CAPITULO XIV

LA FALANGE, PARTIDO ÚNICO (1937-1939).

El decreto de unificación no aportaba muchas precisiones respecto a la estructura del nuevo partido. Franco y sus colaboradores civiles del gobierno no querían precipitar las cosas; considerándose satisfechos con la sumaria solución dada en abril a los problemas políticos internos siguieron concediendo prioridad a las cuestiones militares. El proceso de reestructuración del partido se presentaba muy complejo y nadie parecía tener prisa por acometerlo. Además, al principio no había mucho dinero[546]. Esta falta de orientación sobre las tareas del nuevo partido la demuestra la primera misión oficial que el gobernador general de Salamanca confió a la FET: organizar cursillos de socorros sanitarios[547].

Poco a poco la Secretaría política empezó a reunir a los mandos del partido; el 11 de mayo se llevó a cabo la incorporación al mismo de las unidades auxiliares locales. Con las nuevas disposiciones el número de adhesiones al partido siguió en aumento, aunque la mayoría de los nuevos militantes eran unos oportunistas, que sólo permanecerían en las filas de la Falange mientras durasen las hostilidades. Como lo reconoció el propio Serrano Súñer, «…un número muy grande de miembros del Partido nunca pasaron de ser afiliados nominales. Eran, en realidad, portadores de su personal significación y representantes de corrientes de opinión libre más o menos cautelosa»[548].

En unas declaraciones al diario ABC, el 19 de julio, Franco afirmaba una vez más que su objetivo era la implantación de un «Estado totalitario». Al propio tiempo añadía que la FET contribuiría a reunir a todos los españoles dentro de aquel Estado:

Existe, además, en España una gran masa neutra, sin encuadrar, de los que no han querido afiliarse jamás a ningún partido. Esa masa, que puede sentirse tímida para unirse a los vencedores, hallará en la Falange Española Tradicionalista y de las JONS el cauce adecuado para fundirse en la España nacional[549].

Evidentemente, no podía contarse con los antiguos dirigentes de la Falange supervivientes para que contribuyeran a dar vida al nuevo partido. Si la mayoría de los que fueron detenidos no permanecieron mucho tiempo en la cárcel, de esa libertad a colaborar con entusiasmo en la nueva FET mediaba un abismo. En casa de Pilar Primo de Rivera, en Salamanca, se reunió un reducido comité de representantes de la vieja Falange para decidir quiénes deberían colaborar con el nuevo partido y bajo qué condiciones. Las opiniones decisivas fueron las de Agustín Aznar, José Antonio Girón (que representaba a las milicias) y Fernando González Vélez, jefe provincial de León, nombre serio e inteligente[550].

El representante de Franco en las negociaciones emprendidas fue Ramón Serrano Súñer[551]. El comité de falangistas designó por su parte al jefe provincial de Valladolid, Dionisio Ridruejo. Hombre honesto e inteligente, aunque muy apasionado, Ridruejo tenía entonces veinticuatro años. Sus cualidades personales hicieron que fuese admitido en el reducidísimo círculo de los íntimos de Serrano y los dos hombres se hicieron buenos amigos.

Entre el comité falangista y el Cuartel General se llegó pronto a un compromiso sumamente vago: los falangistas se comprometían a acatar la nueva jerarquía establecida en el mando, a cambio de lo cual después de la guerra se emprendería sinceramente la implantación del programa nacional sindicalista. Entre tanto, debía empezarse inmediatamente la estructuración del nuevo partido estatal.

Algunos falangistas no dejaron de manifestar, en privado, sus reservas ante este acuerdo. Otros, como el delegado del Consejo Nacional y jefe provincial de Sevilla, Martin Ruiz Arenado, estaban totalmente convencidos de la buena fe de Franco. De todos modos, no cabía otra solución y siempre sería mejor que se encargasen los falangistas de la organización de la FET a que ésta fuese confiada a un grupo de carlistas, de conservadores u oportunistas. Individualmente o por pequeños grupos, decidieron constituir un fuerte núcleo de «camisas viejas» en el seno de la nueva organización, para garantizar la continuidad del partido y, a ser posible, para recobrar algún día la jefatura del mismo. González Vicén ocupó el puesto que había dejado vacante Hedilla en la Junta Política[552]. y desde su presidencia procuró aplicar la táctica de infiltración acordada.

Los primeros estatutos del nuevo partido, que no se publicaron hasta el 4 de agosto de 1937, respetaban, en gran parte, la anterior estructura de la antigua Falange. Se crearon doce servicios especiales, correspondientes a las distintas actividades de los departamentos ministeriales. Se ha dicho que Serrano, al crear este nuevo encuadramiento, lo hizo con el propósito de compensar la falta de preparación de los dirigentes falangistas[553]. En efecto, la mayor parte de los servicios especiales estaban duplicados sobre los distintos ministerios, con lo cual la administración falangista podría adquirir experiencia sin tener que asumir responsabilidades ejecutivas. Así, más tarde, los cuadros de la FET podrían encargarse de administrar un Estado de partido único. Este propósito se manifestó más claramente aún con la ley de 30 de octubre de 1937 que establecía que, para ocupar cualquier cargo en la administración local o provincial, se requería la aprobación de los jefes de Falange y de la Guardia Civil de la localidad; esta autorización sería necesaria mientras no se llegara al establecimiento del «nuevo Estado totalitario[554]».

A finales de 1937 aparecieron unas octavillas, firmadas por una «Falange Española Auténtica», en las que se denunciaba el apoderamiento de la Falange por el Ejército. Los viejos falangistas, que ahora ocupaban puestos de responsabilidad en la FET, no les dieron mucha importancia. Las hojas habían sido impresas en el extranjero, probablemente en Francia. Los rumores las atribuían a Vicente Cadenas, exjefe de Prensa y Propaganda de Falange que había huido de España después de la unificación[555]. También se creyó —no sin cierta lógica— que las octavillas habían sido distribuidas por agentes del ministro republicano Indalecio Prieto, con el fin de provocar disensiones en el seno de la FET[556]. De todos modos, las hojas desaparecieron a los pocos meses, sin haber producido los efectos previstos por sus autores.

Fermín Yzurdiaga, el estrambótico cura de Pamplona que había fundado el primer diario falangista, fue nombrado jefe de Prensa y Propaganda de la FET. Aunque había apoyado a Hedilla antes de la unificación, se adaptó rápidamente a la nueva situación. Durante los últimos meses de 1937 su diario Arriba España ostentaba en la primera página la divisa «Por Dios y el César». Nombrado para su nuevo cargo en mayo, Yzurdiaga designó jefe de Propaganda a Dionisio Ridruejo y jefe de Prensa a un veterano carlista, Eladio Esparza.

Durante el año 1937 la propaganda falangista tropezó con la censura militar y a veces llegó a ser suprimida por los servicios de Información del Gobierno, Yzurdiaga carecía de sentido de la realidad, por lo que su actuación apenas tuvo resonancia alguna. En un discurso pronunciado en Vigo el 28 de noviembre de 1937 Yzurdiaga, replicando a los murmuradores que afirmaban que la Falange ya no era un partido revolucionario, reconoció que les faltaba razón, pero añadió que había que tener mucha prudencia cuando se emprendía el camino de la revolución[557].

La prensa falangista abrumaba de elogios al Ejército[558]. Seguía condenando como antes el liberalismo en todas sus formas y publicando artículos laudatorios sobre la Alemania nazi y la Italia fascista. En algunos momentos de excepcional beligerancia, los periódicos falangistas denunciaban ciertos aspectos «franciscanos» del catolicismo o declaraban que el Papa no era infalible en cuestiones políticas[559]. También publicaban ocasionalmente diatribas contra los judíos, prácticamente inexistentes en España[560].

Sólo de vez en cuando sacaba la caja de los truenos nacionalsindicalistas. Tal fue el caso de la mordiente crítica formulada por Gonzalo Torrente Ballester contra un folleto que había hecho circular una entidad privada denominada Junta Directiva Provisional de las Fuerzas Económicas. En él se denunciaban los peligros de la economía dirigida y se defendía un relativo laissez-faire. Torrente Ballester, uno de los intelectuales del nuevo partido, afirmaba, por el contrario, que sólo un amplio control y una fuerte intervención del Estado podían garantizar el desarrollo justo y equilibrado de la economía nacional[561].

El gobierno militar utilizaba estas afirmaciones de los escritores falangistas como advertencia indirecta a los medios industriales y financieros españoles en el sentido de que no debían considerarse como los beneficios exclusivos del nuevo régimen. Con ello quedaba implícito que los que no se plegaran dócilmente al Caudillo serían echados como pasto a las fauces nacionalsindicalistas… De hecho, en sus discursos Franco procuraba mostrarse partidario de ciertas reformas sociales, hablando de «banqueros deshumanizados» y de la necesidad de proteger a las clases laboriosas[562].

Estamos haciendo también una profunda revolución en el sentido social, que se inspira en las enseñanzas de la Iglesia católica. Habrá menos ricos, pero también habrá menos pobres. El nuevo Estado español será una verdadera democracia en la cual todos los ciudadanos participarán en el gobierno por medio de su actividad profesional y de su función específica[563].

Entretanto, había que pensar en dotar a la FET de un jefe, pero ni Serrano ni la nueva dirección política veían la manera de resolver el problema que ello planteaba. Ninguno de los «camisas viejas» que quedaban poseía la capacidad o el prestigio necesarios para dirigir el partido ni le merecía confianza a Franco. El Generalísimo hubiera preferido que el propio Serrano asumiera la dirección de la FET. Pero éste —para quien el ingenio español había encontrado el mote de «el cuñadísimo»— era hombre prudente y prefería obrar con suma cautela. Consciente de su impopularidad entre los falangistas veteranos, sabía que cualquier acrecentamiento de su poder contribuiría a aumentar el resentimiento contra él.

La Vieja Guardia seguía insistiendo para que se intentara canjear a Raimundo Fernández Cuesta, secretario general del anterior partido. Antes de la unificación, Serrano se había opuesto a ello por temor a que pudiera contribuir a reforzar la oposición de los «camisas viejas» al proceso de reestructuración en curso. Pero habiendo cambiado las circunstancias, la presencia de Fernández Cuesta, lejos de resultar peligrosa, podía ofrecer ciertas ventajas políticas[564]. Serrano conocía bien a Fernández Cuesta y sabía que carecía de la energía necesaria para ser un elemento peligroso para la nueva situación. Además, los dieciocho meses pasados en las cárceles republicanas constituirían la mejor garantía de su lealtad hacia el gobierno rebelde.

Se iniciaron los tanteos para el canje de Fernández Cuesta, quien se había evadido de la cárcel en dos ocasiones y había sido capturado cada vez. La propuesta fue acogida favorablemente por Indalecio Prieto, en quien habían producido tan fuerte impresión los papeles hallados en la celda de José Antonio. Prieto había hecho distribuir copias del testamento de José Antonio en la España de Franco, con el propósito de despertar el espíritu revolucionario de la Vieja Guardia falangista y provocar una escisión en las filas enemigas. Así, pues, creía que la vuelta de Fernández Cuesta tal vez contribuiría a impulsar a los «camisas viejas» a pasar a la acción[565].

El exsecretario general llegó a la zona rebelde en octubre de 1937, apareciendo por vez primera en público en Sevilla, el 19 de octubre, en un acto conmemorativo de la fundación de la Falange. Después de haber dado las gracias a Franco por su liberación de la zona republicana, declaró que el objetivo de la FET era establecer la economía española sobre una base sindical, aunque compatible con la subsistencia de capital y de la iniciativa privada. Luego añadió algunas banalidades sobre la necesidad de controlar la Bolsa y las operaciones financieras y esto fue todo[566]. El Caudillo consideró que un hombre así no podía crearle problemas como secretario del partido y el 2 de diciembre de 1937 le confió dicho puesto. La Vieja Guardia se limitó a darse por satisfecha al ver que no le imponían como jefe a cualquier exconservador. En unas declaraciones con ocasión del Año Nuevo, Fernández Cuesta les dirigió la siguiente advertencia:

A la vieja guardia […] sinceridad y afecto me obligan a decirle que ha de tener un espíritu comprensivo, sin encastillarse en exclusivismos, no adoptas aires de repelente superioridad, acogiendo con amor y camaradería a todo el que de buena fe venga a la Falange Española Tradicionalista[567].

Fernández Cuesta era hombre inteligente y tolerante, pero carecía de espíritu de iniciativa y de capacidad organizadora. Además, su condición de «camisa vieja» hacia que Franco no confiara demasiado en él. El único que gozaba de la absoluta confianza de Franco era Serrano Súñer, quien continuaba teniendo en sus manos las riendas del partido. El antiguo abogado actuaba en todo de modo distinto a los demás colaboradores del Estado. Siempre vestido con un impecable traje negro, parecía el único personaje importante de Salamanca que no se consideraba obligado a llevar uniforme.

Franco y Serrano desplegaron una extraordinaria habilidad para mantener el equilibrio entre los elementos dispares integrados en la FET. El partido se encontraba irremediablemente escindido, que era precisamente lo que deseaba el dictador. Entre la revolución nacionalsindicalista y la reacción clerical, nadie sabía a ciencia cierta cuál era la posición personal del Caudillo. El embajador alemán escribía:

(Franco) ha conseguido hábilmente y con la ayuda de su cuñado […] no crearse enemigos entre los partidos representados en el nuevo partido único, antes independientes, rivales, pero al propio tiempo mantener una estricta neutralidad entre ellos, para que ninguno pueda hacerse demasiado fuerte […] Esto explica que, según la filiación política de cada cual, en España se oyen tan contradictorias opiniones como éstas: «Franco es un juguete de la Falange», «está totalmente vendido a la reacción», «es un monárquico convencido» o «está bajo la absoluta influencia de la Iglesia[568]».

Sin embargo, pronto debía concentrarse sobre Serrano el descontento suscitado por la nueva orientación política establecida en 1937. Pero sus primeros y más encarnizados enemigos no fueron los falangistas, sino los monárquicos, quienes comprendieron que con la unificación promovida por él se iban a crear las bases de un régimen corporativo, autoritario, y no de la monarquía. Al ver desvanecerse sus proyectos de restauración emprendieron una intensa campaña de difamación contra el genio maléfico de Franco, el «cuñadísimo».

En unas declaraciones al ABC el 19 de julio, Franco había expuesto la que sería su invariable actitud respecto de los monárquicos:

Si el momento de la Restauración llegara, la nueva Monarquía tendría que ser, desde luego, muy distinta de la que cayó el 14 de abril de 1931; distinta o diferente en el contenido, y, aunque nos duela a muchos, pero hay que atenerse a la realidad, hasta en la persona que la encarne […] tendría que venir con el carácter de pacificador y no debe contarse en el número de los vencedores[569].

Es decir, que la restauración debería aplazarse indefinidamente. No había motivo alguno para ocultar el hecho de que una vez terminada la guerra el país necesitaría un cierto período de dictadura militar. Franco terminaba sus declaraciones con un canto a los grandes sacrificios soportados por la aristocracia y a su comportamiento en la guerra, como dándoles a entender que deberían contentarse con estos laureles y algunas ventajas materiales, pero que no esperaran nada más.

Serrano, por su parte, manifestaba a cuantos por aquellos días le visitaban que «su labor se orientaba principalmente hacia estas tres finalidades: ayudar a establecer efectivamente la jefatura política de Franco, salvar y realizar el pensamiento político de José Antonio y contribuir a encuadrar el Movimiento nacional en un régimen jurídico, esto es, a instituir el Estado de Derecho[570]». No tardó en forjarse un «historial falangista» a la medida de Serrano. Se exageró su amistad personal con José Antonio, montándose en torno a ello una campaña preparatoria para ulteriores fines[571]. Cuando Franco constituyó su primer gobierno regular, el 30 de enero de 1938, su cuñado fue nombrado ministro del Interior y jefe nacional de Prensa y Propaganda de FET. Serrano asumió la entera dirección de la política interior nacionalista.

Al hacerse pública la composición del nuevo gobierno las «camisas viejas» pusieron el grito en el cielo ante el nombramiento del general Gómez Jordana como ministro de Asuntos Exteriores. Jordana era monárquico y tenía fama de anglófilo, es decir, que era capaz de perdonar lo que los falangistas llamaban el «crimen de Gibraltar» y de trabajar en favor de la restauración borbónica. Además no tenía la menor simpatía por los gobiernos fascistas, tan admirados por algunos falangistas.

La vieja guardia obtuvo pronto su compensación por esta «afrenta». Siendo Serrano jefe nominal de Prensa y Propaganda del partido a la vez que ministro del Interior, la Falange se encontraba con todo el control de la propaganda del Estado en sus manos. Éste constituyó el primero de los «compromisos» de Franco: a cambio de aceptar un gobierno de coalición con los conservadores y los monárquicos, los falangistas controlarían la retórica oficial del gobierno[572]. Dos jóvenes protegidos de Serrano, ambos falangistas, Antonio Tovar y Dionisio Ridruejo, fueron nombrados, respectivamente, jefe de propaganda y director de radiodifusión del Estado.

Ridruejo, que sólo contaba veinticinco años, se dedicó a montar un aparato de propaganda «totalitario», y los elementos más revolucionarios dé la Falange ejercieron un control casi absoluto sobre la información. El joven Dionisio fue calificado de «Goebbels español», comparación a todas luces excesiva, basada únicamente en la escasa estatura física de ambos. Ridruejo era el menor orador del partido después de José Antonio, y se esforzó en mantener el «estilo poético» del jefe desaparecido[573].

En la primera mitad del año 1938 se hizo evidente que la menor crisis militar provocaría un recrudecimiento de la tensión política[574]. A medida que se prolongaba la guerra, cuyo desenlace aparecía todavía incierto, se acentuaba el malestar político. El general falangista Juan Yagüe empezaba a estar cansado de la guerra y de los manejos políticos del Cuartel General. Le repugnaban la crueldad sistemática y las represalias premeditadas a que daba lugar la guerra civil.

La «España nueva» no iba a surgir del pequeño mundo de intrigas de Salamanca. En un discurso pronunciado con motivo del primer aniversario de la unificación, dando suelta a su desencanto, atacó públicamente a los colaboradores más inmediatos de Franco[575]. Según afirmaba el embajador alemán Von Stohrer:

Se consideró, sobre todo, que ciertos pasajes de su discurso, en los que rendía tributo al valor de los adversarios rojos españoles y defendía a los presos políticos —tanto «rojos» como «azules», es decir, a los falangistas detenidos por su exceso de celo político— y atacaba vigorosamente las irregularidades en la administración de la justicia, habían rebasado los límites de su autoridad y constituían un acto de indisciplina, por lo cual fue privado del mando que ostentaba, por lo menos temporalmente[576].

El mismo día en que Yagüe pronunciaba estas palabras, Franco, en un discurso en Zaragoza denunciaba violentamente a los murmuradores y disidentes:

Se multiplicaron los esfuerzos para infiltrarse en los cuadros de nuestras organizaciones; se intentó sembrar la rivalidad y la división en nuestras filas; se dieron órdenes secretas para producir en ellas laxitud y cansancio. Se intentó minar el prestigio de nuestras más altas jerarquías, explotando pequeñas miserias y ambiciones.

Son los que quieren llevar alarma al capital con el fantasma de unas reformas demagógicas…

Por eso sus enemigos seculares (de España) no han de cejar en su intento de destruir la unidad, como lo hicieron aún después del derecho de unificación, especulando unas veces con el nombre glorioso de José Antonio, fundador y mártir de la Falange Española[577]

Según el embajador alemán, el cuarenta por ciento de la población civil del territorio ocupado por los rebeldes era considerado como políticamente hostil, y sólo permanecía sometido por la política de terror y de represalias del gobierno. Ante el mar de sangre provocado por la salvaje política de represión aplicada para garantizar la «seguridad interior» de la zona nacionalista, más de un ministro de Franco experimentó una verdadera crisis de conciencia. Aunque se ignora la cifra exacta, es evidente que el número de víctimas del «terror blanco» durante la guerra civil se cuenta por millares. Para evitar las matanzas indiscriminadas de los primeros tiempos, cuando el general Martínez Anido fue nombrado ministro de Orden Público en el gobierno de 1938 estableció un simulacro de tribunales militares, pero el ritmo de las ejecuciones no disminuyó. Los falangistas y los conservadores expresaron conjuntamente su aprensión ante el porvenir de un régimen basado en tan sangrientos principios[578].

Martínez Anido se había ganado la fama de asesino legalizado, como organizador de las matanzas de anarcosindicalistas durante la gran represión de los años 1921 y 1922 en Barcelona. Pero aquello eran juegos de niños comparado con lo que ocurrió en 1936. Muchos «camisas viejas» odiaban a Martínez Anido, a quien consideraban un viejo carnicero reaccionario; a pesar de sus muchos errores, los falangistas nunca habían pensado en establecer los cimientos de su Estado nacionalsindicalista sobre la base del asesinato colectivo[579]. En junio de 1938 algunos dirigentes de la «vieja guardia» propusieron a Serrano Súñer que influyera para que se les confiase el Ministerio de Orden Público, limitando así las atribuciones de Martínez Anido, para quien se podría crear un Ministerio de Sanidad[580]. La propuesta fue desechada; las protestas ante la brutal represión no eran lo suficientemente intensas para ser tenidas en consideración por los círculos más influyentes del gobierno. Cuando a los pocos meses murió repentinamente Martínez Anido, su Ministerio fue absorbido por el del Interior, pero Serrano no cambió para nada la política de su antecesor. Tenía demasiado fresca en su memoria la muerte de sus dos hermanos en la zona republicana; los asesinatos continuaron como antes y como continuarían hasta mucho tiempo después de que la guerra civil hubiese terminado oficialmente.

La constitución del nuevo Consejo Nacional no quedó completada hasta el 19 de octubre de 1937[581]. De sus cincuenta miembros, unos veinte podían ser considerados más o menos como falangistas; había ocho carlistas, cinco generales, y el resto era un revoltijo de monárquicos conservadores y de oportunistas. Esta mescolanza heterogénea reflejaba la confusión de fuerzas políticas sobre la que se asentaba el régimen de Franco. La diversidad de grupos políticos discordantes ofrecía la mejor garantía de que no podría surgir de ellos ninguna iniciativa original o imprevista. Quedaba así esbozada la táctica favorita del régimen de enfrentar a unas fuerzas contra otras. El primer Consejo Nacional se reunió raras veces y su papel fue absolutamente anodino[582].

Lo mismo podría decirse de la primera Junta Política del partido. Según Serrano:

Su labor fue más bien insignificante. Sirvió, sobre todo, para que el partido y el tetado no perdiesen oficialmente el contacto. En algunos casos (no se olvide que tanto el partido oficial como el Movimiento nacional en conjunto eran un conglomerado de fuerzas) fueron tirantes y aún agitados. La vida política del régimen residió principalmente en los ministerios[583].

Ahora bien, con una sola excepción, los ministerios estaban en manos de no falangistas.

Acaso el único acto importante intentado por el Consejo Nacional y la Junta Política, conjuntamente, consistió en una serie de reuniones celebradas en junio de 1938, con vistas a reorganizar la estructura del partido. Todos los que estaban verdaderamente interesados en la marcha del partido comprendían que si no se reforzaba su posición dentro de la estructura del Estado no tendría la menor posibilidad de influir en el futuro del país. Pedro Gamero del Castillo, Dionisio Ridruejo y el carlista Juan José Pradera se encargaron de elaborar un proyecto de reorganización de la FET. Gamero y Pradera no se hacían ninguna ilusión, porque sabían que el menor intento de reforma sería mal visto por el gobierno. Pero Ridruejo, que era uno de los últimos falangistas sinceros, todavía tenía la esperanza de que la Falange se convirtiese en un verdadero partido estatal totalitario. Asustados ante lo audaz de su propuesta, sus dos colaboradores le dejaron solo, sugiriéndole que presentase el proyecto como cosa suya y Ridruejo fue tan ingenuo que siguió su consejo. El plan que sometió a deliberación del Consejo Nacional tendía a hacer autónoma la milicia de la Falange y a aumentar el poder del partido a expensas del Estado.

La oposición de los elementos derechistas y dejos generales fue dirigida por el ministro de Educación, Pedro Sainz Rodríguez. Ridruejo ya había provocado las iras de Sainz Rodríguez en una reunión de la Junta Política al protestar contra las excesivas concesiones que se había hecho a la Iglesia en materia de enseñanza. Sainz Rodríguez afirmó que los cambios radicales propuestos por Ridruejo dejaban traslucir una desconfianza absoluta respecto del gobierno. El Generalísimo, que presidía la reunión, fue más allá, y, visiblemente irritado, declaró que constituían una falta de confianza hacia su propia persona como Caudillo. Ridruejo se defendió afirmando que se había limitado a cumplir el encargo que el partido le había confiado, y que, puesto que Franco era el jefe nacional del partido, reforzar la autoridad del partido significaba robustecer la autoridad del Caudillo, salvo que éste no se considerase realmente como jefe del partido, lo cual era ya otra cuestión. Naturalmente, la proposición fue desechada, pero Ridruejo se libró de una sanción[584].

Este incidente no tuvo otra consecuencia que la de aumentar el recelo de Franco hacia los «camisas viejas». Había recibido informes (totalmente falsos) de que Agustín Aznar y Fernando González Vélez, ambos consejeros nacionales, preparaban un complot contra él, y la intervención de Ridruejo no hizo más que aumentar sus sospechas acerca de la conspiración[585]. Aznar y González Vélez fueron detenidos, y el 23 y 25 de junio se anunció su destitución de los cargos oficiales que ocupaban[586]. No tardaron en ser puestos en libertad, pero fueron confinados a provincias lejanas hasta el final de la guerra[587]. El plan de González Vélez de colaborar con la FET y tratar de influir sobre el gobierno desde dentro del sistema tropezó con un obstáculo insuperable: el carácter autoritario, receloso y vengativo del dictador[588].

Fernández Cuesta no se esforzó mucho en salvar a sus camaradas. Bien es verdad que podía hacer poca cosa, pero ni siquiera hizo el menor intento en favor de Aznar y González Vélez. Esto acabó de hacerle perder el escaso prestigio con que contaba entre los «camisas viejas». Lo cierto es que en esta cuestión, como en casi todas las demás, el secretario general se encontraba entre la espada y la pared. Su única salida hubiera consistido en rebelarse abiertamente contra Franco, cosa imposible en tiempo de guerra: los falangistas se consideraban, por encima de todo, patriotas.

A principios del año 1938 los gobernantes de la España rebelde empezaron a sentir alguna preocupación por los problemas sociales. Los italianos parecían estar particularmente interesados en que el gobierno elaborase una especie de Carta de Trabajo que diese una apariencia de reformismo a la dictadura de Franco. La cuestión fue discutida y aprobada en un Consejo de Ministros, encomendándose la redacción de sendos anteproyectos, por un lado, a Pedro González Bueno y su grupito de «tecnócratas» conservadores, y por otro, a dos jóvenes universitarios, especializados en cuestiones económicas, Joaquín Garrigues y Francisco Javier Conde, con quienes debía colaborar Ridruejo. El proyecto de estos últimos resultaba bastante radical: toda la economía nacional debía quedar bajo el control de un sistema sindical basado en un concepto de la propiedad esencialmente anticapitalista. El proyecto de Garrigues-Conde, defendido en Consejo de ministros por Fernández Cuesta, fue inmediatamente desechado[589]. El proyecto de González Bueno, mucho más conservador y basado en un paternalismo capitalista, fue adoptado, confiándose al Consejo Nacional la misión de darle forma definitiva.

La discusión del proyecto dio lugar a una animada controversia que opuso a las diversas facciones en el seno del Consejo Nacional. Los carlistas y los representantes de los grupos financieros proponían enmiendas encaminadas a dar un carácter aún más conservador al texto, mientras que los falangistas «de izquierdas» querían que fuese más revolucionario[590]. Serrano Súñer, que presidía el Consejo, mantenía una estricta neutralidad. González Bueno, que había sido nombrado ministro de Organización Sindical en enero de 1938, amenazó con dimitir si los consejeros insistían en introducir profundas modificaciones en su proyecto. Serrano trató de salvar la situación afirmando que no había que obrar precipitadamente y con escasos conocimientos sobre la materia; en su consecuencia sugería que se redactase una simple declaración de principios fijando la actitud de la «nueva España» frente a las cuestiones sociales.

El consejo de Serrano resultó decisivo Se acordó proceder a la redacción conjunta, párrafo por párrafo, de un tercer proyecto. Ridruejo y Eduardo Aunós formularon la mayor parte de las sugestiones. Queipo de Llano pidió que se introdujese la frase «la tierra es del que la trabaja», pero los conservadores se opusieron a su propuesta. Al final todo quedó reducido a una sarta de banalidades, a la que se dio el título de «Fuero del Trabajo[591]». Se limitaba a afirmar que «el capital era un instrumento al servicio de la producción» y que serían protegidos los derechos de los trabajadores, garantizándose el empleo y unas ventajas no especificadas, todo ello bajo la supervisión general del gobierno[592].

Por el mismo decreto de 30 de enero de 1938 estableciendo el primer gobierno de Franco, se había creado el Ministerio de Organización y Acción Sindical. Este nuevo ministerio comprendía cinco servicios nacionales: Sindicatos, Jurisdicción del Trabajo y Vivienda, Seguridad Social, Emigración y Estadística[593]. El 31 de abril un nuevo decreto precisó la estructura burocrática de la Organización sindical en su nivel superior. Se estableció un consejo coordinador de los Sindicatos y un Control Nacional Sindicalista en cada provincia[594]. El 13 de mayo se creó la Magistratura del Trabajo, con competencia para dirimir los conflictos laborales[595]. Naturalmente, todo el sistema estaba controlado desde las alturas del régimen.

Raimundo Fernández Cuesta establecía la siguiente distinción entre el Sindicalismo español y el Estado corporativo italiano:

Pero el Sindicato vertical tampoco es una copia de la Corporación. En aquellos países en que los gobernantes se han encontrado al subir al poder, como en Italia ha sucedido, con un sindicalismo clasista que nos podían desmontar, se han visto precisados, como mal menor, a convertirlo en sindicalismo de Estado y a crear después órganos súper sindicales, de enlace, primeramente, y de autodisciplina en defensa del interés totalitario de la producción, más tarde. Yesos órganos son las Corporaciones. La Corporación, pues, tenía el pie forzado de los sindicatos de clase. El Sindicato vertical, en cambio, es punto de partida y de llegada. No supone la existencia previa de otros sindicatos. No tiene interferencias de capas horizontales. No son órganos del Estado, sino instrumento al servicio de su política económica y utilitaria[596].

El estado falangista, afirmaba, no será un Estado sindicalista:

Cuando hablamos de «Estado Nacional Sindicalista», nos referimos a un aspecto del Estado: el económico. Es decir, que para disciplinar la Economía el Estado utiliza el instrumento de los Sindicatos, pero ello no significa que el Estado se base exclusivamente en los Sindicatos ni que la soberanía nacional vaya a residir en los Sindicatos[597].

Pedro González Bueno fracasó estrepitosamente como ministro de Organización Sindical. Aunque era ingeniero, se mostró incapaz de ejercer sus funciones. Daba órdenes absurdas y contradictorias y sin relación alguna con los verdaderos problemas. Los jefes de los Sindicatos provinciales le llamaban el ministro de la «Desorganización Sindical». Los «camisas viejas» exigían de González Bueno mucho más de lo que éste podía ofrecerles. Incluso antes de la creación del ministerio de Fernández Cuesta había tenido que advertir a todos los jefes sindicales y de la prensa falangista que «se abstendrán en absoluto de publicar escrito alguno que pretenda interpretar el contenido del citado punto» (el relativo a los sindicatos que figuraban en el Programa de la Falange[598]). Algunos delegados provinciales de Sindicatos, como el de Burgos, José Andino, prefirieron dimitir[599].

Teóricamente, González Bueno tenía que establecer el andamiaje de los Sindicatos de la España rebelde, que se suponía que abarcarían a todos los trabajadores, encuadrados por ramas de producción. La realidad era muy distinta de la teoría, y la pretendida organización sindical resultó bastante rudimentaria. Se creó la simple estructura exterior, pero permaneció vacía de contenido durante toda la guerra. Tanto en el ministerio central como en las provincias reinaba la mayor confusión. Se carecía de normas orientadoras o de una teoría bien elaborada de la organización sindical. En medio de este caos, González Bueno era incapaz de realizar nada positivo y, finalmente, fue destituido en 1939.

La propiedad y la producción agrícolas quedaban fuera del control de los Sindicatos; dependían del Ministerio de Industria y Comercio, que estaba en manos de los representantes del capital financiero, los cuales aplicaron a este sector la política que consideraron más prudente. Con anterioridad a la creación del Ministerio de Organización Sindical, el de Industria y Comercio había tomado la iniciativa de crear sindicatos o cooperativas agrícolas en algunas zonas[600]. El 23 de agosto de 1937, para controlar el precio de los cereales, se creó el Servicio Nacional del Trigo, que durante muchos años desempeñó un importante papel en la economía del país[601]. Una Ley especial del 16 de julio de 1938 creó las Comisiones Reguladoras de la Producción, encargadas de controlar y de reglamentar las actividades comerciales; cada sector estaría representado en ellas a través de subcomisiones designadas por los propios interesados[602]. Durante los primeros años del régimen, estas comisiones, de carácter político y administrativo, ejercieron una función primordial, como órganos de intervención del Estado en toda clase de negocios. En 1937 y 1938 se crearon otros organismos de control; en cambio, ciertos decretos del Ministerio de Industria sobre la sindicalización de la producción tuvieron que ser derogados ante la imposibilidad de llevarlos a la práctica[603].

Todas estas comisiones pseudosindicales no tenían, en realidad, nada que ver con los sindicatos obreros falangistas ni con el propio partido. Por el contrario, todavía ponían de relieve la insignificancia de este último[604]. Después de haberse convertido en partido único, la Falange seguía careciendo de influencia para intervenir directamente en la economía, .pero se le concedieron poderes para proceder a ciertas confiscaciones de bienes y a percibir algunas contribuciones por su propia cuenta. Las clases poderosas no querían someterse a semejantes arbitrariedades y oponían fuerte resistencia al ejercicio de un privilegio que consideraban abusivo. Durante toda la guerra se impusieron una serie de multas a propietarios de empresas industriales o agrícolas que se negaban a «cooperar[605]». Revolviéndose contra los enemigos del interior, la prensa falangista denunciaba la resistencia pasiva de la «tercera España», es decir, la derecha clásica y los grupos financieros coaligados, como siempre, con los políticos conservadores, cuya existencia se consideraba como un peligro amenazador en el frente interior[606]. A su vez, la prensa del partido tuvo que soportar, en más de una ocasión, la acción de la censura militar[607]. Y cuando los conservadores trataban de «locos» a los falangistas, éstos replicaban:

Fuimos unos locos en labios espúreos antes del Alzamiento y durante él; por eso morimos en las calles y luchamos en las trincheras, mientras tú dudabas; pero escucha, materialista de toda laya: nuestra locura sagrada de levantar España hacia Dios no ha terminado. Fuimos y somos locos, pero no dejaremos de serlo mientras no se realice en todos los terrenos la Justicia Social que reclama esta Revolución[608].

Si había en la «nueva España» algo en lo que los falangistas eran maestros indiscutibles, era en el terreno de la retórica[609].

Los «camisas viejas» necesitaron por lo menos un año para convencerse de la muerte de su jefe. Corrían los rumores más diversos sobre su situación; en febrero de 1937 el propio Franco quiso hacer creer al embajador de Italia que José Antonio todavía vivía[610].

Sólo al cabo de dos años de su muerte, empezó a conmemorarse ésta oficialmente. Por un decreto del 16 de noviembre de 1938, se proclamó la fecha del 20 de noviembre, día de luto nacional. En los muros de todas las iglesias de la España rebelde se fijaron placas conmemorativas, en las que estaban inscritos los nombres de José Antonio y de todos los muertos de la localidad, caídos en las filas nacionalistas. Se crearon dos cátedras de ciencia política en las Universidades de Madrid y de Barcelona, que llevarían el nombre de José Antonio, pero serían provistas personalmente por Franco. A través de la prensa y la propaganda, el nombre de José Antonio fue empleado para patrocinar toda clase de empresas. Se propuso dar el nombre del Fundador a escuelas de comercio y a unidades militares, sin la menor discriminación. Se dispuso que en todos los centros de enseñanza se dedicaría una lección a evocar su vida y su obra[611].

La idealización de la figura de José Antonio constituyó una excelente escapatoria para la camarilla de Salamanca, que el propio Generalísimo trató de aprovechar en su favor. En un mensaje radiado el 18 de julio de 1938, Franco reveló que en octubre de 1934 José Antonio le había ofrecido la jefatura de la Falange, lo cual sólo en parte era cierto[612]. El 20 de noviembre Franco pronunció a través de la Radio Nacional un discurso dedicado especialmente a la memoria del «Ausente», como llamaban los «camisas viejas» a José Antonio Primo de Rivera[613]. Éste se convirtió en el símbolo oficial y en el santo patrono de la nueva dictadura. La culminación de este proceso se produjo al final de la guerra: los restos de José Antonio fueron exhumados del cementerio de Alicante. A lo largo de más de cuatrocientos kilómetros, las milicias de Falange, con antorchas, escoltaron el féretro de su Jefe hasta el monasterio del Escorial, donde fue solemnemente enterrado al pie del altar mayor y no lejos de los sepulcros de los reyes de España[614].

José Antonio pasó a ser el héroe, el mártir, el poeta, el ideal trascendente, el perfecto símbolo, en una palabra, todo aquello que no eran los dirigentes de la «España nueva».

Pese a las altisonantes declaraciones de los propagandistas del Gobierno, la fusión política decretada en abril de 1937 no se tradujo en ningún cambio efectivo de los sentimientos de los dos protagonistas de la unificación. Una orden del 30 de abril de 1937 dispuso que en todos los comités de unificación de cada provincia, los dos grupos estarían representados equitativamente, pero no produjo el efecto deseado[615]. Falangistas y requetés prefirieron conservar sus propios locales separados hasta que la Orden del 8 de junio declaró obligatorio en las poblaciones de menos de 10 000 habitantes que ocuparan el mismo local o cuartel[616]. Se proyectó la unificación de las secciones juveniles de ambas organizaciones, pero no llegó a realizarse[617]. Algunos veteranos carlistas, para exteriorizar su oposición y protesta, se negaron a aceptar los carnets de miembros de FET.

No obstante, en el frente los requetés reaccionaron igual que los falangistas. La política de la retaguardia, con sus intrigas y luchas, les parecía carecer de sentido mientras que en el frente la unidad resultaba no sólo útil, sino necesaria. La rivalidad entre los partidos quedaba en un segundo plano, ante las exigencias de la guerra[618].

De todos modos, resultaba imposible llegar a establecer un verdadero compromiso entre el programa monárquico-regionalista de los tradicionalistas y el totalitarismo de partido único de los falangistas. En la retaguardia, el antagonismo latente se manifestaba a la menor ocasión. A un periodista francés que le preguntaba qué haría la Falange si se llegaba a restaurar efectivamente la monarquía, un dirigente falangista contestó: «Habría sencillamente otra revolución, y esta vez le juro que yo no estaré en el mismo bando[619]». En un desfile militar que debía celebrarse en Burgos el 12 de octubre de 1937 (en el que se conmemora anualmente la «Fiesta de la Raza») el jefe carlista José María Zaldívar amenazó con retirar a sus requetés si no se les permitía desfilar separadamente. Al final, los requetés no se retiraron, pero el acto resultó deslucido por la violenta discusión a que dio lugar. Zaldívar fue expulsado de la FET y otros jefes carlistas se vieron privados de sus derechos de pertenencia al partido durante dos años[620]. Franco trató de atraerse a los tradicionalistas más recalcitrantes nombrando a Fal Conde miembro del Consejo Nacional el 20 de noviembre de 1937. Este nombramiento dio lugar a un largo intercambio de correspondencia, durante el cual Fal Conde rechazó respetuosamente el nombramiento, manifestando su oposición a:

…la idea del partido, como medio de unión nacional, base del Estado e inspiración del gobierno, la cual entiendo contraria a nuestra doctrina tradicionalista, a nuestros antecedentes y a nuestro mismo temperamento racial[621].

Cuando Fernández Cuesta fue nombrado secretario general del partido en diciembre de 1937, prosiguió la correspondencia iniciada[622], que se interrumpió cuando finalmente se decidió anular el nombramiento de Fal Conde el 6 de marzo de 1938[623].

Inicialmente se atribuyeron a los carlistas ocho jefaturas provinciales del partido, de las dieciséis provincias con que contaba entonces la España nacionalista. Según el acuerdo original, los cargos directivos se repartirían alternativamente entre ambos grupos, de modo que si a uno le correspondía la jefatura, el otro asumiría la secretaria y viceversa. Sin embargo, a partir del nombramiento de Fernández Cuesta como secretario general de FET, la libertad de acción de los carlistas se vio cada vez más restringida por el mando nacional. Después de la creación del Ministerio de Organización Sindical, en enero de 1938, los carlistas acabaron de perder la escasa influencia que pudieran tener en la esfera sindical.

Por último, al ser nombrado Serrano Súñer ministro del Interior y jefe de Prensa y Propaganda de FET, la labor propagandística de los tradicionalistas quedó prácticamente suprimida[624]. Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, que dirigían la propaganda del Estado y del partido en 1938 y 1939, estaban decididos a no permitir que en la «España nueva» pudiera expresarse otra ideología que la nacionalsindicalista[625].

La única satisfacción política que obtuvieron los carlistas se la ofreció la legislación religiosa de 1938. En el gobierno constituido en enero de aquel año Franco nombró ministro de Justicia al conde de Rodezno, quien a su vez escogió a Arellano como subsecretario. Máxima ambición de ambos era la de revisar la legislación religiosa española, para borrar todo rastro de laicismo, restablecer los derechos de la Iglesia en materia de educación y proclamar el catolicismo como religión de Estado, prohibiendo expresamente toda actividad proselitista de cualquier otra Iglesia cristiana[626]. Puede decirse que gracias a la eficaz colaboración de Pedro Sainz Rodríguez en el Ministerio de Educación, lograron todo lo que se proponían. Vencida la oposición falangista, a los dos meses los jesuitas volvieron a instalarse en España. Ésta fue la única victoria importante de los carlistas bajo el régimen de Franco, pero la Iglesia de Estado iba a tener un papel predominante en todos los asuntos civiles y políticos.

Este triunfo del clericalismo produjo un profundo resentimiento entre los veteranos falangistas. Paradójicamente, algunos sectores del antiguo partido resultaron ser los últimos bastiones de un cierto anticlericalismo. En Sevilla, en el otoño de 1938 se produjo un choque entre unos jóvenes manifestantes falangistas y una procesión religiosa, lo cual provocó un gran escándalo que el gobierno intentó acallar por todos los medios[627].

En el frente propiamente civil, los carlistas no tenían nada que oponer al Auxilio Social de la Falange, creado durante el primer año de guerra. El servicio auxiliar civil de los carlistas, llamado Frentes y Hospitales, funcionaba, en realidad, como una rama de la FET[628]. Esta organización, dirigida por carlistas, continuó prestando eficaces servicios, pero como su labor estaba estrechamente relacionada con la acción en los frentes, acabada la guerra no resultó ya necesaria y los carlistas se encontraron prácticamente sin nada. Los falangistas quedaron dueños absolutos de los servicios sociales de FET, aunque esto ya no tuviera trascendencia política alguna, porque en 1939 los carlistas abandonaron en masa las filas de la FET. No es que se sintieran decepcionados ante la degeneración del partido en manos de una camarilla todopoderosa, porque los tradicionalistas no se habían hecho ninguna ilusión respecto a la Falange de Franco; en realidad, terminada la guerra, decidieron sencillamente regresar a las montañas, de donde habían salido en el verano de 1936.

Durante los cinco años siguientes, algunos de los jefes carlistas más fieles al ideal tradicionalista fueron arrestados o exilados. Fal Conde regresó a España al terminar la guerra, pero tuvo que permanecer bajo arresto domiciliario en Sevilla, en 1939, y tres años después fue confinado en Palma de Mallorca[629]. Los tradicionalistas, más aislados e impotentes que nunca, decidieron replegarse y esperar en la sombra sobrevivir al franquismo como habían sobrevivido a la monarquía constitucional y a la república.

La influencia que durante la guerra ejercieron Alemania e Italia sobre la Falange fue más bien secundaria. Ambas potencias se abstuvieron de intervenir directamente en los asuntos interiores de la España rebelde por temor a enfrentarse mutuamente si desarrollaban una política demasiado agresiva. Parece incluso que al principio los italianos tuvieron la sospecha de que los alemanes les empujaban a intervenir, para poder denunciar luego mejor sus ambiciones «imperialistas» en España. El conde Ciano advirtió a Roberto Cantalupo, primer embajador del Duce en España, que procurase evitar todo compromiso[630].

Los alemanes se mostraron no menos reservados. El 5 de diciembre de 1936 el ministro de Asuntos Exteriores, Von Neurath, declaró que Alemania tenía unos objetivos «de carácter predominantemente comercial[631]». Dos meses antes, el principal consejero político de la Wilhelmstrasse, Ernst von Weizsácker, había manifestado a los representantes alemanes en España que no estaban autorizados a ejercer la menor presión para tratar de favorecer una revolución del tipo nacionalsocialista en aquel país. Los alemanes jamás se apartaron de esta línea[632]. Así, el embajador alemán en Roma, Hassel advertía:

Cualquiera que conozca España y a los españoles tiene que considerar con cierto escepticismo y hasta con preocupación para el futuro de las relaciones germano-españolas (e incluso para la cooperación germano-italiana) cualquier intento de implantar un nacional socialismo a la alemana, con personal y métodos alemanes. El fascismo italiano, más formalista políticamente, tendría mayores posibilidades de éxito; tropezaría, sin embargo, con dos obstáculos: la evidente aversión de los españoles hacia los italianos y su hostilidad a toda intrusión extranjera en sus asuntos, pero eso ya sería cuestión a resolver por los propios italianos[633].

Pero los italianos no manifestaban el menor deseo de enfrentarse con este problema. La política española ni les interesaba ni parecían comprenderla y sentía un gran escepticismo ante el porvenir del fascismo ibérico[634].

La única intervención «política» extranjera que se produjo en Salamanca ocurrió en la primavera de 1937. En los meses inmediatamente anteriores a la unificación, Faupel temía que la dictadura militar pretendiera desembarazarse del partido fascista antes de que se hubiese construido. En enero escribía:

El gobierno cree que adoptando una parte del programa de la Falange podrá llevar a cabo algunas reformas sociales prescindiendo de la Falange. Esto tal vez sea posible. Lo que resulta imposible sin la cooperación de la Falange es convertir a los trabajadores españoles —y especialmente a los de la zona roja todavía por conquistar— a la idea nacionalsindicalista e incorporarlos al nuevo Estado. Por esta razón resulta indispensable la colaboración entre el gobierno y la Falange[635].

Ya se vio como Faupel instaba a Hedilla y al propio Generalísimo a que activasen la unificación para crear un partido estatal revolucionario. Sin embargo, esta «intervención» no rebasó nunca el límite de unas conversaciones celebradas por iniciativa personal del embajador alemán. Faupel reconocía que en la España rebelde el poder residía en el Ejército y que por lo tanto sería imposible sostener el partido si éste se enfrentaba con aquél:

Si la Falange llega a oponerse al propósito de Franco de unificar a los partidos políticos, estamos de acuerdo con los italianos en que, a pesar de nuestras simpatías por la Falange y sus ideas, deberíamos apoyar a Franco, quien, al fin y al cabo, pretende basar su política interior en el programa de la Falange. Las reformas sociales más urgentes y necesarias sólo pueden realizarse con Franco y no contra él[636].

Faupel no estaba nada satisfecho de los resultados del diktat de abril y desconfiaba de los «reaccionarios» de Salamanca. Ya se ha dicho que intercedió ante el Caudillo en favor de Hedilla, aunque no consiguió que su gobierno le autorizase a formular una protesta oficial. Por su parte, Franco y Serrano detestaban al embajador alemán por su afición a prodigar consejos gratuitos, aunque al principio Faupel pareció creer en la sinceridad del «cuñadísimo[637]». Cuando trató de imponer el jefe de Prensa y Propaganda de FET, Fermín Yzurdiaga, un plan para crear un Instituto de Información y Propaganda que llevaría el nombre de Carlos V, la irritación de Franco aumentó[638]. Finalmente, Faupel fue retirado por su gobierno en octubre de 1937. Su sucesor, el Dr. Eberhard von Stoher, era más del gusto de los dirigentes rebeldes. El nuevo embajador hizo hincapié en que Alemania deseaba evitar «toda interferencia en los asuntos interiores españoles[639]».

Hasta ahora nos hemos limitado a manifestar nuestra simpatía por el sector de la Falange llamado «Falange originaria» o «Falange revolucionaria» o por los «camisas viejas», a los que consideramos como más cercanos a nosotros en el plano ideológico, y cuyos objetivos constituyen, a nuestro juicio, la mejor garantía para España del establecimiento de un estado nacional fuerte, lo cual puede resultar de utilidad para nosotros. Por lo tanto, hemos puesto a disposición de la Falange nuestra experiencia, hemos expuesto a algunos de sus representantes cómo funciona nuestro partido, sus instituciones sociales, etc., y aclarado sus preguntas. Con ello les hemos facilitado su tarea, aunque, naturalmente, sin llegar hasta el extremo de poder garantizar la victoria de este sector[640].

Evidentemente, los falangistas sentían una gran simpatía hacia los partidos únicos italiano y alemán. La Falange estaba muy influida por la propaganda nazi y fascista y organizaba «veladas» de amistad hispano-germana. Algunos de los dirigentes del Auxilio Social del partido fueron enviados a Alemania para estudiar la organización del Winterhilfe[641]. Pero los alemanes no pasaron de estos límites.

A petición suya, la Falange recibe de la oficina de prensa alemana gran cantidad de materiales sobre la situación en Alemania y la organización del NSDAP. Pero se evita la propaganda inoportuna a toda «intervención en los asuntos internos» de España. El único reproche que se haya podido hacer a nuestra conducta dada de los primeros tiempos de la FET en la época del «complot» de Hedilla[642].

En Berlín, la Falange no despertó ninguna ambición ni el menor interés. Dionisio Ridruejo afirma que en los viajes que hizo a Alemania en 1937 y en 1940 jamás oyó hablar de su partido. Y en la primavera de 1938 Weizsácker escribió que no merecía la pena tratar a la Falange como fuerza con entidad propia[643].

Después de la unificación, la mayor parte de las relaciones del partido con el exterior pasaron a depender de Serrano Súñer. Su conservadurismo católico le inclinaba más hacia el partido fascista italiano que hacia los nazis, pero los italianos no querían mezclarse en los asuntos internos españoles. Mussolini no se decidió a comprometerse seriamente en España hasta que se produjo la estrepitosa derrota del cuerpo expedicionario italiano en Guadalajara, en marzo de 1937. En aquella época, el Duce estaba tan mal informado sobre los asuntos españoles por los diversos grupos que se dedicaban a intrigar unos contra otros, que envió a Roberto Farinacci en misión oficial a Salamanca; según el agregado militar de Farinacci la principal tarea de éste era la de reunir la mayor información posible sobre la verdadera situación[644].

Uno de los objetivos secundarios de su misión era la de sondear cómo acogerían las autoridades españolas la candidatura de un príncipe italiano al trono de España, dando por supuesto que en tal caso la Falange desempeñaría el mismo papel que el Partido Fascista en Italia[645]. Sin embargo, sin haberse puesto de acuerdo, tanto Franco como Hedilla coincidieron en rechazar el proyecto, del cual nunca más se volvió a hablar.

Después de la unificación, el Sr. Danzi, representante del Partido Fascista en Salamanca, entregó al Caudillo una copia de los estatutos de su partido para que sirvieran de modelo para la FET. Tal como había previsto el embajador alemán, nadie hizo el menor caso de aquellos estatutos[646]. Los italianos parecieron entonces desinteresarse totalmente de la FET, dejándola en manos de sus nuevos amos.

Cuando en el verano de 1938 Dionisio Ridruejo acompañó a Serrano Súñer en un viaje oficial a Roma, Ciano le preguntó quiénes eran, a su juicio, los hombres más importantes del partido español, en el presente o para el futuro. «Serrano Súñer o Fernández Cuesta», contestó Ridruejo. Ciano le dijo entonces que los excedistas de la FET que había visto la recordaban a los viejos conservadores del antiguo Partido Popolare y que con semejantes elementos no creían que pudiera formarse un verdadero partido fascista.

Un mes más tarde, después de visitar España, Ciano cambió de opinión:

La principal fuerza del país reside ahora en la Falange. Es un partido que está empezando a formarse y a actuar (cuando, en realidad, se hallaba ya en plena decadencia), pero que ha logrado atraerse a la juventud, a los elementos más dinámicos y especialmente a las mujeres (se refería, sin duda, a los servicios especiales de Auxilio Social y la Sección Femenina[647]).

Pero esta actitud de Ciano más favorable al partido español sólo se produjo tiempo después de que Franco y Serrano Súñer se habían adueñado de la Falange. El principio de la no-intervención en los asuntos españoles estaba ya sólidamente establecido y, en lo sucesivo, la Falange sólo se inspiraría en el fascismo italiano en la medida en que Franco lo desease. Durante los meses cruciales en que en Salamanca se decidió el destino político de España, ni los alemanes ni los italianos hicieron ningún verdadero esfuerzo por intervenir. La desconfianza de los italianos, la reserva de los alemanes y las vacilaciones comunes a las dos naciones les impidieron levantar castillos políticos en España… Francisco Franco, el único hombre que hizo frente Hitler, quedaba en libertad para montar a su guisa su pequeño tinglado político.