otros. Los carlistas se habían dividido en tres o cuatro ramas después de la extinción de su dinastía, pero estaban decididos a oponerse por todos los medios al retorno de los «usurpadores», aún con el riesgo de provocar una intervención extranjera. Cuando en 1943 la presión monárquica llegó a su punto culminante, un teniente carlista partidario de uno de los pretendientes, don Carlos (descendiente por línea femenina del primer pretendiente, Carlos VII), presentó una solución alternativa a los dirigentes falangistas, proponiéndoles una amplia operación conjunta en favor de don Carlos, para dividir a los monárquicos españoles. Con ello se privaría al candidato oficial de los Borbones, don Juan, del apoyo cuasi-unánime que necesitaba para imponerse al régimen.
Esta propuesta —que ya había efectuado por su cuenta, en marzo de 1943, un abogado carlista de Valencia— fue aceptada con gran entusiasmo. Así, el gobierno, a través de la Falange antimonárquica, pudo apoyar y financiar una campaña carlista «clandestina» en favor de don Carlos. Al cabo de tres o cuatro meses, una gran parte de la burguesía española empezaba a tener sus dudas acerca de la legitimidad cuya exclusiva reivindicaba don Juan. Los planes de los monárquicos «ortodoxos» se vieron así frustrados por algún tiempo y el régimen logró conjurar el peligro que le amenazaba.
Gracias a las divisiones de sus adversarios, el hábil maniobrero de Francisco Franco logró asegurar la continuidad de su Estado pseudofalangista. Y como afirmaba quince años más tarde el promotor del plan estratégico de 1943:
Si cien veces nos viéramos en aquella misma oportunidad, cien veces haríamos lo mismo, pues es preferible cien años de gobierno de Franco, con toda la corrupción de su administración, que un año de gobierno de don Juan, que sería el puente para el comunismo a muy corto plazo[715].
La debilidad y la hostilidad mutua de sus enemigos constituían el fundamento esencial de la fuerza de Franco.