CAPITULO XV

LA «NUEVA ESPAÑA» DEL CAUDILLO

Don Francisco Franco se convirtió en el gran enigma de la España del siglo XX. Nadie ha sabido cultivar mejor que él el arte de ofrecer una imagen política de sí mismo perfectamente indefinible. Las supuestas «intenciones política» de Franco han dado lugar a las mayores confusiones y contradicciones, acaso porque, en realidad, carece de ellas. La izquierda le acusa de haber entregado el poder a las fuerzas reaccionarias, aunque nunca haya parecido dispuesto a compartir el poder con nadie. Los monárquicos le reprochan el que retrase continuamente la restauración, y sin embargo no ha dejado de favorecerles hasta el extremo de ayudar económicamente al candidato preferido de los monárquicos. Los conservadores odian su «falangismo», a pesar de que nunca ha dado demasiada importancia al partido.

En su juventud, Franco ganó fama de valiente en los tercios de la Legión, en Marruecos. A los veinticuatro años recibió una herida grave que estuvo a punto de costarle la vida. Pero, cuanto terminó su carrera en primera línea, el joven oficial gallego no tardó en comprender que el principal requisito para la carrera militar era la cautela. Franco se reveló pronto como un político nato, cuya única preocupación era el ascenso profesional. Comprendió también que el futuro del Ejército estaba ligado al sentimiento nacionalista y a los partidos conservadores del orden tradicional, aunque no mostraba la menor predilección por ninguna política determinada. Cuando era joven no manifestaba gran simpatía por la Iglesia, y su hermano Ramón, el célebre aviador, tenía contactos con elementos revolucionarios. En 1932, Franco no quiso mezclarse ni de lejos en el complot del general Sanjurjo, condenado de antemano al fracaso[648].

Debido a sus buenas relaciones con algunos miembros de la CEDA, en 1935 Gil Robles le nombró jefe del Estado Mayor. Este nombramiento no modificó en nada la austeridad de su vida ni su actitud política. En dos ocasiones, en octubre de 1934 y en febrero de 1936, Franco se negó a levantarse contra el gobierno legítimo. Conociendo la fuerza y la decisión de las izquierdas, permaneció largo tiempo vacilante, calculando las posibilidades de éxito de la conspiración de Mola y la UME. Sólo se sumó a ella pocos días antes de estallar la guerra civil y aún con la condición de poder conservar bajo su mando a las tropas más selectas del Ejército. Una vez unida su suerte a la de los otros militares rebeldes, lo natural era que procurase conseguir el mando supremo. El único programa de los generales era el autoritarismo y éste no podía imponerse en España si no era bajo una «jefatura única».

Ya hemos dicho que el Generalísimo carecía de una orientación ideológica precisa. En todos sus discursos se limitaba a insistir en unos vagos conceptos de grandeza y de unidad de la nación española. A esto se resumía su idea de patriotismo, lo cual tenía muy poco que ver con la realidad política diaria. La única norma del Generalísimo era la de aprovechar todo lo utilizable. No tenía favoritos; todo aquél que tuviese un pasado político seguro y que quisiera colaborar resultaba aceptable para él.

Si admitió a la Falange como partido único estatal era porque le pareció lo mejor para un régimen militar autoritario y antiizquierdista, en plena época fascista. Franco concibió a la FET como el partido del Estado, pero nunca quiso que su régimen se convirtiese en un Estado al servicio del partido. Lejos de controlar al Estado, la Falange no era para él otra cosa que un instrumento para mantener la cohesión nacional. Cuando sus pretensiones políticas amenazaban con alterar el equilibrio interno del sistema establecido por el Caudillo, éste se apresuraba a poner al partido otra vez en su sitio.

La prolongación de la «línea» falangista a lo largo del tiempo consistía esencialmente en una retórica vacua, destinada a disimular la indigencia intelectual de los conservadores y de los generales. Al mismo tiempo ejercía un atractivo emocional sobre una juventud idealista a la que había que apartar del camino seguido por sus mayores. Además, la exaltación nacionalista contribuía a distraer la atención de las graves dificultades económicas. El Caudillo sabía que no podía contar plenamente con un partido cuya inmadurez y constantes frustraciones le habían hecho perder todo apoyo popular. Pero le servía admirablemente para tener a raya a los monárquicos, a los obispos y a los burgueses. Franco no aspiraba a otra cosa que a mantenerse en el poder. Pronto adquirió una notable habilidad para manejar, corromper y desacreditar a cada una de las heterogéneas fuerzas componentes del «Glorioso Movimiento Nacional».

Resultaba prácticamente inevitable que el nacionalsindicalismo acabase convirtiéndose en la versión española del Estado corporativo, como único medio de volver al cauce nacional al proletariado, después de las grandes convulsiones sociales de los años treinta. Sin embargo, el sistema sindical que se estableció fue cuidadosamente limado y adaptado a los requisitos de los grupos capitalistas. Éstos gozaban de grandes privilegios, no porque Franco protegiese especialmente a los banqueros, sino porque necesitaba el apoyo de las clases burguesas como base de un régimen de «orden». De modo parecido, la Iglesia consiguió casi todo lo que quiso, porque sólo la Iglesia podía estimular y canalizar el apoyo al nuevo régimen de amplios sectores de campesinos acomodados y de la clase media.

Así se montó el complicado engranaje del nuevo Estado, cuyo mecanismo de funcionamiento únicamente conocía el Caudillo. Como un monarca de derecho divino, Franco sólo era responsable ante Dios. El artículo XI de los Estatutos del partido afirmaba:

Como autor de la era histórica donde España adquiere las posibilidades de realizar su destino y con él los anhelos del Movimiento, el Jefe asume en su entera plenitud la más absoluta autoridad.

El Jefe responde ante Dios y ante la Historia.

Prácticamente, durante la guerra civil, toda persona de alguna importancia se afilió al partido en un momento u otro. Es decir, todo aquél que quería ocupar un puesto en la «España nueva» tenía que incorporarse a la «Cruzada». Todos los oficiales del Ejército y todos los altos funcionarios del gobierno fueron considerados, ipso facto, miembros de la FET. Además, por una ley del 1 de octubre de 1938, todos los que hubiesen sido encarcelados por motivos políticos en la zona republicana, automáticamente pasaban a tener la condición de militantes de FET[649]. En lugar de ser un movimiento político selecto y dinámico, la Falange se convirtió en una amplia asociación nacional honorífica.

Al final de la guerra la estructura interna de la FET estaba perfectamente delineada. Bastaban veinte afiliados para construir una sección local, y en los buenos tiempos del falangismo había secciones locales en casi todos los pueblos de España. El jefe y el secretario locales eran nombrados por el jefe provincial, el cual, a su vez, era nombrado directamente por el jefe nacional, Franco. Franco nombraba asimismo el Consejo Nacional, el cual designaba a la mitad de los miembros de la Junta Política, mientras la otra mitad era nombrada directamente por el Jefe Nacional. Así pues, todos los resortes del mando estaban en sus manos[650].

El partido del Caudillo sirvió al nuevo régimen del Caudillo de varias maneras: ante todo, proporcionándole el molde ideológico y el instrumento burocrático para encuadrar al proletariado español en los nuevos sindicatos nacionales; el resultado de esta operación no guardaba la menor fidelidad al espíritu de la Falange originaria, pero nada de lo que se hacía en la «nueva España» podía considerarse fiel al pensamiento «joseantoniano». El sistema sindical iniciado en 1939 quedó prácticamente coronado en 1944. Los sindicatos así organizados constituían un fraude completo, pero por lo menos funcionaba. Según el artículo VII de los Estatutos de FET, el partido debía asumir la dirección y la administración de los Sindicatos.

El SEU, o Sindicato estudiantil de la Falange, fue reconstituido el 21 de noviembre de 1937. Dos años más tarde se le concedió el monopolio de la representación de los estudiantes y en 1944 se declaró obligatoria la afiliación al mismo de todos los estudiantes de universidades y escuelas especiales[651]. Así quedó establecida una organización estudiantil controlada por el Estado, con una estructura autoritaria similar a la del partido único. El SEU constituyó asimismo —y esto es lo más importante— un instrumento para adoctrinar a los espíritus más sensibles de la nación y también los más propensos a rebelarse algún día contra el régimen.

Apartada de los altos cargos del gobierno, la FET se dedicó a cubrir todos los puestos de rango local o provincial. La identificación entre el partido y la administración del Estado fue, en este nivel, casi absoluta, ya que, desde 1941, los cargos de gobernador civil y de jefe provincial quedaron reunidos en una misma persona. Todos los puestos secundarios de la administración local fueron ofrecidos como recompensa política a la Falange. Así se mataban dos pájaros de un tiro: el Caudillo resolvía el problema de nutrir los cuadros de la administración y los falangistas obtenían unos cargos que satisfacían sus ambiciones personales, compensándoles de su escasa influencia política. Al dejar que los falangistas acaparasen todos los cargos burocráticos, aunque fuese a través de procedimientos arbitrarios y a menudo ilegales, Franco en realidad lo que hacía era vincularlos más a su persona, ya que no podían rebelarse contra él sino a riesgo de perder su pan.

La Falange, a través de su Sección Femenina, se hizo con el control de todos los servicios sociales. Creada por amigos de la familia Primo de Rivera, la Sección Femenina fue dirigida desde su nacimiento por la hermana menor de José Antonio, Pilar. En 1936 estaba organizada en 34 provincias y contaba con unas dos mil afiliadas en Madrid y otras tantas en provincias[652]. La organización creció de una manera asombrosa durante la guerra y en 1939 contaba con 580 000 afiliadas[653]. Estas muchachas participaron activamente en la guerra, desempeñando funciones que iban desde las labores sanitarias o culturales hasta el lavado a mano de los uniformes de los combatientes. Hacia el final de la guerra se estableció una especie de servicio obligatorio para todas las mujeres españolas solteras y útiles que no estuvieran empleadas en algún otro servicio[654].

A finales de 1939 la Sección Femenina fue reorganizada, dotándosela de una estructura permanente similar a la del partido[655]. Pilar Primo de Rivera fue nombrada Delegada Nacional, asignándose a la Organización funciones diversas como la educación física, la formación de jóvenes trabajadoras o servicios de sanidad, prestándose una atención especial a las actividades culturales, especialmente en las zonas rurales. Se crearon servicios culturales ambulantes y se ampliaron los servicios sociales, afirmándose que en 1940 habían sido creados 1189 centros de juventudes femeninas[656]. En principio todas las mujeres solteras tenían que cumplir seis meses obligatorios en el Servicio Social de la organización.

Aunque su labor fuera poco espectacular y desproporcionada con relación a las inmensas necesidades de España en esta materia, puede afirmarse que la acción de la Sección Femenina resultó mucho más beneficiosa para el país que toda la actuación del resto del partido. La S. F. tiene en su haber una serie de modestas realizaciones de las que algunas muchachas humildes, sobre todo en los pueblos, podían sentirse orgullosas, lo cual contribuía, en cierto modo, a reforzar la solidaridad de aquel sector con el régimen del Caudillo. La S. F. ofrecía el único ejemplo concreto de un esfuerzo por realizar la justicia social en un régimen cuya propaganda no cesaba de repetir el lema: «por la patria, el pan y la justicia».

La FET proporcionó asimismo los instrumentos ideológicos del nuevo régimen. Los famosos Veintiséis Puntos ofrecían un programa ideal para un nacionalismo autoritario[657]. La propaganda falangista denunciaba incansablemente, en tono mordaz y burlón, la «decadencia» de las democracias occidentales. Se censuraba la «traición» de los liberales españoles de los siglos XVIII y XIX para exaltar las virtudes de la Monarquía absoluta del siglo XVI. Se condenaban el liberalismo y el relativismo, la duda y la incertidumbre filosófica; únicamente la fe ciega y el principio de autoridad eran las normas de vida aceptables. Los españoles debían estar persuadidos de que el Caudillo iba a crear el mejor de los mundos.

Estos principios histérico-políticos coincidían con los dogmáticos y reaccionarios de la Iglesia española, que siempre había defendido, en lo religioso, los principios autoritarios y jerárquicos que predicaban los falangistas. Ambas fuerzas se complementaban.

Franco se sirvió de la Falange para demostrar que sólo con una férrea disciplina política en torno suyo podrían realizarse los ideales de justicia social y progreso económico. Y, lo que era más importante aún en 1939, que sólo bajo esta estricta disciplina podría recobrar España el lugar que le correspondía en el plano internacional. La «nueva España» sería autoritaria, justa, poderosa y dinámica. En realidad no pasó de ser lo primero…

El final de la guerra tenía que producir los naturales cambios en las personas y en la organización, tanto del partido como del gobierno. Algunos militantes falangistas todavía se hacían la ilusión de que había llegado su hora. Una vez terminado el enorme esfuerzo exigido por las operaciones militares, podría dedicar el tiempo y las energías necesarias a la reorganización política y económica del país. Contando con la amplia base popular de los combatientes falangistas iban a emprender la realización de la verdadera revolución nacionalsindicalista.

Sin embargo, nada parecía indicar que la mayoría de los excombatientes del partido tuvieran los mismos propósitos. En aquella primavera de 1939 lo único que sentían verdaderamente era un gran cansancio. La guerra civil había durado demasiado tiempo, consumiendo todas sus energías. Los veteranos sólo ansiaban una cosa: volver a sus casas en paz. Incluso los miembros de las milicias de Falange, con sus nebulosas ideas sobre la revolución nacionalsindicalista, carecían de energías para dedicarse a las reformas políticas. Aparte el odio hacia los republicanos, que con su resistencia habían prolongado la guerra civil cerca de tres años, todo lo demás les dejaba indiferentes; nadie tenía el menor interés en reanudar las luchas políticas en el seno del victorioso bando nacionalista.

Además, la crítica situación internacional —agravada por el desencadenamiento de la guerra mundial por Alemania— no resultaba la más adecuada para lanzarse a nuevas disputas domésticas. España se encontraba tan debilitada que había que consagrar todas las energías disponibles al levantamiento del país. Durante 1939 numerosos falangistas del tiempo de la guerra abandonaron el partido con un suspiro de alivio. Por primera vez desde su fundación, el número de adheridos al partido disminuía en vez de aumentar[658].

Una vez instalado oficialmente en Madrid, el dictador se dedicó, sobre todo, a consolidar su poder. Ramón Serrano Súñer había superado las pequeñas intrigas de la guerra, de la que había salido reforzado. Como principal arquitecto del nuevo régimen gozaba de la confianza del Caudillo y era, indiscutiblemente, el segundo personaje del Estado español. Franco y Serrano deseaban mutuamente que el otro se hiciera cargo de la Falange, cansados de tener que soportar la presencia de Fernández Cuesta al frente de la misma. Por otra parte, algunos «camisas viejas» permanecían hostiles a Serrano y preferían a Fernández Cuesta, a pesar de sus defectos. Serrano no quiso herir los sentimientos de los veteranos imponiéndoles su propia jefatura. Entonces se recurrió a otra combinación.

El 9 de agosto de 1939, a los cuatro meses del fin de la guerra, se produjo el cambio de gobierno que desde hacía tiempo se esperaba y que significó una nueva disminución de la influencia falangista. Serrano conservó la cartera de Interior y asumió la presidencia de la Junta Política, que estaba vacante. Fernández Cuesta fue enviado a Río de Janeiro como embajador de Franco y no quedó ningún falangista auténtico en el gobierno.

El general Muñoz Grandes, que tenía fama de «general falangista», fue nombrado ministro secretario general del partido. Como militar, Franco tenía más confianza en él que en Fernández Cuesta. Muñoz Grandes asumió el mando de las milicias. Pedro Gamero del Castillo, uno de los favoritos de Serrano Súñer, que era gobernador civil y jefe provincial de Sevilla, fue nombrado ministro sin cartera y vicesecretario general de FET[659].

La reaparición de un cierto número de antiguos dirigentes de la Falange, que habían pasado la guerra en las cárceles republicanas, vino a reforzar todavía más el control de la dictadura sobre el partido. Los treinta meses de reclusión les habían quitado las ganas de poner en tela de juicio la legitimidad de la jefatura de Franco o de la nueva organización que éste había impuesto en FET; después de la dura experiencia sufrida, la «nueva España» les parecía, por contraste, un paraíso de felicidad. Los falangistas liberados, Rafael Sánchez Mazas, Miguel Primo de Rivera, José María Alfaro, Manuel Valdés y otros muchos se convirtieron en los más ardientes partidarios del nuevo régimen. En el interior del partido apoyaron a Serrano Súñer, considerado como el verdadero organizador de la nueva FET, contra Fernández Cuesta, quien había intentado mantener —sin gran convicción— la línea originaria frente a las desviaciones de los nuevos oportunistas. Su condición de «camisas viejas» les daba una aureola en el partido que acabó redundando en beneficio de Franco[660]. Con ocasión del cambio de gobierno, todos ellos pasaron a ocupar cargos más o menos importantes: Sánchez Mazas fue nombrado ministro sin cartera; Alfaro, subsecretario de Prensa y Propaganda y miembro de la Junta Política; Valdés, subsecretario de Trabajo; Miguel Primo de Rivera fue nombrado jefe provincial de Madrid y miembro de la Junta Política.

Con este reajuste político Franco pretendía realizar una síntesis cívico-militar capaz de dotar de estabilidad al nuevo Estado. El número uno era Franco, un general. El número dos era un civil, Serrano. Muñoz Grandes, secretario general de FET, era un militar, pero su subordinado inmediato, el vicesecretario, era civil, y así sucesivamente en la escala jerárquica. El Caudillo procuraba contentar a los vencedores de la «nueva España» manteniendo un hábil equilibrio de fuerzas.

La vieja guardia de la Falange, aunque disponía de algunos puestos en el Consejo Nacional, fue prácticamente eliminada de los cargos de responsabilidad. De los nueve miembros de la Junta Política, sólo Ridruejo era un auténtico «vieja guardia». Los ocho puestos restantes se distribuían así: dos monárquicos (José María de Areilza y el conde de Mayalde), dos falangistas recién liberados (José María Alfaro y Miguel Primo de Rivera), dos renegados del carlismo (Esteban Bilbao y José María Oriol) y dos oportunistas que nunca habían manifestado ideas políticas definidas (Demetrio Carceller y Blas Pérez González).

El mando militar estaba decidido a impedir la creación de unas milicias semejantes a los «camisas negras» fascistas o a las SA nazis. La Falange no debía poseer una milicia fuerte e independiente. Por haberlo propuesto en cierta ocasión al Consejo Nacional, Ridruejo estuvo a punto de ser expulsado del partido. Poco antes del fin de las hostilidades, en una de sus poco frecuentes conferencias de prensa, Franco declaró: «No necesitamos sostener un Ejército permanente muy grande…, nos basta con un Ejército permanente corto. Eso sí; la eficacia de ese Ejército ha de ser tan alta y tan fuerte que ninguna otra organización militar la supere. España tiene que organizarse como nación en armas[661]». Todo el mundo tenía que someterse a una preparación militar o premilitar.

En realidad el Ejército permanente resultó ser más numeroso de lo que aquellas declaraciones hacían prever. Ésta era ya una vieja costumbre española, ya que la nación había tenido que soportar siempre un Ejército muy superior a sus verdaderas necesidades. La tensión provocada por la segunda guerra mundial, unida a la necesidad de mantener sometida a una mitad de la población española, justificaban más que nunca la existencia de un fuerte Ejército. Se mantuvo el servicio militar obligatorio y se confió a los oficiales del Ejército el entrenamiento militar de la juventud.

Terminada la guerra civil, las milicias fueron prácticamente disueltas. Todos los veteranos de las milicias fueron agrupados en la organización de «excombatientes», bajo el mando de José Antonio Girón, el más popular de los jefes de las milicias falangistas. La organización de «excombatientes» se convirtió pronto en una inofensiva agrupación de veteranos, que se concentraban en las grandes solemnidades.

Por decreto del 2 de julio de 1940 las milicias fueron reconstituidas oficialmente, organizándose en tres secciones: una de instrucción premilitar, otra para los jóvenes que habían cumplido su servicio militar y una tercera para los que se encontraban fuera de la edad militar. La organización estaba totalmente controlada por oficiales del Ejército, que ocupaban todos los puestos importantes, y sus miembros estaban sujetos a la disciplina militar[662]. Las milicias eran independientes de la organización regular del partido.

Algunos «camisas viejas» habían expresado sus temores de que el partido fuese absorbido por los cuatro victoriosos del Ejército, una vez terminada la guerra. Para evitarlo, habían preconizado incluso la restauración de la monarquía, para oponerla como poder moderador a la influencia del Ejército. Pero esto era desconocer la verdadera naturaleza de la política de Franco: «divide y vencerás». Y no estaba éste dispuesto a permitir que ni el Ejército ni nadie pudiera atribuirse una victoria a costa de una fuerza rival.

Al final de la guerra el sindicato falangista de estudiantes, el SEU, todavía gozaba de cierta autonomía y su revista Haz se publicaba sin estar sometida al control de los servicios de prensa de la FET. La mayor parte de los elementos dirigentes del SEU o habían muerto o estuvieron movilizados en los frentes. Durante los tres años de la guerra surgieron nuevas promociones de jóvenes —la mayoría de ellos en edad militar— que se encargaron de organizar la propaganda y las actividades del sindicato. El más destacado de ellos era Enrique Sotomayor, de diez y nueve años, quien dirigió la revista Haz durante los años 1938 y 1939. Sotomayor y sus amigos tenían ambiciosos planes para reformar el SEU, y pensaban crear un amplio Frente de Juventudes para difundir los ideales del SEU entre los jóvenes españoles y fomentar un espíritu nacionalsindicalista católico en las nuevas generaciones.

Los jefes oficiales del SEU se mostraban opuestos a este proyecto. Para ellos, la guerra había terminado en 1939, estableciéndose un nuevo orden que juzgaban satisfactorio, y, cómodamente instalados en sus puestos burocráticos, no tenían el menor deseo de ver surgir una nueva fuerza activa y militante entre las juventudes.

No obstante, Sotomayor y sus amigos elaboraron su proyecto, que sometieron a Serrano Súñer. Ante la consternación general de los dirigentes oficiales del SEU, Serrano aprobó el proyecto y a su vez lo transmitió a Franco. Éste acogió favorablemente el plan y el 16 de agosto de 1939 recibió en Burgos a Sotomayor y a otros dos «jóvenes turcos» del SEU[663]. Sotomayor contó luego que Franco les afirmó, con lágrimas en los ojos, que todas sus esperanzas estaban puestas en la juventud de la nación. El Caudillo se mostró favorable a la creación del Frente de Juventudes y al nombramiento de Sotomayor para el puesto de jefe nacional del SEU, que entonces se encontraba vacante.

Estas noticias alarmantes corrieron como la pólvora y los mandos del SEU pasaron al contraataque. Muñoz Grandes, secretario general de FET, creía como ellos que sería una imprudencia confiar la dirección del Sindicato Universitario a unos jóvenes idealistas y vehementes. Entre todos trataron de convencer a Serrano y a Franco. Éste tenía evidentemente una segunda intención: el proyecto de creación del Frente de Juventudes le parecía excelente medio para reforzar el apoyo popular del régimen, pero tampoco deseaba alterar el equilibrio burocrático del partido con la creación de una nueva fuerza que pudiera tener efectos disolventes. Por lo tanto accedió a nombrar jefe nacional del SEU a José María Guitarte, que era inspector nacional de las Organizaciones Juveniles[664], pero con la condición de nombrar a Sotomayor secretario general del SEU, para que pudiera dedicarse a organizar el nuevo Frente de Juventudes, Guitarte, aunque era un «camisa vieja», había sido liberado recientemente de las cárceles republicanas y por lo tanto era uno de los falangistas profranquistas «seguros».

El 19 de agosto de 1939, tres días después de la entrevista de Franco con Sotomayor, se publicaron los nombramientos[665]. Los amigos de Sotomayor intentaron persuadirle de que no debía aceptar un puesto en el que se encontraría con las manos atadas, pero Sotomayor consideró que tal vez no volvería a presentársele una oportunidad como ésta para desarrollar su plan y, a pesar de los obstáculos, decidió aceptar.

Poco después empezó Sotomayor a pronunciar una serie de discursos para despertar el entusiasmo de la juventud en favor del Frente. Éste debía estar compuesto por doce secciones, que no estarían destinadas a servir de freno a la juventud, sino a estimularla y formarla según el patrón nacionalsindicalista. Su concepción política se basaba en el habitual pesimismo de la Falange respecto a la decadencia del liberalismo contemporáneo, con una fuerte dosis de spenglerianismo. Si cada época histórica de la civilización había acabado con una invasión de los bárbaros, la Falange debía organizar las nuevas huestes disciplinadas de bárbaros nacionalsindicalistas para destruir el viejo orden liberal desde dentro, antes de que otras fuerzas (el comunismo) lo hiciesen desde fuera… Para cumplir su misión el movimiento juvenil tenía que ser áspero y violento, «católicamente bárbaro, moralmente bárbaro[666]». Pero sería una barbarie nacional, histórica y religiosa que salvaría al país del paganismo y de la barbarie materialista del otro bando. Si fuese necesario, los jóvenes serían arrancados a sus familias para recibir la formación adecuada. Sin embargo, los ideólogos del Frente de Juventudes tenían buen cuidado de introducir fuertes dosis de catolicismo en su programa, afirmando que se trataba de volver al estilo del «cristianismo primitivo». Lo de primitivos era, en realidad, el calificativo que mejor les definía.

Sotomayor repetía constantemente en sus discursos que gracias a la juventud, y a su espíritu revolucionario nacionalista, se había ganado la guerra. Si los jóvenes no se unían en un frente común, potente y sólido, la victoria no habría servido para nada y reaparecerían las divisiones y los grupos políticos de antaño.

Yo sé que a espíritus excesivamente cautos todo esto de una fuerte vanguardia de juventudes les ha de parecer peligroso y desorbitado.

[…]

A los mismos que les interesaba la prolongación de nuestra guerra, por los mismos motivos centuplicados hoy les es preciso una España hambrienta, rencorosa e inerme. Los mismos que durante siglos nos han venido acorralando y venciendo, los que fueron contando moneda a moneda mientras que nosotros perdíamos hombre a hombre, nos esperan hoy en la encrucijada de nuestro desaliento para ir vertiendo la negación corrosiva de siempre.

Vuelven otra vez las consignas negativas. Esto no. Esto no. Pero, de una vez, definitivamente: ¿Qué traen ellas? ¿Qué representa y pretende hoy la reacción española?

[…]

Quizás nada nos dé ánimo tan inmediato como esta saña de los que se oponen a nosotros.

[…]

¡Nosotros sentimos la alegría inmensa de ser odiados por ellos!

Que piensen, los que alegremente se suman al coro de los murmuradores, en la terrible responsabilidad que les alcanza.

[…]

No hay más que un camino abierto: la revolución.

[…]

Que se incorporen todas las juventudes españolas. ¡Que se una todo el ímpetu de la Revolución en un frente apretado de juventudes! ¡Ahora o nunca![667]

Sotomayor poseía una elocuencia estimulante y persuasiva. Pero su acción se vio frenada por la burocracia del partido. Al cabo de tres meses dimitió, sin haber logrado ningún resultado positivo[668]. La idea de constituir un Frente de Juventudes quedó en el aire, aunque los dirigentes del partido sabían que por el momento no se haría nada. Finalmente, al cabo de un año, el 6 de diciembre de 1940, fue creada una organización que, si llevaba aquel mismo nombre, no tenía nada que ver con el proyecto concebido por Sotomayor y sus amigos. Naturalmente, esta versión dulcificada del Frente de Juventudes era la que mejor convenía a la estructura militar-clerical-conservadora-nacionalsindicalista del Estado de Franco.

A medida que transcurría el año 1939, los ingenuos que habían creído en la posibilidad de realizar reformas revolucionarias fundamentales vieron desvanecerse sus ilusiones. Cierto que se hacía una gran ostentación de símbolos y de consignas del fascismo hispánico y no se podía hablar de restauración monárquica o de la vuelta al poder de las fuerzas de la reacción, pero, en realidad, las instituciones fundamentales del país estaban en manos de un grupo reducido de hombres escogidos entre los más leales a Franco.

Cuando algunos líderes falangistas reclamaban la aplicación del programa de reformas sociales, una política de vastas nacionalizaciones, de control del crédito y de extensión de la influencia de la Falange en todos los sectores de la vida nacional, se les replicaba que el país se encontraba sumamente debilitado y que la situación no permitía la adopción de medidas demasiado radicales, que podrían despertar la hostilidad y el antagonismo de una parte de las derechas, gracias a cuyo apoyo se había podido ganar la guerra. Se afirmaba también que España era una nación demasiado pobre para poder realizar un programa de socialización económica y que había que concentrar todos los esfuerzos en reforzar la posición de España ante el conflicto internacional que estaba empezando a producir sus devastadores efectos en toda Europa.

Muchos falangistas veteranos se consideraban burlados y traicionados. Después de haber perdido la mayoría de sus jefes y a los mejores hombres de sus filas en la lucha contra las fuerzas liberales e izquierdistas, se les había privado del fruto de la victoria. Su actitud quedaba reflejada en la respuesta de un diplomático alemán a la pregunta: «¿Cómo encuentra Vd. a la nueva España?». «Cuando la haya encontrado se lo diré», contestó[669]. Una nueva oligarquía político-financiera, que recordaba mucho a la del viejo orden, empezaba a surgir de las ruinas de la España devastada. El imponente edificio exterior de la Falange no estaba destinado a ser el «instrumento totalitario» al servicio de «la nación», sino del régimen.

La Falange se encontraba cortada horizontalmente del Consejo de Ministros y no tenía ningún contacto directo con los distintos órganos rectores de la política española. Mientras los oportunistas y los derechistas conservadores controlaban todos los puestos de mando, la Falange tenía que contentarse con formar parte de la burocracia gigantesca, que llenaba todos los escalones del corrompido sistema de Franco. En principio, todos los cargos del Estado debían ser desempeñados por miembros de FET, pero ningún falangista que no fuera a la vez un franquista notorio ocupaba puestos de verdadera influencia. El único departamento que quedó bajo el control de la Falange fue la Organización Sindicalista, que, hasta 1940, no pasó de ser una simple creación sobre el papel.

La guerra civil había diezmado las filas de los «camisas viejas». Se calcula que un 60 por 100 de veteranos falangistas murieron durante el conflicto, lo cual reducía aún más las posibilidades de organizar la oposición contra Franco.

El único sector del partido que todavía conservaba algún fervor militante era el de los excombatientes, que, a pesar del cansancio y de la indiferencia política que les había producido la larga guerra, no se resignaban a que los frutos de la victoria fueran a parar en manos de un puñado de militares y de reaccionarios. Pero, al final, se impuso el deseo de paz y tranquilidad y de mantener a toda costa la unidad entre los vencedores. A pesar de ello, algunos mandos locales de la Organización de «excombatientes» no estaban dispuestos a dormirse sobre los laureles. Aún quedaban algunos falangistas que creían que la «nueva España» debía ser regida de hecho, y no sólo de palabra, por el partido nacionalsindicalista.

Estos pequeños grupos de insatisfechos se pusieron en contacto y, a finales de 1939, organizaron en Madrid una «junta política» clandestina. Su presidente era el coronel Emilio Rodríguez Tarduchy, veterano de la Falange y de la UME y partidario del nacionalismo más extremista[670]. El secretario era Patricio Canales, «camisa vieja» de Sevilla, que ocupaba un cargo en los servicios de Prensa y Propaganda. Entre los miembros de la «junta» —que se reunía esporádicamente— figuraban, en representación de las regiones españolas: Ricardo Sanz (Asturias), Daniel Buhigas (Galicia), Ventura López Coterilla (Santander), Luis de Caralt (Cataluña), José Pérez de Cabo (Levante), Gregorio Ortega (Canarias) y Antonio Cazañas (Marruecos[671]).

La «junta» estableció contacto con el general Juan Yagüe, que seguía siendo el «general de la Falange». Desde 1936, Yagüe no había dejado de maniobrar políticamente y de intrigar. Apenas reintegrado a su puesto de mando, seis meses después del ruidoso incidente de abril de 1938, volvió a entregarse a su pasión favorita. Sin llegar jamás a la deslealtad abierta, quería abrirse paso en la escena política del país. Era un hombre honesto y sinceramente adicto al programa de la Falange. Siempre se mostró hostil a la creación de la FET oficial, en parte porque la consideraba como un obstáculo a su ambición y en parte porque con ella se desvanecía toda posibilidad de llevar a cabo una auténtica revolución nacionalista en España.

Durante el año 1940 la junta clandestina trató de ampliar su base de apoyo[672]. Lógicamente, su aliado natural debía ser el general Yagüe, quien contaba con una red propia de seguidores y de enlaces con elementos militares. Pero Yagüe comunicó al grupo falangista que si bien estaba dispuesto a echarles una mano en caso de necesidad, por el momento no era partidario de que las dos organizaciones clandestinas se fusionasen. Colaboraba con Yagüe José Antonio Girón, que dirigía la organización de excombatientes. La influencia de Girón se limitaba a las centurias de excombatientes falangistas de Castilla, que, de todos modos, constituían un núcleo muy importante. Canales quiso entrevistarse en Valladolid con Luis González Vicén y con Anselmo de la Iglesia, que eran los dirigentes locales del partido, pero De la Iglesia estaba ausente de la ciudad y Vicén se negó abiertamente a participar en la conspiración. El propio Girón afirmó que únicamente estaba dispuesto a seguir a Yagüe. Por lo tanto, los conspiradores no podían contar con Girón ni con el núcleo decisivo de Castilla.

Los conspiradores buscaron en vano otros apoyos. La mayor parte de los combatientes veteranos querían que les dejasen en paz e incluso la vieja guardia falangista no se mostraba unánime en su oposición a Franco. Si los conspiradores querían salir victoriosos en su golpe contra el Caudillo, tenían que recurrir a la ayuda extranjera.

En el curso de 1940, varios miembros de la junta clandestina entablaron conversaciones con el representante del partido nazi en Madrid, Thomson, comunicándole que algunos elementos falangistas estaban interesados en conseguir la ayuda alemana para implantar un régimen verdaderamente nacionalsindicalista en España. Thomson consultó a sus superiores de Berlín, quienes le manifestaron que la situación española era un avispero del que no se sabía lo que iba a salir. Las condiciones que imponían a una hipotética ayuda alemana eran totalmente inaceptables para los conspiradores españoles. A pesar de ello, las negociaciones se prolongaron hasta febrero de 1941. Los alemanes persistían en imponer unas condiciones que hubiesen convertido a España en una colonia de la Alemania nazi. Los falangistas rechazaron tales pretensiones, pero tuvieron además la desagradable sorpresa de enterarse de que varios españoles se habían ofrecido a los nazis para hacer el papel de «quislings» en el caso de que se estableciera en España el «nuevo Orden».

Entretanto, uno de los ayudantes de Yagüe le denunció a Franco. Éste llamó a Yagüe a su despacho y le afeó su proceder. Yagüe, confundido, reconoció sus faltas y se echó a llorar. Pero Franco, recurriendo a su táctica preferida, en lugar de castigarle, le ofreció un ascenso. Con ello destruía la independencia política de Yagüe, lo desprestigiaba ante sus seguidores y lo inutilizaba para la conspiración.

La junta secreta —cuyos componentes eran Tarduchy, Canales, Caralt, Sanz y López Corterilla—, comprendiendo que el Gobierno estaba al corriente de sus actividades, se reunió en Madrid en marzo de 1941. Durante los meses anteriores habían tramado un plan para asesinar a Serrano Súñer, a quien consideraban responsable de todas las desdichas de la Falange. Pero luego decidieron renunciar a su proyecto, pensando que, de todos modos, Serrano sería sustituido por otro elemento aún más hostil y menos diplomático que él.

En realidad, el principal obstáculo lo constituía el propio Franco. No había la menor posibilidad de organizar una oposición interna o de presentar una alternativa a su poder absoluto. Había, pues, que derribarle de un golpe o decidirse a aceptar su jefatura. La confusa situación interior y la amenaza de una intervención extranjera acababan de complicar la situación. Los conspiradores no veían cómo podrían controlar la caótica situación que se produciría a la muerte de Franco. Sometida a votación la cuestión de si había que asesinarle o no, hubo cuatro votos negativos y una abstención.

Por su parte, los excombatientes, de provincias que inicialmente apoyaban la conspiración, se mostraban cada vez más reticentes y desanimados. La mayoría decidieron renunciar a la intriga y disolver sus reducidos grupos. En marzo de 1941 sus jefes comunicaron a los miembros de la junta que la conspiración no tenía la menor posibilidad de triunfar, conclusión a la que había llegado la propia junta, que se disolvió[673]. El complot fue descubierto por las autoridades, pero como los propios «conjurados» habían renunciado voluntariamente a sus proyectos, el Gobierno no tomó la cosa en serio y la mayor parte de los conspiradores no fueron ni siquiera inquietados[674].

Uno de ellos fue ejecutado al año siguiente, pero por un hecho que no tenía relación directa con la conspiración. José Pérez de Cabo, autor del primer libro publicado en España sobre el nacionalsindicalismo y jefe de complot en la región de Levante, era el administrador de Auxilio Social de Valencia[675]. Uno de los dirigentes del partido le denunció, acusándole de haber vendido en el «mercado negro» unas partidas de trigo de los almacenes de Auxilio Social, circunstancia que aprovecharon los elementos antifalangistas del Ejército para tomarlo como «chivo expiatorio» del «estraperlo». Su única justificación moral era la de que con aquel dinero pensaba contribuir a financiar la conspiración, pero no se podía alegar esta excusa porque todavía le hubiese perjudicado más. Los esfuerzos de algunos dirigentes falangistas para obtener su gracia en los últimos momentos resultaron inútiles. El general carlista Várela, ministro del Ejército, quería hacer recaer sobre la Falange la responsabilidad del «mercado negro», que en aquellos años de carestía, había sustituido prácticamente las operaciones comerciales regulares, determinando una serie de rigurosas medidas de control[676]. El desdichado Pérez de Cabo pagó las culpas de todos.

El fracaso de los conspiradores se debió en gran parte a la campaña emprendida en 1939-1941 por el vicesecretario general del partido, Pedro Gamero del Castillo, para atraerse los excombatientes. Les ofreció a éstos una serie de cargos en organismos del Estado y se dispuso que en todas las oposiciones y concursos se reservase el 20 por 100 de los puestos a los excombatientes. Estas ventajas, unidas a la escasa formación política, el cansancio general y los deseos de reemprender una vida normal, acabaron con los ímpetus revolucionarios de los veteranos de la guerra. Entre las amenazas de la situación internacional y la profunda miseria en que se encontraba sumido el país, la gran masa de afiliados al partido adoptó una actitud pasiva, contemplando indiferentes cómo el nacionalsindicalismo se convertía poco a poco en la simple fachada del régimen.

La Organización Sindical llevaba una existencia lánguida hasta que el 9 de septiembre de 1939 fue cubierto el puesto de Delegado Nacional de Sindicatos, hasta entonces vacante. El nuevo jefe de los sindicatos era Gerardo Salvador Merino, «camisa vieja» de Madrid que en 1935 se había trasladado a Galicia. En 1937, después de haber pasado varios meses en el frente de Asturias, Merino fue nombrado por Hedilla jefe provincial de La Coruña, puesto en el cual pronto alcanzó fama de campeón del nacionalsindicalismo y de defensor del proletariado. En cierta ocasión organizó una gran concentración de trabajadores en la plaza de toros de La Coruña; ante las protestas de algunos sectores de la clase media, Salvador Merino replicó que si era preciso autorizaría a los trabajadores para «destruir los cuadros de la burguesía[677]». Esta actitud le costó a Merino el perder su primer cargo oficial al cabo de Un año, pero le proporcionó un gran prestigio político. Siguió prestando servicios en el frente durante el último año de la guerra y entretanto aprendió las virtudes de la discreción.

Merino reconocía sinceramente que era un hombre ambicioso. Al terminar la guerra procuró que le dieran un puesto importante. Su historial sindicalista le fue entonces de gran utilidad. El Gobierno buscaba precisamente a un hombre capaz de dirigir con talento y eficacia la Organización Sindical. Merino era inteligente y había aprendido a ser prudente. Los «políticos», como Serrano y Gamero, le consideraron apto para el cargo y al propio tiempo bastante seguro. Pero si hay pocos hombres dispuestos a quemarse dos veces los dedos en la misma llama, Salvador Merino era justamente uno de ésos.

Empezó actuando con suma prudencia. En 1939 la Organización Sindical apenas existía. Carecía de bases ideológicas y Merino y sus colaboradores trataron de crear un sistema de nueva planta, del más puro estilo nacionalsindicalista, equidistante entre el sindicalismo «marxista» y los sindicatos católicos o los «libres». Merino consideraba que ciertos aspectos esenciales de la vida nacional eran intocables: los privilegios de la Iglesia, la unidad de la nación, etc. Pero, aparte de esto, todo lo relativo a la política y la economía tenían que ser transformado. Merino quería dar plena satisfacción a las reivindicaciones de los trabajadores y hacer de los Sindicatos la institución civil más poderosa de España. La falta de preparación de los falangistas para resolver los problemas técnicos que plantea la organización de un sistema sindical constituyó un grave obstáculo para los planes de Merino. Se rodeó de un equipo de colaboradores a los que tuvo que formar personalmente para que constituyeran los cuadros de la futura estructura sindical. Escogió a hombres activos, algunos de los cuales no eran falangistas, sino que procedían de distintos campos políticos. Juntos pusieron manos a la obra.

Para no despertar los recelos de los conservadores, Merino tuvo que hacer constantes equilibrios. Se negó a identificarse claramente con cualquiera de las facciones en que estaba dividida la Falange y se mantuvo al margen de las intrigas políticas. Procuró sobre todo disimular el verdadero alcance de sus ambiciosos planes.

Contrariamente a muchos españoles, Merino sentía gran simpatía por los nazis, cuyos objetivos revolucionarios le seducían[678]. Al propio tiempo, se consideraba más próximo a los generales falangistas, como Yagüe y Muñoz Grandes, que a los «políticos» del partido. Aunque procuró mantenerse en buenas relaciones con todo el mundo, la caída de Muñoz Grandes a principios de 1940 constituyó para él un serio golpe que estuvo a punto de echar abajo todos sus planes.

Para establecer los cimientos del sindicalismo lo primero que había que hacer era crear unos vastos sindicatos nacionales por ramas de industria, encuadrando profesionalmente a todos los trabajadores. Con ello se completaban las apariencias externas de los sindicatos, sin comprometerse en realizaciones de mayor trascendencia social. Así, por ejemplo, todos los trabajadores de la industria textil, reunidos, constituían una sola entidad económica, lo que facilitaba su manejo. Éste era el tipo de sindicalismo grato a las derechas: organizado y dirigido desde arriba, sin ninguna presión reivindicativa desde la base.

El 26 de enero de 1940 se promulgó la Ley de Unidad Sindical. La intervención del Gobierno en los intereses económicos privados, impuesta por la legislación de 1938, quedaba suprimida; en lo sucesivo toda representación económica sería asumida por los sindicatos verticales de obreros y patronos, organizados por ramas de producción. El 3 de mayo se anunció que los sindicatos se harían cargo de las funciones de control de precios y de intervención económica asignadas anteriormente a las Comisiones Reguladoras creadas en 1938[679]. Entretanto, Salvador Merino informó al Caudillo de la necesidad de reforzar las delegaciones provinciales de sindicatos, que pasarían a constituir el fundamento básico de todo el sistema sindical. Deseaba también desarrollar un vasto plan de obras sociales, que despertaran el interés de los trabajadores y los atrajeran al régimen. Merino empezaba a ir demasiado aprisa y pronto cometió una serie de errores tácticos.

El 31 de marzo de 1940, primer aniversario del fin de la guerra civil, organizó un gigantesco desfile de millares de trabajadores en el Paseo de la Castellana de Madrid[680]. Ello provocó una viva reacción en los medios militares. El general José Enrique Várela —ministro del Ejército, carlista, reaccionario y uno de los jefes militares más hostiles a la presencia de elementos de origen humilde y trabajador en las filas del cuerpo de oficiales— juró acabar con Salvador Merino.

El jefe de los Sindicatos proyectaba realizar otras demostraciones semejantes, al propio tiempo que intentaba mejorar la situación económica de los trabajadores. Su objetivo era poner nuevamente en pie a las masas trabajadoras españolas, pero esta vez dirigidas por el nacionalsindicalismo. Sabía que si llegaba a establecer un sistema sindical auténticamente representativo podría verse desbordado por los acontecimientos, aunque afirma que entonces estaba dispuesto a correr este riesgo con la esperanza de poder utilizar la fuerza de los sindicatos para ejercer una presión sobre los restantes sectores del Gobierno. Pero, para ello, le era ya imposible seguir ocultando sus intenciones y los grupos de intereses hostiles estaban cada vez más alarmados, mientras los diversos departamentos ministeriales hacían todo lo posible por torpedear sus proyectos.

Serrano, que al principio adoptó una actitud interesada y expectante, empezó a inquietarse ante el creciente poder de Merino. Pensó que había que desembarazarse cuanto antes del líder sindical, ofreciéndole un ascenso, y le propuso que abandonara la dirección de los Sindicatos para convertirse en ministro de Trabajo. Comprendiendo que el nombramiento de ministro supondría la pérdida de influencia directa sobre los sindicatos, Merino rechazó la propuesta. Serrano le preguntó qué puesto aceptaría, a lo que Merino respondió que sólo abandonaría la dirección de los Sindicatos a cambio de la Secretaría General del partido, junto con el Ministerio del Interior, donde residía el verdadero poder político del Estado. Serrano Súñer le replicó que tenía excesiva ambición, lo cual era cierto[681].

A principios de 1941 Merino era considerado como el principal líder de la oposición en el seno del Gobierno. Sin embargo, trataba de mantenerse a equilibrada distancia de los distintos grupos rivales en que estaba escindida la Falange. Merino tenía la ingenua esperanza de que, llegado el momento, Franco le sostendría frente a los reaccionarios que pedían su cabeza. Calculaba que si podía mantenerse todavía al frente de los sindicatos durante uno o dos años más, habría adquirido una posición tan fuerte que sólo podría ser derribado a costa de una grave crisis en el sistema. Pero le fallaron los cálculos, porque sus enemigos no estaban dispuestos a concederle tan largo plazo.

La oposición a Salvador Merino procedía de tres sectores distintos: los militares derechistas, dirigidos por Várela; los políticos reaccionarios, dirigidos por Esteban Bilbao (carlista renegado, miembro de la Junta Política, dispuesto siempre a darle la razón a Franco[682]) y el poderoso grupo de intereses industriales y financieros representado por Demetrio Carceller, que también formaba parte de la Junta Política[683].

Merino sobrevivió a la crisis política de mayo de 1941[684]. Pero sólo duró unas pocas semanas más, el tiempo justo que necesitaba Franco para reparar los desperfectos ocasionados en su edificio. Los elementos derechistas insistían en que Merino se volvía cada día más peligroso. Y aprovecharon la primera ocasión para derribarle. El 7 de julio de 1941 Merino se casó en Madrid y abandonó la capital por un breve viaje de boda. Durante su ausencia fue acusado de haber pertenecido a la masonería, acusación gravísima en una época en que centenares de masones, a los que se consideraba como los peores enemigos de la «nueva España», habían sido ejecutados. A su regreso a Madrid, Merino fue destituido de su cargo y desterrado a las Islas Baleares[685]. Así terminó la carrera política de Gerardo Salvador Merino. Al parecer, salvo el secretario general del partido, nadie se atrevió a defender a un hombre que, al fin y al cabo, había aportado una valiosa contribución al Movimiento. Su destitución fue recibida con alivio por todos aquéllos a quienes incomodaba su presencia, y significó, al propio tiempo, el fin del último intento de crear un sindicalismo independiente en la España de Franco.

El único competidor de Merino en pretender asumir la representación de la clase trabajadora era José Antonio Girón, nombrado ministro del Trabajo dos meses antes de la destitución del dirigente sindical. Por motivos personales, los dos falangistas se tenían una antipatía mutua, y parece que Girón contribuyó a la caída de su rival, a quien reemplazó como representante nominal de los trabajadores españoles, aunque no fuese nombrado jefe de los Sindicatos. En lo sucesivo, al frente de éstos se nombró a funcionarios del partido, blandos y sin personalidad, incapaces de movilizar a las masas trabajadoras españolas. Las actividades sindicales pasaron bajo el estricto control del Estado, sin que nadie se atreviera a protestar. El Ejército y la Banca eran demasiado poderosos.

El 9 de septiembre de 1939 el Gobierno creó el Instituto de Estudios Políticos. Concebido como el «brain trust» de la FET, estaba destinado a la formación de los cuadros del partido y al estudio de toda clase de cuestiones ideológicas y políticas. Sus secciones principales eran: Constitución y Administración del Estado, Economía Nacional, Política Internacional y Cuestiones Sociales y Cooperativas. Su director pasaba automáticamente a ser miembro de la Junta Política[686].

Su primer director fue Alfonso García Valdecasas, el más insignificante de los tres «fundadores» de la Falange[687]. Valdecasas había renunciado temporalmente a sus convicciones monárquicas de los últimos tiempos de la República. Lo esencial de su pensamiento político quedó reflejado en su discurso del teatro de la Comedia en 1933, en el que afirmó que España repudiaba tanto el materialismo capitalista de los Estados Unidos como el materialismo comunista de la Unión Soviética.

Si el Instituto hubiese desempeñado realmente la función que parecía haberle sido asignada, podía haberse convertido en una organización importante. Pero, al igual que todos los demás organismos del partido, llevó una vida lánguida, sin llegar a su pleno desarrollo. Franco había manifestado con suficiente claridad que no deseaba que la Falange fuese el meollo ideológico de un Estado de partido único. El Instituto no debía ser otra cosa que un elemento decorativo más en la barroca fachada del Régimen, cosa que cumplió a las mil maravillas.

Diez años más tarde, bajo su tercer director —un socialista converso llamado Francisco Javier Conde—, el Instituto se convirtió en un centro donde se cultivaba un cierto «liberalismo» encubierto bajo apariencias fascistas, en el que se combatía al clericalismo reaccionario y se llegó incluso a invitar a algunos socialistas extranjeros. Conde era un hombre prudente e ingenioso; había empezado por elaborar la primera justificación ideológica del singular «caudillaje» de Franco, tratando de aplicar los sofismas sociológicos de Max Weber y del poder carismático a Franco, cuando, en realidad, este poder no tenía otro fundamento que la fuerza. A pesar de ello, la posición de Conde se hizo insostenible y tuvo que dimitir, después de lo cual el Instituto volvió a convertirse en una especie de limbo político.

A partir de 1938, y en los años posteriores, surgió toda una literatura política destinada a justificar a posteriori el régimen franquista. Su manifestación más espectacular consistió en la publicación en 1938 del libro de José Pemartín ¿Qué es lo nuevo?, en el que se trataba de demostrar, a través de trescientas páginas de texto, acompañado de gráficos, que iba a instaurarse en España un Estado sindicalista corporativo modelo. Pemartín afirmaba que el fascismo español sería una traducción según fórmulas modernas del tradicionalismo[688]. Por su parte, la izquierda falangista no cesaba de proclamar que «el fascismo no era otra cosa que la nacionalización de la doctrina de Marx[689]». Pero los capitalistas españoles, confiando en la «prudencia» del Caudillo, no tomaban un serio estas declaraciones.

El principal teórico de los primeros arios del régimen de Franco fue el profesor Juan Beneyto Pérez. En sus obras El Partido (1939) y Genio y figura del Movimiento (1940) expuso las ideas más depuradas sobre la doctrina del «caudillaje».

La concepción del Caudillo es una síntesis de la razón y de la necesidad ideal. No es sólo fuerza, sino espíritu; constituye una nueva técnica y es la encarnación del alma y hasta de la fisonomía nacionales. Como técnica es consecuencia natural y necesidad orgánica de un régimen unitario, jerárquico y total. Como encarnación es la exaltación de una mística. Viene a ser un concepto nuevo por el que un hombre se constituye en rector de la comunidad y personifica su espíritu, concepto que proviene directamente de la Revolución. Tiene una contextura típica y plenamente revolucionaria, como la idea que la nutre.

En los regímenes totalitarios el Partido aparece exaltado en esa precisa función de seleccionar al jefe. [En la práctica resultó ser todo lo contrario.]

…Como minoría ha de recoger cuanto haya de sano y robusto en la vida política. Por eso la misma unificación tiene una tarea selectiva, pues busca la homogeneidad incluso en la solvencia de los elementos.

…El Partido consigue así ser depositario de una fuerza que se renueva continuamente y sabe orientar en un sentido revolucionario cada nueva generación. Gracias al concepto de la Revolución permanente, y merced al instrumento del Partido, desaparecen las luchas y todas las energías se concentran en la tarea de las afirmaciones nacionales[690].

Beneyto no vacilaba en proclamar el carácter totalitario del régimen de Franco y su similitud con los demás sistemas fascistas[691], pero más tarde (en estrecha relación con las vicisitudes de la segunda guerra mundial) apareció una tendencia contraria. A principios de 1942, García Valdecasas escribía:

En los puntos originarios de Falange se define al Estado como «instrumento totalitario al servicio de la integridad de la Patria». Es, pues, expreso —deliberadamente— que es la nuestra una concepción instrumental del Estado. Todo instrumento se caracteriza por ser un medio de algo, para una obra a la que con él se sirve.

Ningún instrumento se justifica por sí. Vale en cuanto cumple el fin a que está destinado. No es, por tanto, el Estado, para nosotros, fin en sí mismo, ni en sí puede encontrar su justificación.

…no debe el Estado perseguir fines ni acometer tareas que no estén justificadas en función de la integridad de la Patria; de lo contrario, su fuerza se dispersa y malgasta en cometidos impropios; a más de que, al quererlos realizar, se agrava aquel morboso proceso de burocratización a que hemos hecho referencia.

…Para justificarse positivamente, el Estado habrá de actuar como instrumento para la consecución de ulteriores valores morales.

…el pensamiento genuino español se niega a reconocer en el Estado el supremo valor. Éste es el sentido de la actitud polémica de todo el pensamiento clásico español contra la razón de Estado enunciada por Maquiavelo[692].

Incluso se empezó a hablar con relativa benevolencia del liberalismo, procurando distinguir al falangismo de las demás ideologías antiliberales. Así, en 1943, Javier Martínez de Bedoya citaba estas palabras de Ramiro Ledesma:

Se está operando una transmutación mundial. Signos de ella son el bolchevismo, el fascismo italiano, el racismo socialista alemán y los otros estilos y modos que hemos descrito en las páginas anteriores. Son erupciones, iniciaciones, impregnadas ya de lo que ha de venir, pero cosas nada definitivas, permanentes y conclusas. Y desde luego, tanto el bolchevismo como el fascismo y el racismo, fenómenos nacionales y restringidos, sin envergadura ni profundidad mundial.

Quizá la voz de España, la presencia de España, cuando se efectúe y logre de un modo pleno, dé a la realidad transmutadora su sentido más perfecto y fértil, las formas que la claven genialmente en las páginas de la Historia Universal[693].

Esta preocupación por reconsiderar y dar nueva expresión a la doctrina de la Falange alcanzó su culminación en el libro de José Luis de Arrese El Estado totalitario en el pensamiento de José Antonio (1941). Arrese, que ocupaba entonces el cargo de secretario general del partido, afirmaba que José Antonio había insistido siempre en el concepto de España como «un destino en lo universal» enraizado en la historia española y en la verdad teológica (sic). «No buscamos, por lo tanto, un Estado totalitario», afirmaba[694]. Esto no era precisamente lo que afirmaban los ideólogos del partido unos años antes, pero a partir de 1943, semejante postura era la que mejor convenía a los intereses del régimen[695].

El Caudillo no necesitaba una rigurosa doctrina ideológica del Estado; le bastaba con una teoría general de los principios autoritarios. Su fórmula ideal era un sindicalismo conservador, unido a un control directo del Estado en materia económica, vinculado espiritualmente al catolicismo y siempre dispuesto a toda clase de compromisos tácticos. Y, naturalmente, todo ello respaldado por el Ejército.